Karl Held – Emilio Muñoz

Perestroika

Moral, en vez de socialismo

I. III.

II. Glasnost y perestroika: una campaña de rearme moral, en vez de una crítica materialista del sistema.

1. La reestructuración económica

Hoy por hoy el PCUS está seriamente disgustado con los resultados de su propio sistema económico. El partido advierte que los intereses materiales de la socie­dad no son debidamente satisfechos y desea aumentar la productividad para que las cosas mejoren. Acomete con tal fin una reestructuración económica que no tiene nada que ver con un plan comunista que con sensatez proyecta tanto las tareas necesarias a cumplir como la adquisición y el empleo de los materiales y los medios de producción para aliviar el trabajo. El partido “reorganiza” los debe­res contradictorios que ha impuesto como finalidades económicas a sus empresas y a los trabajadores, y recla­ma una circulación más ágil de valores de cambio como el medio para que la producción y distribución de valores de uso, de por sí, mejoren. El mismo partido que en 1917, sobre la sexta parte del globo abolió la propiedad privada, precisamente la razón de ser y la finalidad del dominio de la ganancia sobre la producción social, pos­trado hoy ante el fetiche “ganancia”, identifica rentabili­dad con más productos y menos volumen de trabajo.Con una fe porfiada en la “ley del valor”, que Marx criticó como ley de la explotación asalariada en el capita­lismo, el PCUS actúa como si el fundador del comunis­mo hubiese recomendado a los comunistas tomar el po­der para perfeccionarla y aplicarla mejor.

Así, el PCUS “reestructura” sus palancas económicas anticomunistas: con sus errores.

El partido presenta ante la opinión pública soviética abundantes y aplastantes pruebas de la necesidad de rees­tructurar la economía. Señala el abastecimiento deficitario de la población y de las empresas debido a la escasez de bienes o al que su mala calidad los hace inconsumibles o inutilizables; anota el despilfarro de material en la elabo­ración de los productos, que a su vez se deterioran en los almacenes o en el transporte; detecta la existencia de excelentes innovaciones tecnológicas para mejorar los pro­cesos de fabricación y la calidad de los productos, que simplemente no se ponen en práctica; y concluye que todo eso no tiene por qué ser así.

Pero ni bien se trata de cambiar las cosas el PCUS convierte los graves percances que él mismo acaba de señalar en problemas complejos. La soltura con la que el partido se refería a disparates manifiestos en su economía, como si bastase un poco de buena voluntad y sentido común para ponerles fin, era mentira.

Plantado frente a su realidad planificada el PCUS, muy circunspecto, sostiene que es una grave dificultad el averiguar lo que le hace falta a la gente y a las empresas, y una gravísima lo es el dirigir la producción para que de todo lo necesario haya lo suficiente. Y algo de razón tiene porque no intenta ni una cosa ni la otra cuando implanta sus medidas para armonizar “cada vez mejor” las necesida­des y la producción.

En vez de hacer un recuento de lo que hace falta e impartir las instrucciones para suplirlo, el partido se pasa emparchando un “mecanismo económico” que, casi por sí mismo, define las necesidades, encauza la producción, ase­gura el abastecimiento, fomenta las innovaciones y efectiviza el empleo de la mano de obra, en suma, todo lo arregla para bien. Por supuesto que en la realidad “el mecanismo” es sólo una imagen, ya que los planificadores y los directores de empresa deben usar la mollera y la voluntad de cumplir con unos rendimientos prescritos. Pero al partido le parece evidentemente que caería en el más completo desamparo si se limitara puramente a hacer de las necesidades instrucciones y a introducir los mejores métodos de producción. Sus voces de mando hacia la economía tienen otro y mucho más “amplio” significado: indicadores, normativas, sistemas de cálculo económico, etc., que si se cumplen como es debido funcionan justamen­te como un mecanismo de relojería, que llevado por su propia lógica logra un resultado productivo óptimo, sin que ninguno de los participantes se lo haya propuesto como fin expreso.

El principio rector de este sistema de órdenes que aspira por su carácter indirecto a la eficacia es la idea de una circulación monetaria, que a través de la compra y venta de bienes dotados de precios hábilmente estipulados, lleva a los productos allí donde se los necesita, y de paso genera unos excedentes financieros que a la dirección del plan le norma a su vez las perspectivas de la planificación.

¡Qué extraño mecanismo es éste! Se sabe que el PCUS hizo la revolución para suprimir la autocracia de los Romanov y también la del dinero, la forma contundente y acuñada de la propiedad privada, y que las razones que tuvo para hacerla no eran malas, pues las leyes de la circulación y el crecimiento del dinero que empobrecen al obrero y agigantan a la explotación son el producto genui­no y desagradable del sistema capitalista, que el PCUS se propuso abolir y abolió. Cuando lo hizo no se dejó impresionar por el hecho de que la “distribución” de los bienes en el capitalismo es tan sólo el efecto final de la circulación del dinero, una distribución justamente muy oportuna para que surja y se reproduzca tanto la riqueza como la pobreza.

Pero el PCUS –ahí están los resultados de una ges­tión económica que señalan las consecuencias de su error anticomunista– no ha querido volverse contra el dominio del dinero sobre la producción social, sino tan sólo contra los efectos nocivos y que consideraba injustos de tal domi­nación. El partido expropió la propiedad privada capita­lista y con ello derogó las leyes capitalistas reales de la circulación monetaria, pero con el plan de volver a entro­nizarlas sin propiedad privada y sin sus efectos injustos. Las consecuencias de tal proceder no pueden ser más enrevesadas.

En primer término existe la voluntad oficial de lograr una justa distribución de los productos, luego se fijan los precios que corresponden, con ellos deben manejarse las empresas, que ya no operan más como órganos del creci­miento del patrimonio privado, sino como centros produc­tores de propiedad estatal, pero que realizan beneficios como si del lucro se tratara. Sin embargo, el deber que el estado les impone a las empresas de realizar utilidades, no se debe cumplir a costas de nadie: ni a costas de los trabajadores, ni de los consumidores, ni de los proveedo­res, ni de los clientes, ni de otras empresas que fabriquen productos similares, y el provecho lo debe obtener el estado recolectando sumas de dinero cada vez mayores con las cuales ampliar la producción. Vuelven a generarse así todos los instrumentos del capitalismo, pero no como los medios apropiados de la acumulación de capital, sino como formas sumamente incómodas de atender al pueblo, aunque útiles como herramientas de dominio del estado sobre la producción de la riqueza social.

Sin duda que también así se puede administrar, pero ¡a qué precio! Porque el PCUS utiliza la conquista revolu­cionaria que tan caro le costó, la libertad para planear la producción, nada menos que para establecer un sistema que opera con los “condicionantes” de la rentabilidad económica de valores de cambio. “Condicionantes” por otra parte ficticios como tales, ya que en ellos no actúa ningún “mecanismo” social de explotación y de acumula­ción de riqueza en manos privadas, y sí, en cada precio, norma y prima la voluntad del partido para dar vuelta así las cosas.

Las órdenes que entonces el partido imparte al pueblo productor adoptan formas sumamente irracionales que encima recuerdan aquéllas que siempre han servido al enemigo de clase. Pues en el capitalismo, por supuesto sin que el estado “lo norme”, las leyes del salario, el precio y la ganancia actúan sobre los productores como coacción materializada, “objetiva”, del sistema.

Hay entonces indicios que a los comunistas soviéticos, fuera de todas las injusticias sociales, una cosa les gusta del capitalismo. Esto es: la existencia de una riqueza abs­tracta, cifrada en contundentes sumas que crecen casi automáticamente, y separada del trabajador. Esa “conquis­ta” del capitalismo el PCUS no la niega, la quiere adminis­trar estatizada. El partido quiere garantizarle al estado una riqueza que como no aparece de entrada en la forma de bienes que cubren necesidades sociales, sino como exce­dente financiero monopolizado, está, “natural y objetiva­mente” a disposición exclusiva del estado. Parece como si el partido intentase con todas sus fuerzas colocar al estado en la función económica de explotador general real de toda la sociedad, haciendo trizas sus propios ideales de una democratización económica donde el trabajador decida sobre el producto del trabajo social.

Más grave que todo lo anterior es para el PCUS el hecho que los singulares mecanismos económicos que ha creado presentan deficiencias muy serias para los mismos encargados de manejarlos. La confianza depositada en que las prescripciones dictadas surtan los efectos debidos tanto los engaña que luego, para que tan siquiera arrojen resul­tado alguno, deben recurrir en todas partes a los “estímu­los”. Medida por cierto ridícula en el capitalismo, “la escuela” donde los planificadores, de reojo, tanto han copiado para su instrumentario económico, y que además reconoce lo bien arreglado que está todo para que los productores no sean los beneficiarios directos de los esfuer­zos de su propio trabajo.

Las empresas entonces, que ya no son medios para el interés del enriquecimiento capitalista, se manejan con un sistema de “alicientes” para la dirección y el personal, como si fueran sujetos económicos y con un interés propio artificial en obtener ganancias, pero no a costas de nadie, sino en beneficio del todo planificado. El partido les impo­ne al respecto una gestión contable, un “sistema de cálculo económico” que desmiente su propio ideal de una acumu­lación eficaz, sin que le importe que las magnitudes finan­cieras con las que esa gestión opera tendrían sentido y validez reales sólo si reflejasen los efectos de una verdade­ra competencia capitalista, mientras que como normativas e indicadores contrarían simplemente todo tipo de cálculo propicio. El estado demanda constantemente producir más, pero las directrices sobre los costos exigen economizar en el empleo de los medios de producción y en los materiales. Al mismo tiempo debe ser un objetivo permanente mejo­rar y reestructurar la producción cumpliendo con los índi­ces que el plan determina para el aumento de la producti­vidad. Hay que abaratar los productos, mejorar su calidad y simultáneamente realizar los índices de beneficios y redu­cir los costos. El plan manda producir cada vez más y mejor con menos recursos, como si éstos no aumentaran con el desarrollo de la producción.

El carácter contradictorio de las órdenes impartidas a la producción conduce necesariamente a que las empresas maniobren, cumpliendo con aquellas normativas más favo­rables y eludiendo otras, para mostrarse “eficaces” allí donde les parece que vale la pena. Los efectos perniciosos de tal actividad empresarial no se hacen rogar. Por ejemplo, para garantizar el cumplimiento de las metas de produc­ción asignadas se suelen acopiar en cantidades despropor­cionadas medios de producción y fuerza de trabajo, que luego quedan sin utilizar o faltan en otra parte; o se cumple con la norma de economizar materia prima a costas de la calidad del producto; se evita introducir nue­vos procesos de elaboración que ahorran material porque traen consigo un aumento de los costos que suponen riesgos contables; a la calidad mejor de un artículo, que se premia con ciertos aumentos de precios, se la obtiene con modificaciones insignificantes del producto, sin acometer el riesgo de una nueva construcción y una reorganización de la producción que colocaría a la empresa, según la relación dada costos-excedente, en una situación financie­ra precaria. El partido cataloga estos hechos como “fenó­menos negativos”, e imagina “palancas” que pongan en orden las cosas, cuyo ideal funcionamiento es precisamen­te cumplir con la totalidad de las prescripciones adminis­trativas estatales.

Década tras década el PCUS vuelve a reformar su economía, y se niega sistemáticamente a reconocer la irra­cionalidad intencionada de su sistema de planeamiento y gestión como la causa de la persistente escasez, que hace sufrir al pueblo y malcontenta al partido mismo.

La perestroika de Gorbachov no se aparta de esta línea general. El partido, como siempre tratando de dar con la empresa socialista que per se satisfaga todas las aspiraciones estatales, se dirige ahora a las empresas para decretarles que actúen más por su propia cuenta. Y para exigirles mayor “rentabilidad” en la gestión económica como medio para aumentar la productividad del trabajo. Un plan que de capitalista no tiene nada, porque la famo­sa “rentabilidad” no es nada más que una magnitud ideal de la planificación, y de comunista menos, porque el pla­neamiento obedece a la rentabilidad, el “indicador” que fuertemente provisto de estímulos debe despertar el “inte­rés material” de la gerencia y el personal de las empresas. El PCUS así empuja nuevamente a su pueblo al absurdo ajetreo de tratar de arrancarles a los mecanismos automá­ticos y prescritos de la gestión económica una producción y distribución pasable de bienes. Con tal propósito el partido pone en circulación ideologías que avergüenzan a todo comunista. Imbéciles máximas de la teoría económi­ca de la empresa, que quieren hacer creer a la humanidad que sin el “afán de lucro” no hay zapato que no duela ni clavo que salga derecho, obtienen ante la opinión pública soviética la aprobación oficial del partido. La insistencia con que se alude a “lo propio” de las empresas recuerda la perorata occidental de la “iniciativa privada”, para la que el lucro surge simplemente del afán. Aunque el “rendimien­to”, la materialización de la plusvalía, que logra en el capitalismo un individuo con la cualidad empresarial necesaria de saber aprovecharse de la “presión sorda” de las condiciones económicas sobre una mayoría sin propiedad para someterla a servir a la propiedad ajena, sea muy difícil de reproducir en una normativa económica socialis­ta. También se alaba la virtud capitalista en “reducir los costos” como garantía de la eficiencia en general, como si del economizar surgiera la abundancia y como si el cálculo capitalista de costes no tuviera su base en el excedente, que justifica cualquier coste, sobre todo el derivado del uso abundante y a todo vapor de la mano de obra barata.

En cuanto al “mercado”, ciertos economistas soviéticos lo celebran como un maravilloso tinglado que basta que aparezca una necesidad y ya la satisface, como si la com­petencia por cubrir necesidades solventes no tuviese su atractivo en que la insolvencia de toda una clase social, la asalariada, condena a ciertas necesidades esperar toda una vida para ser satisfechas. Se recomienda en consecuencia recurrir a los métodos de la economía de mercado para armonizar la producción con los deseos de los consumido­res, como si el saber dónde y qué es lo que hace falta fuese para la dirección del plan una tarea imposible y una cosa fácil para empresas interesadas por el estado en la rentabi­lidad. Por último en el debate sobre la reforma económica se ha descubierto que “la competencia” es una coacción saludable para los colectivos laborales, que los impulsará a obtener rendimientos imposibles de lograr hasta el pre­sente. La nueva “arma económica”, que al igual que las anteriores también ha sido tomada prestada del arsenal ideológico del capitalismo, expresa la necesidad moral que la dirección y el personal de las empresas se esfuercen en rendir más y en administrar mejor. Estos ideólogos no ven a la competencia como hecho económico, como la puja por una demanda solvente limitada que genera necesaria­mente también perdedores, sino como un precepto educa­tivo, y consecuentemente imaginan ciertos efectos de la competencia capitalista tales como el cierre de fábricas, como una nueva y hábil “palanca” de la gestión económi­ca. Sin embargo, en una economía como la soviética don­de tanto hacen falta medios de producción como mano de obra, la palanca no es el gran recurso de presión moral que se imaginan, como tampoco lo son los anhelados parados, que el sistema soviético no produce, y que son tan apreciados teóricamente por la notable fe que ellos ejercen una influencia positiva sobre la voluntad de rendir de quienes trabajan. En medio del debate pasa completamente desapercibido el hecho que las ganas de trabajar, por más grandes que sean, para convertirse en productivi­dad necesitan con que hacerlo, una omisión por otro lado explicable, si se observa que la discusión pública es tan sólo la superestructura ideológica de la reforma económi­ca. Porque valerse ideológicamente, debido al brillante rendimiento productivo, de la figura artificial y arquetípica del “empresario”, o de una providencia bicéfala dotada de poderes materialistas llamada mercado-competencia, es una cosa, y otra muy distinta es dar vida a esos engendros moralizantes en las empresas socialistas, a fuerza de índi­ces y normativas.

En realidad lo que el partido hace es continuar modi­ficando las pautas directivas de su sistema de cálculo económico y del reparto de las utilidades. Por un lado las normativas deben simplificarse y reducirse, para que las empresas rindan y actúen más por “su cuenta”, pero por el otro el partido mismo no confía plenamente en su receta. Gorbachov, en la reunión plenaria del CC que aprobó los lincamientos para la reforma económica, declaraba lo si­guiente: “El problema de un sistema de indicadores que sirva como relación entre la dirección económica central y la autonomía de las empresas no ha sido resuelto todavía”. Lo que sí ha quedado resuelto con esta declaración es que el PCUS persiste en el error de querer seguir siendo mate­rialmente útil a su pueblo sin introducir una economía planificada. Porque una “relación” entre la dirección eco­nómica central y las empresas es un “problema” sólo si las directivas no resultan de una planificación en beneficio directo de los productores, es decir, si no pueden confiar en sus propios intereses para que sean cumplidas. Si el partido en el poder además cree que sólo puede hacer bien al pueblo presionándolo a trabajar con provecho, el pro­blema sigue firme, y si como medio de presión, imitando los métodos capitalistas de administrar, impone un “cuenta propia” empresarial inventado, y encima no está confor­me con los resultados, entonces ya tenemos al problema transformado en “la búsqueda de una relación óptima”, es decir, en un mandato económico-moral de nunca acabar.

2. La campaña antiburocrática

El PCUS se refiere al materialismo insatisfecho de las masas populares como motivo para efectuar cambios sociales que califica de “fundamentales y revolucionarios”, y que lo serían si se tratara realmente del libre materialis­mo de la humanidad trabajadora. Pero no es así. Porque el PCUS más bien especula con el deseo de mejorar las cosas de gente que ha aprendido a saber cómo arreglár­selas dentro del sistema de “condicionantes” estatales, abogando por una reforma que pide básicamente a todos, cada uno en su lugar, más “flexibilidad” para impulsar así la economía. A la gran traba el partido la bautiza “burocracia” y contra ella emprende una campaña con la pura intención práctica que nadie pueda desentenderse, remitiéndose inocentemente a las instrucciones, si sus esfuerzos no dan los resultados previstos. El partido apun­ta su crítica contra “el burocratismo en todos nosotros”, permite y alienta las expresiones de descontento popular con el cálculo egoísta de valerse de la moral de las masas como la fuerza productiva social más potente y efectiva.

El PCUS ha iniciado una campaña contra la burocra­cia que él mismo creó para que ejerciese las funciones de la dirección y de la planificación de la economía.

Esa burocracia es criticable por lo que hace. Ella, para hacer cumplir el plan, lleva el papeleo burocrático que necesariamente surge de las normativas contradictorias y “materialmente interesadas” del sistema de cálculo econó­mico. Pero al partido eso no le hace, y adopta el punto de vista económicamente huero que ya el simple hecho de fijar muchas metas al planeamiento es conspirar contra el funcionamiento apropiado del aparato planificador. “Se administra demasiado”, reprocha el partido, tanto que luego nadie se atiene a las instrucciones impartidas. Así alimenta la sospecha, burguesa y pueril, que los formula­rios mismos serían el freno para el sistema económico socialista, en sí mucho más dinámico.

Esta tontería teórica tiene la ventaja práctica –por algo será que circula– que las “propuestas concretas de rectificación” enseguida aparecen. El mensaje que el parti­do dirige al pueblo es que no espere directiva alguna, que actúe allí donde sea necesario. Este llamado no es tan abstracto como suena –sí lo sería en una economía libre de mercado, donde a la mayoría asalariada le podrá faltar dinero para vivir, pero nada más, ni menos gente que la atienda: patrones que dan trabajo, políticos que dan liber­tad y sindicalistas que dan justicia social–. Mediante él se aviva el fuerte anhelo de superar la cotidiana escasez poniéndose inmediatamente en campaña a la búsqueda de la negligencia más próxima. Y tanto el hombre como la mujer soviética no necesitan buscar mucho. Ya que un fenómeno muy propio del sistema de estimular con mil maneras complicadas el egoísmo, es que habiendo por todas partes personas muy cumplidoras con lo que se les ha ordenado, ello no está en una relación razonable con los efectos económicos útiles, que el plan justamente pres­cribe alcanzar indirectamente, manejándose con valores de cambio. Resulta entonces muy fácil, frente a cada uno de estos “fenómenos”, ante cada cosa que escasea o que no funciona, apelar al sentido común utilitario-económico para censurar agriamente como un desatino completo algo que el sistema de planeamiento y dirección de la economía creado por el PCUS considera como un complejo proble­ma de la relación dinero-mercancía y del cálculo económi­co de las empresas.

Es una muestra de cinismo que el compañero Gorbachov, agitando el libro rojo de quejas, una institución desde que existe el socialismo real, se ponga a la cabeza de los reclamos con frases como éstas: “Nuestras sondas espa­ciales son asombrosamente precisas cuando se trata de encontrar al cometa Halley... mientras el más simple de nuestros aparatos domésticos presenta defectos realmente molestos”. Porque si fuese sincero, como hombre inteligen­te, tendría que decidirse de una buena vez: se pone de parte de las necesidades y del interés en satisfacerlas ópti­mamente, o del dirigismo económico mediante valores. Pero el PCUS desdeña en absoluto esa alternativa. Desea compensar las fallas que el sistema genera a cada paso, movilizando a los hombres y mujeres soviéticos para que actúen contra ellas. Por eso da razón a todas las quejas, y más aún, le hace un deber al pueblo el reclamar. Luego les manda de vuelta a quienes reclamaron, o peor aún a quienes ni siquiera abrieron la boca, el paquete de proble­mas con el encargo de solucionarlos a la brevedad.

Por supuesto que el partido, después de setenta años de experiencia, conoce al dedillo las tretas del sistema de reclamaciones, de manera que cuando las hace suyas sabe entonces muy bien a qué atenerse. Como se ve, la idea de Gorbachov no tiene nada de original. Y además ocurre que todo el mundo tiene a la razón de su parte cuando censura una anomalía concreta, pero también tiene una normativa, o un reglamento o un estímulo que le impide ponerle fin por su cuenta y riesgo. Si todo funciona en base a instrucciones y reglamentos es natural que sean ellos mismos los estorbos, salvo que exista una negligencia criminal en el cumplimiento de los deberes. Esto le puede costar hasta el pellejo al responsable; un final que no aclara para nada qué clase de deberes son esos, tan frágiles.

Pero actualmente al partido no le basta con el cabeza de turco tradicional, y proclama a “la burocracia” como cabezota de turco general para que nadie pueda argumen­tar refugiándose en los reglamentos. También da entrada al lamento contra “el aparato”, con el que cada uno ha hecho sus malas experiencias y puede disculparse, (no importa en qué nivel del aparato esté) para darle luego salida con una instrucción suprema: todo aquél que descu­bra, donde sea, una irregularidad prescrita, tiene razón contra el reglamento.

Este proceder es, por su lógica, la forma en que el poder suele taparle la boca a los criticones, pero el PCUS ni lo piensa ni lo practica con ese fin, porque lo que precisamente busca son cambios compensadores, y conoce muy bien su negocio para saber en qué puntos la relativización general de las directivas del plan puede brindar resultados prácticos que a su vez luego se moldean en el acto en nuevas autorizaciones y reglamentos.

Por ejemplo, prácticas hasta ahora ilegales, genuinos vicios de la economía de palancas, como el arreglárselas con la escasez valiéndose o bien del trueque y del trabajo clandestinos, o bien del hurto generalizado de materiales y productos, o el ganarse el afecto de los proveedores con sobornos, han sido debidamente contempladas en la nueva ley de la empresa, que autoriza a celebrar contratos de préstamo y arriendo y permite fijar precios especiales en pago de prestaciones extraordinarias, que legaliza en suma, algo de lo que era de uso común pero estaba prohibido. Hoy ya está perfectamente claro que mañana el partido va a lamentar el abuso de las nuevas libertades porque dañan las actividades normales de las empresas, y desgraciada­mente también está claro que nada habrá aprendido sobre lo disparatado de su sistema de palancas económicas. Seguirá entonces imperturbable en la búsqueda de instruc­ciones y autorizaciones cada vez más justas y perfectas.

El imperativo de, en caso de conflicto, hacer caso al sentido común y desechar al reglamento burocrático, el partido lo generaliza totalmente y así le complica la vida a sus ciudadanos. Porque aunque relativizadas en general, las directivas y prescripciones siguen siendo válidas en los casos donde debe primar el sentido de la propia responsa­bilidad, y si el compromiso personal en estos casos no convence por sus logros materiales de nada sirven las exhortaciones de arriba, pues hay que penar un incumpli­miento de deberes. Para que la iniciativa individual tenga, a pesar de todo, sus posibilidades, el partido lanza un nuevo decreto que prohíbe prohibir las críticas, al hacerlo no advierte la cantidad de relaciones de subordinación y mando irracionales que ha impuesto a la sociedad con sus absurdos “mecanismos” de dirección y planeamiento, y ventila, eso sí, el problema que tal vez haya abierto las puertas a querellosos de toda laya.

Más allá de este “contratiempo” resulta claro que lo que el partido pretende del pueblo, convocándolo a protes­tar y a mejorar las cosas, es que se muestre cada vez más capaz de asumir la tarea adicional de corregir por propia iniciativa los defectos de la economía de palancas allí donde sea necesario, vale decir, según el partido en todas partes.

El partido por lo pronto da una gran importancia a la convocatoria moral, y mide al pueblo según la conducta que asume frente a ella: hay quienes cooperan y participan y quienes frenan, de estos últimos existe una tipología completa que va desde el malo hasta el inerte pasando por el desinformado. Porque el PCUS aspira realmente a que sea la moral de las masas la palanca económica que man­tenga funcionando correctamente a todos los sutiles meca­nismos que hagan posible la paradójica existencia de una “ley socialista del valor” en bien del estado.

Pareciera que el partido quisiera confesar que todo el aparato de “complejas y objetivas” leyes económicas que ha inventado se basa pura y exclusivamente en sus voces de mando y en la obediencia del pueblo. Si así fuera, sería un buen signo, sería rectificar para, setenta años después de haber abolido la propiedad privada, empezar con el comunismo. Sería, eso sí, otra cosa que la campaña “glasnost” con la cual el PCUS quiere animar a su pueblo.

3. Glasnost en la cultura

El llamamiento del PCUS a esclarecer y reestructurar “el estado espiritual de la sociedad y la vida del partido mismo”, ha desatado una verdadera tempestad en la ya de por sí sobredimensionada esfera de la superestructura moral e intelectual. A veces al partido lo asalta la duda que todo lo que se ventila y se discute actúe como una fuerza productiva, en el sentido más amplio y benévolo de la palabra. Suya es sin embargo la responsabilidad, y de nadie más. El haber confundido conciencia de clase con un inquebrantable sentido de la justicia, es decir el conocimiento de las cosas para imponerse con una ideo­logía anclada en el espíritu, ahora se paga. Porque valo­res morales no sólo se le pueden arrimar al socialismo, sino que una vez allí se pueden contraponer amargamen­te, unos a otros hasta el cansancio. Y si los comunistas soviéticos siempre fueron de la opinión que el pueblo necesita de una educación moral que dé sentido a las cosas, cuando el acicateado idealismo reformador se de­sahoga a sus anchas en las altas esferas del espíritu, ¿qué se les puede ocurrir?

Así el PCUS da a conocer que el materialismo, la doctrina oficial, no sirve para nada.

El llamamiento del partido al pueblo para que haga suyo a “glasnost”, para que aporte con sus propias ideas y se convierta en el actor principal del proceso de reestruc­turación, encuentra ciertos destinatarios que no precisan que se lo digan dos veces. La fe del PCUS en que la desatada “creatividad” del intelecto popular sólo puede ser muy útil recibe, por parte del intelecto popular ilustrado, una respuesta merecida, situada más allá de la economía y de los asuntos que realmente le importan al estado.

Los moralistas de profesión, afincados en las diversas ramas del arte, la literatura, los medios de comunicación y las ciencias sociales, se sienten como si fueran los intérpre­tes naturales de la “perestroika”, y más aún, como sus verdaderos precursores. En ellos la construcción del esta­do socialista desarrolló la vanidad, creyendo de sus obras, donde campea la moral de caracteres, revelaciones y con­ductas, que eran un aporte inmenso para la educación político-moral de las masas populares. Esta exageración fue la que, por otra parte, produjo la famosa cuestión de si tal o cual producto artístico o intelectual iba o no con el socialismo, y las consiguientes prohibiciones. Aquí el cam­po de acción de glasnost es inmenso. Cineastas, literatos e intelectuales de toda clase, a los que hasta ahora no se les había llevado el apunte debido, hacen oír su voz, y se les escucha. Basta que algo no haya podido ser publicado para que merezca por tal cosa ser tomado muy en cuen­ta. La reacción de los antiguos rivales, que siempre quisie­ron lo mejor de todos y para todos, no se hace esperar. Y los intentos de mediación del secretario general que advier­te no confundir las críticas con los ajustes de cuentas personales, tienen pocas chances de prosperar. ¿Cómo se va a poder distinguir justamente en ésta esfera una cosa de la otra?

También desató fuertes polémicas la decisión del par­tido de acabar con el exitismo en la interpretación de la historia soviética. La maldita costumbre de derivar la autoridad del partido no de los argumentos sino de sus gloriosas tradiciones y de su grandiosa obra generaron las famosas “páginas en blanco” de la historia oficial, por las que hoy se llevan a cabo tan inútiles como empecinados debates. En este caso el interrogante “clave y guía”: Stalin, ¿cómo fue posible? –en otras naciones: ¿Hitler?, ¿Hiroshi­ma?. ¿Vietnam?, etc.– se nutre, al igual que los retoques del pasado, de criterios morales que tienen la virtud de no clarificar absolutamente nada pero animan la controversia por clasificar casos y cosas. Es muy dudoso que una vez revisada la historia, la producción y la distribución de bienes funcionen bien y al pueblo soviético le vaya mejor.

Nunca faltaron en la URSS arbitrios para arreglar el mundo, de manera que hoy, glasnost mediante, “florecen cien necias flores”: paneslavistas y pro-occidentales, viejas escuelas, disputan ahora como ecólogos defensores de la “madrecita Rusia”, contra el falso ídolo “computer”, y el conjuro de las “fuerzas productivas”. Las ideologías bur­guesas se tornan necesariamente “encantadoras”, pero la esperanza occidental, y el temor oriental, que puedan ame­nazar al socialismo no tienen fundamento. Ha sido el partido mismo quien ha contribuido desde hace ya largo tiempo al embrutecimiento moralista del pueblo. Y el dilema entre la civilización o la pacha-mama, o si Trotski fue un héroe, o un traidor, o ambas cosas antes o después de una fecha, no tienen un significado tal que puedan conmover los cimientos del poder estatal.

Pero el partido recibe palos por todos lados. Mereci­dos, por cierto, en tanto nunca pensó en combatir con argumentos para acabar con los puntos de vista en el pueblo que el mismo partido desaprobaba.

Movimientos religiosos y nacionalistas reclaman aho­ra sus derechos. Como hay glasnost a sectores populares ucranianos no se les ocurre idea mejor que la aparición de la Virgen María con el programa de una iglesia auténtica­mente nacional, ucraniana, que anule la unificación con la iglesia ortodoxa rusa ordenada por Stalin.

Oficialmente el partido declara al ateísmo la doctrina estatal y luego, “tácticamente”, pacta con la iglesia orto­doxa. El resultado son esos conflictos. La religión, según las ideas del partido debería estar en vías de extinción. Pero no lo está. ¿Por qué?, al partido no le interesa. La pregunta que quizá el partido haya cometido errores en la cuestión religiosa, tampoco le interesa. Más bien le gusta conjeturar que algo positivo deberá de haber en la religión, porque el moralismo estatal vigente poco tiene que repro­charle al catálogo de virtudes morales cristianas.

Por supuesto que el partido no se saca de encima el temor que la religón, en colusión con nacionalismos disi­dentes, sea un factor de perturbación. De poco le sirve opinar, como lo hace ahora, que la atractividad de la religión haya aumentado debido a las “prohibiciones for­males”. Primero, porque la tolerancia ha sido siempre lo contrario que poner en claro las cosas, y segundo porque es muy de dudar que sea justamente la permisividad la que contribuya a la extinción de una ideología inútil.

Aquí se ve la triste situación en que ha caído un partido comunista que teniendo al materialismo como bandera no sabe lo que es. Como administrador de un modo de producción que restringe los intereses de los productores a quienes debe servir, tan plausible le parece al partido la moral, que no se atreve a criticarla ni en la forma de religión.

En cuanto al nacionalismo, el PCUS lo toleró y lo atendió oficialmente, en bien de esa gran cosa llamada “cohesión nacional”, que no es sino la adhesión cerrada al propio poder nacional, y que en un estado multinacional como la URSS naturalmente también vale para cada una de las formas nacionales que el poder político asume. Además que si en la Unión Soviética hubo alguna vez gente para la que había pasado inadvertido el hecho que eran miembros de una nación el partido se lo hizo saber prontamente con una gramática propia, mucho folklore y, en caso necesario, hasta desenterrándole usos y costumbres desaparecidas. Según el PCUS, esta es una obra ejemplar del poder soviético porque mediante el reconocimiento pleno del derecho nacional de cada pueblo a su singulari­dad como tal, se logra unir a todos los pueblos que habitan la URSS en una comunión pacífica de vida. La obra es más contradictoria que noble: quiere afirmar lo nacional sin el nacionalismo. Pero resulta que el sentimien­to nacional del propio valer, lo positivo para el partido, no existe sin su complemento negativo, la subvaloración de lo no-nacional, lo extranjero. Ahora entonces, cuando lituanos y casacos, ucranianos y tártaros reclaman repara­ciones y la satisfacción debida para su honor nacional, el PCUS tiene ante sí a los caracteres nacionales en acción, que el mismo contribuyó a forjar, y además está de nuevo frente al eterno problema de clasificar qué es lo que debe o puede permitir y qué es lo que no, para fomentar entre los pueblos el amor y el respeto mutuos. En cuanto al lema que los comunistas no precisan patria porque se crean las condiciones de vida que eligen, el PCUS no sabe ni por donde tomarlo.

Pero el PCUS tiene además sus insospechados defen­sores. El sano instinto del pueblo despierta también con la perestroika y encuentra que por muy buenas que sean las intenciones de Gorbachov las cosas ya van demasiado lejos. Decentísimos ciudadanos soviéticos que siempre cumplieron con su deber, jubilados que saben muy bien cómo la juventud vegeta sin ideales, patriotas para quienes lo que la Unión Soviética ha conseguido es simplemente ejemplar, gente acostumbrada a no pasarla mal (la tan mentada oposición dentro del partido), todos ellos no quie­ren ni pueden permanecer pasivos frente a lo que conside­ran como agravios contra los valores por los cuales hasta el presente tanto se han sacrificado. Precisamente porque el PCUS logró una completa politización de su pueblo, es que actualmente estos sectores se indignan frente a las críticas de una “nueva mentalidad” que pisotea los viejos principios de la ciudadanía. Criticar es para ellos denigrar a la patria. La “nueva mentalidad”, servilismo frente a ideas foráneas que la gran Unión Soviética para nada precisa. El orden público, piensan, está amenazado por la tolerancia y la apertura. Para defenderlo se hace necesario fundar organizaciones que defiendan los valores soviéticos tradicionales y cultiven los idearios patrióticos.

Seguramente que el PCUS al convocar al pueblo a una rectificación general del socialismo no deseaba, ni esperaba, que se generasen tales conflictos, como quiera que sea, la forma en que les hace frente es bastante débil. Ésta consiste, además de la recomendación de no exagerar ni criticar mucho ni poco sino lo justo, sobre todo en la advertencia de tener siempre como mira, al criticar, el progreso del socialismo. Esta observación del partido po­co aclara las cosas porque en la URSS toda disertación moral, y cualquier producto intelectual en general, presen­tado con la actitud de responsabilidad frente a la sociedad, puede reclamar para sí con toda la buena fe del mundo que es una obra buena para el pueblo y útil al socialismo.

Otra cosa es que el PCUS se sienta incómodo en medio de la tempestad de excesos moralistas que el mismo ha desencadenado, dudando hasta de sus efectos prácticos positivos. Pero su escepticismo es tardío y también escaso de argumentos. Porque sigue confundiendo al comunismo con la creación de un hombre nuevo, y porque pretende que la moral, el consuelo frente a la ordenada escasez, además sea la fuerza productiva auxiliar del socialismo.

Que no se asombre entonces el PCUS, que si por la moral se juega, el moralismo desatado tome su propio cauce natural de disparates y odiosidades.