Karl Held – Emilio Muñoz

El Estado democrático

Crítica de la soberanía burguesa

§ 1

Introducción

El presente trabajo es la explicación de los principios generales del poder político del capitalismo moderno. Juzgamos será de interés para todos aquellos que necesiten y deseen adquirir conocimientos objetivos sobre el estado burgués moderno, sus fines y sus causas.

La democracia se alaba a sí misma y es alabada como la forma política de mandar y obedecer, de dominar, hecha a la medida de la razón humana. Se la asocia "naturalmente" con la riqueza, el bienestar y la libertad. También con el patriotismo "sano". Jamás con la violencia ni con la pobreza. Por supuesto que ni una ni otra están ausentes en ninguna nación democráticamente gobernada, pero los partidarios de la democracia niegan que ambas sean obra suya, porque según ellos la auténtica obra de la democracia es "crear riqueza", que acumulada en manos privadas y públicas hace la grandeza de las naciones. La miseria y la violencia, en la democracia, son problemas. Manejarlos con habilidad y soltura es una cualidad del arte político de gobernar en libertad.

La idea que la democracia suprime la violencia y la miseria existe en las democracias en formación, en los países que según la prensa de las metrópolis, "van camino hacia..., retornan a... o experimentan con la democracia", como ilusión basada en una confusión de términos, a veces calculada otras no: la riqueza privada y el éxito estatal se igualan al bienestar popular y la grandeza nacional a la felicidad del pueblo. La falsa ecuación deviene, en las democracias en formación, el motor de la política. Por otro lado la presión del poderío de las grandes democracias prescribe cómo debe confeccionarse el presupuesto público, equiparse las fuerzas armadas o librarse una campaña electoral, (a veces hasta las financia directamente), y en consecuencia también cómo se debe gobernar: hay que imitarlas en todo. Pero la imitación no solamente no garantiza el ansiado éxito nacional, como está basada en las prescripciones que precisamente imponen los intereses económicos y políticos imperialistas de las grandes democracias, ella consolida el fracaso nacional, asentándolo ahora sí en el consenso político de gobernantes y gobernados de que hay que sacrificarse por la democracia. Tal programa, cuanto más duro, más nítidamente señala que el camino hacia la construcción de una democracia está bloqueado por el éxito imperialista de las grandes democracias.

La gestión democrática de los antagonismos entre las clases y las naciones tiene así para sus partidarios sus atractivos. Uno de ellos consiste en que en un país regido democráticamente, cualquiera sea la naturaleza de las leyes que se dicten y cualquiera sus efectos sobre quienes deben acatarlas, todas llevan la marca de la justicia: democráticamente han sido concebidas, aplicadas, perfeccionadas o modificadas. Como tienen que ser obedecidas, también deben serlo por su incuestionable legitimidad. Un examen de los criterios que impulsan al gobierno y de lo que buscan las instancias estatales se tienen como inapropiado, pernicioso y hasta peligroso para la vida en libertad.

La libertad, para la razón democrática, queda entonces formada y normada por la vigencia que la fuerza del estado da al derecho. Y como razón de estado, para la democracia, derecho y libertad se tienen como antinomia de la fuerza. Así queda justificada no la forma de mandar, sino la política del estado, un estado que se precia de derivar todos sus actos de un acuerdo principista entre gobernantes y gobernados.

En pago de su obediencia y sus sacrificios los gobernados reciben del estado la libertad. Que su disfrute no es gratis lo recuerdan permanentemente los gobernantes, como también las amenazas que pesan sobre ella. El precio de la libertad, que el poder fija y que modifica de acuerdo con sus propósitos internos y externos, siempre se le antoja barato. Por el alto bien que otorga, a veces ni la vida vale nada.

La alternativa totalitaria a la democracia es desechada de plano por los partidarios del orden democrático y corporeizada en el bloque soviético constituye una amenaza mortal. Sin embargo, a quienes detentan el poder democrático y a sus asesores les cabe imaginar circunstancias que exigen la supresión de la democracia: la dictadura se considera como la única alternativa lamentablemente realista a la democracia. En todas las constituciones democráticas se contemplan tales casos y en las democracias "en formación" se recomienda y se practica con frecuencia, en nombre de la estabilidad del estado, imprescindible para los negocios, la "interrupción del experimento democrático".

La política democrática procede de acuerdo con un canon formal de reglas de lo prohibido y permitido que indican a los ciudadanos los deberes que tienen que asumir, tanto en la paz como en la guerra. Entonces cuando las grandes democracias se dotan del aparato militar más gigantesco de la historia, cuando sus fuerzas armadas bombardean Trípoli o acosan a Nicaragua, el ciudadano debe asumir tales actos como necesarios para la defensa de la democracia y la libertad y también preocuparse por la eficiencia y la legitimidad al cometerlos: ¿Se alcanzaron los objetivos? ¿Entendió el coronel libio la lección? ¿Se caen los sandinistas? ¿El congreso fue debidamente informado de modo que los poderes del estado aseguren el consenso nacional? Quien rechace el sacrificio de vidas humanas donde está en juego "el sistema de vida" es tenido por un idiota útil del enemigo o por un agente del enemigo.

Proclamándose el único sistema de vida digno y humano la democracia deviene una finalidad en sí misma, impone la vigencia incondicional de sus ideales, degrada a los ciudadanos a material de los mismos y hace de todas las grandes conquistas democráticas (libertad de expresión, de prensa, etc.) atributos insignificantes de su poder.

En la democracia se gobierna a costas de la mayoría y usándola a toda máquina. Tan es así que sus defensores no lo niegan y agregan que hasta suena desagradable, pero es necesario y legal. Ya que el estado es un estado de derecho, es decir procede de acuerdo con normas que él mismo sienta. Que sea el poder mismo quien las dicta para el trato entre y hacia los ciudadanos y también para reglar las competencias de quienes mandan importa menos que el criterio encerrado en la frase de un estadista: "quiero recalcar que somos un estado de derecho", que así implica que el estado también podría hacer lo que a sus conductores se les ocurra, sin caer en la arbitrariedad.

Las reglas del juego norman los antagonismos con los que hay que vivir: el comprar y vender, trabajar y estudiar, casarse, alquilar y probar esto o lo otro. El estado fija por ley qué intereses en qué principios tienen sus límites, y los impone controlando la aplicación de las leyes y castigando las transgresiones. Así da a todo interés practicado la categoría de permitido, de legal, y reclama en pago de esa obra que se reconozca su libertad como poder para dictar, conservar y reglamentar el derecho.

La finalidad de toda la actividad reglamentaria estatal no es el derecho como tal, y quienes lo confeccionan así lo ven, aunque fomenten la creencia que el derecho todo, o tan siquiera algo, garantiza. Así el derecho se tiene como inapelable, fuera de toda crítica, y no precisa tener cuidado de contenido o propósito alguno, como derecho es violencia con buena causa y sentido.

Con el derecho el estado decide cómo usar su fuerza de la manera que le parece más apropiada. Prueba que es tan independiente como dependiente de los rendimientos y éxitos de quienes están sometidos al derecho. Con el monopolio de la fuerza afirma su independencia y sabe "guardar las proporciones" debido a su éxito: que no reside en el derecho. Porque, ¿para qué se gobierna democráticamente?

El estado democrático, como todo estado, desconoce la meta de la opresión en sí. Del gobernar con legitimidad tiene que salir un saldo a favor. El orden social tiene que redituarse. Los criterios de su éxito son los del dinero. La obra social número uno del estado democrático es garantizar y proteger esos criterios. Al señalar cuál es el tipo de riqueza que le cae a su medida, el estado establece las oportunidades de sus súbditos y define prácticamente unas relaciones de producción. Su fuerza es potencia económica en tanto da vigencia a leyes económicas en cuyo cumplimiento deben esforzarse los ciudadanos. El crecimiento de la propiedad privada, políticamente impuesto, trae sus "condicionantes"; sin obedecerles, sin ponerse a su servicio, no hay derecho a vivir.

Al estado no le basta con hacer cumplir las leyes del crecimiento, sobre las que, como protector de la economía de mercado, reclama derechos de autor para negarlos luego si hay quejas. Porque los éxitos económicos todo gobierno se los anota, mientras que los fracasos van a cuenta de la impericia administrativa. La sociedad de clases, el reinado de la competencia, la pobreza y la riqueza le crean al poder un "problema" tras otro, lo "desafían". La lucha contra las condiciones restrictivas y contra los efectos nocivos conforman el programa político del poder, su política económica y social. Con ese programa las democracias organizan sus sociedades, los deberes y derechos de las diversas clases sociales son establecidos y continuamente reajustados. Las diferencias entre las naciones resultan de la capacidad de los poderes políticos para, a partir del material humano y natural a disposición, asimilar la población a los términos, comunes a todos los estados, del buen funcionamiento económico.

En las naciones donde la democracia está en desarrollo, donde los negocios se convirtieron en deudas a servir y en fuga de capitales, donde el crecimiento de la pobreza en nada contribuyó a la riqueza nacional, la política económica administra la bancarrota fiscal para preservar al poder político. El arte político democrático lamenta en estos casos que la necesaria extensión de la miseria amenace la estabilidad democrática. Los gobernantes democráticos se toman la libertad de invocar el derecho al éxito nacional por lo implacables que son en administrar el fracaso.

La explotación legalizada del trabajo asalariado goza en todas las democracias de la supervisión estatal. El fisco decide mediante la tributación directa e indirecta del salario la parte que le corresponde del mismo. Mientras que para los gestores "tercermundistas" la gravación directa del salario, debido a su nivel, carece de atractivo, por lo que recurren a gravar el consumo popular vía IVA y "tarifazos" periódicos. Los fondos de jubilaciones y pensiones se convierten en la metrópolis en capital, en fondos de inversión; en el "Tercer Mundo", donde existen, se computan simplemente como ingresos fiscales.

Los puestos de trabajo son oferta empresarial hecha en base al cálculo de rentabilidad que indica el grado de competitividad y fija la relación salario-rendimiento al nivel pertinente. El estado observa minuciosamente el mercado de trabajo: a través de su oficina de empleos lleva cómputo del ejército de reserva, lo vigila, lo sostiene y lo adiestra: contribuye así a flexibilizar la oferta de mano de obra.

El poder del estado en las naciones en vías de redemocratización se considera a sí mismo como esfera económica de inversión foránea, al capital, del que su soberanía no dispone, debe atraerlo: subvenciona los negocios, se endeuda, prenda las riquezas naturales y hace política salarial, contabiliza los ingresos de quienes trabajan casi como si fuesen egresos fiscales, y en consecuencia fomenta su ahorro. Junto al barato proletariado el estado asegura que una parte de sus súbditos carezca de ingreso legal alguno. Los carenciados quedan clasificados como tales y "surge" el problema de la "marginación social". Los costos represivos de la delincuencia el fisco los reduce con licencias privadas para reprimir y una cierta manumisión del pauperismo. En las favelas y villas miserias se alternan el asistente social y el escuadrón de la muerte, la caja de pan y las topadoras.

El estado democrático cuenta a los sindicatos como una de sus instituciones: sus actividades y competencias están sujetas a las leyes, es decir, permitidas. Los sindicatos observan al trabajo desde un punto de vista nacional. En los sacrificios de los obreros descubren que son servicios a la competitividad de "nuestra" economía, y se quejan que en tal sentido debieran ser tenidos muy en cuenta. En las democracias de medio pelo los sindicatos hacen suyos puntos de vista parecidos, en su caso el de la nación arruinada y el trabajo desvalorizado. Los bruscos giros de la política económica les encarga asumir funciones variadas. Suelen ser policía fabril, oficina de empleos y ministerio de trabajo, este último bajo la dirección del ministerio de economía.

La gran conquista democrática son las elecciones libres: ellas entronizan al gobierno que debe imponer los intereses del estado como un servicio al pueblo. La competencia política por el poder corre a cuenta de los partidos políticos que en la campaña electoral hacen que el votante se oriente hacia la política. El caso inverso, que la política se oriente hacia él, se tiene como criticable y es objeto de advertencias. El votante totalmente subordinado a la política recibe en premio el permiso para confundir sus preocupaciones con los logros de una política exitosa. Mediante el voto debe contribuir a una autocrítica del poder, y decidir cuáles figuras tienen derecho a manejar el monopolio estatal de la fuerza. Las críticas de la oposición permiten al votante deducir que la oposición quiere hacer lo mismo, pero mejor. La democracia es entonces de admirar siempre que la competencia por el poder no afecte la estabilidad de la dominación política, ni la paz social y capacite al estado para asumir sus funciones con toda plenitud. Donde estos requisitos no se cumplen es porque falta "madurez democrática". Los mejores argumentos a favor de la competencia partidaria por el poder advierten que el juego democrático bajo ningún punto de vista debe trabar a los poderes del estado. La democracia persigue así con sus medios, el ideal del estado fascista: unir a todas las clases sociales en un "nosotros" nacional, que crea y reafirma el carácter irrestricto de la soberanía estatal.

De la democracia se puede concluir entonces, con toda calma, que a los pueblos, para ser felices, es lo único que les faltaba.