Teoría marxista. Crítica al capitalismo. |
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Como el estado reclama de sus ciudadanos la decisión periódica de abstenerse de influenciar la conducción de los asuntos públicos, y a cambio que soporten sin resistencias las consecuencias de las operaciones oficiales, entonces, el funcionamiento democrático del estado depende de que el desencanto de los gobernados se mantenga como el fundamento positivo, como la voluntad favorable del pueblo hacia el estado democrático. A la comparación infaltable entre lo que se espera del estado y su obra, éste le lima sus asperezas al permitir la articulación de todos los intereses sociales, para relativizar las pretensiones contradictorias hacia él, y rechazarlas como imposibles de satisfacer todas a la vez. El interés del ciudadano se hace entonces opinión, porque el estado, al confrontar ese interés con los intereses de otros, le imputa al ciudadano la particularidad de su punto de vista y se lo reconoce como deseo, sin autorizar su satisfacción. El estado celebra la ya citada comparación como teórica, para, a partir de ella, hacer de su ideología de la compensación de intereses, la propaganda de la tolerancia y el pluralismo de opiniones.
El poder público practica esos ideales en tanto empeña a las instituciones necesarias para informar a los ciudadanos, a que relativicen todos los intereses que se hacen oír atendiendo al bien común; y en tanto compromete a quienes han hecho del interés a la información y a la crítica su profesión, a que transformen todos los actos del estado en obras bienhechoras, más o menos logradas, para el pueblo, y a que interpreten todos los sacrificios populares como programas oficiales alternativos. Además el estado mismo interviene directamente como agitador de la opinión pública, dotándose con tal fin de privilegios especiales, o colocando bajo su tutela el sistema de información radial y televisivo.
El principio ciudadano de lo público, que el estado asumiendo algunos gastos institucionaliza y utiliza, consiste entonces en que las víctimas del poder político expresan libremente su interés a opinar: tal interés lo separan de su obrar y enfrentando ambos cambian la verdad de sus necesidades por las ilusiones en el estado, para gozar del lamentable consuelo que por lo menos sus ideas erróneas son libres.
a) La obra, nada pequeña, que el estado democrático exige de la mayoría de su pueblo no se agota en que se haga aprovechable como material humano de explotación; además ese pueblo tiene que preocuparse de manera positiva por el perfeccionamiento del poder político, que le da a su explotación el marco digno que ella merece y que no le puede faltar. La democracia no se conforma con la simple subordinación de la voluntad del ciudadano al poder del estado, y le hace notar permanentemente a esa voluntad que tal sometimiento tiene que ser la obra de ella misma, su propio auto-abandono. Aquellos ciudadanos que tienen que querer el estado, porque lo precisan, y siempre son desilusionados en su cálculo forzado de que ya que lo necesitan tal vez lo puedan utilizar, reciben una atención especial de su desencanto: su descontento se hace su derecho, su fracaso se vuelve parte integrante de su voluntad libre, que sigue en pie a pesar de las restricciones ordenadas por el estado, en tanto exalta los obstáculos objetivos a su actividad y los hace su cualidad más profunda: "es una desgracia no saber conformarse", o "no se puede tener todo lo que uno quiere".
El estado usa de los reclamos que le dirigen sus súbditos perjudicados y vuelve la conformidad para con su existencia que yace en los reclamos, contra el descontento con su administración del bien común, y rebate las expectativas con la validez real de sus decisiones. Todos los deseos insatisfechos el estado los ridiculiza con su realidad, sin olvidarse de traducir siempre sus objetivos inequívocos en impotencia frente a las demandas perfectamente comprensibles de sus súbditos. De quienes como ciudadanos hacia él acuden, el estado exige que conserven su libre voluntad. ¡Que si se relativiza se salva!
b) Esa libre voluntad relativizada caracteriza al ciudadano que pese a todos los desencantos que su estado le depara quiere seguir siendo un ciudadano. Sus intereses no es que él los haya abandonado así nomás, sino que se ha esforzado hasta adoptar una posición teórica frente a ellos. Sus deseos no los quiere realizar, quisiera que en el marco del orden democrático y sus necesidades fuesen realizables. Al anticiparse a la respuesta negativa de su estado y al aceptarla con resignación el ciudadano no sólo transforma su voluntad en no-practicada, en teórica (por lo que en la sociedad burguesa para cualquier tarambana, "teórico" e "impracticable" son sinónimos), sino que además la certidumbre de sus necesidades, la conciencia de lo que le hace falta, se vuelve sólo condicionadamente válida. El ciudadano pasa a tener una opinión de lo que, en bien del estado, le corresponde. Si no consigue expresarse en todo lo que dice con las insignias de la relativización sus conciudadanos lo reubican recordándole que todo lo que afirma es sólo su opinión. De tal razón, tomada en serio, resulta que el cúmulo de opiniones de la vida pública burguesa contiene un argumento: que ninguna opinión vale nada porque las hay contrarias. En este mandarse la parte el estado juega un rol de primera, relativiza todas las opiniones y demuestra por qué vale sólo la suya: él tiene el poder para hacerles ver a todos que sus intereses objetivos de ciudadanos consisten en distanciarse de sus necesidades "puramente" subjetivas.
c) La tolerancia es el ideal de la fuerza, proclamado por el estado contra todos los ciudadanos: en él cada uno tiene su propio interés, negativo hacia los demás. Mientras que en las bien custodiadas esferas serias de la opinión pública ciudadana el estado sabe proveer al pluralismo de opiniones, o sea que la polémica está bien muerta y enterrada, y perdura sólo como apariencia en el concurso por ver quién es mejor demócrata; en circunstancias en que el estado no está presente la gente descubre enseguida que sus diferencias no son de opiniones. En el círculo familiar o en el barrio, entre los conocidos, que alguien notifique que quiere hacer valer su interés es siempre el preludio de tortazos. En éstos se puede ver que lo que el estado decreta con su libertad de opinión es la prohibición de tratar los antagonismos de intereses si no es en la forma de una diferencia de pareceres; y para que ellos no vayan más allá deben poder expresarse. El peligro que los ciudadanos tomen en serio las opiniones expresadas como argumentos valederos, y que opiniones contrarias al estado sean esgrimidas para actuar contra él, hace pensar a todo estado democrático en que tiene que haber un límite a la libertad de opinión y de prensa. Entonces si hay motivos que lo aconsejen, ninguna democracia vacila en igualar de por sí opiniones con voluntades, y siempre que lo hace, recae sobre estas últimas la reprobación de los demócratas de que perturban sensiblemente la obediencia de la ciudadanía, con lo que divulgan el secreto de la libertad de opinión en la democracia.
d) Para el estado democrático la libertad de expresión tiene una validez positiva porque politiza a los ciudadanos. Los órganos de prensa y los medios de comunicación cumplen entonces con una tarea oficial, cuando educan a los ciudadanos en la costumbre de realizar ya en ellos mismos la correctura de su materialismo, al someterse al poder del estado, de tal forma que cuando discuten lo hacen como idealistas del estado. Pero como ni aún así los deseos cívicos hacen desaparecer los antagonismos que les dan origen, entre los promotores profesionales de tales anhelos se trata no sólo de impugnárselos recíprocamente frente al estado por lo que tienen de contradictorio, sino también de generalizar la crítica al parlamento y al gobierno, y a ella llegan los señores periodistas desde cualquier punto de vista. Justamente la transformación de toda demanda insatisfecha en una omisión de los conductores políticos de la nación genera diferencias entre éstos y los agitadores profesionales de la palabra oral y escrita. Por eso la competencia política por el poder tiene lugar en sus órganos de información y sobre todo en la forma de una puja por la imagen de los partidos, como política de "mass-media", y suele degenerar en conflictos por los tiempos de emisión en el sistema público (o privado) de radiotelevisión. Sobre la base del interés común en el estado, periodistas entrevistan políticos, políticos invitan periodistas, se dicen sus cosas, y la aburrida práctica a veces se interrumpe con órdenes judiciales y procesos por injurias con elevadas sumas de indemnización por daños morales, ya que está en juego el honor. Como tanto la divulgación de un estado de cosas o la interpretación interesada de barbaridades políticas lesiona la reputación de un estadista, socava la confianza de la población en el estado, y hasta abarata el espionaje del enemigo externo, para ciertos políticos la prensa libre es una mafia que conspira contra el estado, lo que lleva, en sentido opuesto, a que los periodistas califiquen a los estados y a sus autoridades según el trato que dan a la libertad de prensa. (Hubo un periodista que en medio del Asia Suroriental arrasada "por la guerra" nada le preocupaba más que la suerte de su máquina de escribir.)
Las controversias entre política y periodismo descansan en el anhelo común de construir la armonía entre el estado y los ciudadanos, a costas del descontento de estos últimos. Los políticos nada verían con más agrado que los batallones periodísticos de la propaganda se limitasen a glorificar su responsabilidad de estadistas, el peso del cargo, sus dilemas angustiantes, el difícil balance entre esto y lo otro, y a destacar su personalidad, su energía, su pericia, sus pasiones, su objetividad, su integridad, etc., en una palabra a que se los honre porque son estadistas. Porque cargan sobre sí la ingrata cruz de la notoria impotencia del estado frente a las incontables pretensiones de sus ciudadanos; y si están frente a gente ya bien trabajada por la propaganda oficial echan de menos que toda la agitación pública no se reduzca a las advertencias morales y a los consejos sobre los deberes del ciudadano. Aunque los periodistas hacen todo lo que su tarea pública les reclama (en los momentos difíciles deletrean, unánimes, la declaración del portavoz gubernamental), no pueden evitar la mención del fundamento de su oficio: el antagonismo entre el estado y la mayoría de los ciudadanos, y de hacerlo como corresponde a alguien que se preocupa por la eficacia del poder político. Los voceros profesionales de la opinión pública recriminan a su público (siempre) y a los estadistas (sólo), porque no hacen las cosas con habilidad, a tiempo, guardando el estilo, etc., o sea que las contrariedades que deparan a los ciudadanos corren a costa de la confianza de éstos en el estado. También dominan las ya citadas en los capítulos 1 a 9 formas de crítica fiel al poder público, y si toman posición por alguna de las alternativas políticas adentradas en esa fidelidad, la celebran cotejando sus pro y sus contra desde el punto de vista del estado, sea o no gobierno. El contacto del periodismo con la competencia políticopartidaria aparece además como fuente de disgustos de los políticos con los productos elaborados por los hombres de los medios de comunicación, por eso con todo gusto los mejoran: se dejan citar, intervienen personalmente en los temas que se discuten en la opinión pública, o dan carácter público al debate parlamentario. (Si no es que profesan el escepticismo hacia la prensa libre en general.)
El movido forcejeo entre los representantes de oficio de la opinión pública y quienes los precisan no por casualidad entonces es tema predilecto de diarios, radios y TV. Las discusiones metódicas sobre el propio oficio pertenecen al periodismo por su temor permanente a fracasar en la misión a cumplir. Porque la información, lo que a la gente se le vende, si bien está claro que siempre es la interpretación democráticamente aderezada de sus sacrificios que las últimas medidas oficiales exigen, tiene el defecto agitatorio, al ser la abstracción de los intereses materiales de la mayoría, de que debe nombrar a cada rato lo que esa mayoría no le va ni le viene. Por supuesto que lo que menos temen los cagatintas es una revolución (mientras adviertan de la radicalización de la chusma debido a decisiones poco inteligentes del gobierno, el peligro en tal sentido no es grande). Su problema es otro. Es que sus comentarios a favor o en contra de las alternativas políticas no encuentran el eco que se merecen entre los perjudicados por ellas, porque éstos tienen otras preocupaciones que la de hacer de la abstracción de sus necesidades un compromiso político. Obedecer, hasta ir a votar a un tipo enérgico como jefe de gobierno, no es lo mismo que la ocupación abnegada con las finezas de la eficiencia democrática.
Pero también el común de los mortales es tenido en cuenta pública y oficialmente en la democracia. Al fin y al cabo "el hombre común" no es ningún apolítico porque no hace como si la política o la publicidad fuese su profesión. Si se le llama "común" es porque se ha dotado de todos los accesorios indispensables para saber cómo aguantar sin andar con muchas vueltas. Él sabe distinguir muy bien ante quién debe sacarse el sombrero y a quién puede levantarle la voz, conoce los motivos y momentos para hacerse valer como trabajador nacionalista, y las situaciones donde puede vanagloriarse de los tragos con que lo invitó el doctor. Quien así se comporta no precisa para nada la agitación complicada de la prensa "seria" y de las revistas políticas. Sus sentimientos están politizados, y sólo hay que confirmárselos: todo lo que molesta, daña. Éste es el precepto guía del departamento cívico de relaciones públicas que se encarga del trabajo de masas, precepto de naturaleza fascista porque reduce toda manifestación de ideales democráticos a su núcleo político-nacional, a la necesidad del orden estatal. En este campo de la opinión pública jamás se ventila la problemática de actos oficiales ejecutados por políticos, o las relaciones de una nueva ley con el estado de derecho o el estado social (salvo que el tema sean los estados comunistas), y las luchas internas de los partidos se comentan como señales de salubridad social o síntomas de comunismo, en el medio nada. Gobierna a sus anchas el sano sentido común y el buen gusto, que hasta tiene su oportunidad de mostrar la hilacha, porque para la quimera justiciera fascista los pasatiempos banales son propicios para cumplir el encargo estatal de construir la opinión de las masas.
1. Si las masas están a favor de la fuerza del estado, y simultáneamente descontentas con la política oficial practicada, están en lo justo. El cometido de la prensa callejera de gran tirada es el de nombrarles los culpables: como en los más diversos resquicios de la sociedad, también en la política deambulan sujetos que sólo buscan hacer daño, que revientan créditos, se juntan con marxistas, desordenan el gasto público, ofrecen el oro y el moro a los sindicatos, becan criminales, etc.. El desenmascarar a esa basura estimula de lleno el consuelo de personificar al ciudadano valioso e intachable, que justamente por eso abunda. La moral de tal información lleva a que cada ciudadano decente sea mas decente, más satisfecho con su estado y más irreconciliable frente a los enemigos del poder, los elementos antisociales y demás parásitos.
2. Lo que se recomienda para cultivar esa clase de moral cívica es informarse de los crímenes de toda clase y con lujo de detalles, ya que ellos prueban cuántas dificultades tiene el pobre estado en el control de las bestias humanas que amenazan al buen ciudadano, y cuánto se le debe apoyar en ese cometido. Tal comprobante, y el otro, que los crímenes se pagan caro, no le alcanzan a quien quiere aguzar el sentido de justicia de las masas, también hace falta decir que ciertas formas de conducta individual provocan a ser víctimas de un crimen, y que hay que diferenciar según lo comprensible del motivo del agravio. Junto a víctimas que no se merecen otra cosa hay otras que son absolutamente inocentes.
3. Si un dentista muy querido por todos sus pacientes asesina, porque le era infiel, a su mujer, la víctima jamás podrá contar con la comprensión de sus semejantes. Como las frustraciones de la vida familiar llevan a muchos por la mala senda, el amor es, también fuera de los juzgados, un asunto muy importante. El tema, debido a los mandamientos estatales y sus efectos demoledores, pasa a ser el centro de la vida, en algunas páginas de los periódicos callejeros, y va condimentando con fotos de hembras desnudas y consejos íntimos para levantarle la moral a la otra mitad, que se la pasa frente al televisor.
4. Surge ya del capítulo § 5 que la cultura de masas es un imperio de la moral. Por eso en ella se agota toda la dialéctica de amor y patria, crimen y carnaval. Los señores que la producen no tienen por qué saber cuánto se deben ellos mismos a la definición del poder. Les basta adaptarse al gusto del público, es decir el suyo propio, y ya está lista la ilustración lograda y perfecta de los ideales del mundo burgués con sus certeros desengaños. Que tales obras de arte no lo son, aunque tengan el mismo contenido que el gran arte clásico burgués, sólo indica que la belleza no se alcanza sin la verdad.
5. Si algo tienen de común la agitación política y la cultural es la representación afirmativa de todas las calamidades y de todos los sacrificios, sus objetos. El interés de los agitadores coincide con su razón de ser, ya que en sus parábolas morales se celebran los perjuicios que ellas mismas contribuyen a aceptar con resignación; como autores son maestros en el manejo de los pensamientos socio y psicológicos.
e) Como el principio cívico de la opinión pública democrática consiste en que todas las controversias entre los sujetos privados y el estado parten de la aprobación indiscutible de los fines del estado, entonces la libertad de opinión y de prensa no existieron mientras la crítica a ciertos grupos de intereses implicaba la transformación del estado y de sus relaciones con las clases sociales. Conceptual e históricamente fueron esas libertades públicas la coronación final del aparato estatal democrático. Otra cosa en los Estados Unidos, donde fue la libre competencia, y no la lucha contra el estado feudal, el punto de partida de la democracia.
f) El pensamiento sociológico, como el psicológico, tiene muy poco de milenario, aunque ambas disciplinas de la ciencia burguesa reclamen como sus precursores a Platón y Aristóteles. Porque una cosa es escribir un libro sobre el estado o sobre el alma humana, y otra imaginar recetas sociológicas y psicológicas para conservar los antagonismos de la sociedad burguesa moderna.
La sociología trata esas dificultades que se le presentan al estado cuando impone a la sociedad burguesa el funcionamiento antagónico. La experiencia de que algo no camina en el capitalismo cuando el sistema capitalista camina, estimula a esta ciencia a formular la cuestión de qué condiciones deben cumplirse para que el todo no se deteriore. En la búsqueda de respuestas no sorprende que choque con las instituciones del estado como las posibilidades para que los individuos puedan cumplir con sus desagradables deberes. Éstos, en calidad de personas, deben jugar roles determinados que se desprenden de ciertas normas, las que a su vez derivan de las expectativas en... los roles. Todos los atributos definitorios de los sujetos económicos, incluidos sus actos ciudadanos, son explorados a fondo para ver si aportan al buen andar del sistema social en su conjunto, y ascienden a la categoría de comportamiento social, lo que significa de quienes juegan sus roles que lo hacen referidos, bien o mal, a las necesidades del sistema. Tal referencia se establece casi siempre en la relación con otros individuos, se llama interacción y depende una enormidad de si los átomos sociales se entienden entre ellos. La comunicación hace mucha falta para que cristianos y aprendices, bachilleres y comerciantes puedan realizar sus aportes a la conservación de la estructura normativa, que bastante desordenada está, la pobre, por la frecuencia de las conductas sociales desviadas. La sociología con sus reflexiones sobre todo el acontecer social desde el punto de vista de un capitalismo ideal, si bien rinde un servicio al arsenal de actitudes que la enseñanza debe suministrar a los educandos, también se gana la sospecha del estado de que pone en circulación un montón de teorías inútiles y hasta subversivas. Por eso es que algunos sociólogos se esfuerzan para que de sus trabajos salga un provecho palpable para los asuntos prácticos del estado, y practican una investigación social empírica bien pegadita a la praxis social.
La psicología evitó desde sus primeros días cargar con la mácula de la alienación, la indiferencia hacia las necesidades prácticas del mundo burgués. Esta ciencia presenta el problema que al estado en su agitación y propaganda pública le interesa: que la voluntad del ciudadano se entregue, como un acto asistencial y humanitario. La psicología no piensa en otra cosa que en los rendimientos que los individuos-ciudadanos una y otra vez no brindan, y promete ayuda vía terapias. Al individuo lo ve como un paquete de capacidades, que él debe emplear para salir adelante, y a quienes no se las arreglan para salir adelante la psicología les hace creer que es por ellos mismos. Si no rinden, si no son capaces de trabajar, de pensar, de aprender, de amar, la psicología los llama a que se normalicen. Sus teorías, de Freud a Skinner, son programas para la domesticación de una voluntad recalcitrante. Por supuesto que la psicología practica todo eso bajo el pretexto de ayudar a la gente, y que el estado se lo permite en cárceles, escuelas y juzgados. En los medios de comunicación de masas el ataque psicológico a la individualidad pasó ya hace rato su prueba de fuego como agitación oficial sin cuartel, en la forma de psicoanálisis colectivos para uso del hombre "común".
g) La propaganda abierta del estado y sus apremios incesantes por la "critica constructiva", por el compromiso más estrecho de sus ciudadanos con las instituciones que deben votar, genera en todos aquellos que se comprometen justo eso: crítica constructiva. Al elogio cotidiano de la libertad de pensamiento y de opinión, ciudadanos y hasta periodistas bajo sanción le arriman el pobre reparo de que esas libertades no necesitan de la censura, que sólo basta con usarlas con responsabilidad y madurez. En completo acuerdo con el contenido y los fines de la formación de la opinión pública esta gente se excita demasiado a gusto con restricciones formales en los medios de comunicación. No se puede discutir lo que se quiere por más que se levante la mano; la prensa está en pocas manos, la diversidad de opiniones no es tal; sólo antes de las elecciones lo escuchan a uno; la comunicación social va sólo de arriba a abajo; todos deberían ser emisores y receptores; las informaciones se silencian y falsifican, reina la manipulación y la desorientación de la humanidad está consumada, reproches a cual más imbécil frente a la claridad con que el poder político hace saber lo que quiere y espera del pueblo.
Los derechistas descubren en todo discutidor empecinado un comunista que se arroga entrometerse en los asuntos del estado, ya de por sí complicados en demasía por la democracia; redacciones de diarios y revistas están infiltradas completamente por marxistas, y la discusión con la chusma prevalece sobre el juicio de los expertos.
Al estado democrático burgués no se le mueve un pelo frente a todo lo anterior. Los ataques de derecha e izquierda los rechaza subrayando el pluralismo de opiniones que impera en las democracias, y comparándose con los estados donde mandan sus enemigos. Desmiente que haya manipulación, y solicita que se la repudie en los programas destinados a educar la responsabilidad ciudadana. Hasta se preocupa como estado para que los medios de comunicación discutan con su audiencia sobre sí mismos y sobre su cometido público. En tales discusiones se rechazan las solicitudes de unos participantes con los pedidos de otros, y como ejemplos de participación verdadera del hombre de la calle quedan las cartas de los lectores y los programas musicales a pedido del público.
Quienes le presentan ciertas dificultades al estado son las asociaciones de ciudadanos, barriales y vecinales, integradas por gente que no sólo quieren que se las oiga, sino que también opinan que el estado debe prestar atención a lo que oye. El caso viene muy bien para que los estadistas digan que ni quieren doblegarse a la presión de la calle, ni les está permitido hacerlo. Los éxitos de las asociaciones de ciudadanos no se deben tanto a la presión que puedan ejercer sino a la circunstancia de que provocan el planteo de la cuestión de confianza entre estado y ciudadano, y a veces hasta estimulan el oportunismo de algún partido político. Pero si creen que su protesta no es una demostración de impotencia sino el camino triunfal para imponerle al estado concesiones, la policía los convence del error. Si consiguen un jardín de infantes para el que hasta la caja de ahorro dio su óbolo, cuando ocupan viviendas inhabitadas los sacan a golpes. Además, a su transformación en interlocutor parlamentario y a su politización para servir a una alternativa burguesa, las asociaciones de ciudadanos poco se oponen, ni siquiera aquellas surgidas donde el estado con sus usinas nucleares arruina directamente la vida de sus miembros.
El ciudadano que dice "su opinión" y que está orgulloso que justamente porque si sus intereses no se realizan, por lo menos a su insignificante opinión no se la quita nadie, es un ciudadano maduro. Tal certificado de calidad se le entrega desde el más alto nivel porque él corresponde a la ejecución del poder democrático tomando bien en serio la identidad de libertad y autorrestricción. Todas las impertinencias e imposiciones del estado las ha aprendido a aceptar como necesarias, y cuando escucha opiniones desconformes ostenta frente a ellas lo bien que se lleva con el poder estatal. Que la política de la nación no se debe dejar llevar por una opinión particular cualquiera le parece algo que se cae tan de maduro como que esa política debe servir a las fuerzas vivas de "la economía", de las que todos dependen. Lo que en el capítulo § 1 aparece aún como el arreglo del interés privado del ciudadano con una coacción exterior, encuentra ahora su curso en el manejo responsable y medido del ciudadano de sus propias pretensiones. La ilusión del estado como un medio suyo toma la forma nada extraña de la idea que sólo se lo puede conservar como medio si precisamente no se lo usa. Todo lo demás no conviene.
A quiénes el estado democrático les premia con creces al autocontrol, para quiénes entonces no lo es, no merece comentario. Tampoco lo merece la presteza del ciudadano maduro apoyar "su" comunidad organizada en la eliminación de los estorbos a los planes económicos de su soberanía política fuera de sus fronteras; y a admitir el sacrificio de vidas humanas que presupone. Porque la democracia y el nacionalismo, junto con sus respectivos ideales cosmopolitas e internacionalistas, no se excluyen; la democracia y el comunismo sí. En cualquier argumento de los comunistas el ciudadano descontento pero de opiniones sólidas descubre la afirmación tenaz y sin compromiso del interés de una clase social y las consecuencias de su realización para el conjunto social; y hasta lo advierte allí donde el comunismo moderno convierte ese interés en el reclamo de un estado auténtico que funcione verdaderamente. Que los comunistas hagan uso de la libertad de prensa y de opinar, no significa precisamente que la opinión pública sea su recurso; al contrario, con los principios del opinar guardando la buena conducta se los combate con gran éxito en la democracia, donde toda opinión que no se relativiza en el instante mismo de ser expresada goza del más entusiasta de los odios, también en el campo de la izquierda sumida en la ignorancia por la democracia, que lo cultiva institucionalizado como el repudio del dogmatismo, desprecio que no merece refutarse.