Karl Held – Emilio Muñoz

El Estado democrático

Crítica de la soberanía burguesa

§ 4 § 6

§ 5
El capitalista total ideal.
El Estado social.

Como el estado al someter a los ciudadanos bajo la ley los fuerza a sostenerse como propietarios privados, toma medidas complementarias para que los individuos, a pesar de los antagonismos de la competencia, produzcan y consuman de acuerdo a sus medios. Los efectos negativos de la competencia, formalmente asegurada por el derecho, para la producción y el consumo de los ciudadanos son para el estado motivo de una actividad compensatoria que sirve a la conservación del orden de la propiedad. Esa actividad reconoce las diferencias sociales en la propiedad y toma el carácter del perjuicio o del provecho, según los recursos propios de los ciudadanos. En tanto la salvaguardia de la propiedad es la de sus diferencias, lo que hace necesarios los privilegios, el estado sostiene la sociedad de clases. El capitalista total ideal que entrega a los propietarios de los medios de producción las premisas generales necesarias de su libre competencia, vela también porque se mantenga la clase que carece de medios, para que ella sirva como medio de la propiedad.

a) La protección de la propiedad privada es idéntica a la coacción impuesta a los individuos libres de realizar sus intereses limitándose a los medios que poseen, y entonces en dependencia de los medios de otros. El contexto social que el estado hace funcionar reposa en la necesidad de cada individuo de emplear su propiedad como medio de vida, de manera que la utilidad que otros puedan sacar de ella sirva al provecho propio. Según sea la naturaleza de lo que el ciudadano posee exclusivamente, puede aprovechar de una parte de la riqueza social. El estado observa que todos participen de la producción de riqueza social, y que sólo de acuerdo a esa participación obtengan el sustento. El estado posibilita la comparación cuantitativa de formas cualitativamente diferentes de riqueza a través de la garantía de una medida objetiva de la misma: él es responsable de la validez y de la provisión del dinero, medio para el intercambio social, y vincula así toda actividad de sus ciudadanos a la posesión de dinero. Toda prestación y todo bien con dinero se obtiene, sin dinero, nada. (Esto no es una explicación del dinero y por lo tanto ningún atentado contra la ley del valor; la consideración del dinero desde el punto de vista del estado es sin embargo conocida como el fundamento de las teorías burguesas de la moneda y de la deducción hegeliana del valor.) (Ver Filosofía del derecho, § 63.)

Los ciudadanos se diferencian tanto por el nivel de sus entradas como por el tipo de rendimiento que, en calidad de propietarios privados, producen para obtener ingresos. Como para la creación y el reparto de riqueza es tan necesario como la existencia de riqueza preexistente, que tiene la forma de propiedad privada, la actividad productiva de seres humanos que gocen de la libertad personal, en la sociedad burguesa valen lo mismo cosas tan distintas como el uso productivo del capital, del suelo y el desempeño del trabajo asalariado. Todas son formas objetivas y reconocidas de ganarse la vida, y en tal sentido gozan de iguales derechos. La acción compensatoria del estado hace justicia, tanto a los dueños de medios de producción, como a quienes carecen de ellos. A los unos el poder público los asiste a eliminar las trabas que la sociedad opone al aprovechamiento de su propiedad privada, a los otros les indica el manejo correcto de su libertad personal exhortándolos a servir con su fuerza de trabajo a la propiedad; prestando servicios a otros y asegurándose el goce de la libertad renunciando a ella, también se obtienen ingresos. Así todos reciben lo que su propiedad les rinde, y junto a la "sociedad del intercambio" goza de altísima estima la "sociedad del rendimiento", porque muchos sólo tienen como propio a su persona y lo que consume.

b) Las contribuciones del estado hacia los propietarios de patrimonio productivo.

1. Como el uso de la propiedad productiva se basa en el comercio entre los poseedores de los diversos elementos de la producción, e incluye las operaciones entre productores y consumidores, la sociedad depende de la existencia previa de requisitos materiales para la circulación de los productos. El estado provee el funcionamiento del sistema de comunicaciones, que como precondición general para el crecimiento de la propiedad privada, la limita. Tales instalaciones representan para los propietarios privados costos, y sólo le interesan a cada uno de ellos como recurso de sus beneficios individuales, por eso su organización toma la forma que permita minimizar los gastos. El estado, que aprecia el principio de la ganancia privada, o bien compensa la escasa rentabilidad de esas empresas, que por la enorme dimensión de los anticipos de capital son sociedades por acciones, o toma bajo su administración directa la construcción, el mantenimiento y el servicio de caminos, vías férreas, teléfonos, etc. Mediante sus tarifas de servicios, o con el déficit público, el estado reparte equitativamente los costos de esas actividades sobre toda la sociedad y facilita así la propiedad productiva.

2. Sobre la base de una libre circulación de mercancías, asegurada legal y materialmente, la obtención de la renta mediante la propiedad privada de medios de producción, depende de que los empresarios, confrontados a una demanda solvente restringida (la competencia), al fabricar los productos lo hagan con costos los más bajos posibles. El volumen de la ganancia se mide en la cantidad de la mercadería vendida, en la cuota de mercado que se conquista con los productos, y por lo tanto en la baratura de ellos (frente a otros). La reducción de los costos de fabricación por unidad es el interés del empresario en la organización de la producción. Lo que condiciona la obtención de la ganancia al progreso tecnológico en el empleo del material y el trabajo. La rentabilidad de la propiedad privada se basa en la aplicación del conocimiento científico, un saber cuya obtención no hace al interés directo del empresario, aunque lo necesite. El conocimiento de las leyes naturales afecta al crecimiento de su patrimonio sólo si en la forma de nuevas técnicas e instrumentos de producción ayuda a reducir los costos de fabricación. La organización de la investigación científica es un asunto bien caro, sin que haya la más mínima garantía de que sus resultados sean útiles para las empresas. Y porque a nadie le interesa el saber sobre la naturaleza, pero a todos la aplicación privada de él, la que contradice su privatización, el conocimiento de las leyes naturales no es un negocio.

La necesidad social de la investigación científica, que aparece sólo como la demanda de su aprovechamiento privado, obliga al estado a la institucionalización de las ciencias naturales, separadas del proceso productivo material. El estado asegura, con la libertad de la ciencia, la emancipación del conocimiento científico de todos los intereses particulares, su objetividad, y su desarrollo sin trabas, y así su utilidad para un modo de producción que depende del dominio de la naturaleza.

Como la institucionalización del conocimiento tiene su causa y propósito en la subordinación del saber social a los intereses de la propiedad privada, el estado se ocupa también de promover la aplicación práctica de las ciencia naturales, organizando la ciencia de la tecnología. Así genera la posibilidad de la utilización privada de las ciencias naturales, cuya realización sin embargo está sujeta a los criterios de la rentabilidad. (Ver Marx, op.cit., T. XXIII, pág. 414, y T. XXV, pág. 272.) Esfuerzos y costos asumidos por particulares, para el desarrollo de nuevas tecnologías de la producción, el estado los recompensa con la adjudicación de proyectos de investigación y el derecho temporario al uso exclusivo de las innovaciones. La patente, "propiedad intelectual", expresa tan bien como el espionaje industrial, la contradicción entre el carácter social del conocimiento científico y la disposición privada sobre él.

El ciudadano, que aprecia la ciencia como medio irrenunciable del progreso y que es educado sin intermitencias en la escuela y en público sobre el provecho de los descubrimientos científicos, experimenta, junto con las incontables instalaciones y aparatos que testimonian la capacidad real de la ciencia y la técnica, en la solución de aquellos problemas que la sociedad capitalista genera, la inutilidad y los peligros de ambas. Porque las ciencias naturales son medios para los fines económicos de la sociedad se les adjudican a ellas los efectos positivos y negativos de su aplicación. Porque son ese medio por la formulación de leyes que informan lo que se puede hacer con objetos de la naturaleza, requisito previo de algún que otro efecto, se las aplaude y también se las critica: esto último con frecuencia a cargo de los mismos científicos. Porque como se sabe, es su profesión la de servir a la comunidad con su saber, la de ser útiles, y entonces ciertos resultados de sus esfuerzos movilizan en los hombres de ciencia al ciudadano que llevan adentro:

- El que armado de su autoridad científica opina sobre cuestiones políticas increpando a los estadistas porque no aprovechan como se debe el nivel alcanzado por la ciencia y la tecnología, el tecnócrata, que propone un manejo más eficiente de la sociedad;

- el que atribuye los efectos negativos de la aplicación capitalista de la técnica a la naturaleza discordante, y declara la ruina del hombre y de la naturaleza como fenómenos colaterales y irreparables del progreso, o sea que propone las alternativas a seguir como hasta ahora y curar con el adelanto las heridas que él abre, o bien renunciar a todas las comodidades posibles, limitar la economía nacional, pero sobre todo que cada uno se ajuste bien el cinturón. Propaganda del progreso, una, y diagramas de una vida que ahorre energía, la otra, son ambas ideologías cuya explotación pública también tiene sus coyunturas. (P. ej., el debate sobre la energía nuclear, donde escasean las críticas al capital.)

- el que refiere los efectos negativos de la utilización de los conocimientos a la ciencia misma, y la cuestiona desde el punto de vista filosófico de la teoría del conocimiento;

- el que como filósofo se incorpora al rearme moral, predica el humanismo, la paz, y dice que el hombre no es sino una partícula de polvo en el firmamento.

Todas estas variantes de una crítica falsa del estado, la sociedad y la ciencia tienen su fundamento en el interés a un aprovechamiento mejor del conocimiento natural por parte de la praxis burguesa, un interés para el que la subordinación de la ciencia al principio de la propiedad privada es lo más natural del mundo.

3. La aplicación de los adelantos científicos y tecnológicos en la industria necesita de trabajadores asalariados, empleados por el dueño del capital productivo, que la dominen en la práctica. El estado completa las instituciones de la investigación con las de la enseñanza, y organiza el aprendizaje requerido para el ejercicio de los diversos oficios. Como la utilidad de la calificación que el estado posibilita tiene su criterio en los requisitos técnicos que exige el aprovechamiento de la propiedad privada, el sistema educativo ni le garantiza al que ha recibido una formación el empleo, ni al capital el usarle productivamente. Por consiguiente, la realización de la instrucción, desde la enseñanza básica hasta la adquisición de conocimientos más amplios en colegios y universidades técnicas, no hace al interés directo del propietario de medios de producción, por más que tenga gran estima por sus resultados, como condiciones de su lucro. Al igual que durante los comienzos de la producción industrial el entrenamiento fabril en una actividad reducida es para los empresarios de hoy, junto con el aprendizaje de técnicas especiales incorporado a la instrucción pública, un mal necesario que el estado les debe imponer por ley, y del que sacan sus ventajas explotando a los aprendices, imponiendo contratos de formación técnica que vinculan al aprendiz a la empresa más allá del aprendizaje y aprovechando de las subvenciones oficiales. Para los ciudadanos interesados en el rendimiento del sistema de formación profesional, las discrepancias necesarias entre sus fines y sus medios son motivo de sus quejas constantes sobre la mala organización de la instrucción pública, quejas que el estado, a su manera, toma en cuenta confeccionando programas de instrucción más económicos. Los izquierdistas, por su parte, descubren en tales economías, por su idealismo de una enseñanza al servicio del pueblo, que también aquí la dominación de los monopolios lo echa todo a perder.

4. Con la creación de las condiciones previas generales para el aprovechamiento productivo de la propiedad privada, los propietarios quedan dependientes de sus recursos y su habilidad en la dirección de sus negocios, para hacerse valer en la competencia, y también de la disposición de ciertos requisitos indispensables de la producción que deben hallar en el mercado. Si la puja del competir lleva a que determinadas ramas industriales no puedan ser rentablemente explotadas el estado asegura la continuidad de la producción mediante la socialización de las pérdidas que la propiedad privada no asume, se hace cargo de la parte de los gastos que imposibilitan la ganancia. En interés de una propiedad privada que funcione, el estado asume frente a ella "un deber social" e interviene en la marcha de sus negocios: subvenciona las industrias de base, la producción de energía y la agricultura. En casos de extrema necesidad recurre a la estatización, lo que por supuesto nada tiene que ver con un ataque a la propiedad privada.

Como la industria, debido a su cálculo de costes, no tiene miramiento alguno frente a la destrucción de las fuentes de recursos naturales, sacando provecho de la ciencia y la tecnología sólo para librar la producción de las trabas naturales al empleo lucrativo de la propiedad privada respectiva, y en el adelanto científico posee el medio para destruir progresivamente la naturaleza y el material humano, el estado obliga a los empresarios, con el retardo debido, a respetar normas de protección ambiental. Las cuales tienen en cuenta el cálculo de gastos de explotación de los industriales, están repletas de excepciones y son aplicadas de manera esporádica. Para no perjudicar al causante de los daños al medio ambiente, el estado mediante sus propios esfuerzos preserva una naturaleza útil para el capital, e induce sueños ecológicos en sus ciudadanos. Estos enrostran al estado su fracaso, mientras él planea la explotación despiadada de la naturaleza y protege el interés del lucro, por lo que no sólo en la energía nuclear asume "riesgos" calculables e incalculables y tiene en cuenta las catástrofes.

La conciencia ciudadana descubre en tales actos, según la posición social que represente, o bien una violación de los principios de la economía libre de mercado, la protección injustificada de grupos económicos ineficientes, o deberes necesarios que el estado impone a esos grupos mediante su política de comercio exterior y sus efectos destructivos. La izquierda presenta esas medidas, destinadas a proteger la propiedad privada como pruebas que el modo de producción capitalista ha creado en sus propios agentes políticos el discernimiento de la caducidad de la propiedad privada, y exigen del estado más firmeza en el proceder "contra" la propiedad. Semejante ilusión la fortalecen con los lamentos de los afectados que acusan al estado de maquinaciones socializantes.

5. Las restricciones que los propietarios privados (quienes como viven del crecimiento de su propiedad no sólo son reconocidos, sino también favorecidos por el estado mediante requisitos materiales) se imponen recíprocamente en sus relaciones, el poder público las regla a través de leyes especiales que garantizan el respeto de la propiedad ajena, aún en las condiciones particulares derivadas de las prácticas comerciales. El estado amplia las especificaciones generales sobre la propiedad con leyes que en las transacciones del comercio y la producción, necesarias para el crecimiento del patrimonio privado, lo protegen. Si estos privilegios aparecen especificados en el derecho civil, o fuera de él, como parte autónoma de la legislación, carece de importancia para su explicación. Cada nación tiene prácticas diversas.

- La compra y venta de mercancías es reglamentada por leyes que establecen la pertenencia legal de una persona al estamento comercial, y como tal sus facultades para celebrar contratos. Las circunstancias en pugna de la realización práctica de la transferencia de propiedad, comisiones, transporte, almacenamiento, seguro, son estipuladas como compromisos y prestaciones contractuales. Como la independencia del comercio de sus trabas locales o temporales coincide con la lucha permanente por el reparto de los costos que ellas implican, el estado restringe a las partes de forma que los costos necesarios sigan siendo recursos de la ganancia. Lo mismo hace con el crédito comercial, mediante el cual los propietarios privados continúan sus operaciones independientes de la disponibilidad momentánea sobre efectivo: coacción del poder público al cumplimiento de los compromisos de pago, código de comercio.

- Como el crecimiento del patrimonio privado depende de la disponibilidad temporaria y a tiempo sobre el patrimonio de otros propietarios, administrado por los bancos (crédito bancario), surge para el estado la tarea de ordenar los antagonismos entre capital industrial y capital financiero, de manera que las ganancias de los institutos crediticios independientes valgan como recurso para el uso productivo del capital. A través de leyes bancarias el estado prescribe a los bancos dentro de qué límites pueden realizar su provecho a costa de las empresas (tasa de efectivo mínimo, etc.) y obliga a los empresarios con ordenanzas sobre el balance (auditorías) a probar su solvencia.

- La vinculación obligada, y restringida debido a otras formas del uso del suelo, de la industria a la propiedad inmueble, llama al estado a intervenir. Con el argumento que el suelo es un bien incapaz de reproducirse "a piacere", anula el mercado libre y regla la distribución de terrenos según los diversos modos de su utilización. La sospecha de comunismo, levantada sobre los proyectos de reforma del derecho de propiedad del suelo, es infundada, ya que las intromisiones del estado en la propiedad inmobiliaria, disposiciones edilicias y sobre áreas de afectación prefijada, ordenan la propiedad privada, o sea que la respetan.

- Los peligros que se ciernen sobre el aprovechamiento productivo de la propiedad, a causa de los esfuerzos de los trabajadores organizados, cuya lucha por salarios más altos y mejores condiciones de trabajo rebaja la ganancia de los propietarios y cuestiona la libre disponibilidad sobre la propiedad privada, el estado los enfrenta con leyes que acaban con la libertad personal del obrero allí donde empieza el derecho de la propiedad. Que la igualdad de derechos entre el capital y el trabajo reduzca las pretensiones de los trabajadores a la medida necesaria que garantice el provecho del capital, no significa que los propietarios de los medios de producción tengan interés en ella. Ellos también se coaligan en uniones empresariales para oponerse a las cláusulas salariales que les imponen deberes que significan pérdidas. Hechos que para ciertos amigos de los obreros sirven como prueba de que el comunismo consiste en la lucha por los derechos del trabajador, con la vigencia del derecho laboral.

- Con leyes contra la limitación de la libre competencia, el estado reacciona frente al recurso comercial de la fusión, mediante el cual los empresarios se aseguran ventajas en la puja por competir. Ellos recurren a la fusión porque por un lado ven sus ganancias (acuerdos sobre precios) amenazadas en el mercado (mecanismo de los precios), y por el otro el imperativo de producir más barato sólo pueden cumplirlo aumentando el capital invertido. El volumen del capital en acción es decisivo para la competitividad. Las leyes anti-trust se dirigen contra los efectos de los acuerdos de precios y las fusiones sobre la libre competencia: los impedimentos para otros propietarios de aprovechar de su propiedad; aunque reconoce su necesidad con permisos a la fusión y a acordar precios.

- Con leyes sobre sociedades anónimas y por acciones, el estado garantiza el funcionamiento de muchos propietarios como una sola empresa, asegurando, tanto la libre disponibilidad sobre la propiedad privada invertida en una sociedad de capital, como, con el comercio libre de acciones y la fijación de responsabilidades, la protección de los negocios de esa sociedad de la arbitrariedad de sus socios.

6. La relación del estado con la clase dominante se basa en que él, separado de ella, tiene en cuenta las necesidades de su libre competencia que debido al interés competitivo particular de cada uno de los burgueses, estos mismos ni las respetan ni las producen. En la medida que el estado les administra a los capitalistas las condiciones de sus negocios, que para ellos no son ningún negocio, él es, como instancia política, el ejecutor de un interés de clase. Como capitalista total ideal él es el medio de la clase dominante, lo que incluye que sus instituciones y leyes contradigan a veces las ventajas comerciales de capitalistas aislados. Los caballeros de la propiedad privada esperan siempre, no sin razón, del poder público sólo regalos, facilidades y ayuda. Las pequeñas restricciones a su acumulación, que aseguran su marcha, el estadista las maneja como comprobante que él no es un agente de un estado clasista. Semejante ideología es la musiquita que acompaña los trámites permanentes de los hombres de negocios con funcionarios públicos grandes y chicos, donde pujan con la tenacidad que caracteriza a los ciudadanos de amplios recursos por un trato oficial privilegiado. Los escándalos y negociados del caso no preocupan mucho porque el público demócrata reconoce la base mercantil de toda carrera política, y lo menos que se puede esperar de un estadista es que tenga en cuenta a las fuerzas vivas de la economía.

La excepción en tal caso es la escuela de los superdemócratas de izquierda, sostenedores de la ingeniosísima teoría del capitalismo monopolista de estado. Esta gente tiene al capitalista total acabado, el estado de nuestros días, a diferencia del viejo estado, como un producto tardío de la decadencia del orden burgués. Sus lamentos sobre la esclavización del poder estatal bajo la arbitrariedad de los monopolios, los cuales, a la inversa, se han apoderado de los puestos de comando político porque están en las diez de últimas, sólo son el preludio del programa de una democracia antimonopólica, concepto grandioso para reemplazar al capitalismo decadente y averiado en sus funciones, por una dominación política sana, al servicio de toda la sociedad. Como todas las divagaciones en el capitalismo tardío, ésta ha sido examinada y discutida de manera amplia y pluralista, y esta caracterización, por simple, no vale. Lo que sí vale es recordar una vez más que todos esos aprestos teóricos responden a un interés común que no es criticar la explotación capitalista y su administración estatal, sino tan sólo su deficiente organización. Aunque una ojeada del otro lado de la cortina deja entrever que si un capitalista total real monta una democracia antimonopolista, la eficiencia del sistema económico sólo la consigue en los festejos del trabajador asalariado y su nuevo patrón.

La alternativa fascista halla en la influencia política de los capitalistas, sobre todo los del sector "improductivo", la ruina del estado y la decadencia del pueblo y la raza. Su crítica a los capitalistas no es una crítica a la explotación, sino al servicio deficiente que la praxis de la clase dominante presta para fortalecer el estado. Así de considerado resulta el trato práctico que los fascistas en el poder dan a los burgueses. Las condiciones de su acumulación son conformadas como deberes de una acumulación sin condiciones, en interés de la nación; que los hombres de negocios gustosos asumen, aunque contenga ciertas directivas oficiales sobre los valores de uso.

c) Los servicios del estado hacia sus ciudadanos asalariados.

1. Los ciudadanos que no obtienen sus ingresos del usufructo de su propiedad dependen del uso de la libertad personal que caracteriza a la sociedad burguesa: tienen que prestar servicios útiles a la propiedad de otros; ya sea directamente en la industria y el comercio, o indirectamente, en los organismos del estado, con el trabajo asalariado. Si obtienen ingresos, y su volumen, depende de lo que rindan para el empleador, lo que no quiere decir que se les remunere lo que rinden. Los asalariados compiten entre sí por los puestos de trabajo existentes, y los ingresos que contienen, como oferentes de sus servicios, comparan los oficios con las limitaciones contenidas en la relación laboral y la remuneración de cada uno de ellos, o sea pretenden alcanzar en la jerarquía del trabajo, que surge del criterio doble de esfuerzo y recompensa, los rangos más elevados. Como la concurrencia entre los trabajadores asalariados presupone su capacitación, la posesión de los conocimientos y habilidades inherentes a los oficios, pero ella no brinda ninguna utilidad económica, el estado organiza el sistema de educación paralelamente a la concurrencia, de forma que los individuos antes de entrar a ganarse la vida estén preparados para hacerlo. El derecho a la enseñanza, del que gozan niños y jóvenes, es para el estado un acto que compromete a sus futuros ciudadanos a dotarse de los conocimientos básicos generales necesarios para cualquier profesión (obligatoriedad de la enseñanza básica) y a continuación entrenar sus capacidades para determinada profesión: especializarse.

Debido a que en los institutos educacionales se trata de adiestrar a los jóvenes en funciones útiles a la economía y el estado (que sean aprovechables es condición para que tengan ingresos), no es el propósito de la instrucción la formación de la personalidad sino su limitación. El estado cumple con la justicia en la distribución de los individuos en la jerarquía de las profesiones, haciendo el ingreso a determinadas actividades dependiente de los rendimientos alcanzados durante la instrucción. Él reglamenta la concurrencia entre los educandos mediante la comparación institucionalizada de rendimientos. Exámenes, mediciones permanentes de los conocimientos adquiridos en un período de tiempo, deciden si alguien debe comenzar a ganarse la vida en los escalones más bajos de las profesiones, o si puede seguir gozando de una formación que promete una profesión más agradable y mejor pagada. Así garantiza también este campo de actividades oficiales, al someter a todos bajo condiciones iguales, con la igualdad de oportunidades, la conservación de las diferencias entre los afectados surgidas de las diferentes circunstancias económicas familiares.

El sistema de educación se estructura de acuerdo a sus fines de la siguiente forma:

- La enseñanza general básica, nivel obligatorio para todos, donde los escolares reciben los conocimientos apropiados para desempedrase en tareas simples y donde, de paso, tiene lugar la selección para los niveles superiores. Los aprendizajes elementales para ejercer un oficio, aritmética, leer, escribir, se completa con la transmisión del sentimiento cívico nacional, que se necesita si se quiere aguantar toda una vida como ciudadano asalariado.

- A continuación, y de acuerdo a la prueba certificada de haber rendido satisfactoriamente en la escuela, comienza el aprendizaje profesional, sobre cuya ejecución existen permanentes conflictos entre el estado y los empresarios, bajo quienes tiene lugar, forzosamente, la formación práctica. Ellos se oponen a una instrucción profunda y múltiple, porque tienen interés en el uso productivo lo más rápido posible de los aprendices. El mínimo ineludible de conocimientos especiales y de educación cívica es suministrado por el estado en sus escuelas de artes y oficios. El derecho a la educación necesaria el estado lo completa con el deber que impone a todos los que tienen algo de interés en la formación del joven ciudadano (su familia en primer término), de correr con una parte de los gastos.

- La alternativa son las escuelas de enseñanza media, donde los asistentes se familiarizan con más resultados de la ciencia, condición para una serie de profesiones más elevadas, y también requisito para una formación científica universitaria. Lo aprendido no está en relación directa con determinada profesión, sino que funciona como material para decidir la selección, y como condición para la posterior especialización.

- En las universidades tiene lugar la enseñanza de profesiones que exigen conocimientos científicos especiales y su aplicación. En las facultades de ciencias exactas y naturales se trata del suministro y obtención de conocimientos y destrezas necesarias para el dominio de la naturaleza. En las facultades de ciencias humanas y sociales del trato adecuado de los problemas sociales reales que garantice el funcionamiento de la sociedad burguesa y de su estado. Para tal fin por supuesto que es inservible el saber objetivo y muy útil el modo de reflexión instrumental, que de acuerdo a los problemas de las técnicas de dominación burguesa, tiene elaborados puntos de vista específicos en cada rama de las ciencias sociales. La transmisión de ideologías es entonces el contenido y el objetivo exclusivo de la enseñanza universitaria de las ciencias humanas y sociales. Al mismo tiempo, la instrucción universitaria capacita para ejercer la ciencia como profesión.

Como el estado compromete a sus ciudadanos a ganarse la vida especializándose en una profesión determinada, haciéndose útiles dentro de un sistema definido de trabajo social, y organiza el compromiso a través de la concurrencia dentro del sistema educativo (el proceso selectivo es allí negativo: el rendimiento insatisfactorio excluye de una formación ulterior), entonces obliga a todos a adquirir conocimientos y a interesarse por ellos sólo en la medida que lo exige la continuación del estudio y el ejercicio de la profesión. Todo el saber que vaya más allá es, desde el punto de vista del educador y del educando, inútil. Así, la sociedad burguesa, que depende del saber, al mismo tiempo no tiene interés en él; ya que sólo importa su utilidad para las funciones de la división del trabajo de los sujetos privados. Por eso el derecho a la educación que el estado entrega a sus ciudadanos adolescentes, incluye el deber oficial de organizar la ciencia separada del estudio. Lo que ya se vio también surge de garantizar el aprovechamiento productivo de la propiedad.

La libertad de la ciencia, su protección estatal frente a intereses particulares que quieren tutelarla, significa lo contrario de lo que muchos quieren ver en esa libertad: la exclusión del quehacer científico de la esfera de las finalidades sociales. Ella representa la forma organizativa de una ciencia útil para una sociedad burguesa basada en la competencia, y garantiza tanto la obtención de conocimientos como su sometimiento a la praxis social. La ciencia, a través de su separación de la esfera de la producción material, queda sometida a esta última.

Este hecho, en el trajín teórico, está vigente como el paralelismo de ciencias naturales correctas y ciencias humanas y sociales falsas. Las ciencias exactas y naturales satisfacen con el descubrimiento de leyes naturales y sus aplicaciones posibles, las exigencias del modo de producción capitalista; su autonomía frente a los intereses particulares garantiza la formación del saber objetivo que sirve para dominar la naturaleza. Las humanidades y ciencias sociales se corresponden en su parcialidad pluralista con el trato estatal de las necesidades, voluntades e intereses de los sujetos burgueses. Estas ciencias son entonces bien críticas cuando se dedican a examinar los intereses particulares, y producen un saber falso que sirve para el sometimiento de los sujetos privados bajo las leyes, por ellos mismos confeccionadas e incomprendidas, del capital: a las que algunos se someten y otros someten a los demás. La competencia entre los científicos por el prestigio que demanda la carrera, tanto dentro como fuera de las universidades, garantiza el afianzamiento de esos puntos de vista, y donde aparecen en circulación pensamientos subversivos se acaba la discusión.

Las colisiones del mundo del capital, sostenidas en la aplicación del saber falso, la ciencia pensada para servir las hace tan suyas que las reflexiona según su provecho, o sea sobre sí misma, llegando a la poco sorprendente conclusión que ella, como ciencia, así debe ser nomás, porque así es, y que su pluralismo no debe permitir un pluralismo total: el saber verdadero critica a la sociedad burguesa y su aplicación la daña.

El estado, que administra la libertad de la ciencia y la educación para hacerlas útiles a la sociedad, a causa de los problemas que aparecen en ambas tareas, tales como:

- qué se enseña en cada profesión

- cuánto se enseña a todos

- cuánto se enseña en cada profesión

- qué conocimientos científicos se deben en material de enseñanza

- cómo organizar la disciplina en el educar, con resistencias, porque se lo ve desagradable, poco útil

o totalmente inútil

- cómo adaptar la enseñanza al mercado de trabajo,

se cuenta él mismo como el cliente y usuario principal de las teorías socio-científicas, por lo que su interés está presente en ellas como el punto de vista decisivo.

La pedagogía, por ejemplo, no responde, como haría sospechar su nombre, a la pregunta "¿Qué es la educación?", sino que entrega una serie de consideraciones prácticas sobre "el sentido y los fines", los límites y las posibilidades de la educación, los alcances y el provecho de los conocimientos para una educación moral, etc., que no ocultan en absoluto el carácter coactivo de la formación de una personalidad responsable. Esta ciencia constituye un conglomerado de cómputos psicológicos, teórico-motivacionales, sociológicos, antropológicos, didácticos y empírico-socialcientíficos que persiguen, todos, el propósito de arreglárselas con las contradicciones de la educación capitalista sin abolirlas.

El estado que al realizar el derecho a la educación impone a los educandos sacrificios, a algunos de entrar a la vida profesional les legaliza la amarga experiencia de la derrota en la competencia quienes completan su instrucción no les que puedan emplear con éxito sus habilidades ganarse la vida (de ahí la oferta oficial de la educación de adultos como vía a una nueva especialización) es objeto entonces de la ira de los ciudadanos que desilusionados de la valla de la enseñanza a la que tienen que someterse, se aferran a ella como el recurso de su existencia individual, y en la meta de la instrucción, la movilidad social, quieren realizar su provecho personal exclusivo. Por eso levantan la protesta de que hay un estado de indigencia de la enseñanza (más educandos que plazas de estudio); la reclamación de un fomento oficial de la educación se refuerza con argumentos patrióticos y morales sobre la amenazada capacidad competitiva internacional de la nación. Si el estado, para cumplir con el propósito de la instrucción: abastecer a la sociedad (¡capitalista!) con la gente preparada que le hace falta, decreta medidas limitacionistas, no tarda el recurso de amparo ante las instancias de la ley, se acude ante la Corte Suprema para rebelarse con el derecho contra realidades cuyas necesidades yacen en el poder del estado y su misión. Al efecto de la competencia en el campo de la educación, la igualdad de oportunidades, se la carea con su ideal, y hasta se olvida que en una comparación de rendimientos siempre hay ganadores y perdedores. Así se llega a perseguir las mismas aspiraciones que hace rato son las del estado, dedicado a explotar todas las reservas educacionales. Personas críticas se empeñan en derribar barreras idiomáticas que no son tales; a la modernización de la enseñanza, el ciclo único en reemplazo de los dos ciclos, que exaspera la competencia en la escuela, la imaginan llena de libertades y de posibilidades de desarrollo para el alumno, y cuando se implantan nuevos parámetros de rendimiento se extrañan que sus hijos no aguantan el estrés escolar. Lejos de hacer algo contra una enseñanza que daña a sus criaturas, padres críticos claman por exámenes más perfectos, que en su obsesión por ser comparación objetiva de rendimientos no preguntan por el saber, sino que representan juegos, algo más pretenciosos, de palabras cruzadas (multiple choice). Cuando al final la repreguntada ignorancia ni con toda la fuerza del mundo se puede relacionar con la profesión, para la cual se mortifica el cerebro, suena, como en los días de las reformas educacionales (siempre se anuncia una nueva), el lamento de la impracticidad y la obsolencia de los conocimientos escolares. En cuanto al "lastre" del humanismo tradicional, tampoco se salva del adiestramiento moderno. Se le descubren aspectos positivos, y la ausencia inevitable de lo "humano", o sea de los sentimientos cívicos en la juventud, se fustiga como servilismo. Críticos izquierdistas y derechistas de la educación coinciden en que ciudadanos pasivos no son buenos ciudadanos, lo que se expresa, claro está, en planes de estudio diferentes. La educación emancipadora que se practica en instituciones izquierdizadas, tiene por último la "ventaja" que le ahorra a los educandos el último resto de idoneidad para la vida profesional, ya que el contenido único de la entrega de conocimientos son los interminables debates sobre la actitud crítica de cada uno frente a la profesión y al estado.

También la ciencia, a quien le interesa ser utilizable, debe soportar ataques que le enrostran no serlo. Una vez que entre los mismos científicos la ofensiva de los metodólogos y fanáticos del pluralismo culminó en el éxito, o sea que rige como algo que se da por sentado que el saber es algo muy relativo, determinado por el punto de vista, la valoración y la actitud, desapareciendo con ello todas las barreras al codeo libérrimo de intereses, se dio una confrontación con intereses que para el estado dejaban bastante que desear. Entonces el campo de los críticos de la torre de marfil (¡por una ciencia que sirva!) se dividió. Algunos raros ejemplares reaccionarios reclaman que no se les importune con la pregunta inmediata de para qué sirven sus pensamientos, no porque les interese la ciencia y la justeza de los conocimientos, sino porque quieren insistir en sus intuiciones personales y rollos particulares que el estado desea sacar de circulación. Quienes no reclaman del estado casi nada, y a quienes la ciencia verdadera les interesa menos, son los ideólogos del pluralismo, que armados de una posición metodológica, empírica, comprobable, racionalista-crítica, ligada a la práctica y democrática, deben hacer frente a nuevos adversarios. Estos han reformado el reproche de "la torre de marfil", que la ciencia se ha apartado de los intereses de la sociedad que la mantiene, en el sentido que sobre todo ella ha descuidado los intereses de los discriminados, los trabajadores. Acusan a las ciencias sociales de que sirven a intereses espurios, lo que es verdad, no se preocupan más del cómo, y propagan con alegría una ciencia al servicio del pueblo en sus bastiones universitarios. Sus tonterías sólo son el error de un pluralismo unilateral, o sea falsedades que a los trabajadores de nada sirven. La reforma de la enseñanza universitaria, que la rebelión estudiantil probó que era necesaria, abrió la lucha entre esas dos líneas, lucha que el estado decidió de manera definitiva. La mala voluntad oficial frente a la "ciencia para el pueblo" borró la participación estudiantil en ella en la misma medida que la ideología burguesa normal se afianzó en los baluartes universitarios de la izquierda (lo que no quiere decir que uno es causa de lo otro).

Del fin del sistema estatal de educación, la unilateralidad del desarrollo del individuo, su especialización en habilidades circunscriptas a una profesión surge que al estado se le antoja la costosa organización del mecanismo de distribución de sus futuros ciudadanos entre la jerarquía de las profesiones, un sistema educativo que dé cabida a todos y en el cual se decida qué es lo que va a ser cada uno, como una carga y un dar vuelta superfluo. El interés oficial de darle a los ciudadanos una función en la división del trabajo de por vida, también fue satisfecho plenamente con la simple transmisión hereditaria de los oficios entre los hombres de bien del pueblo, y con la formación estamentaria-clerical de los servidores más distinguidos del estado. Como todas las conquistas democráticas el derecho a la enseñanza tuvo que serle arrancado por el movimiento obrero al mismo estado burgués que había contribuido a liberarlo con su revolución burguesa. La obligación de tener que ganarse el pan en la gran industria era tan imposible de realizar sin haber pasado por la enseñanza básica, como la función de los capataces fabriles frente a la maquinaria moderna de ejercer, con sólo castigos corporales y multas. Lo que los filósofos idealistas no consiguieron con sus tratados, guiados por el interés a la unidad de la nación, sobre la necesidad de una educación pública ciudadana, lo lograron los obreros, las víctimas de la gran industria que hicieron valer frente al estado las exigencias que ella requería, una vez que las escuelas fabriles y los esfuerzos de amigos del pueblo esclarecidos se demostraron inservibles para producir trabajadores libres útiles, es decir capaces de cumplir con tareas distintas. La demanda de abolir los privilegios educacionales el estado la cumplió instalando la enseñanza obligatoria como un recurso de la selección, y garantizando que los hijos de los obreros recibieran, por un lado el mínimo de los conocimientos necesarios y el más necesario aún código de virtudes cívicas, y por el otro quedaran librados del lastre del saber superfluo.

La filosofía idealista satisfizo el interés del estado en una ciencia social y humana provechosa, en tanto que al hacerlo suyo como punto de vista teórico inmanente completó la lucha contra la fe religiosa disolviéndose, como filosofía, en ciencias particulares de proceder instrumental. La universidad comprometida con el estado burgués pudo realizar su tarea, suministrar el material para educar los sabios sentimientos de los altos funcionarios oficiales, pero rindió magros servicios al sistema general de enseñanza, con el que el estado debía atender a las necesidades de la gran industria. La libertad de la ciencia, o sea el sometimiento del pensamiento profesional a los propósitos del estado, que ya caracterizaba a la filosofía, garantizó el desarrollo inmanente de la ciencia social como un instrumento confiable del estado de clase para la consideración partidista de todos los fenómenos sociales en cada rama científica, guiada siempre por el interés práctico de continuar chapaleando en la charca burguesa. (Esto es una explicación materialista, a diferencia de las disertaciones que quieren probar el provecho de la ciencia para el capital sin el estado, o sea contra su libertad, o esas otras simplezas que deducen el pensamiento de la abstracción de "ciertas formas económicas determinantes".)

2. Con las habilidades parciales adquiridas, el estado arroja, a los de paso hechos ciudadanos mayores de edad, al mercado de trabajo. Lo que ganen dependerá de lo que estén dispuestos a rendir a sus empleadores. Entonces intentan aprovechar la libertad que se les da vendiendo todo el trabajo que pueden, para asegurarse una vida más holgada, con lo que constantemente hacen que sobre fuerza de trabajo, en relación a la demanda de trabajo. El estado, que también le da a la demanda la libertad de decidir cuándo la compra de trabajo vale la pena, sabe cuál es la otra cara de la libertad de elegir el oficio: el desempleo, siempre presente, y da la primera puntada a su red de prestaciones sociales, obligando a los asalariados, quienes no pueden sustentarse de manera continua del ejercicio de su profesión, a hacerlo. Con el seguro coactivo de paro les impone una reducción preventiva de sus gastos reproductivos (aportes obligatorios) y dicta para las emergencias ingresos reducidos por un tiempo determinado a través del subsidio de paro. La conformidad en aumento a descender en la escala social, que acompañan esas reducciones, es reforzada con disposiciones oficiales que se endurecen según la coyuntura económica: obligación a registrarse, a aceptar trabajos peor pagados o de calificación inferior, estímulos a iniciar un nuevo aprendizaje, llegando el estado hasta tener la gentileza con la fuerza de trabajo femenina de considerar excepcionalmente su tarea de ama de casa como un oficio. Esas mezquindades y ahorros hasta el último centavo que presiden los criterios del cálculo oficial de los subsidios de paro (años de servicio, patrimonio familiar, limitación a un miembro de la familia, etc.) explican los grandes esfuerzos de los trabajadores por evitar el desempleo.

Los asalariados entonces aspiran primero que todo a no hacer uso del subsidio de paro. Ellos se caracterizan por ser voluntariosos, quieren rendir, y haciéndolo más y mejor en el proceso de producción pretenden mantener sus entradas a un nivel aceptable, y además, mediante el provecho para el empresario que ello supone, demostrar que la compra de su trabajo vale la pena y así asegurarse el puesto de trabajo. Con el seguro obligatorio contra enfermedades y accidentes de trabajo el estado tiene en cuenta la desconsideración del trabajador hacia su propia salud y el probable uso demasiado intensivo de su tiempo de trabajo por parte del empresario. El trabajador debe aceptar el enfermarse como algo seguro, natural, y perteneciente al trabajo, y arreglárselas con la enfermedad que significa incapacidad de trabajo, como cosa de él, es decir procurando volver a estar en condiciones de trabajar. Esa seguridad reduce sus ingresos mientras trabaja, en los aportes que realiza al seguro social. En caso de enfermedad recibe sólo un corto período su salario completo (un mes, poco más o menos), y enfermedades más largas, accidentes, o daños crónicos a la salud derivados de la profesión, acarrean la reducción definitiva de sus ingresos. Esto último significa, claro está, un estímulo para reanudar el trabajo, y se lo apuntala con controles médicos de confianza de la patronal. Porque el seguro contra enfermedad y accidentes no brinda a los trabajadores seguridad alguna contra las enfermedades, sino que tan sólo los capacita para volver a exponerlos a los efectos destructores de la explotación, el estado ha pensado algunas cosas para mantener dentro de ciertos limites aceptables la invalidez inevitable del trabajador. Él exige de los usufructuarios del trabajo asalariado su uso medido, mediante reglamentos de seguridad, atención médica, vacaciones pagas, y régimen de trabajo insalubre.

Como el estado coloca a los asalariados continuamente bajo las condiciones que generan las enfermedades y al mismo tiempo les exige conservarse sanos, tiene que proporcionar las instalaciones que los enfermos necesitan para volver a estar en condiciones de trabajar: el servicio de salud pública. Que los esfuerzos de la medicina tienen sus límites en las necesidades del trabajo asalariado, o sea que no son lo mismo que la lucha por la salud del hombre, lo prueba que junto a las muchas prescripciones médicas para evitar las enfermedades si se deben a causas naturales, existe el más completo mutis de la medicina moderna frente a las originadas en las tan zarandeadas causas sociales. Si poco puede hacer la ciencia médica por un trabajo salubre, y menos aún quiere el estado imponerlo, bien cínicos se comportan esos representantes de los hombres de delantal blanco, que transforman las causas sociales de los daños del organismo humano en su expresión psicológica, y desarrollan en la medicina psicosomática recetas para darle a los estropeados la voluntad de soportar su ruina física manteniéndose aprovechables.

El vía crucis del trabajador es el proceso de su destrucción, en el que, con la edad, debe esforzarse cada vez más para cumplir con el rendimiento obligado. Para el momento, definido por ley, en que puede dejar de hacerlo el estado le ha hecho compulsivamente ahorrar: sistema de jubilaciones y pensiones. Con tal sacrificio, el poder estatal le impone ingresos reducidos en los años que, como inválido o jubilado obligado a la ociosidad con la psiquis estropeada, todavía le queda por vivir (sic). Para no afectar en demasía la aprovechabilidad de los ciudadanos jóvenes con la carga que significan los viejos, el estado instala asilos de ancianos, pocos y caros. Esto último hace reflexionar a los familiares, qué es lo más simple y más barato: la cuota por el triste asilo o la pesada tarea de mantener a los viejos en el calor del hogar.

Los seguros sociales son instituciones que lo único que tienen de seguro es que nada tienen que ver con la gente que las paga; mejor dicho que las tiene que pagar, porque es seguro que las necesita, ya sea como ayuda para volver a ser aprovechable, o como pensión de la ruina irreparable. En la obligación doble de ser víctima y hacer sacrificios reside el carácter social de estas instituciones, cuyo propósito de conservar el trabajo asalariado como medio del capital, no lo oculta, sino que lo subraya, la obligación empresarial de pagar una parte de los aportes. Los costos comerciales que se derivan para el empresario, aunque sean molestias que acompañan al crecimiento de su patrimonio, no amenazan su seguridad privada, por lo que el estado no obliga a los empresarios a asegurarse. Si quieren satisfacer su seguridad más allá de la certeza de poder disfrutar de sus bienes, tienen a mano seguros privados voluntarios de todo tipo, que se diferencian del seguro social compulsivo en que, además de los privilegios que ofrecen, con ellos se puede hacer un negocio.

Como los seguros sociales exigen sacrificios y brindan escasa seguridad, el estado se ve confrontado con las quejas de sus ciudadanos, quienes, cuando sienten los peligros existenciales a través del trabajo asalariado, exigen una compensación, y comparan los aportes al seguro social con sus prestaciones. Por un lado critican como injustas las restricciones que se les imponen cuando hacen uso de los servicios sociales, y recuerdan de sí mismos que son útiles, por lo que quieren se les reconozca. Por otro lado, como contribuyentes del seguro social, acusan a quienes deben usarlo de inútiles, que no son otra cosa que una pesada carga para el resto de los conciudadanos.

Los parados se aferran a su derecho al trabajo, siendo que el paro hace parte de él, reclaman del seguro sustento, y son recompensados por su lucha sin esperanzas contra el descenso social con el reproche que son haraganes faltos de voluntad para rendir lo que hay que rendir; lo que a la fuerza se lo toman en serio. Los clamores sobre las insuficiencias del seguro de enfermedad también tienen sus dos caras. Mientras que en el caso de su propia enfermedad el ciudadano espera ayuda de él, no pierde ocasión de atacar a los otros que usan de sus servicios: ellos se hacen los enfermos y destruyen las finanzas del seguro. No extraña entonces que a algunos les parezca la desconsideración hacia su propia salud, no sólo necesaria (¡miedo fundado a perder el trabajo!) sino hasta aconsejable.

Los socialmente inútiles jubilados, que quieren pasar sus últimos años con tranquilidad y seguridad, y esperan gratitud por los esfuerzos realizados, chocan con el desprecio de quienes todavía rinden culto precisamente a esa ideología, de que para tener derecho a algo hay que rendir. Así van de la mano los lamentos sobre la insensibilidad hacia los ancianos y el desfachatado panegírico de la juventud, de la que hay que ocuparse porque a ella pertenece el futuro. La estupidez de los viejos, que descubren en la utilidad de los jóvenes su propia y marchita juventud, compite con el orgullo de los jóvenes, que no quieren ver que su energía es el recurso mejor para volverse viejo rápido.

El estado legitima, frente a ese descontento doble, sus actos con el dato de la inevitabilidad de los riesgos, en la vida, para cuya reducción todos deben hacer un aporte solidario, y pondera sus medidas sociales como el complemento necesario del principio del rendimiento, que si con él se cumple, a todos da la oportunidad de una vida digna. Las quejas de los afectados, sobre la injusticia del paro forzoso el estado las rechaza haciendo notar su impotencia frente al desarrollo de la coyuntura económica, y las atribuciones de los empresarios, a quienes apoya con todas sus energías. Protestas sobre lo rompedor del trabajo asalariado, el estado las aprovecha para defender el principio del rendimiento, o para reivindicar la "humanización del mundo del trabajo", que acomodando los "condicionantes" de la jornada laboral a los límites físicos y psíquicos del obrero, debe conformar su autodestrucción más atractiva para él, y más efectiva para el capital. Contra los ataques corrientes al sistema de salud pública, que presuponen la voluntad del estado de luchar contra las enfermedades, éste se defiende con comparaciones de cómo era antes, cuando la peste y la muerte temprana hacían estragos, y agita a sus ciudadanos por una vida privada más saludable, echándoles en cara que con su puro pensar en consumir y el vivir para trabajar, arruinan su salud física y mental. Haciendo propaganda por el disfrute medido y la alimentación sana, el estado intenta mover a los trabajadores, aún en el terreno donde no puede imponerles restricciones, a que tengan en cuenta de manera autodestructiva su propia utilidad social. Y como depende del rendimiento, que a los que rinden poco les rinde, el estado proclama en la exaltación de la juventud el ideal de la aprovechabilidad, rematándola con el llamado a los jóvenes a reemplazar el desdeño de los viejos por la virtud samaritana dentro de la familia, para ahorrarse él costos.

Frente a las manifestaciones del estado en el sentido que él no está dispuesto a hacer de los derechos sociales de sus ciudadanos otra cosa que lo que son: compensaciones que fuerzan a seguir existiendo como asalariado, no se le ocurre otra cosa mejor a la izquierda amiga de los obreros que hacer la apología de esos derechos por haber sido conquistados por la lucha obrera. Se valen nada menos que de la necesidad de arrancarle al estado a la fuerza, hasta la más insignificante de las concesiones, para elevar éstas a la categoría imponente de derechos de los trabajadores. Así abren la serie de ataques demoledores fementidos contra la "incapacidad" del estado, y la lucha por los derechos.

La alternativa fascista estima las erogaciones sociales del estado no sólo como una carga, como todo demócrata impoluto, sino también desde el punto de vista de sus efectos, como el fomento de la decadencia de la nación. En contra de la conservación de la fuerza de trabajo de utilidad condicionada, los fascistas afirman el derecho incondicional del estado a reclamar el servicio sacrificado del ciudadano. La compulsión capitalista a competir, y todas sus consecuencias, son para ellos motivos para clasificar a los ciudadanos según su disposición y su capacidad para cumplir con sus deberes, implantando la selección estatal de los individuos.

3. Las ansias estatales en la aprovechabilidad y la voluntad trabajadora del asalariado le dan a éste, en pago de lo útil que es, la encomiadísima esfera de libertades de la vida privada, respetada en el mundo occidental, pero que tiene sus límites. En primer lugar los directos del trabajo asalariado: la libertad empieza cuando termina el trabajo, y es una cuestión de bolsillo. Porque al trabajador nadie le prohíbe darse los gustos que quiera y porque no puede dárselos, se da aquellos que debe darse. Exactamente igual procede cuando reparte su tiempo. La actitud hacia su libertad privada como una esfera de la necesidad le es dictada por la preocupación de conservar su fuente única de ingresos, su capacidad de trabajo. Si intenta satisfacer sus deseos experimenta no sólo que ni el dinero ni el tiempo le alcanzan, sino también que el uso abundante de su libertad privada siempre va a costas del disfrute reparador necesario para volver a estar en condiciones de trabajar. Y aún a la satisfacción de esos deseos que están ligados de manera funcional a conservar su capacidad de trabajo, se le oponen circunstancias sociales que para su bolsillo son insalvables.

Esto último reclama una intervención oficial para ampliar las prestaciones de sus departamentos sociales, que apunta a impedir que las dificultades de la vida privada se conviertan en obstáculos para la vida laboral. Tales medidas no son regalos y su función social consiste en que el trabajador asalariado haga de su tiempo libre la reproducción de su fuerza de trabajo, lo que no se consigue sin nuevas obligaciones y sacrificios y somete el reino de la libertad individual a las necesidades de la explotación.

- Como el trabajador carece de propiedad debe alquilar una vivienda. Esa condición elemental para vivir lo coloca en dependencia de los propietarios de bienes raíces, que quieren obtener ingresos de su patrimonio. La colisión entre las necesidades de una esfera privada y el derecho del propietario a conservar y usufructuar efectivamente de su propiedad, el poder público la regla con el derecho de locación, que al considerar igualitariamente a las partes no le garantiza al inquilino, ni una vivienda segura ni accesible. Frente a la escasez de viviendas baratas (la propiedad del suelo es fuente legal reconocida de rentas) el estado reacciona con la política de la vivienda, que consiste, en primer término, en apoyar las aspiraciones de los afectados a librarse de las cargas del alquiler, con la promoción del ahorro con fines específicos, que con la cooperación de créditos bancarios hace la vivienda propia definitivamente un problema para toda la vida. Esta nueva forma de sacrificio, vinculada a las condiciones habitacionales del trabajador, el estado la procura endulzar con la ideología de la "casa propia". Como quienes deben alquilar barato no pueden darse el lujo, encima del alquiler caro, de ahorrar la "casa propia", existe la construcción de viviendas sociales. Esta medida es social porque el estado con subsidios y reintegros impositivos estimula a la gente de recursos a construir y alquilar viviendas, por algún tiempo, cubriendo los gastos. La construcción de viviendas sociales no acaba con el problema habitacional de la gente pobre: por eso el estado atempera la colisión entre el interés en viviendas baratas y la ganancia justa del propietario de inmuebles, con el subsidio de alquiler, con él transforma impuestos en ganancia del propietario, a pesar de la pobreza de los inquilinos. El subsidio del alquiler, como punto final a la intervención oficial en materia habitacional, indeseable para los partidarios de la economía social de mercado, prueba que el estado no tiene ningún interés en hacer desaparecer la colisión a la que se debe el "problema de la vivienda", y que para él, control de alquileres y dirigismo son medidas extraordinarias de emergencia (guerras, catástrofes).

- Las amenazas a la reproducción de la fuerza de trabajo resultantes del tiempo requerido para viajar de la vivienda al lugar de trabajo, exige del estado la atención especial en lo que hace al planeamiento de la red de transportes. Por un lado debe contemplar las necesidades del creciente tráfico privado, y por el otro, dado que para muchos trabajadores es la tenencia y el uso de un auto propio prohibitiva, debe instalar medios de transporte colectivo. Estos servicios ofrecen a las masas la consoladora alternativa entre aceptar la prolongación de la jornada laboral viajando, o cortarla gastando más.

- La dependencia permanente del ciudadano de la información sobre las cambiantes circunstancias sociales en las que debe manejarse, el que tenga que estar al tanto de todas las eventuales circunstancias de su reproducción existencial (lo que de paso ocupa parte de su tiempo libre) es aprovechado por el estado para vincular la garantía de un libre acceso a toda la información necesaria, con la preparación y el comentario oficial de la misma. El núcleo central del departamento político de los medios de comunicación de masas es el sistema de información. Él ofrece, hora por hora, el punto de vista vigente de la nación sobre los conflictos internacionales, indica el nuevo nivel de la explotación económica y la opresión política como fatal, sopesa sus ventajas y desventajas, y al comentar crímenes y tomados explica, primero, que estado debe haber, y segundo, que se puede confiar en él. El monótono festival de las noticias se vale del método pluralista comentador: a todo, desde la construcción de un subterráneo, hasta las olimpiadas, se lo empaqueta con el juicio de importantes personalidades de la política y la economía. Para que el ciudadano no se abandone al puro tomar nota, y en lo demás se comporte pasivamente frente a los asuntos que preocupan a la Nación, comentaristas, programas políticos y debates prosiguen con la operación de construir la opinión del ciudadano. Sus intentos defensivos, de resistirse a hacer suyas en su tiempo libre las preocupaciones del estado, se combaten con una programación hábil. Para que no escape a la agitación y propaganda del estado, ésta se intercala en programas que incluyen consejos prácticos e informaciones útiles al ciudadano que cuentan con su interés seguro. Sobre todo la ilustración de la sedienta juventud sobre los riesgos de la vida y el tratamiento de la frustración femenina se recomiendan como lo mejor para el rearme moral a fondo del pueblo. Los recursos que los massmedia obtienen de los impuestos, las tarifas y no en menor cuantía de la publicidad, mediante la que el estado permite a la economía explicar con gracia que los productos valen lo que cuestan, permiten satisfacer los deseos del ciudadano de ser entretenido. Porque el estado sabe lo que debe esperar de sus ciudadanos trabajadores, complace sus deseos. Una programación banal, preguntas y respuestas, y acertijos son la compensación debida hacia quienes el desgaste sufrido durante el trabajo hace imposible otros esfuerzos. Las formas vulgares del hit, el show y el filme, son para el poder público la forma adecuada de la educación compensatoria que el pueblo, lamentablemente, reclama; y que consta de tres partes: primero, el hombre propone y Dios dispone, segundo, cuando tengo algo que decir lo digo porque, tercero, la muerte todo lo iguala. Así toda nación civilizada tiene su cultura de masas.

No sorprende que tal programación, al contar con cierto grado de malestar público, despierte agrias críticas y una profusa correspondencia en diarios y revistas, donde se puede leer lo que a los autores de las misivas les hubiera gustado. Investigadores de la comunicación social claman por menos manipulación y más comprensión de las (verdaderas) necesidades del público. El descontento oficial sobre la permanente ingratitud de escuchas y televidentes, conduce a afirmar por enésima vez la tarea educadora del estado, acusando que si no la cumple como es debido es porque cede a la presión de los intereses económicos.

- La necesidad de una compensación física a los ajetreos obligados del trabajo, el estado la tiene en cuenta con la puesta en servicio de instalaciones deportivas y de recreo. Pero porque a él no le interesa la salud de la población trabajadora, sino que ésta se esfuerce para mantenerse sana, coloca también este beneficio bajo ciertas condiciones. Quien quiere practicar un deporte y necesita el lugar y los aparatos necesarios para hacerlo debe mostrar que no es avariento. Las obligaciones de pertenecer a una asociación deportiva, hacen que para practicar la cultura física voluntaria haya que hacer algunos sacrificios. Como a mucha gente le basta con el ejercicio corporal unilateral del trabajo, o por su deficiente capacidad deportiva tiene muy pocas ganas de medirse con otros, y al fin y al cabo precisa su dinero y su tiempo para disfrutar otras cosas, el estado les aclara en su propaganda a mover las tabas y por una vida más sana que de lo que menos se trata, para él, es de la alegría de practicar un deporte, y que deben considerar simplemente todo moverse, desde el ir a la esquina a ver quien viene hasta el paseo a ver escaparates, como deporte, sin usar los bancos de las plazas para no olvidarse. Si la gente joven se entusiasma con el deporte, el estado pasa a utilizar el ardor: estimula la producción de récords, el deporte como rendimiento y profesión, lo que se ve en sus efectos sobre quienes lo profesan, para tener una representación digna de la nación y enriquecer la oferta del mundo del espectáculo.

Porque a la mayoría de los ciudadanos se les hace cuesta arriba cumplir lo que la minoría espera de ellos: permanecer sanos y bien dispuestos durante los quehaceres cotidianos y no fallarle jamás al estado, algunos investigadores y periodistas agobiados por las preocupaciones sobre el funcionamiento de nuestra sociedad, han descubierto el problema del "tiempo libre". En la cuestionada reproducción existencial de las masas populares otean un peligro, le cargan a ellas las consecuencias del trabajo asalariado y la reglamentación oficial de la esfera privada, y les recriminan que no saben aprovechar (como se debe) su tiempo libre, agregando que sería bueno acortarlo, por lo cargante, y darle a la vida un sentido más elevado.

4. Para todos aquellos que fracasan en cumplir con las exigencias de la competencia en la educación y el trabajo, o sea que no pueden proveer a su sustento, y que nada previeron para el caso, el estado prepara medidas correctivas. Él cuenta siempre con la miseria, y la declara cosa pública. La ayuda social debe capacitar a sus beneficiarios para prescindir de ella, pero la autoridad, que sabe del poco éxito de sus intenciones, prevé la amenaza delictiva que trae su fracaso. Quien se niega a aceptar un trabajo definido "digno de él" no recibe la ayuda social, recibe otra cosa: un lugar a la sombra, sin que necesite haber delinquido. Así el estado informa a sus ciudadanos que aún en los casos individuales de extrema necesidad, él no está para servirles, sino al revés, ellos para el provecho del poder público, procurándose el sustento, lo que sólo se consigue haciendo crecer el provecho de otros. Debido a que para el estado los gastos que ocasionan los asilos de pobres, orfanatos, etc., son excesivos, no se olvida de los sentimientos morales del público y dicta, para la ayuda social, el principio de los servicios escalonados. La ayuda social oficial gradúa sus bondades a los casos que no pueden ser atendidos por la "asistencia social privada": asociaciones de beneficencia que apelan a la moral de la gente que aún está en condiciones de trabajar, persiguiéndola día y noche, en la calle y en su domicilio, para sacarle dinero. El estado subsidia estas organizaciones de caridad, de manera que la bondad se independice de la compasión casual de los individuos. Fuera de la contemplación de la miseria en su inmediato alrededor todos se ven confrontados con la presentación organizada, en prospectos a todo color y en TV, de la indigencia. Así hay descreídos que creen que la iglesia sirve para algo, y usuarios que practican la solidaridad con los más pobres ahorrando asignaciones oficiales; de lo que el poder público toma nota con satisfacción, empleando el dinero ahorrando para fomentar el crecimiento de la propiedad privada.

5. Si no se puede negar que el estado hace algo para conservar a la clase trabajadora asalariada, menos se puede negar que lo que hace, a los ciudadanos que si no trabajan no viven, no les hace bien. Todas las asistencias sociales apuntan a inculcar a los que viven de un salario el arte poco envidiable de arreglárselas como puedan con las consecuencias de los servicios que prestan a la propiedad privada: aguantar, tanto los efectos del proceso directo de producción, como funcionalizar su vida privada a fin de conservarse apto como fuerza de trabajo. Entonces, el estado se enfrenta, a causa de sus actos libérrimos, con la pretensión de los trabajadores a su existencia, que no puede rechazar, ya que por último es la existencia de sus ciudadanos trabajadores la precondición para que rindan los útiles servicios que tanto le interesan al estado. Por lo que interviene dictando límites a la explotación, y como protector de la fuerza de mano de obra, allí donde su aprovechamiento acarrea su destrucción. La fijación por ley de la jornada laboral normal es la reacción del estado al impedimento total de la reproducción existencial de la clase obrera, generado por el libre juego de fuerzas en el mercado de trabajo. Porque todo trabajador asalariado para mejorar su condición trabaja más y entonces la oferta de trabajo siempre puede ser aprovechada por el empleador para hacer bajar el salario, la adorada libre concurrencia conduce inevitablemente a una jornada de trabajo cuya duración se hace inaguantable para los trabajadores, y cuya remuneración es insuficiente para su existencia. Con la reglamentación por ley de la jornada laboral el estado evita que los empresarios aprovechen la competencia entre los asalariados hasta el punto que el proceso laboral se convierta en una amenaza para la vida de quienes trabajan. Por supuesto que al estado no le interesa un pito eliminar las causas responsables de la situación de la clase obrera, como lo indican las mismas leyes que reglan la explotación industrial: "El beneficiario debe disponer y mantener los locales, las facilidades y los equipos que él provea para la realización de los trabajos, y regular las prestaciones a realizar bajo sus órdenes o dirección, de manera que la vida y la salud del prestatario estén protegidas, tanto como lo permita la naturaleza de los servicios". Estado social de los pies a la cabeza, toma como motivo la necesidad del trabajador de trabajar más de lo normal, para fijar los límites y dictar las condiciones bajo las cuales está permitido hacerlo.

Todas las medidas oficiales protectoras de la mano de obra, aplaudidas como el gran progreso del capitalismo, como prerrogativas de los asalariados, se ajustan a criterios superiores del estado burgués: las repercusiones destructivas del trabajo asalariado deben acabar allí donde, como quiera que sea, hacen imposible la reproducción existencial de las masas, donde representan el tan mentado "problema social", sin que traigan provecho alguno. Marx resumió así el sentido de las leyes que reglan la ruina implacable de los asalariados bajo el comando del capitalista, para que permanezcan utilizables para el capital: "qué podría caracterizar mejor al régimen capitalista que la necesidad de que el estado deba imponerle con la fuerza de la ley hasta las más simples disposiciones sobre higiene y salubridad". La protección del trabajo, que se extiende hasta "el respeto de las buenas costumbres y la decencia", los reglamentos sobre prevención de accidentes, los límites a la explotación de adolescentes y mujeres embarazadas, son las tristes concesiones a la dignidad humana que hace el estado, cuyos agentes saben es pisoteada sin parar sirviendo a la propiedad. Porque de la necesidad de frenar mediante la intervención estatal la ruina del trabajador en el proceso de producción surge, no sólo que los dueños de los medios de producción de propia voluntad no están dispuestos a aminorar las consecuencias perniciosas de su profesión, sino que además usan continuamente el poder que les da la propiedad para imponer sus fines contra los trabajadores que compiten entre sí.

Así se prueban todas las leyes que el estado promulga en defensa del trabajador contra los propietarios de medios productivos, como el complemento debido de las decisiones oficiales que aseguran el crecimiento de la propiedad, cuando obliga al propósito reconocido del lucro a realizarse según las formas que hacen posible los negocios de otros propietarios (b 5.). La pequeña diferencia de éstas últimas con las disposiciones que permiten la continuación de la competencia entre los trabajadores, reside en la naturaleza de lo que esta competencia amenaza, y que sin la intervención estatal se hunde. Porque si la competencia entre los capitalistas hace peligrar el usufructo productivo de la propiedad, y el estado limita la primera para proteger el segundo, la competencia entre los asalariados lleva a la destrucción de su fuerza de trabajo, que por la consiguiente inutilidad de la gente, es un problema para el estado. Y lo es porque los afectados, oferentes libres de su patrimonio de trabajo, dejan de apreciar una ocupación que han asumido para ganarse el sustento, si justamente lo imposibilita. Ellos se defienden de los efectos de la competencia, dentro de la cual están forzados a hacerse valer, uniéndose en la negación a trabajar para conseguir mejores condiciones de trabajo. Las mencionadas leyes de protección laboral, que fueron arrancadas al estado por la lucha de la clase obrera, una vez en vigor constituyen para la clase poseedora el punto de partida de toda clase de esfuerzos para resarcirse en lo que puedan de la así disminuida explotación de la mano de obra. Toda nueva fijación oficial de condiciones de trabajo, obtenida con la huelga, abre de nuevo la competencia entre los trabajadores, y así da la posibilidad a los capitalistas de cambiar a su favor la relación salario-rendimiento. Por eso la reacción defensiva de los trabajadores amenazados en su existencia hace parte del mecanismo normal de la sociedad burguesa. El estado, por incompatibilidad de los intereses del trabajo asalariado y el capital se ve confrontado con la lucha de clases, que siempre cuestiona su accionar social para la propiedad y el trabajo asalariado y perturba el funcionamiento de la sociedad. Ninguno de sus servicios oficiales para la propiedad y el trabajo hace realidad la paz social, porque cada medida del estado da al antagonismo, a quien debe su existencia, una nueva forma, y a la lucha de los asalariados, un nuevo motivo.

Entonces, el estado democrático, que no quiere prohibir las coaliciones obreras porque el aplastamiento despiadado de la lucha sindical le arrebata a la propiedad el medio de su crecimiento y hace de los trabajadores enemigos del estado, admite los conflictos sociales y reglamenta la lucha laboral por ley. La tolera y le pone límites. Los peligros que ella entraña para la propiedad privada el estado los conjura reconociendo justamente en el crecimiento de la propiedad esos límites. A los trabajadores el estado les garantiza la libertad de asociación con leyes que prescriben su uso debido. Las clases enemigas pasan a ser interlocutores sociales, y el estado les garantiza la autonomía para celebrar convenios colectivos de trabajo. La coacción a cerrar contratos mediante negociaciones, a una de las partes le da la posibilidad de aprovechar mejor de la competencia entre los trabajadores en la fábrica y en el mercado de trabajo, introduciendo modificaciones en el proceso productivo, y a la otra la compromete, durante la vigencia del acuerdo, a observar la paz social. Para que cada nuevo convenio colectivo, que fija las condiciones mínimas bajo las cuales los trabajadores están autorizados a venderse, no provoque huelgas, el estado hace de su aversión a las indeseables perturbaciones de los negocios leyes, que para los sindicatos reglan el derecho de huelga, y cuyo incumplimiento hace de la huelga un delito. Las huelgas deben estar socialmente justificadas, no deben apuntar a destruir al interlocutor social (mejor dicho a su propiedad) y deben tener en consideración los intereses de terceros, que siempre están involucrados. A veces el mismo estado se proclama "tercero" y entonces la situación económica de la Nación, o el orden democrático y social, son límites a las pretensiones de los trabajadores de cambiar a su favor la relación salario-rendimiento, y permiten, ya de antemano, hacer valer el interés de una remuneración pasable sólo condicionadamente. Mientras que los fanáticos de la libertad para firmar convenios laborales ven en ella las circunstancias paradisíacas de la no injerencia del poder público en los conflictos laborales, las leyes en la materia declaran en cada artículo que la tan famosa libertad no es sino la sumisión de la lucha sindical a la jurisprudencia, o sea que representa la injerencia del estado en la preexistente lucha de clases, cuya realización implica para los sindicatos una colección de deberes legales. (Su no cumplimiento tiene como consecuencia lo que los amantes del orden y los fascistas en cada huelga piden a gritos.) Los representantes sindicales no sólo están comprometidos a conducir las negociaciones salariales sin subterfugios y seriamente, sino que tampoco pueden responder ipso facto con la huelga a una propuesta patronal insatisfactoria. Ellos deben aceptar un arbitraje, en el que el mediador, armado con el punto de vista del interés general, realiza ofertas que insinúan lo que se puede tolerar. Recién cuando la mediación ha fracasado se permite recurrir a la huelga, para la cual sin embargo existe una nueva condición legal: el plebiscito, que debe arrojar una mayoría del 75% a favor de la interrupción de tareas. Lo que parece, desde el punto de vista de la coalición obrera, algo inocente: asegurarse la voluntad combativa de los trabajadores o confirmarla, es para el estado un recurso para aprovecharse de las diferencias entre los obreros en cuanto a su disposición combativa y a sus pretensiones, para dificultarles la lucha. Sólo si el sindicato logra realizar la unidad de sus miembros, permite el estado la ultima ratio, la suspensión del trabajo. Las negociaciones que se realizan durante la huelga también están bajo el arbitraje obligatorio, de tal modo que las posiciones, declaradas con ampulosidad y excitación, del capital, los sindicatos y el mediador, transforman enseguida los intereses diversos de los trabajadores en grados distintos de disposición al compromiso. El proceso arbitral, necesita además de la medida de lucha patronal, el lock-out, con el que los empresarios enfrentan a los trabajadores organizados contra los no organizados.

Todo lo anterior no impide a los demócratas entusiasmados por la autonomía sindical para firmar convenios, olvidar, con la renuncia del estado al arbitraje obligatorio, que éste con la obligación al arbitraje se ha dotado de una forma de intervención que hace de toda negociación de un convenio una forma de transar que protege y sirve a la propiedad. La misma definición de pasada de huelga salvaje, para toda lucha obrera realizada sin cumplir con el ritual vigilante del estado, no los arredra a los demócratas radicales en su propósito de reclamar un ordenado derecho de huelga. Tampoco advierten en los veredictos de los tribunales laborales sobre conflictos que toda reglamentación hecha por el estado tiene un carácter claro, ya que establece principios restrictivos que sólo valen para la parte obrera. Que en el lamento jurídico de una codificación insuficiente del derecho de huelga, yace la pura ansiedad de prohibiciones, es un pensamiento agobiador para quienes, ilusionados en el estado, descubren en la garantía de la autonomía sindical para firmar convenios la pasividad del poder público, siempre con alusiones a las desventajas de la legalización del movimiento sindical, en vez de atacar esa codificación de la lucha laboral, señalando que no es sino la compulsión al compromiso, al uso bien modesto de las armas combativas de la clase obrera. En los sindicatos europeos esta ilusión es tan fuerte y está tan desarrollada, que ellos se preocupan por participar de la organización estatal de la paz social y litigan por su cumplimiento con la parte patronal por una debida consideración del ciudadano trabajador. Hasta la misma lucha salarial la realizan como una lucha por el reconocimiento del sindicato, por el derecho a firmar convenios, por los derechos democráticos, etc., todo a costas de los trabajadores.

El estado al reglamentar la actividad sindical según las necesidades de los patrones, sometiéndola a su objetivo de mantener los antagonismos de clase, además de dificultar a las organizaciones obreras la ruptura de la paz social, abre para la propiedad privada la posibilidad de aprovechar en el período de duración de los convenios los compromisos, contraídos por lo general sin luchas. El sometimiento de los trabajadores al deber de respetar en paz lo pactado es una invitación directa a los empresarios para modificar las condiciones de trabajo, de tal forma que continuamente se generan en la producción motivos para una intervención combativa de los sindicatos. Los atentados del capital a los derechos de los obreros explicitados por convenio el estado los enfrenta con la ley sobre el régimen empresarial, donde se declara que el trabajador debe aguantar sin chistar la permanente perturbación de la tranquilidad fabril ocasionada por su patrón. La ley concede también el derecho de una representación laboral en fábrica, el consejo de empresa, que está comprometido a guardar la tranquilidad y al cumplimiento normal de las tareas. La institución del consejo de empresa, que debe ser escuchado, informado, y puede incoar acciones legales contra violaciones a las leyes laborales en la planta (las que por lo visto, abundan) y que también debe vigilar que los operarios no fumen, no beban y no procedan por su cuenta y beneficio en contra de los reglamentos de seguridad, carece sin embargo de poder decisorio, y exige de los trabajadores que de las injusticias sufridas en la fábrica no pasen a la lucha sindical, sino que sigan el camino legal de la instancia de quejas. El consejo de empresa es la renuncia institucionalizada a la presión sindical en el lugar de trabajo, que se le vende al asalariado con la ideología que por la eterna guerrilla cotidiana fabril habría una compensación legal.

Como el consejo de empresa es elegido por los miembros de la firma, para el sindicalista democrático y revisionista su calidad como representante de los intereses obreros está fuera de discusión, por lo que en vez de imponer en él algún interés obrero (lo que la institución, claro está, no prevé) candidatea con todo y agita a la gente para que apoye decididamente al consejo de empresa, si éste es democrático o revisionista. Lejos de usar los pocos recursos del consejo de empresa y mostrar que el resto de la institución no sirve para nada a los intereses obreros, refuerza la propaganda del enemigo de que luchar no vale la pena, y subraya la importancia de la institución con la comparación con consejos de empresa corruptos, en manos de la patronal, los cuales a su vez presentan sus obras como el producto de sus buenas relaciones con los patrones. Así ha sabido el estado social conducir, con la ley sobre el régimen empresarial, la controversia democrática en la producción sobre la mejor forma de hacer funcionar la explotación sin conflictos laborales, controversia en la que nada menos que los sindicatos juegan un rol de primera. El sueño sindical se llama coparticipación en la dirección de las empresas, su contracara patronal es la pesadilla fingida del estado sindical, y el llamado a la realidad los veredictos judiciales inequívocos sobre el tema.

d) Con sus medidas que garantizan la vida libre, y entonces restringida, de cada trabajador asalariado, el estado todavía no ha cumplido con sus deberes frente a las pretensiones legítimas de los ciudadanos a su reproducción existencial. Como la libertad de amar a quien se quiera podría hacerle olvidar al trabajador su triste vida cotidiana, el estado debe recordarle en la práctica que su deseo de amor y tener hijos debe subordinarse a su función para la sociedad; y como los niños deben primero que todo hacerse individuos capaces de competir para lo que es necesario criarlos, educarlos y mantenerlos, el estado somete el amor a las necesidades del autosostenimiento de sus ciudadanos, y obliga al hombre a asumir los costos de la esposa-madre y de los hijos, a la mujer a criar y educar los hijos y además a servir de ayudante a la reproducción existencial de su marido. A través de la regulación jurídica de la relación hombre-mujer, contradictoria con el principio burgués del usufructo, como una relación de reproducción basada en la división del trabajo, el estado se libera y libera a la propiedad privada de las cargas sociales que representan quienes no trabajan y vela por el provecho social del amor que le cuesta caro a la pareja. La institución de la familia burguesa, que en nada restringe a esas personas a quienes debe su nombre, completa para el pueblo trabajador la triste vida del asalariado con la hermosa alternativa de darse algunos gustos renunciando al amor y a los hijos (los solterones que no "conocieron" el amor), o demostrar su bondad compartiendo de por vida estrecheces crecientes, cumpliendo con los deberes hacia la familia.

Mediante el derecho conyugal el estado hace de la realización de los deseos sentimentales del individuo que amenazan la vida burguesa, el medio de la reproducción de la clase obrera. Esas leyes unen la libertad del amor con su reglamentación como relación conyugal y familiar duradera, que define prácticamente al hombre, la mujer y el niño como personas privadas con derechos y deberes, lo cual, al hacer de los sentimientos la base de un sistema de pretensiones y restricciones mutuas, los destruye. Por lo que hay bastantes que se casan recién cuando hay un hijo en camino. El estado permite la relación afectiva íntima entre hombre y mujer sólo si está de acuerdo a la definición jurídico-familiar de un contrato, el matrimonio, que transforma amor y fidelidad en el deber hacia "la unión conyugal" y al sustento, y que declara otras relaciones como pre y extra-matrimoniales; de las cuales también pueden desprenderse obligaciones. Fijando al hombre a ganar el pan, a la mujer a gobernar la casa, y entregándoles a ambos la patria potestad conjunta sobre los hijos, el estado procura que los integrantes de la familia, mediante sus restricciones recíprocas impuestas con y por amor, cumplan con las exigencias del mundo del trabajo que pocas consideraciones tiene para con ellos.

El niño, que se cuenta entre los gastos indispensables de la sociedad, está sometido a la arbitrariedad paterna y paga entonces su crianza y educación como persona independiente capaz de competir, con la dependencia directa durante años de los recursos y esperanzas de los padres, a quienes les resulta una carga, por lo que exigen de él obediencia y amor propio para hacerse valer en la competencia a fin de deshacerse pronto de él. Como también su libre voluntad no es libre hasta la mayoría de edad, cuanto más grande menos motivo tiene para practicar la esperada gratitud y el respeto hacia sus padres. La rebeldía y el impulso a irse de casa para independizarse (después de una infancia "protegida") pertenece a la juventud tanto como la rápida y obligada "sentada de cabeza" frente a la libertad de una vida independiente en la competencia que aparece como liberación de la tiranía de los padres, como la felicidad de poderse valer por sus propios medios. El hombre se procura, con una reducción de sus ingresos que ahora sí que no sólo a él no le alcanzan, una existencia hogareña incómoda junto a su trabajo, que en vez de darle descanso de las faenas cotidianas fuera de casa, lo enfrenta con las preocupaciones y necesidades de su mujer e hijos, que le exigen más que el sustento diario. Así la esfera familiar se convierte para él en una carga adicional, cuyas pocas comodidades se arruinan con las permanentes reclamaciones mutuas imposibles de contentar. Por lo que el hombre encuentra que en el bar mirando TV, y hasta en el trabajo, lo pasa mejor que en casa. La mujer mediante su "rol clave" como ama de casa, queda atada a una existencia al servicio del hombre y los hijos, y comprometida con tareas monótonas y cansadoras. Ella encuentra su función social, y con ello reconocimiento como ser humano, en su sacrificio personal por el bienestar de los miembros de la familia, en su lucha contra la sinrazón de los niños, en su preocupación cotidiana de darle con poco dinero, al marido que viene molido del trabajo, un fin de jornada descansado, e hijos que se porten bien, librándolo de los problemas hogareños, y manteniéndose siempre bien dispuesta y atractiva para satisfacer sus demandas al relax del amor.

Como lo miembros de la familia deben ocuparse y preocuparse unos de otros el estado alivia una vez más sus finanzas obligando a la familia a realizar aportes antes de que entren en vigor sus beneméritas medidas de protección y ayuda social para enfrentar los contratiempos de la vida laboral, que comprobadamente no escasean; con lo que pone en claro para qué sirve el fomento del ahorro familiar.

Con medidas adicionales el estado vigila para que el amor, hecho útil con el derecho conyugal y familiar para la reproducción de la clase obrera, no pierda su provecho. El aumento del costo de vida, frente a salarios que siempre se quedan atrás, el estado lo compensa con reducciones impositivas, que ahorra a los empresarios costos de mano de obra, y a través del aumento del consumo familiar, reintegra las contribuciones al fisco. La decisión familiar de afrontar los costos de los niños, el estado la fortalece con la desgravación por cargas familiares y con el salario familiar, poco generoso, dada la seguridad oficial en que la libertad del amor, a pesar de todas las incomodidades para sus participantes, conduce a nuevas generaciones de ciudadanos. Así premia el estado la obra de sus ciudadanos, sin librarlos de sus cargas. Con el fomento de la instrucción (becas) el estado completa su tarea social donde la dependencia de los hijos de los recursos familiares entorpece el hacerlos aprovechables, al imposibilitarles su formación profesional. Y como los trabajadores no tienen ni chalets con jardines, ni tiempo para ir a pasear al campo, el estado construye tristes lugares de recreo infantiles, donde se puede dejar que los pequeños jueguen.

Como tales ayudas no tienen ni el propósito ni el resultado de hacer más descansada y agradable la vida familiar, la familia obrera se debe mantener con el trabajo también de la mujer. Como sea, descuidando la familia y mal pagada, debe la mujer contribuir a sostener el hogar. De esa forma la institución familiar provee, a los empresarios de fuerza de trabajo barata y dócil, a los trabajadores de una competencia que tira abajo el precio de su trabajo, y a las mujeres trabajadoras las carga doblemente, con el trabajo afuera y en casa; si no quieren, por amor a sus hijos y a su familia, que a ésta le falte de todo. Las exigencia de la familia, debido a las cuales las mujeres salen a trabajar, se vuelven trabas constantes de su capacidad de trabajo, por lo que el estado completa la coacción destructiva de la familia con medidas que aminoran la carga de los hijos en favor de la utilidad económica de las mujeres, y mediante los costos adicionales en aumento, para la familia, de esa utilidad, impulsa la disposición forzosa de las mujeres de transformar todo su tiempo libre en tiempo de trabajo. El estado maneja el antagonismo de la vida laboral con el acto no lucrativo de tener hijos con leyes de protección de la madre, que permite a la madre dedicarse exclusivamente, no por largo tiempo, a su hijo y su marido sin perder el derecho al puesto de trabajo. Ese esfuerzo oficial para mantener disponible a las mujeres, el estado lo completa con normas que permiten el trabajo de la mujer sólo si puede probar que sus hijos están bien atendidos, y que se aplican sobre todo en épocas en que debido al excedente de fuerza de trabajo las mujeres están en paro y deben ser hechas útiles para la familia con el fin de ahorrarle al estado los costos del subsidio al desempleo; por lo que para el estado el oficio de ama de casa es una muy honorable profesión. Para hacer posible el trabajo de las mujeres en las épocas en que el capital lo necesita, y aún cuando se las precise en el hogar, el estado instala jardines de infancia, que hay que pagar, que se hacen cargo de las criaturas y las preparan para sus futuras tareas en la sociedad.

Como el estado con la familia ha institucionalizado nuevas cargas, o sea amenazas contra la unión sentimental que ayuda a soportarlas, se preocupa que los lados provechosos de la institución familiar queden intactos sin los sentimientos. El estado completa la libertad de la vida privada, el tormento mutuo institucionalizado, con asesorías matrimoniales y educativas, que en los medios de comunicación y en oficinas públicas aconsejan, de forma paralela a las actividades morales de la iglesia, cómo seguir tirando. El poder público también reglamenta la existencia de casas públicas, el ejercicio de la prostitución, cuyos placeres estimulan o reemplazan la vida familiar, como una profesión burguesa indecorosa. Para que el vínculo personal con sus obligaciones continúe, aun cuando haya cesado como relación sentimental, las leyes de divorcio hacen la separación dependiente de condiciones legales y financieras que encadenan a la gente de menores recursos, entre quienes la sujeción de la voluntad a romper los vínculos conyugales ya destruidos la pagan todos los miembros de la familia, cada cual a su modo. Si la coacción personal que los miembros de la familia ejercen sobre sí mismos degenera en violencia abierta sobre los pequeños, el estado, en los casos extremos, se siente obligado a intervenir sobre la patria potestad, y completa con su juzgado de menores la obra de abandono infantil iniciada en la familia. A quienes no legalizan sus hijos y quieren vivir con ellos, el estado les impone que deban proveer a su sustento con leyes sobre hijos legítimos e ilegítimos, y Hogares para madres solteras. A los niños sin padres ni parientes piadosos, el estado los castiga poniéndolos bajo la tutela de sus orfelinatos.

Para quienes no tienen por qué preocuparse por el sustento diario, la familia, como todas las instituciones del estado, no es ninguna carga sino una bendición. Los niños, garantía futura de la propiedad, no son un fardo para la madre: de ellos se encarga el personal doméstico y luego los internados los preparan desde temprano y con comodidad para los padres para la vida adulta. La mujer, dama de la casa, vive y se conduce como objeto de representación dentro y fuera de la mansión, el divorcio es un tema para el asesor impositivo y el consultor de inversiones, y los goces íntimos extra-familiares, por supuesto tolerados, acompañan el idilio conyugal provechoso y/o figuran como una partida de los gastos privados.

Cuando el estado hace de la relación entre los sexos su célula reproductora y le impone a los instrumentos de producción vivientes el deber de dedicar sus emociones humanas al mantenimiento de la raza, promueve con todo la destrucción del material humano, cuyo sometimiento a la propiedad privada, para que sea utilizado, él mismo sostiene. La institución familiar impide constantemente la regeneración del trabajador para el trabajo, hace la producción y crianza de potenciales trabajadores asalariados dependiente de la arbitrariedad y el pensamiento utilitario de los padres y dificulta el servicio femenino a la propiedad con la estrechez social del ama de casa atada a su hogar, que sin embargo no debe absorberla. Entonces la esfera familiar es objeto de la propaganda estatal para impulsar a los queridos ciudadanos a lo imposible de una conducta familiar y social justa; subrayando una u otra según las coyunturas. La triste realidad de las circunstancias familiares, la opresión de los niños por los padres y la explotación especifica impuesta a la mujer, una realidad que por estar basada en los sentimientos toma la forma del tormento personal, tiene su confirmación en la glorificación oficial y pública de los altos valores de la familia y de su importancia para la comunidad organizada. En el panegírico ideológico del amor maternal, el sermón sobre el sentido profundo del sacrificio por los seres queridos y la recomendación de vivir la vida plenamente entre los suyos, frente a un mundo despersonalizado y tecnificado, gente conservadora hace público su interés en el asentimiento alegre y en el sometimiento voluntario y servicial hacia la sociedad de los afectados por esas brutalidades; por lo que detrás de los himnos a la familia vienen los lamentos de que hoy en día ya no se la respeta y es una víctima del materialismo. También, con el apoyo activo de la iglesia, lanzan consignas de propaganda contra la creciente inmoralidad, la desproporcionada actividad laboral y profesional de madres y mujeres, la liberación de la enseñanza específica de varones y hembras, el divorcio y el aborto; y reclaman la salvación de las estructuras familiares autoritarias en las que descansa el estado, a costas de los miembros de la familia. No faltan en esta propaganda las alarmas que tanto las jubilaciones de generaciones futuras como los ejércitos peligran, porque nadie da hijos a la patria. Que en la sociedad burguesa existe el problema de la mujer, porque su obligado servicio específico reproductor la coloca en la competencia en contradicción con la competencia misma, lo prueban los propagandistas y agitadores oficiales de la mujer moderna y la familia moderna, que con la ideología del compañerismo, la igualdad de derechos y la emancipación femenina impulsan la doble carga de la mujer, en casa y en el trabajo, y propagan una subordinación mejor de la familia a los intereses sociales. Si de la celebración de la mujer se pasa a homenajear oficialmente al niño, la agitación sufre las modificaciones del caso.

Tales consignas encuentran un caldo de cultivo sólo entre quienes, más o menos libres de las preocupaciones directas existenciales, pueden esperar de la familia poco trabajo y mucha alegría. Parejas donde la mujer puede elegir dejar la aburrida vida de ama de casa, y el hombre siempre desea una compañera más "abierta y comprensiva", y que así van juntos por la vida, con escapadas sentimentales toleradas o fomentadas, los pertinentes dramas conyugales, con uno o dos chicos mimados, o si son muy cargantes, descuidados; como no sea que el aburrimiento acabe el desabrido disfrute en divorcio. Esta gente que con la destrucción de la familia se permite formas fáciles de ir tirando, para poder practicar la inmoralidad que pertenece a la familia como familia, compone el campo de reclutamiento del movimiento feminista. El feminismo enfrenta la cuestión de la mujer, su dependencia del hombre forzada por la relación sentimental hecha utilitaria, proclamando con la utilidad de la mujer como mujer, la emancipación de sus sentimientos de los que otra persona tiene de particular, y la inmoralidad en la satisfacción de los deseos y emociones como la liberación femenina; disculpando de paso al mundo del estado y el capital con la conversión de todos sus antagonismos en la oposición entre "pito y agujero". Los progresos del feminismo se pueden admirar en las tapas de sus revistas, donde se lucha por la igualdad de los sexos, en las tapas de las revistas y en las fuerzas armadas. Como el feminismo acaba de redescubrir el sentido último de ser mujer, la felicidad espontáneamente realizada de ser madre ha adquirido en las grandes democracias occidentales respetabilidad social y política.

Los revisionistas aquí se muestra como lo que son, y ubican la cuestión femenina en la lista inacabable de injusticias y desigualdades que aguardan su democratización. Semejante neutralismo frente a los intereses de los trabajadores lo completan con el himno a la familia proletaria solidaria (para lo que pueden reclamar a Federico Engels) y el lamento acusador de las malas costumbres de los ricos, que tanto se parece a la idea fascista de la salud del pueblo y la pureza de la raza. Así apoyan a su manera las ideas sobre la familia de quienes necesitan una porque no tienen otra cosa.

Porque como los trabajadores a más de servir a la propiedad, sostienen a la familia sometiéndose a sus exigencias, rompiéndose hasta entre sus propias cuatro paredes y la igualdad de derechos de la mujer obrera está realizada en su obligación de trabajar mal pagada y encima atender la casa, entonces estos hombres y mujeres para aguantar semejante abnegación también en el terreno de la moral deben rendir. Sueñan muy poco con la felicidad del amor que embellece el duro trajín cotidiano, y se preparan enseguida para una vida familiar de la que cada uno de acuerdo a sus tareas sólo puede esperar privaciones. Cuando pasa algún tiempo el hombre se da algunos pobres desquites, alguna mirada golosa a las hembras en la calle, los cuentos verdes en el bar; de su mujer reclama que sea trabajadora, limpia, ahorrativa, sin pretensiones y que esté siempre bien arreglada, todas virtudes que deben hacer la vida hogareña pasable para él; de sus hijos exige que no llamen la atención, que sirvan para algo, hasta que lo más pronto posible sean útiles. La mujer educada para ser madre acepta, por su familia, su destino, su doble ocupación, espera por su sentido del sacrificio el reconocimiento de su marido y sus hijos, y se distrae y consuela en los pocos minutos libres con TV y revistas. Pero como las virtudes son exigencias de la pobreza y no dan ni provecho ni contento, no pocos trabajadores revientan los pesos en el trago o en la casa de putas; no pocas trabajadoras descuidan la casa y los hijos, y no pocos hijos de trabajadores crean problemas dentro y fuera de la casa. Por eso, junto a las estadísticas de la criminalidad familiar y juvenil y a los programas de TV del estado y los curas sobre la familia y la juventud, para las canciones de moda que hacen ruido día y noche, en el mundo sólo hay amor.

e) El examen de las actividades con las que el estado de derecho realiza la libertad de los ciudadanos, todos iguales para él, aclaró ya el concepto del estado social. También se confirmó que como "social" que es, él tiene como contenido y propósito de su acción conservar y hacer funcionar la sociedad, no una sociedad cualquiera sino la sociedad que es la causa de su existencia, y cuyos miembros lo quieren, porque lo necesitan, y entonces lo dotan de una fuerza sobre ellos mismos.

Mientras el capitalista total ideal siempre regla la competencia entre los capitalistas de manera que éstos están básicamente conformes, cosa que agradecen quejándose eternamente, las actividades sociales del estado son instrumentos pacificadores, y como tales formas organizativas de la pobreza moderna. La complacencia con la que se publicita esa organización de la pobreza se presenta casi siempre como un descontento relativizado y frenado por la comparación con el antiguo capitalismo manchesteriano. Si, como en el caso de Alemania, la promulgación de las primeras leyes de previsión social fueron una medida colateral de las leyes de excepción contra los socialistas y de manera explícita buscaban socavar a la socialdemocracia, esto significa que el estado social no sólo tiene algo que ver con la lucha de clases sino también que sus concesiones son para él algo muy relativo. Desde el punto de vista de su mandato democrático fundamental (ver § 8) la actividad compensatoria oficial es para los estadistas algo básico pero que siempre está en función de la coyuntura económica. Que haya sin embargo ciudadanos que aparecen frente al estado con la pretensión de que él haga méritos generando otra sociedad no debe asombrar, una vez aclarado el estado. El ciudadano que depende del poder organizado real que aparece junto a la sociedad para imponerse en la competencia contra otros individuos, no sería un ciudadano si él no viera en la utilidad del estado para sus intereses la verdadera razón de ser y la tarea primera del poder público. Que las restricciones que el estado le impone como deberes, cuando concede derechos a otros, el ciudadano las condene como socialmente injustas y que a sus deseadas ventajas les la forma del ideal del estado social, es la consecuencia necesaria de su relación positiva hacia el estado como el medio favorable para su existencia social; por más que como medio jamás le sirva y le pruebe en la práctica que no es su medio. No le puede faltar a esa actitud del ciudadano la cobertura moral de su falsa conciencia: el ideal de la justicia social con la correspondiente convicción de que su provecho es el provecho de todos.


- Tales encontronazos del accionar estatal con su ideal o ideales mientras ocurren en la puja entre los partidos burgueses es fácil de probar que les vienen de perillas a los políticos que compiten por el gobierno: ya que cada uno de ellos, a su manera, se presenta como más efectivo que sus rivales en el ejercicio del poder para manejar los antagonismos del capital y el trabajo y los conflictos menores del mundo burgués. Los pleitos entre ellos sobre quién "hace más" por la gente, son por ver quién sabe embaucarla mejor. La cosa se presenta algo distinta para quienes tienen la realización del estado social como un asunto eminentemente explosivo para el sistema, y de esa idea confeccionan un programa para transformar radicalmente el capitalismo. Los esfuerzos de los revisionistas para hacer realidad la libertad, la igualdad y la justicia social, conservan en sus destinatarios la fusión de que el estado está para servirles, y niegan su carácter de garante de las relaciones de clase. Esta gente se agita y agita a las bases en luchas por derechos sociales que, o bien culminan en espantosas derrotas, o donde frente a estados débiles tienen éxito llevan al estado democrático-popular. La lucha por derechos se apoya en la señal de que ella funciona, y del uso de la fuerza por parte de la clase obrera que arranca concesiones al enemigo en el terreno de la existencia, deviene, no una historia de lucha de clases, sino la historia de la realización de ideales jurídicos. La ruindad particular de esta posición frente a la situación de la clase obrera, consiste en que festeja todo lo que ella debió conquistar luchando, y con el sello "obtenido con la lucha", hace de todo lo que el estado social hoy depara a los proletarios, sus ventajas.

- La traducción de esa crítica errónea del estado en el lenguaje del marxismo culto causa risa: enormes "dificultades" hay para explicar el estado como un estado de clase, que debidas a los errores interesados de la ciencia burguesa aparecen como dudas insalvables de la deducibilidad (explicabilidad) del estado clasista, dudas que han progresado tanto que hoy son ya mandamientos y prohibiciones de una teoría del estado. Uno quiere "descarrilar todo lo que se pueda la discusión marxista de la vía unilateral de la sedicente deducción correcta de los procesos económicos y los desarrollos políticos a partir de los movimientos del capital"; otro plantea, antes de no ocuparse del estado, esta profunda cuestión: "si el estado se concibe como el instrumento de la dominación de clase, ¿cómo se interpretan las medidas, que por intermedio del estado, o con su ayuda, han sido tomadas a favor de la clase obrera?", y agrega, "también este debate conducido bajo el título de 'el estado social', no está cerrado ni mucho menos". Habría que decirle a este buen hombre y a todos los que como él le inventan al estado funciones que no tiene y que por eso no descubren sus funciones, que se las ven en apuros con Marx y se perfeccionan en politología, que el debate sí ha terminado. Porque la discusión marxista sobre el estado, a pesar de las citas de Marx, no es más que politología crítica, como también forma parte de la discusión burguesa la cuestión de si el estado del siglo XIX todavía existe, o si con el aumento de las actividades del estado en los últimos cien años no se advierte un proceso profundo de cambio hacia un estado social. En todas estas consideraciones se ha juntado el desinterés teórico en el objeto de análisis con el interés práctico y real en él para amasar la bosta más reaccionaria desde la aparición del revisionismo. El colmo es la meditación de si frente a los servicios sociales del estado les queda alguna razón a los trabajadores para jugar su rol de sujeto revolucionario.

Vale la pena entonces resumir el concepto del estado social, la justicia social realizada, en las palabras de uno de sus grandes profetas, Martín Lutero, que ya sabía como van de la mano la igualdad y la libertad: "qué es la justicia, sino que cada uno dentro de su clase social cumpla con lo que debe cumplir".