Karl Held – Emilio Muñoz

El Estado democrático

Crítica de la soberanía burguesa

§ 8 § 10

§ 9
El juego democrático:
elecciones, parlamento y gobierno.

El estado burgués puede alcanzar sus objetivos económicos sólo si los ciudadanos, al perseguir sus intereses materiales, se mueven dentro de los límites que él les ha fijado. El estado depende de que todos reconozcan las prácticas oficiales como funciones necesarias para realizar sus intereses privados. Unos deben adaptarse a la idea razonable que ciertas restricciones a sus afanes de lucro son imprescindibles para la garantía estatal del aprovechamiento productivo de su propiedad. Otros tienen que conformarse con que algunas reducciones en su reproducción existencial son necesarias para la garantía estatal de su trabajo asalariado.

La renuncia de los ciudadanos a usar la fuerza en la decisión de sus antagonismos, positivamente la aprobación del monopolio estatal del uso de la fuerza, es el medio del estado para someter a quienes compiten, en ese sentido ciudadanos libres, al objetivo supremo de la autoridad: el incremento de la riqueza privada. Porque el materialismo de los sujetos privados sirve a ese objetivo sólo si se relativiza mediante el respeto estatal-idealista de las leyes, o sea sólo si las clases sociales se convierten en instrumentos del bien común, el estado reasegura el funcionamiento de su poder al procurar el asentimiento del pueblo a sus actos.

Claro que jamás pone a disposición de los ciudadanos asuntos que les son esenciales, sino que da a elegir entre alternativas del ejercicio de la fuerza estatal que vienen al caso. Los ciudadanos definen con el sufragio a quiénes tienen por los mejores para cumplir con las tareas del poder público. Como en las elecciones se trata sólo de aprobar los actos del estado, todos los votos valen igual. La elección se decide por mayoría, y la necesidad permanente de esa expresión de la voluntad popular se tiene en cuenta con la periodicidad de los comicios. Los ciudadanos que desean ofrecerse para ejercer la función pública obtienen la posibilidad oficial de dar a conocer su programa político, que lo une a sus correligionarios en partidos políticos; los que compiten, a través de la formación de la voluntad política ciudadana, por los votos de los electores, y así por la dirección de los asuntos públicos.

Éstos consisten por un lado en la actividad del Parlamento, donde los representantes del pueblo, responsables sólo frente a su conciencia del deber cívico, reglan por ley las colisiones sociales según lo manda el bien común; y por el otro en los actos del gobierno, que ejecuta e impone las leyes con la ayuda del aparato del uso de la fuerza: y por último en la crítica constructiva de la oposición, quien como representante de la minoría de los electores da al descontento de éstos su única forma deseable: la de una alternativa política.

El peligro, siempre evocado, que se abuse de la consideración institucionalizada de la voluntad popular para una crítica real del estado, la democracia lo enfrenta con la obligación a ser leal a la Constitución (prohibición de partidos antidemocráticos), y con el apronte preventivo de los estadistas, fijado por ley, para renunciar a la democracia si está en juego el estado (leyes de excepción, estado de sitio, etc.). En los celebrados procedimientos democráticos el estado burgués moderno admite que su dominación política depende de la voluntad de los sometidos a ella, o sea que los ciudadanos poseen los medios para prescindir de él, y al mismo tiempo guarda respeto a la voluntad libre de los ciudadanos sólo si ésta aparece como abstracción de sus intereses materiales. Así resulta que el adelanto de la democracia respecto de todas las formas anteriores de estado consiste en que ella emplea la voluntad libre de sus súbditos para el incremento de una riqueza de la que no aprovechan; por eso, la lucha económica de los asalariados lleva a la lucha política contra el estado, mientras que la lucha política por alternativas de gobierno impide la lucha económica, conserva al estado y con él a la explotación capitalista, cualquiera sea el resultado electoral.

a) Desde el punto de vista del estado, y de sus conductores, quienes administran la competencia de acuerdo a las necesidades de la propiedad privada, la determinación abstracta de la democracia, que el poder público reposa en la voluntad del pueblo, aparece bajo otra luz. Para ellos la democracia es "la peor forma de gobierno, fuera de todas las demás", con lo que expresan a las claras que no es el propósito último del estado democrático satisfacer la voluntad de los ciudadanos. Por el contrario, él cumple mejor con sus funciones cuando recoge la aprobación de los ciudadanos a sus actos soberanos. Con el apoyo positivo que los ciudadanos prestan a la violencia del estado (que no porque se la apoye ha cesado de existir), los ciudadanos le prueban que tienen la voluntad de salir a competir con los demás, de usar la libertad como a él le gusta que la usen. La necesidad de la legitimación democrática tiene validez para el estado burgués en tanto la abstracción que el ciudadano trabajador hace de su voluntad particular se identifica con la asunción de su función y sus deberes económicos, y así garantiza el funcionamiento del modo de producción. Si la mayoría perjudicada del pueblo le retira la lealtad al estado, no quiere más esa libertad, piensa en otros valores, menos elevados, de la existencia humana, y entonces el estado cree necesario la defensa por cualquier medio de la libertad frente a las fuerzas del caos. En su aprobación del estado el pueblo declara que está dispuesto a utilizar para sí al poder político, mientras éste lo necesite; a lo que el estado responde con todas sus leyes que eliminan cualquier malentendido sobre quién usa de quién: el utilizado es el pueblo, sin que tal cosa le sea útil. El comicio libre y democrático, que no se decide con los votos de los capitalistas, permite entonces al estado utilizar a la clase obrera, y no al revés, porque es un indicador de la paz social; hecho que todo estadista reconoce al contar los votos hasta de los partidos extremistas. También por eso, en las democracias en formación el acto electoral tiene la forma de un test, ejecutado conscientemente por el estado.

b) La gran contribución del circo democrático no es entonces que el estado mediante las elecciones se haga dependiente de la voluntad de los ciudadanos, sino que hace que los ciudadanos, en la forma de la confirmación de esa dependencia preexistente, hagan abandono de sus voluntades. Porque si el estado los deja decidir sólo sobre qué políticos deben ocupar los altos cargos públicos, no hay la menor duda que junto a los organismos no-electivos de la justicia, la administración y el poder armado, ni las instituciones políticas decisorias están para acomodarse a los deseos del ciudadano, ni menos aún se puede poner en tela de juicio la necesidad de su existencia. El estado regla la expresión de la voluntad cívica de forma tal que sus súbditos no tienen otra alternativa que manifestar su sometimiento, a la voluntad del poder público.

El sufragio universal, la más elevada conquista democrática, se caracteriza porque hace la abstracción violenta del "hombre libre" la obra de la propia voluntad del hombre real. El voto por tal o cual candidato es la demostración patente de la indiferencia del acto frente a las reflexiones del elector, reducidas a elegir alguien que lo represente y así a dar el sí al estado. Entonces el estado puede medir la voluntad del votante, y con el principio de la mayoría mostrar abiertamente su desconsideración, y las razones que la avalan, frente a las voluntades particulares. Este principio democrático básico ni viola a las minorías ni hace imposible el gobierno de los mejores, como censuran algunos críticos reaccionarios de la democracia, la mayoría del pueblo se entrega así al poder político, y así mayoría, minoría y quienes no votan, todos por igual, experimentan la autoridad del estado, según la clase a la que pertenezcan. Porque el comicio institucionaliza el antagonismo estado-votantes, excluyendo del poder a los ciudadanos, mientras éstos lo asienten, el estado puede manejar el conflicto constante entre sus actos y los intereses de sus ciudadanos; con el carácter periódico de la consulta electoral garantiza la permanencia del rechazo al uso de la fuerza por parte del pueblo, y hace de la inescrupulosidad oficial hacia el súbdito democrático la normalidad cotidiana, con la excepción regularizada del comicio.

Su sometimiento forzado a los fines del estado el ciudadano lo confirma en la elección como la obra permanente de su propia razón cívica. La obra voluntaria que se le reclama, hacerse objeto complaciente de los asuntos públicos, la cumple haciendo de su práctica diaria, la abstinencia política, una vez cada varios años el contenido puro de una decisión política. La mayoría de los ciudadanos deja ver su interés en el estado en la comparación, a priori decidida, entre sus deseos y alternativas diferentes del no cumplimiento de los mismos, logra abstraer de manera voluntaria de sus intereses, y en las elecciones cada uno de los ciudadanos, valiéndose de esa comparación, se pronuncia por una forma de ejecución del programa de gobierno con la seguridad apenas disimulada de que así resuelve su propio perjuicio. El entusiasmo electoral del pueblo enseña también que del lado subjetivo en esa comparación sólo pesan demandas ciudadanas que hace rato han sido transformadas en ilusiones sobre el estado. Es decir que el trabajador no es recién en las elecciones donde se distancia de sí mismo, en ellas sólo ejecuta el asentimiento expreso del poder que soporta, porque dependiente de ese poder, se lo representa equivocadamente como medio de su reproducción existencial. Acompañado después del lindo consuelo de haber elegido él al gobierno con el que está desconforme y de tener otra alternativa para elegir la próxima vez.

c) Cuando el estado hace de su eficacia dependiente de la voluntad de los ciudadanos, un medio de su negocio del poder, también hace de la seguridad de su existencia política la inseguridad de sus representantes como tales. Claro que hoy cualquiera puede resolver ser político (la democracia jamás ha tenido que lamentar la escasez de aprendices y aspirantes a estadistas, porque la clase dominante siempre se ha caracterizado por su fuerte voluntad en conservar el estado para sus intereses), otra cosa es que el ejercicio del poder depende de saber ganarse y conservar el afecto de los votantes. Por lo cual, sobre las burguesías recae el pesado deber democrático, para hacer carrera, de pintarles color de rosa a los ciudadanos todas las inmundicias que están decididos a hacerles si llegan al gobierno, con la deferencia del caso, que consiste en traducir las decisiones del estado en el interés hacía él de los damnificados.

La formación de la voluntad política del pueblo, a cargo de los partidos políticos, radica en la simple jugarreta de darle al hombre de la calle, que con su idealismo estatal interesado especula con lo que pueda sacar de las prestaciones oficiales, lo que reclama: que se lo estafe. Los políticos emplean toda su limitada fantasía, subdesarrollada por el ejercicio de la profesión, para agraciar al ciudadano, que recibe del estado en el quehacer social diario el trato que le cabe según la clase social a que pertenezca, con la promesa de que todo eso va a continuar sólo para su bien. Por más abigarrada y colorida que sea la competencia entre los candidatos por el poder, bien simples son los principios de los cuales todos ellos se valen. A los diversos grupos sociales les ofrecen, sin tener en cuenta los antagonismos que el estado sostiene, sólo aquellas medidas oficiales de las que cada grupo social algo espera para sí. De la colección completa de promesas hechas ante auditorios y lugares diversos, surge siempre el conocidísimo, por lo indispensable, programa del estado, eso sí, etiquetado con primor con el refrán "beneficios para todos". El arte fino de presentarle a cada uno de los que espera tiene también sus límites necesarios. Los ciudadanos saben, no sólo al tomar noticia pública de los anuncios contradictorios de los políticos sino también por los actos del gobierno anterior, que el estado sólo conforma a unos pocos. De ahí que las propuestas de los políticos contengan siempre agregados que advierten sobre el carácter de sus intenciones: se anuncian límites, se proclama la impotencia del estado, se apela a la comprensión cívica, se reafirma una vez más que las pretensiones contrapuestas sólo pueden tener vigencia si nadie se sale del marco de lo posible. Quiénes, en la sociedad de clases, deben enfrentarse a sus oportunidades y quiénes a sus necesidades, no es ningún misterio, por lo que no hay mejor lugar para la controversia política que el campo de los ideales, a los cuales todo ciudadano identifica con sus ventajas, a pesar de que ya su forma transfigurada en los primeros artículos constitucionales que definen al estado, le anuncian la fuerza compulsiva de los artículos que le siguen. Por los "bienes sagrados" de la democracia, los ideales del antagonismo estado-ciudadano, pujan los partidos políticos en sus controversias sobre los valores esenciales del ser humano: la libertad, la dignidad, la igualdad, la justicia, y al imputarse incapacidad mutua para representarlos prueban lo útiles que tales ideales son para transformar los efectos sobre los ciudadanos de la imposición de las necesidades estatales, que unen a todos los políticos, en la consecuencia de la incapacidad de los conductores políticos y de su traición a los altos objetivos del estado. Por ideales se puede discutir con entusiasmo, sobre todo si se trata de hacer de las preocupaciones que agobian a los afectados su asentimiento cívico. Entonces hay partidos que luchan por la libertad de la persona, la responsabilidad cristiana y la economía libre de mercado y contra el socialismo; hay otros que lo hacen por la libertad, la justicia social, el cambio social solidario y contra los retardatorios de siempre; y también hay partidos que luchan contra el resto por la libertad y la dignidad de la persona humana. La escena política clásica de todas las grandes democracias, donde se dan cita conservadores, socialistas y liberales, es entonces la configuración necesaria de la reflexión del arte de conducir político de los conflictos entre estado y ciudadanos, cuyo descontento hace peligrar la eficacia de las medidas oficiales político-económicas y de otra naturaleza, pero sobre todo el cargo de los funcionarios electos, quienes por su parte no quieren saciar ese descontento sino transformarlo en asentimiento cívico. Los socialistas tienen por oportuno achacar el descontento a la pasividad del estado, e interpretan política democrática como el "aventurar más democracia". Los conservadores parten del otro lado del antagonismo, de la conciencia del ciudadano de la necesidad del estado, y hacen de la política el negocio duradero de la salvación del estado, al cual el individuo, por su propio bien, no tiene que molestar continuamente con sus pretensiones. Los liberales, no del todo a la altura de los tiempos que corren, especulan con el malestar del sujeto privado que ve al estado como medio y traba al mismo tiempo. Por eso declaran la omnipresencia del estado causa de todos los males, ponen la libertad siempre en primer puesto, al ciudadano como al hombre ideal del § 1 en oposición al estado de los demás capítulos, y para llegar al gobierno proclaman la limitación del estado como propósito final... ¡del estado!

Como los partidos organizan tales debates para ser votables por todo el mundo, y partidos comprometidos con alguna ideología son mal vistos en una democracia en buen estado, los atributos básicos de las alternativas políticas reales son muy poco más que variantes de la promesa de poner al estado al servicio de todos: dar una respuesta socialdemocrática a la cuestión social, proteger a la manera democráticocristiana los ideales y valores comunes, o practicar el liberalismo democrático como cristiano secularizado o socialdemócrata negativo. Los partidos democráticos son todos partidos populares, que realizan previamente en sus propias filas el arreglo unilateral de intereses en favor del estado. Mientras la democracia interna y otras fruslerías cuidan para que los intereses de los diversos grupos sociales que buscan ganar influencia en el estado reciban su porción, queden conformes y comprometidos todos a representar hacia afuera la línea del partido.

Por eso la guerrilla constante con los grandes ideales tiene muy poco que ver con las decisiones reales de los políticos. Cuando se trata de gobernar demuestran que sus conflictos por una política mejor acaban siempre en la conservación del mejor de los mundos posibles, y en ese mundo no hay ninguna alternativa, por lo menos para los intereses materiales de la mayoría del pueblo. Los cambios de gobierno no perturban para nada la continuidad del funcionamiento de la maquinaria estatal sino que le son útiles; y los antagonismos interpartidarios, que con el objeto de llegar al gobierno no se arreglan pero se discuten públicamente con ardor y entusiasman a los demócratas de corazón porque hace la forma de gobierno tan animada, se esfuman si nadie obtiene la mayoría absoluta, en una coalición gubernamental. Las alternativas políticas reales son sin embargo las ya señaladas, y cuentan con sus propagandistas y detractores en todos los partidos, según sea quién, como gobierno, imponga la suya y quién, como oposición, la critique. La continuidad del negocio político, impuesto en algunas democracias europeas con la ayuda de la puesta en escena, siempre trabajosa, de las diferencias entre los partidos, también pude asegurarse sin tantos vaivenes. Por ejemplo, en los Estados Unidos, donde los partidos populares no se desarrollaron a partir de organizaciones políticas que representasen intereses sociales antagónicos, sino que fueron desde el vamos medios comunes de grupos de intereses sociales para competir por el poder, la política es pragmática, los partidos máquinas electorales, los candidatos hombres de éxito, y la competencia política entre ellos es por la representación más acabada y convincente de la personificación de la moral estatal pura.

La competencia ininterrumpida de los partidos por el voto da origen, junto a la praxis política, a la agitación, institución duradera de la vida política. En ella se proclaman todas las sapiencias que hacen al punto de vista del estado, caracterizadas como aditamentos ideológicos del mismo. La obra cotidiana de formación política del ciudadano, a cargo de los partidos y de la cual la campaña electoral financiada por el estado constituye sólo una parte autónoma, consiste en ofrecerle al ciudadano interesado en el estado la variante de política partidaria respectiva como material para que compare y alimente permanentemente su idealismo estatal, ya que se quiere valer de él. Porque los partidos manejan los asuntos de gobierno y en la política partidaria los critican a la vez, son entonces ellos objetos de la aprobación, el desencanto y la reprobación del pueblo, y enriquecen, a los sacrificios de éste con la libertad para elegir entre varias alternativas de imponerlos, y al estado con la seguridad relativa de quedar librado de toda crítica. En tanto los partidos hacen de todo lo que pasa en el estado un medio para lograr sus fines, se vuelven ellos mismos medios de la conservación del estado, y en calidad de tales son debidamente honrados en todas las constituciones democráticas. Aunque a veces la competencia política entre ellos deteriore la "confianza en el estado".

La concretización de la relación de violencia voluntaria, según fue explicado el estado democrático en el § 3, arroja también una definición más precisa del tipo de personajes que son responsables de las decisiones políticas: los representantes del pueblo. La pobre gente tiene la tarea de decidir cómo emplear el poder, deben asimismo presentarle tal asunto a los ciudadanos como un servicio a sus intereses, y reprocharles a los políticos opositores lo que ellos mismos hacen y son. En todos ellos cohabitan la moral y el poder. En el gobierno ejercen una y otra; en la oposición demuestran lo bien que lo harían. La hipocresía es el rasgo principal de su carácter. La corrupción y la mentira sus necesidades políticas existenciales. Demócratas a medias, y con el pueblo siempre a flor de labios porque en todos lados estorba sus proyectos, son el reflejo fiel de sus víctimas.

d) Mediante el comicio la ejecución de los actos de gobierno se hace dependiente de los representantes a quienes el pueblo ha confiado el manejo de los asuntos públicos. Para que los representantes del pueblo puedan tomar sus decisiones sobre las colisiones propias de la sociedad burguesa teniendo en cuenta el interés supremo del estado, o sea que no se abuse de las elecciones para forzar concesiones de parte de los representantes hacia determinados intereses particulares, los electos son independientes de la voluntad de los electores: democracia indirecta ("el pueblo no delibera ni gobierna si no es por medio de sus representantes", libertad de conciencia de los diputados y no responsabilidad del gobierno frente al pueblo).

Por otro lado, el cumplimiento de las funciones de la autoridad, ya que el estado debe conservarse, no puede quedar librado a la arbitrariedad gubernamental. Tiene que garantizarse que las exigencias de la competencia en la sociedad, por la que los ciudadanos quieren y necesitan al estado, sean el criterio vigente que presida todas las medidas oficiales. El reconocimiento de la voluntad ciudadana se conserva pues, en la dependencia del empleo del poder público de la decisión de los representantes electos del pueblo sobre la forma más eficaz de cumplir con las tareas gubernamentales a realizar: sumisión del poder ejecutivo a las resoluciones del parlamento. Los representantes de la voluntad popular en el parlamento prescriben los principios según los cuales se tratan las colisiones sociales en curso, en forma de leyes, que se remiten al gobierno para su ejecución. La consulta y la legislación parlamentarias observan que los reclamos hacia la dirección del estado se relativicen de acuerdo a la totalidad de los deberes oficiales, y que su cumplimiento o no cumplimiento tenga la obligatoriedad pertinente. La democracia parlamentaria se manifiesta así como la gestión de la función pública que conserva al estado como medio del incremento de la riqueza de la nación, al comprometer al gobierno a distanciarse de la satisfacción plena y desconsiderada de necesidades sociales actuales e inmediatas, y mediante leyes subordina los problemas particulares al interés oficial en su conjunto, que el estado persigue con recursos financieros limitados. El parlamento decide sobre todas las medidas del estado, fija su ejecución legal y además, a través de la aprobación anual del presupuesto fiscal y de la asignación del crédito oficial, resuelve la distribución de los recursos públicos para la aplicación de las leyes.

La tarea del parlamento consiste entonces en responder a las exigencias cambiantes derivadas de los actos jurídicos, sociales, políticos y económicos del gobierno, con la promulgación de leyes, que al regir para el estado dan vigencia legal general tanto a los reclamos como a los deberes de los ciudadanos hacia él. Su poder de legislar revoca de continuo leyes que para el ciudadano son irrevocables. El parlamento las modifica, las completa, las cambia, las anula, y así la sociedad recibe el derecho que necesita. Para que los nuevos edictos no contradigan los propósitos estatales vigentes en la legislación existente, ellos deben cumplir con el principio de la constitucionalidad, fijado y examinado por la corte suprema de la nación.

Las decisiones legislativas sobre la regulación óptima de las colisiones sociales son tomadas en conjunto por los representantes reunidos en el parlamento por mayoría, debido a las ideas diferentes sobre la mejor manera de conducir los asuntos públicos. Para que la misión, hecha programa por todos los partidos, de enseñarle a obedecer al ciudadano, no se vea quebrantada al resolver cada una de las cuestiones por el derecho libérrimo de los representantes, los partidos someten a sus diputados a la obligación, que a los electores se les prohíbe, de respetar la disciplina fraccional y a ceder organizadamente todas las iniciativas parlamentarias a la bancada del partido. El parlamentario es un simple ayudante ejecutor de la voluntad partidaria, por lo que frente a la apelación a su libertad de conciencia frente a sus electores, aparece la apelación partidaria del mandato electoral frente al parlamentario. Por el contrario, en aquellas democracias donde los partidos no han hecho de las pretensiones políticas de los diversos grupos de intereses que se hacen valer en su seno un programa político común, sino que cada parlamentario ocupa su banca como representante directo de un grupo social definido, la competencia por obtener estímulos oficiales tiene lugar en el parlamento mismo, y se decide en la forma de mayorías y minorías cambiantes, según el proyecto de ley en discusión.

Para garantizar que el partido de gobierno legisle teniendo en consideración a los grupos sociales de cuyos intereses el estado depende, el procedimiento de legislar está organizado en un sistema bicameral. Una de las cámaras funciona por lo general como instancia de influencia moral, con ciertas atribuciones asesoriales y apelatorias frente a la legislación, o también como órgano de control del parlamento dotado, por las instancias ejecutivas, de facultades al respecto.

Como las leyes que los diputados dictan defraudan continuamente las esperanzas de la mayoría de los votantes (sacrificadas en aras del bien común) la consulta de la legislación sirve también para la agitación del pueblo, en pro o en contra de los nuevos proyectos en discusión, de ahí el carácter público de la deliberación parlamentaria. Mientras que las consideraciones políticas, económicas y jurídicas necesarias en la confección de proyectos de ley, tienen lugar a puertas cerradas en las comisiones del parlamento, integradas por miembros de los diversos partidos, de acuerdo a su peso político, y cuentan con la presencia de asesores y expertos gubernamentales, los debates abiertos al público sirven a la imagen de los partidos que compiten en el parlamento. Así pueden mostrar que cuando promulgan o rechazan un proyecto de ley piensan siempre en el bien del estado, y cumplen con el mandato electoral. También es ésta la oportunidad para que los jefes de los partidos, que normalmente son también jefes del gobierno y de la oposición, se hagan valer como representantes electos de la voluntad popular. Sobre la base de la identidad falsa de los intereses del estado y de los ciudadanos se impugnan recíprocamente la capacidad para gobernar, se querellan con los ideales del poder estatal, y envueltos en la toga polemizan pro forma sobre leyes prácticamente resueltas, buscando movilizar a su favor el idealismo cívico-estatal de los votantes. La presencia nutrida de los diputados y la intensidad declamatoria de los plenos tiene poco que ver con la importancia real de las leyes en discusión para el estado, y mucho con el efecto publicitario que se calcula extraer después, resaltando una u otra de las alternativas en discusión, según las afinidades hacia ellas en el pueblo. Por eso, junto al debate sobre el presupuesto, donde se discute la capacidad funcional del estado frente a la gama completa de medidas oficiales, son horas estelares del parlamento, donde la TV no puede faltar, también aquellos debates donde la moral nacional de los electores se puede movilizar en favor del gobierno o la oposición, o cuyos temas atraen en un momento dado la atención pública (legislación sobre el aborto, la protección ambiental, la energía, etc.).

En tales debates, mientras que el partido de gobierno justifica sus decisiones, obligatorias para todos, la oposición se hace valer con la crítica constructiva, en el marco del estado, de las medidas gubernativas, y cumple así con la tarea democrática de achacarle al partido de gobierno el perjuicio seguro (que ella querría causarle siendo gobierno) de la mayoría del pueblo, dando así al permanente descontento cívico la forma de una alternativa de gobierno. A leyes que de todas formas no necesitan de su aprobación para ser sancionadas, la oposición les dice sí o no, según el eco que espera hallar de una u otra decisión en los votantes, y aprovecha así la ventaja de no gobernar para atizar el descontento hacia el gobierno y llegar a ser gobierno.

El objeto predilecto de los ataques de los ciudadanos, y entonces de la oposición, es el gobierno, el comité ejecutivo del partido mayoritario, el órgano que ejecuta las leyes; el gobierno, sometido a las restricciones de las decisiones del legislativo, pone en práctica las leyes y se caracteriza, frente a la organizada controversia de los representantes electos, por la uniformidad de sus actos; posee la competencia para fijar pautas directrices y sus ministros son responsables ante el jefe de gobierno. El gobierno, la cúspide política de la administración, modifica las tareas permanentes del estado, que una burocracia inamovible despacha continuamente sin perjuicio de los cambios políticos, de acuerdo a las decisiones políticas en la materia sobre su ejecución más expedita y eficaz, teniendo en la competencia pericial de la burocracia su servidor dócil y su correctivo. Las diversas formas constitucionales de la independencia y dependencia entre parlamento y gobierno no son otra cosa que el modo funcional de impedir una contradicción de principio entre las decisiones parlamentarias y su ejecución: no permitir que los recursos y tareas de gobierno actúen en contra de compromisos contraídos por el estado hacia las demandas sociales, en formas de leyes, y garantizar que la actividad legislativa del parlamento no vaya contra las exigencias propias del ejercicio del poder. Según la clase de la dependencia o de las formas de influencia entre gobierno y parlamento, la correctura recíproca adquiere el carácter de una cooperación pacífica entre la mayoría parlamentaria y el poder ejecutivo contra la oposición, o bien la forma de una confrontación permanente entre los poderes del estado. No está demás señalar que ya sea constitucional o prácticamente se ha procurado que el gobierno tenga influencia debida sobre la legislación, a fin de fijar por ley todo lo que para la administración del estado se juzga necesario. También por eso el gobierno y la administración gozan del derecho de reglamentar con obligatoriedad jurídica la ejecución de las leyes.

En todos los casos el tan mentado sistema de la "división" de poderes, que también tiene sus "interferencias" de poderes, sirve para dar funcionalidad a las medidas del estado que reglan las colisiones en la sociedad de la competencia, para efectivizar las resoluciones de los representantes políticos sobre la conservación del estado y de la economía, y también para garantizar el asentimiento de los afectados por esas medidas, asentimiento que es la condición y el criterio del éxito político.

Por esto último es que el instrumentario estatal democrático, por un lado está protegido mediante la prohibición de cambiar principios constitucionales básicos y con las trabas a la reforma de la constitución, y por el otro, para los casos de "emergencia nacional" (que van desde catástrofes naturales, amenazas externas e internas a la seguridad, hasta rebelión contra la autoridad), donde el proceder y las circunspecciones democráticas amenazan las funciones del estado, se asegura su continuidad sin el rodeo del asentimiento representativo del pueblo. La desconsideración brutal y abierta hacia la voluntad, la persona y la vida del ciudadano tiene fuerza legal con las leyes de excepción, estado de guerra interno, etc.. Para conservar la democracia en caso de necesidad es indispensable su supresión constitucionalmente sancionada.

e) Si la democracia parlamentaria organiza el ejercicio del poder del estado con la ayuda de la aprobación de los ciudadanos es porque ella es el producto de necesidades sociales en un poder soberano funcional hacia ellas, o sea que subordine sus decisiones del uso de la fuerza a intereses que sin él carecerían de existencia real. El estado democrático se constituyó entonces a través de la correctura del viejo poder estatal, hecha por intereses sociales que se impusieron a una soberanía que era dependiente de ellos sin servirlos. Porque un poder político se inclina frente a quien domina sólo si no puede conservarse de otra forma, y a la inversa, una clase social consiente un poder encima de ella (en vez de abolirlo) sólo si lo necesita. El mérito de haber iniciado un proceso democrático le corresponde a la burguesía; el haberlo completado es una obra del proletariado.

La burguesía aprovechó su poderío económico en aumento para impedir que el poder soberano abusara económicamente de su soberanía política y para prescribirle el uso correcto de esa soberanía, que ella como clase reconocía, mediante el derecho a la tributación fiscal en manos de un parlamento de estamentos, en el cual la burguesía estaba en pugna con los propietarios rurales. El control económico de las decisiones del poder soberano fue utilizado por la burguesía como medio para arrebatarle a la nobleza absolutista el derecho a legislar y limitarla en sus atribuciones a ejecutar las decisiones parlamentarias (monarquía constitucional) o reemplazarla directamente con un gobierno electo por el sufragio universal (república parlamentaria). La puesta del poder del estado al servicio de la clase burguesa le permitió a ésta, junto con la imposición despiadada de la gran industria, crear un número cada vez mayor de obreros asalariados, que no podían vivir de su salario y que en cada esfuerzo para asegurarse la existencia chocaban con el poder estatal. Tales acciones, peligrosas para la seguridad pública, emprendidas por los obreros para poder sustentarse como asalariados, hicieron ver claramente al estado que él mismo sin una atención de su parte de ese nuevo estamento social cada vez más numeroso, sin la abolición de la situación de total abandono legal de la clase obrera, no podría asegurarse de manera duradera su propia existencia. Inversamente, los trabajadores notaron en esas consideraciones oficiales, que podían y debían usar al estado como un recurso en la lucha contra sus explotadores, y entonces la imposición de sus intereses salariales y sociales contra los patrones se volvió idéntica con la imposición de sus intereses políticos en el estado, con una transformación en el poder público, que actuaba como instrumento de los capitalistas sin contemplación alguna para con el material humano explotable. La lucha por el sufragio universal fue entonces lucha de clases; no por supuesto en la primera gran democracia, los Estados Unidos.

f) 1. La organización democrática del poder estatal depende, para su éxito, del asentimiento de sus ciudadanos, que el estado institucionaliza como la base de sus actos políticos contra los mismos ciudadanos. Tal contradicción, reflejada en la amenaza latente de la pérdida de la confianza ciudadana en la utilidad del poder político, es un problema para el estado, no en lo que hace a su existencia, que él está dispuesto a conservar sin el asentimiento del pueblo, pero sí en lo que hace a su existencia democrática. Las críticas inevitables de sus ciudadanos a su accionar representan para el estado el peligro de perder los fundamentos que hacen innecesario el uso permanente de la violencia oficial, y así garantizan óptimamente la imposición de su poder. La ciencia de la politología se dedica entonces a observar el descontento ciudadano, a analizarlo, para impulsar que se lo practique ordenada y democráticamente, haciendo con tal fin el panegírico correspondiente de la democracia. La politología resulta así ser la ciencia democrática por excelencia, y como tal anticrítica. Todos los momentos del antagonismo institucionalizado estado-ciudadano esta ciencia los comenta como relación voluntaria, o sea bajo el aspecto de hasta qué punto los sometidos al poder soberano lo consolidan asintiéndolo; y también combate, con la descripción propagandística de las instituciones y los ideales del estado, toda expresión de desagrado hacia él, cualquiera sea su contenido concreto.

La teoría de las instituciones democráticas mide los sistemas de representación electoral balanceando los criterios de justicia de la representación versus gobernabilidad, y celebra a los partidos como la instancia de mediación entre los intereses de los ciudadanos y el poder público; compara el sistema bipartidario con el multipartidario, los partidos populares con los partidos ideológicos, desde el punto de vista de una conducción estatal unida y sólida, y sopesa las alternativas de representación electoral: articulación de intereses directa (lobby), o democracia partidaria interna con articulación indirecta. También defiende la democracia indirecta contra las ideas de una influencia directa del pueblo en los asuntos del estado, aplaude la funcionalidad de la división de poderes, y también sus límites, necesarios para el empleo del poder en el sentido del ciudadano.

La confesión de la violencia de las relaciones estatales y del carácter de sumisión que tiene la expresión de la voluntad ciudadana se prolonga con la advertencia de que esa violencia no es arbitraria, sino la fuerza de un estado de derecho, encomiable por los fundamentos democráticos de la libertad, realizada mediante su limitación estatal, y por la igualdad jurídica y política, que no debe ser igualdad social. Transfiguradas en un ideal estatal puro, la libertad, la igualdad y sus bases en la competencia aparecen como eslóganes legitimatorios de la necesidad del estado, para refrenar y darle un sentido pleno a la verdadera naturaleza del hombre. Una ojeada hacia el mundo preterido de los estados y de las ideas políticas sirve, con la ayuda que representa violentar las ideas de antiguos pensadores que fueron cualquier cosa menos politólogos democráticos, como prueba que la democracia de nuestros días ha realizado lo más ansiado del hombre y del... ¡ciudadano! La tautología libera a los politólogos de responder a la pregunta del provecho de la libertad y la igualdad. (La política internacional completa la conversión del mundo de los estados en algo agradable, propio del ciudadano, con la proclamación de la utilidad del uso de la violencia de la propia nación hacia el exterior, y se vale del idealismo estatal del ciudadano para relativizar sus ideales democráticos (hay dictadores africanos o sudamericanos útiles a nuestro estado democrático) o como base del auto-elogio: "¡cuánto hemos progresado nosotros comparados con los negros del África!'')

Al resultado normal de tales esfuerzos científicos, que el delicado equilibrio de la democracia es justamente la fortaleza de la mejor de las peores formas de gobierno, o sea que el estado funciona mejor como poder si no tiene que violentar permanentemente a los ciudadanos para imponerles su voluntad, la politología llega en su cuarto departamento de estudios, ampliado a rama autónoma como investigación del totalitarismo; el campo de las pseudocomparaciones entre democracia y dictadura, cuya necesidad en caso de una crisis grave "de la democracia" así se confiesa y se lamenta. La democracia sale siempre muy bien parada en el cotejo de ventajas y desventajas frente a la dictadura, y comentada como medio para evitar la tiranía se le expende un certificado de indigencia fatal. (En la RFA tal bono se viste con el elogio de que el estado alemán occidental de postguerra, a diferencia de la república de Weimar, ha conseguido salvar a la democracia sin necesidad del fascismo, lo que cubre a la otra Alemania, la comunista, de vergüenza.) Así queda tendido el puente para exaltar los límites necesarios de la democracia y para pasar al ataque frontal contra quienes fomentan el malestar cívico hacia el estado, que hacen peligrar a la democracia con sus críticas, queriendo hacer a los ciudadanos más libres y más iguales, a la democracia más transparente y más directa, elevándola a principio rector de toda la vida social (reproche que tales críticos por lo general se merecen): temas predilectos del debate sobre la democratización de la sociedad. Sin embargo el verdadero problema de la democracia es el ciudadano mismo; que participa poco de ella, o mucho, o sin saber nada se mete en todo, o no se mete en nada, que tiene poca educación democrática, que no quiere refrenar su egoísmo con la fidelidad al estado porque le falta... ¡madurez!

La politología, al confesar que sólo un problema la angustia: el apoyo voluntario del ciudadano al poder estatal, termina en propaganda abierta por el estado contra los ciudadanos, y en tal sentido demuestra su utilidad en la escuela, para el adiestramiento educativo de los futuros ciudadanos. Pero como la crítica persistente hacia el estado la politología se la adjudica como su propio fracaso, ha desarrollado sus intereses científicos dando lugar a la rama de la investigación empírica que a través del análisis cuantitativo y cualitativo del comportamiento electoral y político del ciudadano desea proveer de ayuda práctica al estado, cuando este estima o corrige sus perspectivas de estabilidad política. En su variante como politología crítica, que conjuga de manera creativa las propuestas, inventadas por los yanquis, de interesar más al ciudadano por el estado, le recomiende a este último, sociologizando todas las cuestiones politológicas, conservar su legitimidad con la creación de más conformidad en sus ciudadanos. Finalmente no faltan los retorcimientos metodológicos, habituales a todas las ciencias sociales, que discuten el antedicho fracaso en la forma de prescripciones científicas por una politología útil, y rebajan a Marx como ayudante de la empresa.

2. El juego parlamentario marcha sólo porque los ciudadanos han desarrollado su interés hacia el estado hasta el punto que van a votar para frecuentar regularmente la dialéctica de esperanzas y desencantos, sin cuestionar con los unos las otras, y dedicándose a la búsqueda intensa de las fallas en los procedimientos democráticos, a las cuales pueden cargarles la no-realización de sus deseos. Frente a las técnicas de dominación democráticas los ciudadanos críticos confirman toda la pobreza de su sumisión. Como politólogos amateurs lamentan sus intereses no correspondidos, y exageran con apuro la confesión de su inexistente rebelión, ni bien los respetados agitadores profesionales de la política oficial les llaman la atención. Los políticos son para los ciudadanos objeto de simpatías o antipatías, su propaganda les parece ni seria ni objetiva, poco relacionada con sus intereses inmediatos, elitaria, en fin, una cuestión de estilo. La actividad de los partidos en el parlamento se les antoja poco clara, difícil de entender, no presenta casi alternativas y menoscaba la dignidad del recinto. Por un lado los ciudadanos echan de menos la competencia en serio entre los representantes políticos del pueblo, y por el otro la temen. En la campaña electoral el demócrata ferviente se siente a sus anchas porque sobrestima lo que de su voto depende. Malestar le causa la agitación que perturba sus operaciones privadas, separadas de la gran política, y que en vez de prestarle ayuda decisoria concreta a sus negocios individuales y a sus pretensiones hacia el estado lo bombardea con debates sobre los valores fundamentales. Otros ciudadanos lamentan las exageraciones y deslices pre-electorales que nada tiene que ver con los temas políticos importantes y recién están felices cuando se vuelve por fin a gobernar con normalidad.

Una crítica del circo democrático en todas sus formas no está demás aunque el ciudadano lo conozca muy bien, lo critique de cabo a rabo, y aunque no sea manipulado por los medios de comunicación sino confrontado día y noche con la técnicas y timos brutales de sus representantes que andan a la pesca de votos. Es cierto que los tan loados métodos democráticos no son la burla consumada a las esperanzas progresistas del pueblo, pero también lo es que ni el conocimiento del engranaje democrático y del carácter de sus agentes políticos, ni tampoco su desagrado frente a la pesca periódica de voluntades políticas, le impiden al ciudadano dar fe de esa voluntad cuando tanto es llamado a hacerlo. La moral de su razón cívica todopoderosa no consiste en hacerse hermosas ilusiones sobre el carácter brutal y sucio del juego político sino en anudar a él sus esperanzas, en contar con él. Parte de ese cálculo es su conciencia que en la competencia política por el poder ocurre como en la vida; pobre analogía, ya que en la política los dueños del poder son los actores y él, como ciudadano, su instrumento, pero que explica el hecho que a la crítica ciudadana se le sume sin más ni más la comprensión total hacia las necesidades y obligaciones que la política impone a sus conductores. Las voces críticas pre o postelectorales no son más que el ejercicio obligatorio en materia de democracia ideal, ni lo quieren ser.

La crítica revisionista y fascista no se sale de los moldes de la hipocresía democrática, pero es menos frecuentada. Para los revisionistas los representantes del pueblo no representan sus verdaderos intereses porque carecen de independencia frente a los intereses y las influencias de los monopolios y sus grupos de presión, sin depender de los intereses de la mayoría del pueblo, que aquellos perjudican. Una alternativa democrática verdadera sería el mandato imperativo de los representantes y la elección de todos los funcionarios públicos por el pueblo. Las elecciones, por el provecho dudoso que representan para la mayoría, son un engaño, salvo que se vote por la verdadera alternativa, el partido revisionista, que ya se destaca frente a los desprestigiados lacayos de los monopolios por el origen de clase de sus candidatos. Si los revisionistas llegan al poder anulan la democracia en nombre de ella misma. Para la explotación estatizada las elecciones dejan de ser medios del asentimiento y de la representación pero siguen siendo útiles como forma democrática de aclamación obligada.

Como única alternativa a los corruptos partidos democráticos se recomiendan también los fascistas, a quienes nada preocupa más que el debilitamiento del estado, que descubren en la competencia entre los partidos, en el oportunismo de sus dirigentes y en la orientación de la política según las veleidades del ciudadano, que piensa más en sí mismo que en el estado. Para los fascistas los partidos democráticos, sus jefes y el preceder parlamentario son puros peligros para el estado, para la unidad del pueblo y para la existencia de la nación. La necesidad del estado la hacen jugar consecuentemente contra su fundamento: los intereses que compiten en la sociedad y sus expresiones políticas. Todas las manifestaciones de la voluntad cívica aparecen como condiciones bajo las cuales recién es voluntad favorable hacia el estado, son para los fascistas elementos de comunismo. Sus ideales son el orden y el espíritu de sacrificio, la práctica de ellos salva al pueblo, y los demócratas son enemigos del estado. Si los fascistas consiguen, con la colaboración de la mayoría de los ciudadanos desilusionados de la democracia, asumir el poder, le presentan al pueblo la encarnación de una voluntad del pueblo única, porque se ha desprendido de sus intereses. El conductor también se deja aclamar, pero no como ejecutor de intereses, él es el ideal personificado, la nación. Eso presupone, claro está, que el materialismo haya desaparecido de la política, razón por la que no sólo judíos desaparecieron en los campos de concentración.