Anotaciones acerca de la relación capitalista entre

Trabajo y Riqueza

I. PROPIEDAD III. MERCADO

II. LA PRODUCTIVIDAD DEL TRABAJO, CONVERTIDA EN LA FUENTE DEL CAPITAL

La capacidad productiva del trabajo pertenece al dueño de los medios de producción que la paga y la emplea. Son por tanto también sus exigencias las que la definen. Por consiguiente, la fuerza productiva no se caracteriza por el hecho banal de que organizando el trabajo entre sí, un conjunto de personas produce muchas cosas útiles más de lo que necesita para sí mismo y para aliviar su trabajo. La finalidad capitalista de la fuerza productiva es crear bajo el mando del capital, con sus medios de producción, y por lo tanto también según sus exigencias y cálculos, más propiedad para la empresa de lo que ésta tiene que pagar en forma de salario para comprar el trabajo.

Por consiguiente, los gastos del trabajo no se tasan de acuerdo con la cantidad del trabajo invertido, es decir: tiempo y esfuerzo gastados por el que trabaja, sino de acuerdo con la cantidad de dinero invertida en salarios para emplear el trabajo. Lo que cuenta como rendimiento del trabajo no son las necesidades satisfechas, sino el dinero obtenido al vender el producto, deducidos los costes salariales. Y finalmente, lo que se registra como la productividad del trabajo no es la relación entre el trabajo invertido y el producto, sino la relación entre el valor de las mercancías creadas y la cantidad de dinero invertida en salarios. Así que la productividad del trabajo no es una variable técnica, sino que se tasa de acuerdo con el éxito del capital.

De esta manera, el capital se apropia de la capacidad productiva del trabajo como fuente de su aumento.

1. Pagando salarios, el capital se apodera de la fuerza productiva del trabajo.

El hecho de que a los trabajadores nunca les alcance muy lejos su salario, no se debe a que su trabajo no hubiese producido más de lo que necesitan urgentemente y lo que ha de sustituirse habitualmente por haberse desgastado. Los “escaparates llenos” que caracterizan el capitalismo ponen de manifiesto lo contrario; sobre todo lo hacen aquellos escaparates cuyas ofertas tienen poca probabilidad de jamás formar parte del consumo de la población asalariada; y todos estos artículos de consumo sólo constituyen una pequeña parte de la abundancia de los objetos de uso que crean los trabajadores. Esto no es milagro alguno, porque cooperando con su intelecto y su fuerza en una división social de trabajo, la gente no solamente logra producir sus medios de supervivencia y sus medios de producción, sino que además de ello crea cierto progreso técnico, y si trabaja con las herramientas técnicas que hoy existen, la producción incluso de los artículos más complicados de consumo es cuestión de minutos. Visto de este modo, no sería ningún problema para los trabajadores de hoy abastecerse sin grandes esfuerzos a sí mismos y a todos los que no estén disponibles a trabajar, con todo tipo de artículos de uso –si fuese esto la finalidad de las actividades económicas–.

El hecho de que con tanta seguridad la cosa salga totalmente diferente, se debe a las peculiares exigencias sociales y leyes vigentes a las que está sometido el trabajo asalariado. En el capitalismo, el resultado del trabajo no es asunto de los que trabajan. Es, enteramente y sin más, propiedad ajena; a los trabajadores no les pertenece nada de lo que producen. Sin duda, el salario se paga del dinero obtenido en la venta de la mercancía producida (claro está: siendo ésta la única fuente de dinero del empresario). Pero esto es un negocio entre el trabajador, al que no le pertenecen los productos de su trabajo, y el propietario, al que pertenece todo el dinero que obtiene en la venta del producto.

La razón por la cual el resultado de su trabajo no les pertenece a los trabajadores asalariados es que cuando tengan trabajo, ya no trabajan para sí mismos. Ni podrían trabajar siquiera si no tuvieran un patrón que les concediera acceso a su empresa. Lo que hacen allí es únicamente asunto del empresario y va enteramente de su cuenta –es precisamente por ello que el empresario paga el salario–. En la práctica, desde luego siguen siendo los obreros los que aportan al proceso de producción su fuerza productiva y su tiempo de vida –cosas que no pueden separarse de ellos como una propiedad, de la cual su dueño puede disponer libremente–. Lo que sucede en la empresa capitalista no deja de ser la actividad de los obreros, por mucho que ésta tenga lugar bajo el mando del patrón. No obstante, incluso para ello se emplea la categoría de la propiedad; y por lo tanto, en lo que se refiere a la propiedad, el trabajo por el cual los trabajadores reciben su salario ya no es suyo. Su propia actividad, que físicamente es y sigue siendo suya, la conceden a otra persona como una propiedad alienable. Esta transferencia de propiedad es importante porque con ella está decidido el asunto de la propiedad que crea el trabajo: Como el trabajo ya no les pertenece a los que emplean su cerebro, fuerza y tiempo para crear objetos útiles, el valor de las cosas fabricadas, es decir, la propiedad de estas cosas, medida en dinero, tampoco les pertenece a los que efectuaron el esfuerzo material, sino a los que disponen de estos productos como parte de su proceso de producción.1

Lo que hace que el trabajo sea productivo es y sigue siendo el hecho de que se coopera con un fin determinado y con los instrumentos adecuados. El capitalismo no cambia eso. Sólo somete la productividad del trabajo a los cálculos de esfuerzo y rendimiento de la propiedad capitalista. Y este cálculo es lo que cuenta en la economía.

2. La determinación de la fuerza productiva del trabajo es crear más dinero de lo que cuesta apoderarse de ella.

Cuando las empresas capitalistas aumentan su propiedad, se aprovechan de la productividad del trabajo. Pero de tal forma que lo único que registran como rendimiento productivo es lo que tenga efecto para su propiedad. Y este rendimiento, se lo atribuyen a sí mismos: al capital invertido –no tanto de forma ideológica: hasta los gerentes de empresas modernos saben alabar la fuerza creadora de sus trabajadores, sino más bien de forma práctica–: El efecto de la productividad del trabajo, se manifiesta en el balance del capital.

En este balance, la categoría de “gastos” no comprende nada del esfuerzo y tiempo que gasta la gente asalariada en efectuar el trabajo. El esfuerzo en el sentido capitalista se define únicamente por los gastos de la empresa: el dinero que tiene que invertir para que se produzca. Los gastos empresariales se dividen en dos grandes partidas de costes.

Por un lado están los costes para crear “los puestos de trabajo”, o sea, para procurar las máquinas para la fábrica, y además para proporcionar las materias primas, la energía y todo lo demás que hace falta para que el producto pueda fabricarse y venderse. Todo este material que adquiere el empresario para el proceso de producción, se desgasta en él en su forma material, o se transforma; total que se consume de forma productiva de una u otra forma. Precisamente la “cualidad”, sin embargo, con la que forma parte de la contabilidad de la empresa, su valor medido en los costes de compra, no se desgasta para nada, sino que reaparece como parte del precio de la mercancía producida. Bien es verdad que este precio aún está por realizar para que el empresario vuelva a tener el dinero invertido en sus manos; pero su propiedad queda en sus manos durante todo el proceso de producción.

Con la otra partida de gastos, los salarios, el empresario dota por su propia cuenta a otros de propiedad; y si tiene el humor adecuado, en serio se cree extremamente generoso por ello y que la opinión pública no sabe agradecérselo debidamente. Obtiene así, lo que no es poco, el mando sobre la capacidad productiva de su plantilla, de ahí que pueda disponer libremente del empleo productivo de ella. La forma de pago es en esta transacción la manera de ejecutar este mando: El salario, con el que se compra la disposición sobre la mano de obra, se paga como precio del trabajo, por horas de trabajo cumplidas, o aún más estrechamente orientado al objetivo del pago, según si las exigencias de determinadas actividades o pasos enteros en la producción están cumplidas, incumplidas o más que cumplidas.

Esta forma de pagar el salario es la razón de la ideología fuertemente propagada de que a los trabajadores se les paga exactamente la “parte” que su trabajo contribuye al producto, respectivamente al valor del producto –en los cálculos capitalistas, las dos cosas son lo mismo de todas formas–; es decir que se remunera el valor del trabajo. Si esto fuese verdad, sería la ruina para los balances capitalistas: ¿Qué quedaría entonces para el propietario, si el trabajo se pagase con la propiedad que crea? Y si no es toda la propiedad nuevamente creada, ¿cómo definir la “parte” que aporta el trabajo a la creación del producto, frente a la otra “parte” que contribuye el hecho de que los medios de producción pertenecen al empresario? Ningún capitalista ha jamás esperado una respuesta coherente a este problema; en el caso contrario, nunca hubiese empezado su negocio.2

La artimaña de medir y pagar el salario según la cantidad del trabajo efectuado –se paga según las horas del trabajo, modificado por aspectos de la densidad del rendimiento– se ha inventado para enteramente otra cosa que para retribuir debidamente los respectivos esfuerzos de trabajador y patrón compartiendo un resultado elaborado en común. Esta forma de pagar el salario sirve para obligar permanentemente a la persona empleada a cumplir las exigencias de la empresa. Pagando un precio del trabajo, el capital impone a la gente el interés de ganarse este precio hora por hora cumpliendo las exigencias. El capital elimina así aquel obstáculo que consiste en el hecho de que necesita la voluntad de los obreros para apoderarse de su trabajo, y hace que éstos se sometan libremente a sus exigencias respecto a tiempo e intensidad del trabajo. Por consiguiente, se pueden reclamar sin problemas más flexibilidad, trabajo de noche y en turnos, y se aceptan circunstancias laborales particularmente perjudiciales para la salud. De esta forma humana, o sea, dirigida de manera chantajista a la voluntad de su personal de servicio, la empresa capitalista se apodera hasta la última hora de trabajo y hasta el último empleo útil, de la productividad del trabajo.

El producto fabricado entra en la categoría de “rendimiento” en la contabilidad de la empresa: como una suma de valor y nada más. Esta abstracción no es nada impráctica –lo que sería si el objetivo fuese medir su contribución al abastecimiento de las necesidades en la sociedad a base de una división de trabajo–, sino que resume de forma concluyente lo único importante de la actividad productiva y permite compararlo con la categoría de “gastos”, lo cual es lo decisivo. En esta comparación se manifiesta si la empresa ha salido ganando: El producto decisivo es el excedente del rendimiento sobre los gastos, medido en dinero. Nadie tiene que conocer los productos de una empresa para estar bien informado; todo lo económicamente decisivo se lo dicen unas “cifras de producción” tan reveladoras como el volumen de ventas o el beneficio.

Así, la productividad del trabajo tiene un contenido claramente definido. Y éste figura a la vez como el criterio que dicta sentencia sobre si el trabajo en realidad ha sido productivo, o si ha sido improductivo a pesar de todos los objetos útiles que ha creado. No sólo es que el cálculo capitalista pase por alto el esfuerzo laboral real; también toma una posición extremamente crítica hacia el resultado material y lo acepta únicamente en caso y a medida que se pueda contar un aumento entre la cifra para los “gastos” y la cifra para el “rendimiento”. O la productividad del trabajo se acredita como fuente de beneficio, o el trabajo no vale nada en absoluto.

Sin embargo, con toda su productividad, el trabajo ni siquiera es capaz de proporcionar este resultado que se exige de él de forma tan intransigente y a toda costa. El trabajo sólo es capaz de producir un producto que, dada esta finalidad social, podría contribuir una buena parte al abastecimiento de la sociedad. La decisión de si aparte de esto el producto tiene un valor que enriquece la empresa, se toma fuera del mundo laboral: en el mercado, donde no se producen cosas, sino que se gana dinero. Transformar la mercancía producida en dinero es algo que el trabajo no es capaz de realizar, y tampoco es asunto suyo, porque la mercancía ya es propiedad de la empresa cuando está por convertirse en dinero. Tanto más fuerte la repercusión de la decisión del mercado para el trabajo: La empresa capitalista hace todo para convertir la producción bajo su mando en el medio que garantice el éxito de su negocio. Apropiada la productividad del trabajo por parte del capital, la carrera del trabajo de ser la fuente de toda riqueza capitalista a ser el medio de ésta, sólo acaba de empezar.

Notas:

1En la práctica, los trabajadores saben muy bien lo que importa si el trabajo bajo el régimen de la propiedad adquiere este peculiar sentido doble: la actividad productiva de la gente por un lado y el proceso de la creación de valores que pertenece a la empresa por el otro. El puesto de trabajo es y se conoce como un “empleo” que define la empresa y no los trabajadores: se debe a la decisión de la empresa de emplear a alguien de tal forma y en tales condiciones que sirva para sus cálculos con gastos y rendimientos. El invento progresista de los gerentes, de conceder que los trabajadores “participen” en la “organización” de “su” puesto de trabajo, no cambia nada en esta relación, sino que aspira a que los trabajadores se comprometan en un asunto que tan claramente se organiza en beneficio unilateral. Por mucho que un obrero haya logrado acostumbrarse a las exigencias de “su” puesto de trabajo, no está a salvo de tener que despedirse de lo habitual cada vez que la empresa “se reestructure”; la “cualificación” principal del trabajador moderno es la “flexibilidad”, el estar dispuesto a cumplir sean cuales sean las exigencias del capital, donde sea, y cuando sea. El trabajo abstracto para la propiedad ajena es el principio que se hace notar de forma bien concreta en el mundo laboral capitalista –a pesar de que haya quienes cierran los ojos ante lo que experimentan personalmente e insisten en su derecho de verlo de otra manera y siguen convencidos de que como apéndice del capital uno tiene derecho a ser respetado–.

2De hecho, el precio del trabajo es –como sabe todo el mundo y se pone de manifiesto en todas las negociaciones colectivas y en cualquier exigencia de bajar el salario a un nuevo nivel conforme a la actual situación coyuntural– un asunto de negociación, es decir, una cuestión de poder. También los cómputos que presentan los sindicatos con regularidad, según los cuales el trabajo ha vuelto a aumentar en productividad y por tanto “merece” una remuneración mayor, no vale más que la presión verdadera que los obreros logran ejercer sobre los patronos. Y esta presión nunca es considerable, si los sindicatos la justifican con este tipo de cómputos.
Por su parte, las Ciencias Económicas burguesas nunca han deducido el precio que vale el trabajo. Con tanta más ingenuidad defienden la ideología de que con el salario se paga exactamente lo que contribuye el trabajo –a diferencia del otro “factor de producción”, el capital– al valor del producto. Para demostrarlo, se remiten al resultado, con la dialéctica cautivadora que caracteriza esta ciencia: Considerando lo que reciben los trabajadores del ingreso total de la empresa, y lo que retienen los empresarios para sí mismos, saltan a la vista las contribuciones de unos y otros – Prueba: Si no fuese lo que corresponde a su contribución, no lo habrían recibido...
Lo interesante de esta “teoría” de los “costes de los factores” en forma de salario y beneficio, dicho sea de paso, es que interpreta “trabajo” y “capital” como “factores de producción” como si no fuese nada. Nada quieren saber las Ciencias Económicas del mando privado que tiene el dinero sobre el trabajo; la empresa capitalista, la ven meramente como una institución neutral entre trabajo y capital, la que organiza la producción combinando sabiamente los dos “factores”, haciéndolos actuar y pagándolos de forma justa. Pero de tal manera hasta esta ideología partidista pone de manifiesto que el trabajo es un “factor” que pertenece a la empresa y está sometido a su disposición para fines productivos. Por mucho que esta visión de las cosas abstraiga de la propiedad capitalista y su dominio sobre la economía, reproduce de forma teórica como si fuese lo más evidente la posición del capital, según la cual el trabajo, una vez efectuándose en la fábrica, pertenece a la empresa.
El cálculo capitalista real, o sea, vigente en la práctica, que compara el trabajo y el capital como dos factores de la producción y los trata como variables sustituibles la una por la otra, será el tema del próximo capítulo.