Karl Held – Emilio Muñoz

El Estado democrático

Crítica de la soberanía burguesa

§ 1 § 3

§ 2
La soberanía. El pueblo.
Los derechos fundamentales.
La representación.

La voluntad de la dominación política se realiza en la soberanía del estado. El poder del estado emana del pueblo, refleja su voluntad política, que en tanto que poder se impone como el interés general contra los sujetos privados. En la Constitución se definen las relaciones entre los ciudadanos en la forma de preceptos válidos del uso de la fuerza estatal. Los derechos fundamentales declaran lo permitido para el estado y los ciudadanos, o sea definen los deberes, por cuyo cumplimiento velan representantes profesionales de la voluntad popular. La sociedad burguesa conserva sus antagonismos mediante la separación de sus miembros entre hombres y mujeres con derechos y servidores del pueblo comprometidos por ley al uso de la fuerza.

a) El estado soberano es una instancia separada e independiente de los ciudadanos que no se identifica con ningún interés particular, y que sólo es poder reconocido por todos porque su interés, el bien común, lo impone contra los sujetos privados. En tanto emplea su poder para que los medios económicos de los particulares sólo se apliquen según su interés en la persona y la propiedad, sirve a intereses que nacen de la libre disposición sobre la propiedad productiva. Según su contenido su soberanía es algo muy relativo.

El accionar estatal sin miramientos contra el individuo particular y su propiedad está en función de la propiedad privada, que el poder garantiza sólo mediante su irrestricta soberanía. La soberanía se conserva por la voluntad popular, y la voluntad general, con su contenido "estado", hace de los individuos de una sociedad un pueblo. Esa voluntad se manifiesta en la confirmación de las decisiones del estado. Si debe haber estado o no, no es motivo de consulta libre alguna, sino que es decidido por la fuerza. Todos quieren tener representantes, ya sean electos o nombrados directamente por las autoridades, que "en nombre del pueblo" actúen soberanamente.

b) La protección frente a los excesos violentos de los sujetos privados es, como precepto de la soberanía del estado, un acto de su competencia exclusiva.

Los derechos fundamentales codifican la relación negativa entre los sujetos privados competidores, en la forma de derechos y deberes hacia el poder político. Sólo en la medida que asuman sus deberes frente al estado, éste les garantiza el derecho de ser personas privadas libres. El estado es entonces un medio de la sociedad, a la que somete bajo su soberanía exhortándola con los derechos fundamentales a un ejercicio, positivo para él, de las libertades. Los derechos fundamentales decretan restricciones generales vigentes. En la forma de una confirmación de todo lo que se le permite el ciudadano se entera de todo lo que se le prohíbe y cómo el estado procede con él. Así cada derecho fundamental, en su formulación, encierra sus condiciones. El ejercicio de los derechos debe contar de continuo con una intervención del poder público, sobre todo cuanto más el derecho ejercitado afecte la relación estado-ciudadano. Los derechos fuerzan –Hegel ya lo sabía y después lo transformó en una celebración del estado–. La ecuación derecho = deber significa que el estado emplea su poder para que todos los vínculos del ciudadano cumplan con preceptos estatales. Los derechos fundamentales se llaman también derechos humanos (para distinguirlos de los derechos animales y vegetales) según la idea que corresponden a la naturaleza del hombre. La "naturaleza" que reclama hacer del ser humano un hombre con derechos es el mundo de la competencia, en el que la propiedad barre con el respeto mutuo entre los hombres. La definición positiva del hombre en la que, de conformidad con el estado, se le educa, tiene un contenido negativo: el poder del estado vela por la competencia y la urbanidad.

c) Cuando los servidores del estado, desde el estadista hasta el último funcionario, ejercen su autoridad, representan junto a la sociedad el interés general que en ella no existe. Ellos actúan por los sujetos privados, en tanto proceden en su contra. Y se caracterizan por su irrespetuosidad propia de su buena conciencia de ser, como representantes del poder, los ejecutores de la voluntad del pueblo. Los deseos individuales de los miembros del pueblo, en cuyo nombre actúan, les parecen impedimentos injustificables de su autoridad porque la soberanía del estado coincide con imponérsela a todos los individuos.

Por otro lado la obra pública de los representantes políticos no siempre se sobreentiende, porque también ellos tienen intereses individuales, y el cargo ofrece algunas tentaciones. Las colisiones inevitables entre el interés público y el privado en la persona de los agentes del estado, hacen que estos sujetos estén a cubierto contra los riesgos de la competencia por el poder, pero también son el motivo para utilizar el cargo público en beneficio personal: arribismo, enriquecimiento lícito e ilícito.

Esos personajes, que han hecho de la autoridad la parte íntima de su ser, y que entonces deben saber muy bien por qué una posición crítica frente al estado es incompatible con el ejercicio debido de un cargo público cualquiera, inventaron la inhabilitación para la función pública. Servir al estado no es una profesión como cualquier otra.

d) La lucha por imponer el estado soberano fue por acabar con la fusión del poder político con la iglesia, la nobleza y la propiedad de la tierra, y someter a toda la sociedad bajo su poder. Sus decisiones se liberaron de intereses particulares (también de aquellos situados fuera de su territorio) y sólo frente a sus ciudadanos, pero frente a todos ellos quedó obligado el estado, y viceversa. Entonces el combate por el reconocimiento de la propiedad y la persona tuvo la forma de una liberación del viejo estado de sus viejas dependencias. En nombre de la soberanía popular las partes no reconocidas de la sociedad exigieron su participación en el poder político reclamando que todos los organismos decisorios del estado representasen los derechos fundamentales de los regidos, lo que los viejos poderes soberanos no cumplían. Su eliminación y la declaración de los derechos humanos fue el punto de partida del ejercicio de un poder público en manos de representantes del pueblo. Aquellos que impusieron los intereses contra el viejo estado se hicieron representantes de esos intereses, y desde ese momento ni actuaron ni hablaron más según los anhelos de sus bases, sino que los restringieron con todos los medios del arte de gobernar. Para muchos combatientes resultó más de un revolucionario burgués, después de la victoria, un traidor.

e) Para la razón práctica del ciudadano, la inevitabilidad de su sometimiento bajo la soberanía estatal, constituye el punto de partida de esperanzas y desilusiones. Él mismo se siente continuamente obligado por demás, mientras que en los otros ve sólo derechos y se queja de la debilidad inquietante de sus representantes, a quienes sino, a veces, imputa abuso de poder. Para arreglárselas con su obligación hacia los derechos fundamentales, el ciudadano polemiza con permanencia crítica acerca de la dimensión de los poderes restrictivos del estado sobre los demás ciudadanos que ejercen sus derechos. Como su interés en la dominación política es desilusionado con frecuencia, él se desarrolla como examinador de la calidad conductiva y la capacidad para inspirar confianza de sus representantes, cualidades políticas a las que el enojo por su propio deficiente ir tirando transforma en causa del mismo. El reclamo del ciudadano por una representación del estado como es debida no tiene nada que ver con una rebeldía. Tal reclamo, el ciudadano lo completa con su juicio que el uso del poder para el prestigio personal es comprensible y legítimo si sirve al estado. La opinión pública también se tranquiliza frente a las brutalidades del ejercicio del poder con la frase vil: "la política es sucia", y las inquietudes sobre los daños a la reputación del estado en los llamados escándalos públicos desaparecen súbitamente con el recambio de las figuras implicadas. (Watergate)

Los propagandistas de una dominación política que marche bien, los politólogos, consideran la relación estado-ciudadano de una manera estrictamente funcional. En la soberanía del pueblo les agrada la economía en el uso de la fuerza, la estabilidad de un poder político basado en el asentimiento. En su deducción de la representación a partir del espacio, el número y el grado de madurez política ciudadana, honran el ideal de una voluntad popular que existe en representantes y representados como responsabilidad común. En su panegírico de los derechos fundamentales van siempre, y apurados, de la maravillosa posibilidad de ser un ciudadano libre a la necesidad de usar correctamente la libertad. Toda aclaración que hacen de los derechos, calcula hasta dónde debe ser permitido el "aprovecharse" de la constitución. Por otro lado, el trato diferente que estados extranjeros dan a sus ciudadanos se despacha con que violan los derechos humanos. El "arma de los derechos humanos" pega fuerte, sobre todo a los estados comunistas, porque adorna de lo lindo, con moral, su acorralamiento implacable por parte del imperialismo.

Los fanáticos de izquierda de la verdadera voluntad popular aplican con la misma arma golpes terribles en la otra dirección. Todo el año reclaman más derechos para los obreros y campesinos, porque no quieren privarlos de la alegría de ser una sola masa armónica con su poder político. Para esta gente lo malo del poder estatal es que, bajo la influencia y presión de los monopolios, no puede ser un legitimo representante del pueblo, en otras manos, las correctas, estaría nuevamente en condiciones de cumplir con sus deberes.

Los críticos fascistas de la democracia también quieren hacer la relación estado-ciudadano más íntima. En lugar del poder soberano que pone su capacidad al servicio de la competencia, debe haber un poder que organice la competencia como un servicio al estado. En la libertad del interés privado, regulado y reconocido por el poder público, los fascistas advierten una debilidad del estado. Los derechos fundamentales los ven como maneas del poder político, no como sus medios, y los funcionarios democráticos son para ellos figuras endebles, sujetos acabados, caricaturas del verdadero espíritu de la raza y del pueblo, porque no hacen de la voluntad del ciudadano, separada y liberada de sus motivos –las pretensiones de la competencia– el motor de la política. ¡El hombre privado debe anularse en ciudadano al servicio de la nación!