Teoría marxista. Crítica al capitalismo. |
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0. Poca consideración se concede a la naturaleza propia de los negocios que caracterizan a los institutos financieros como empresas capitalistas –su obrar apunta al beneficio propio, aumentar su cifra de negocios y su ganancia es su objetivo–. Esto se debe a que se estiman tanto los servicios que presta el sector financiero para que funcione la economía de mercado: facilita a “los mercados” el dinero, y a las empresas de todos los sectores, el capital.
Al parecer, los negocios financieros no solo dotan a quienes los emprenden de balances impresionantes; además los hacen capaces de cumplir tareas centrales en la sociedad capitalista. El negocio lucrativo con dinero y crédito es la condición imprescindible y el impulsor del crecimiento capitalista, o sea del aumento de riqueza monetaria. Constituye la base del poder del capital-dinero sobre los rendimientos económicos en todos los sectores de la economía de mercado, lo cual garantiza al sector financiero –y no sólo en tiempos de crisis– una atención particular por parte del Estado.
La política rescata los bancos –la banca como tal en forma de sus instituciones mayores y más importantes– por su relevancia sistémica. Las explicaciones que sobre esta actividad se ponen en circulación hacen dudar que los competentes, los responsables y los expertos realmente sepan lo que dicen con este término –y si lo saben, por lo menos no lo dicen–: sobre su sistema y sobre la relevancia que tiene en él la industria crediticia.
Se aclara la parte negativa: bancarrotas pueden paralizar la economía de mercado entera. Sin la intervención estatal habría habido –y todavía puede que haya– quiebras bancarias con consecuencias tan desastrosas, porque las instituciones crediticias emprendieron gigantescos negocios especulativos y fracasaron con ellos. Sobre estos negocios, su técnica y sus productos, se informa con una mezcla de fascinación y cabeceo hasta el detalle más ininteligible – normalmente no son interesantes para el público; pero ahora fracasaron, y la Prensa descubre, excitada, su carácter especulativo (¡como si existieran otros objetos comerciados por los bancos que ellos mismos no calificaran de ‘riesgos’!). Se transmite el mensaje de que negocios tan altamente especulativos, con los que se mueve y se gana tan rápido tanto dinero, no podían salir bien a largo plazo. De ahí sigue la doctrina: siendo el negocio bancario tan sistémicamente relevante que su fracaso es capaz de destruir todo, entonces a los profesionales les tiene que salir bien todo lo que emprenden; si no, mejor que no se metan. Pero, ¿qué es lo que emprenden, lo cual se desea que salga bien? ¿Cómo y con qué los bancos se hacen tan importantes que de su éxito depende toda la economía de mercado? ¿Y qué tienen que ver los negocios que ahora, porque fracasaron, se condenan de excesivos, incorrectos e irresponsables, con la enorme importancia de la banca? ¿Acaso hay una relación entre las infinitas cantidades de dinero que los bancos ganan no en última instancia de una manera tan altamente especulativa, y la relevancia extraordinaria que tiene su actividad comercial para el sistema?
Los mismos políticos que ofrecen sumas de doce cifras de dólares y euros para rescatar la banca, y los mismos expertos que califican esta medida de fea, pero imprescindible, presentan con notable reserva explicaciones sobre los rendimientos positivos que esperan de la economía crediticia: que los comerciantes de dinero sean modestos, y que echen una mano a los pymes con sus créditos; dicen que en esto consiste su profesión verdadera. ¿Y todo lo demás sería ajeno a su profesión? El gran comercio con sus eventuales consecuencias desastrosas en caso del fracaso: ¿toda una vulneración de las buenas costumbres del sector? Y los miles y miles de millones de extraordinarios créditos estatales para rescatar los bancos: ¿sólo para que a los industriales no se les acabe el dinero y para que los fundadores de un negocio obtengan un préstamo? Al parecer, la idea de un servicio honrado que los bancos supuestamente deben al éxito de la idílica economía nacional encubre la vista a la naturaleza propia de los negocios con los que se gana dinero en el sector.
Lo que queda es el esfuerzo práctico con el cual el Estado salva la economía crediticia de la quiebra – y de veras salva su negocio en su totalidad, incluidos los enormes sectores que primero entraron en crisis. Con este acto el Poder Supremo declara su acuerdo con que su sistema económico dependa del éxito del negocio financiero, y precisa: en exactamente aquella forma en la que realmente lo emprenden sus dueños y administradores. Y refuerza que quiere que continúe exactamente así. Atestigua a la banca, como caso normal, su relevancia sistémica.
Solo nos queda por explicar: en qué consiste.
Facilitar suficiente dinero a la economía es lo que los políticos y un público experto reclaman de la banca. Se refieren a la concesión de créditos, con los cuales el mundo empresarial puede continuar y ampliar con éxito sus negocios. Se sugiere la idea de que los bancos deberían ayudar con préstamos al resto de la economía según las necesidades de ésta. Este simpático imagen profesional del banquero tiene la ventaja de que con él la actividad del sector financiero parece sin dificultad inteligible y encomiable al sentido común. Tiene, no obstante, la desventaja de que con él no llega muy lejos la explicación del negocio bancario. Al fin y al cabo, la razón por la que los expertos mismos reclaman una obligación de los institutos crediticios a facilitar dinero a la economía es el hecho de que la economía en su totalidad y en su existencia no puede prescindir de que la banca le proporcione su propio y tododecisivo medio comercial; y esto ya es algo más que un servicio útil. Y el hecho de que el motivo por el cual los bancos emprenden su negocio crediticio no sea su sentido de deber, sino más bien su interés propio, con el fin y el resultado de ganar debidamente de su clientela, no sólo lo sabe todo el mundo y le parece normal; este hecho se reconoce expresamente e incluso se exige cuando sucede que, con motivo de crisis, interviene el Estado y suspende el criterio del rédito lucrativo para el dinero prestado: esta suspensión tiene que seguir siendo la excepción de la regla en la economía capitalista; en esta convicción andan a una todos los expertos y responsables.
Recordemos entonces en todo caso lo siguiente: lo que hacen los bancos, lo hacen como empresas capitalistas, o sea para aumentar su volumen y su ganancia; cualquier otro objetivo sería antiprofesional, siendo una vulneración del interés inherente en la propiedad al que están comprometidos los administradores del dinero, hasta sería contrario al sistema. Persiguiendo este interés comercial, las empresas crediticias no solo aumentaron su volumen, sino que alcanzaron la decisiva posición de mando para el empleo de capital en la economía nacional. Están tan entrometidas en la vida comercial en general –extensa e intensamente– que sus créditos y su comercio de títulos de valor realmente no se pueden confundir con un útil aporte adicional al proceso de valorización de la riqueza privada aplicada en la producción, el comercio y demás servicios. Su negocio bancario es la fuente de todas las actividades económicas de importancia en el capitalismo moderno. Libera a las empresas de la necesidad de tener que ganarse antes los medios de su crecimiento y de ser limitadas en sus luchas competidoras a los resultados de su actividad comercial anterior. La industria crediticia pone en el lugar de estos límites, la dependencia de sus cálculos y de sus medios comerciales: éstos los hace disponible en cualquier dimensión y al precio que acuerde el banco con su cliente. Lo que se atribuye al negocio bancario como servicio de facilitar dinero, es, con miras a su relevancia político-económica, la asignación de deudas como la única base comercial adecuada al proceso de producción capitalista, la producción y acumulación de capital. De deudas, en este contexto, no en el sentido de un déficit anotado por acreedores duros de corazón, sino del poder del dinero de acrecentar convertido en mercancía comprable. Esta potencia del dinero es el artículo comercial de los bancos.
El hecho de que este poder sea una cualidad del dinero –o sea, el valor de uso de la mercancía en la que la industria crediticia transforma el dinero– no lo producen los comerciantes del dinero. Lo presuponen; confían en que el dinero actúe como su propia fuente, porque manda sobre el proceso vital de la sociedad entera –sobre trabajo “vivo” y “muerto”, la producción y la riqueza producida– y lo aprovecha para reproducir este mismo poder de mando de la propiedad en dimensiones crecientes. Parten del hecho de que en el dinero se materializa no sólo el poder de compra de todo el mundo, sino también el poder sobre los medios de su propio aumento. Su propia contribución consiste en liberar este poder de la propiedad, con su negocio de deudas, de los límites de la propiedad particular. Este rendimiento lo emprende el negocio crediticio atrayendo la riqueza de la sociedad en su forma dinero y convirtiendo la cualidad capital de ésta, divorciada de la propiedad individual sobre esta riqueza, en mercancía; disponible como anticipo de capital para cualquier negocio que una institución crediticia considere suficientemente prometedor como para especular en él. Pues así –¡de “facilitar dinero” ni hablar!– se refiere la banca el resto de la economía: percibe y aprovecha el mundo empresarial como una esfera de inversión, como una acumulación de oportunidades para conceder dinero en forma de crédito o para invertirlo, poniéndolo en circulación como capital a fin de hacer que funcione como fuente de dinero para ella misma. Se enriquece del proceso general de la acumulación capitalista distinguiendo las actividades individuales y aprovechándolas, a saber según los dos criterios de éxito que conocen y reconocen los profesionales del negocio financiero: el nivel y la seguridad del rédito que promete una inversión y que les parece rentable en comparación con las alternativas.
De esta manera los bancos desempeñan efectivamente la dirección sobre la vida comercial capitalista a la que deben el valor de uso de su artículo comercial, y a la que lo hacen disponible independientemente de sus resultados limitados. Dirigen un mundo empresarial que, junto con el uso de deudas como anticipo para hacer ganancia, ha hecho suyos el punto de vista y los criterios de éxito de sus prestamistas: los empresarios calculan con su propia fortuna, que meten en su empresa, como con un crédito que concedieron a sí mismos, y que tiene que rentar en comparación con otras posibilidades de inversión; los gerentes de sociedades anónimas obtienen su sueldo por enriquecer a sus accionistas. Así el poder de la industria crediticia está profundamente arraigado en la necesidad de capital y en los cálculos, en el tododecisivo medio de éxito y en los correspondientes criterios de éxito de su clientela. Su régimen sobre la vida comercial no es una abierta cuestión de poder, sino que está establecido y aceptado como una necesidad objetiva de un eficaz acrecentamiento de capital – más allá de todos los conflictos de intereses que sigue habiendo entre las empresas del capital financiero y las de otros sectores. En principio, el bien común capitalista coincide con el éxito del provecho particular de la banca: esta es la verdad político-económica sobre la facilitación de dinero que los expertos en economía exigen de los bancos como un deber.
Por lo tanto, los banqueros no se hacen culpables de un comportamiento desviado cuando abren, más allá de conceder créditos a empresas productivas y comerciantes, mundos comerciales con los que multiplican el volumen de su economía de deudas y sobre todo los réditos que sacan de ella. También en estas esferas derivadas y con los productos artificiales comercializados allí aprovechan los principios y siguen la lógica del enriquecimiento a través de la especulación, que ya caracterizan sus negocios prestamistas más elementales y normales: comercializan “riesgos” y ganan dinero con ello. Así se comprometen al meritorio crecimiento de su poder financiero que les hace capaces de dotar de capital las empresas de los demás sectores –y desde luego también a sus iguales– en cualquier dimensión que ellos consideren útil y justificable para su especulación y que se puedan permitir. De capital en el sentido de la fuerza productiva emancipada del dinero, convertida en mercancía. Si la banca fracasa con estos negocios especulativos –como en la crisis actual– y, siguiendo la lógica de sus compromisos especulativos, arruina continuamente su poder financiero hasta casi anularlo completamente, necesitando al Estado para no tener que declarar la nulidad de su mercancía, entonces facilita la prueba más enfática de que su éxito es idéntico al bien general del negocio capitalista, y los conflictos de intereses que entonces se avivan, tanto como las quejas indignadas sobre una grave infracción de obligaciones por parte de banqueros codiciosos lo confirman: donde se destruye el capital financiero, la acumulación capitalista en su totalidad está en las últimas.
La facilitación de dinero, atribuida y encargada al negocio crediticio, incluye la tramitación de los pagos en la sociedad. Para esta tarea los bancos han desarrollado la técnica de sustituir dinero por operaciones contables. Estas operaciones representan el intercambio y la mutua compensación de promesas de pago garantizadas por los bancos, o sea de deudas y reclamaciones entre los institutos que administran las cuentas de los pequeños y grandes poseedores de dinero. La importancia político-económica de esta técnica yace en que los bancos crean, en forma de promesas de pago que reconocen y tratan entre sí como medios de pago, la capacidad de pagar que conceden a sus prestatarios – utilizada como anticipo de capital, o sea: gastada y ganada por otros, las promesas de pago creadas por los bancos vuelven a los bancos y les hacen capaces de volver a crear dinero. El dinero que abonan en cuenta a sus clientes, y con el cual todo el mundo paga, representa, por lo tanto, el crédito con el que los bancos financian el anticipo y la rotación del capital del mundo empresarial; se crea y se pone en circulación a través de la especulación en un uso capitalista que justifique con su incremento la creación de la capacidad de pago. Para los depositantes y titulares de una cuenta, este dinero representa ingresos y patrimonios, o sea su verdadera riqueza monetaria; con miras a su origen y su sustancia económica materializa el poder de los bancos de hacer que todas las actividades económicas se lleven a cabo con deudas, y de garantizar esta base con sus propias deudas. La materia con la que un empresariado moderno tramita sus negocios, con la que sus peones saldan sus cuentas y lo que ahorradores ponen en sus cuentas de ahorro y retiran de ellas, son signos para el negocio crediticio de los bancos, derivados de sus negocios especulativos. Este dinero-crédito desempeña todas las funciones del dinero en las que lo emplean los bancos – a base del hecho que toman por supuesto, de que se acredite como fuente de su aumento, confirme su poder financiero y funcione por lo tanto también como medio de compra y pago para todo el mundo.
El uso general de signos de crédito como dinero sirve al propósito, y tiene la consecuencia beneficiosa, de liberar a los bancos, cuando amplían sus negocios, de limitaciones por el volumen de la riqueza monetaria ya ganada en la sociedad y llegada a sus manos, y de corregir la relación en el sentido de que el mundo empresarial puede ganar –y permitir que sus empleados y todos los demás ganen– tanto dinero como el compromiso especulativo de las instituciones financieras le permitan. Esta liberación del negocio crediticio tiene un efecto secundario menos deseado: la extensión de la potencia capitalista de la economía nacional, dirigida a un crecimiento general que sea lucrativo para los prestamistas, tiene la consecuencia de que la potencia del dinero tan abundantemente asequible de efectuar su propio crecimiento sólo es tan grande como el crecimiento total que realmente lleva a cabo; siendo la consecuencia una tendencia a la disminución de este poder, registrada en la economía de mercado moderna como un padecimiento crónico. Los signos de crédito se usan como medios de pago; también como medios de circulación; pero si queda pendiente un crecimiento que justifique su creación, disminuye el potencial de mando sobre trabajo y riqueza que representan – y pierden valor. Siguen garantizando una demanda solvente por mercancías de cualquier clase, cuya extensión corresponde al crecimiento esperado; pero si el crecimiento de la producción capitalista no logra seguir el paso, en resumidas cuentas y en total sólo crecen los precios que al final tiene que pagar todo el mundo empresarial –incluido su público que consume de forma improductiva–. Sirviéndose del crédito, toda la vida comercial capitalista también puede continuar prosperando si empresas y consumidores, sea por qué circunstancias y condiciones que sea, tienen que pagar por su demanda precios que suben; pero el resultado es el mismo: el medio de circulación con su acrecentado volumen no representa un crecido poder monetario, sino nada más que un nuevo nivel pormedio de precios. La libertad de la creación de dinero-crédito tiene, pues, su precio: el beneficioso efecto de impulsar el crecimiento va acompañado por la contraproducente tendencia, peligrosa quizás para el crecimiento, de que se reduce la potencia capitalista inherente en el medio de pago, o sea: el valor de la unidad.
El hecho de que el precio por el uso de deudas como capital y por la sustitución de dinero por signos de crédito puede tener un carácter completamente diferente, lo demuestra la industria financiera en la crisis actual. Antes facilitaba en un volumen enormemente creciente investments y solvencia a sí misma, fortaleciendo enormemente también su poder de abastecer a los demás mercados con dinero-crédito: toda una obra benefactora para el capitalismo. Desde que los especuladores desconfían de sus productos y compromisos, se pierde junto al valor de éstos el poder financiero de los bancos, o sea su capacidad de garantizar sus deudas y con éstas, los patrimonios y los pagos del mundo comercial y del público general; como es sabido, al final “la política” tuvo que salvar la solvencia de la nación. Más drásticamente no se puede demostrar que la riqueza monetaria en la economía de mercado de hecho no consiste en nada más que signos para la arrogancia de la banca de acrecentar esta riqueza con su negocio crediticio.
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La relación entre políticos y banqueros, y especialmente entre los guardianes estatales del dinero y los especuladores profesionales, es todo menos libre de conflictos. Una crisis como la actual produce aún más ciertas desavenencias y agudiza la oposiciones de intereses, sobre todo en materias de las reglamentaciones del comercio. Pero si las más duras controversias se producen sobre la universalmente aceptada necesidad de que el Estado tiene que salvar el capital financiero y sobre las deudas que contrae para ello con la industria financiera, entonces, al parecer, la política y la industria crediticia emprenden, cada una en su propio interés, una causa común. Y esto desde luego no sólo cuando esta causa sale mal: el Estado conoce y reconoce al capital financiero como la instancia decisiva, y las actividades comerciales de los bancos en los mercados de capitales, como el impulso esencial, de la economía que le sirve como fuente de dinero, o sea como base material de su poder. Las reglas que impone a las instituciones crediticias tienen como objetivo esta función, y confirman la importancia del sector. De manera correspondiente, a saber según las condiciones comerciales y los criterios de éxito de este negocio, el Estado aprovecha sus rendimientos para sí mismo, lo incorpora en su sistema de dominio como financiero de su gestión presupuestaria y como instrumento directivo de su economía nacional. Se sirve del poder sobre la vida económica del que dota al capital financiero, para el éxito de la nación.
1. En su calidad de legislador, el poder político atiende al interés privado de bancos etc., igual que al de otras empresas también. A la vez se hace valer la importancia de estos negocios para el funcionamiento de la economía en su totalidad: su “relevancia sistémica”, que se popularizó en la crisis, se tiene en consideración cuando se trata de autorizar las actividades creadoras de crédito y de limitar las libertades correspondientes.
El negocio crediticio necesita de una absoluta seguridad jurídica – o sea de la presencia universal del poder estatal en forma de leyes y de autoridades que imponen su vigor. En esto no se distingue en principio este sector particular de los demás sectores de una economía de mercado. En ella reina la competencia universal por el dinero; no existe otro tipo de cooperación productiva entre propietarios libres que este antagonismo. Y el Estado que dota a sus ciudadanos de este estatus –haciendo completamente abstracción de si de hecho tienen propiedad o no– les ayuda con su poder a cooperar: garantiza una coacción legal que hace que el competir sea una forma viable de interactuar.
La regla básica de este orden y la forma elemental de toda cooperación en la sociedad civil moderna es el contrato, que asegura a los competidores libres, dondequiera y siempre que se necesiten unos a otros, el derecho a recibir una contraprestación reconocida como equivalente por las dos partes, y que les obliga a la contraprestación por un servicio efectuado. Los competidores se deben uno al otro lo que acordaron entre sí, a base de sus intereses opuestos, y sin zanjar su oposición. Esta forma elemental de cualquier relación comercial: un ‘do ut des’ jurídico-obligacional como principio formal de cualquier cooperación, evidentemente se puede aplicar sin más al negocio crediticio, por lo menos a su variante más simple: el acreedor debe conceder una suma de dinero; el receptor se obliga a pagar intereses y reembolsar la suma en el plazo acordado. Bien es verdad que tiene algo de particular esta transacción: lo que se intercambia precisamente no son equivalentes, sino una suma de dinero a cambio del derecho a su incremento. Lo que el Derecho de obligaciones establece en este caso, es el divorcio de la potencia capitalista que reside en un trozo de propiedad en forma de dinero, de esta propiedad, pues tal efecto se produce cuando este poder de incrementarse por sí mismo se convierte en un artículo comerciable. Pero en el derecho civil este rendimiento notable no es nada espectacular; lo trata, poco dramático, bajo el término de ‘préstamo’, y además se dedica con el debido detalle a procurar la seguridad jurídica en el gigantesco sector que los profesionales del contrato de préstamo ya establecieron.
Pues éstos aprovecharon su autorización a montar con dinero ajeno un negocio prestamista, de forma profesional y a cuenta propia, no sólo para ampliar cuantitativamente sus cifras de negocio. Conquistaron una posición dominante, teniendo a su disposición el patrimonio monetario de la sociedad –el dinero guardado y que circula– y creando la solvencia que necesita el mundo comercial para enriquecerse. Todo el dinero que se gana no sólo pasa por sus manos, sino que se origina en sus instituciones en forma de crédito, y consiste de signos de crédito que están cubiertos por nada más que su propia solvencia, basada en su dignidad de crédito. Y todo lo que emprenden los bancos se basa en la autorización que el poder estatal les concede, cuya explotación comercial asegura y cuyo uso vincula a la vez con condiciones restrictivas.
Estas condiciones –y los órganos estatales responsables de imponerlas adecuadamente– se refieren todas al riesgo al que los institutos financieros exponen el patrimonio monetario de la sociedad igual que la capacidad comercial de sus clientes y con ella la acumulación de capital en su totalidad, cuando se enriquecen a través del comercio especulativo con esta base. El legislador exige de las empresas crediticias que tengan consideración con los intereses de su clientela al usar su poder sobre el dinero y la necesidad de dinero de la sociedad para sus propios fines especulativos; en este sentido garantiza buenas costumbres comerciales y justicia en el comercio con dinero. Al mismo tiempo se empeña por asegurar el funcionamiento del negocio que se ha establecido como la decisiva instancia de mando en el comercio capitalista, o sea por el empleo exitoso del poder económico que concede al sector financiero. De esta manera ya la autorización a emprender el negocio bancario tiene ciertas condiciones de admisión; en la Alemania de hoy, por ejemplo, un comerciante individual no tiene derecho a gestionar un banco; al parecer, para el legislador el hombre adinerado ya no es respaldo suficiente para este negocio. Para la gestión de este negocio hay un reglamento extraordinariamente voluminoso – respetar las buenas costumbres comerciales no se confía a la buena voluntad de los profesionales del sector; se codifica hasta el más mínimo detalle. Esta codificación es necesaria ya por el simple hecho de que en este sector no sólo se firman contratos sobre objetos comercializados, sino que se cambia dinero por relaciones contractuales en cuyo contenido la fantasía especulativa de los gerentes financieros tiene vía libre en cuanto a la creación de derechos: a fin de que el dinero –y encima en un inmenso número de variedades y derivados– se convierta como capital en una mercancía comerciable, los productores de esta mercancía se sirven del poder del Estado de derecho; y éste también lo pone a su servicio, pero no quiere ser abusado. Por esta razón, el legislador exige a las empresas financieras repetidamente y en lugares destacados “conocimientos en la materia”, “esmero” y que actúen “en el interés de los clientes”, y una organización de las actividades comerciales que asegure que los conflictos de los intereses entre los diferentes clientes y además entre el banco y su clientela “se minimicen de la manera posible”. Los riesgos lucrativos que construye el sector y que pone en circulación como mercancía, pueden ser arriesgados, pero tienen que ser transparentes, o sea que tienen que hacerse saber, ser en principio comprensibles y tener una forma en la que la distribución de posibles ganancias y pérdidas se pueda calificar de en principio aprobable. A ciertos niveles escalados de la especulación se necesita distinguir sutilmente entre negocios legales, engaño y fraude. En todas estas reglamentaciones, el Estado de derecho no sólo pretende ponderar con justicia los intereses antagónicos de propietarios privados y el peligro de que las empresas financieras pongan en juego, con demasiada imprudencia, dinero ajeno y se inventen para ello jugadas maestras aprovechándose del derecho contractual. También tiene claro que la financiación de la acumulación capitalista nacional mediante el crédito y el uso universal de signos de crédito como medios de pago ponen en juego la riqueza y el crecimiento económico en su totalidad, si de veras suceden los ‘riesgos’ que los bancos contratan y crean con el dinero de sus clientes, y que reparten, diversifican y multiplican revendiéndolos. Por esta razón el legislador hace todo lo que está en su poder para obligar a los institutos financieros a que aseguren sus compromisos especulativos: prescribe ‘respaldar’ los créditos concedidos con un porcentaje definido de ‘medios propios’; exige que créditos grandes, individualmente y en su totalidad, a partir de cierta relación con el ‘capital propio de garantía’ sean avisados a las entidades estatales de control; organiza un control sobre la gerencia de riesgos y liquidez de los bancos; etc. – todo a fin de que éstos sigan siendo los dueños de su economía de deudas, a saber dignos de crédito entre sí y de este modo, solventes, tal y como lo requiere la financiación y tramitación sin fricciones de una vida comercial capitalista continuamente creciente.
El objetivo de una facilitación de crédito y dinero adaptada a las necesidades lo persigue el Estado de derecho moderno no sólo con reglamentos para el negocio bancario, sino con una intervención material en un lugar decisivo en la creación de dinero que emprenden los bancos. La emisión de billetes de banco –o sea de dinero privado en forma de derechos a algún tesoro en el sótano del instituto, y que circulen universalmente– no la concede a las instituciones crediticias. Lo que éstas crean (para tramitar los pagos en la sociedad en sus cuentas, o sea los flujos de pagos que originan y que compensan unos con otros) no es dinero, sino sustituto de dinero; son deudas que contraen e intercambian entre sí a fin de que pase de mano en mano el poder del dinero que ellas transformaron en un artículo comercial, el crédito concedido al mundo empresarial; y esto no lo piensa cambiar. El dinero verdadero al que se refieren los abonos y movimientos de cuenta de los bancos, la unidad de medida y materia definitiva de la riqueza abstracta que sustituye su dinero en cuenta, consiste esencialmente en billetes de banco cuya emisión es el derecho exclusivo del Estado, que la confía a su banco emisor nacional. Estos signos de dinero, y sólo ellos, son definitivamente y en virtud de la ley, el poder dispositivo y cuantificado que el Estado otorga a la propiedad, en forma cosificada. Con este dinero el banco emisor se entromete, por orden del Poder Supremo, en el negocio crediticio de los bancos comerciales. Cambia, según reglas decretadas y continuamente modificadas por él, papeles crediticios de los bancos por medios de pago legales, sirviendo así de fondo de reservas para la gerencia de liquidez con la que los institutos crediticios organizan su solvencia en cualquier momento para demostrar con ella su dignidad de crédito. Con este servicio pone de manifiesto la confianza principal que tiene el Estado en el negocio privado de los bancos como fuente del capital con el que se llevan a cabo los negocios en la nación, y como fuente del sustituto de dinero con el que se organiza en ella la rotación del capital; proporciona el fundamento material de la autorización de los bancos a sus creaciones especulativas. El Estado no resta con ello nada de los riesgos que el sector crediticio asume con sus negocios y a los que expone los patrimonios y el crecimiento capitalista de su clientela. Más bien confirma que quiere el capitalismo de la nación exactamente tal y como funciona. Con su soberanía monetaria respalda el riesgo sistémico originado por el poder del sector financiero, pone en claro que apuesta incondicionalmente por el éxito de este sector. Imponiendo al sistema bancario privado deberes de usar y al usar el dinero legal y concediéndole derechos a financiar su necesidad de liquidez mediante este dinero, el Estado identifica el dinero creado por decreto suyo con la solvencia creada por los bancos mediante su negocio crediticio, y así identifica su poder soberano con el poder privado del sector bancario sobre el capital y el crecimiento en la nación.
Las relaciones comerciales de día a día entre el banco emisor y los bancos privados es el continuo consentimiento practicado del Poder Supremo a que el poder del dinero nazca al mundo en forma de mercancía, a que las empresas crediticias lo doten de un precio y lo faciliten según sus propios intereses comerciales, y a que sea representado por signos de crédito creados por los bancos. El Estado moderno es tan consecuente en este consentimiento que al hacer valer su soberanía monetaria se desliga de cualquier vinculación a una mercancía-dinero de metal precioso, para que su banco emisor pueda crear dinero real a medida de la necesidad de liquidez que desarrollan los bancos acorde con las reglas establecidas del curso de sus negocios. El Estado moderno se ha emancipado de cualquier vinculación –por muy relativizada que sea– a una materia que con sus unidades de peso sirviera como medida de los valores de las mercancías y que con su cantidad disponible en la nación sirviera de fundamento y de reserva de liquidez del sistema crediticio, y además de dinero en metálico en los mercados, y cuya limitada disponibilidad tuviera que tener en consideración el banco central al emitir billetes, y por consiguiente los institutos crediticios cuando crean dinero; el poder estatal establece un carácter absoluto de su soberanía en materias de definir el equivalente general para ponerla enteramente al servicio del comercio con dinero y hacer que surta sus efectos según las necesidades del sistema crediticio. Incluso acepta que su dinero comparta el destino de los signos de crédito con los que los bancos garantizan la tramitación de los pagos y que sufra una crónica pérdida de valor a medida que el volumen total del crédito creado fracasa en su calidad de fuente de crecimiento capitalista: tal y como antaño los billetes de bancos privados tenían que aceptar una tasación de su valor divergente de su valor nominal en oro o plata, según el éxito comercial del respectivo banco emisor y su evaluación por sus competidores en el sector crediticio, el dinero estatal moderno refleja –por mucha interferencia que haya en esta reflexión– la desproporción entre el empleo comercial de los medios financieros de los bancos en su totalidad, representado por su sustituto de dinero, y el éxito total de los negocios financiados con ellos: la potencia capitalista que representa, y con ella su poder dispositivo en general, tiende a disminuir. Para medir este proceso ya no sirve una mercancía-dinero con sus claramente definidas unidades de peso, sino el precio de una definida cesta de mercancías que permite comparar el poder adquisitivo actual de una suma de dinero con el que la misma suma tenía antes; de esta manera se mide el poder del dinero en el transcurso del tiempo en relación consigo mismo, y se calcula una tasa anual de la pérdida de valor. Ésta demuestra que con el dinero estatal moderno se ha perfeccionado la subordinación del equivalente general bajo su servicio como mercancía del capital financiero: la misma “medida de valores”, el dinero no sólo en su calidad de norma, sino como existencia material de la riqueza capitalista en su forma perfecta, tiene un valor relativo a su aplicación exitosa como medio de crecimiento del sector crediticio.
Precisamente por esta razón se sobreentiende que el legislador vincula la autorización práctica del sector crediticio de usar la moneda de curso legal como instrumento y según las necesidades de su negocio, con condiciones que pretenden obligar a los bancos a evitar riesgos crediticios injustificables, a solo invertir el dinero de una manera que garantice que sean capaces de enfrentar por propio esfuerzo todos los posibles exigencias en cuanto a su capacidad y disposición de pagar, y a cuidar de la estabilidad del valor monetario cuando impulsan con sus fines lucrativos el crecimiento general. En beneficio de la solidez de su especulación son obligados a guardar reservas mínimas de dinero real en relación con sus diferentes deudas –dinero real, según los expertos, se distingue de haberes y créditos esencialmente por su liquidez incondicional– y de comprobarlas en forma de haberes en una cuenta del banco emisor y de fondos en metálico. Como cualquier suma que se emplea como reserva de liquidez, desde la perspectiva del negocio bancario, es una suma desaprovechada, a saber restada del volumen de posibles créditos y representando en este sentido puros gastos, esta reglamentación de reservas mínimas se fija con intención en un nivel muy bajo; al fin y al cabo, lo que se espera del negocio bancario es que crezca de manera sólida. El mismo doble objetivo tienen las ‘operaciones de mercado abierto’ entre el ‘banco de los bancos’ y sus clientes: con la facilitación de liquidez se amplía el margen para la creación de dinero; el peligro de que el negocio crediticio se hinche de forma insana y de que la coyuntura se sobrecaliente, provocando un efecto inflacionista, se piensa enfrentar absorbiendo medios líquidos.1
La posibilidad de una quiebra de bancos individuales desde luego no se excluye con estas medidas preventivas – pues éstas no van destinadas contra el negocio del capital financiero con riesgos, sino a su sostenibilidad. Por esta razón, las bancarrotas se preven explícitamente en una reglamentación especial de insolvencia, a fin de que se pueda liquidar sin perjudicar al sistema general. Un fondo de garantía de depósitos, ordenado por la ley, impide además, o por lo menos mengua, pérdidas injustificadas de patrimonios privados, asegurando así la posición de los comerciantes de dinero como fiduciarios del patrimonio monetario de la sociedad. Y antes de que el perjuicio que una bancarrota causa a sus socios competidores dañe la potencia del sector de crear créditos, el banco emisor prefiere cambiar sus condiciones para refinanciar la necesidad de dinero por parte de los bancos privados, para que éstos en todo caso no dejen de ser solventes.
Las crisis financieras, como bien se puede observar en la actual, eliminan las atrevidas igualaciones –de deudas y capital-dinero, de promesas de pago de los bancos y capacidad de pagar de la sociedad– que establece el sector crediticio y que el Estado dota de vigor legal empleando su dinero real. La obligación legal de que las empresas financieras comprueben en su relación con el banco emisor, al usar el dinero garantizado por el poder soberano como una parte segura de sus reservas de liquidez, la confiabilidad de su negocio con riesgos crediticios, se convierte en la innegable necesidad para el guardián de la economía capitalista de asumir la responsabilidad para la solvencia del mundo comercial que sus creadores, los bancos privados, ya no son capaces de garantizar, y de rescatar con el dinero del banco emisor el crédito de la nación. Esta medida pone de manifiesto lo que no se considera digno de atención mientras todo funcione: con la autorización a crear crédito y dinero, el Estado moderno social y de derecho pone el destino económico de su sociedad de hecho en manos del capital financiero.
Se notan asomos de lo que significa esto cuando los expertos problematizan el moral hazard (riesgo moral) que el Estado permite a los especuladores al encargarlos de facilitar dinero y crédito al mundo comercial: al final no puede negarse a rescatar con su dinero los bancos de negocios fracasados que amenacen su existencia; y de esta certeza se aprovechan los jugadores del sector para emprender negocios irresponsables; aún más cuando sus empresas son too big to fail: o sea, demasiado grandes como para que la economía de mercado pudiera sobrevivir su eliminación. Si por eso la ley debería limitar las dimensiones de los institutos crediticios, o si a la inversa el volumen es el mayor argumento por la estabilidad y el rendimiento de una empresa y la mejor medida preventiva contra el peligro de una quiebra – este tipo de preguntas se discuten apasionadamente. Así el caso negativo del fracaso que se tiene que evitar a toda costa pone sobre la mesa la importancia del negocio de los bancos privados en el sistema político-económico imperante. De hecho se trata de una parte esencial de la razón del Estado capitalista: el soberano moderno insiste en que el patrimonio monetario de la sociedad se emplee completa y permanentemente de forma capitalista, y hace que todo lo demás dependa de esto; quiere que el dinero nazca al mundo siempre y exclusivamente como capital-dinero. Este interés lo ve realizado en el negocio crediticio y garantizado por el interés particular de las empresas financieras. Es por esta razón que autoriza estas empresas a asumir con su forma de enriquecimiento capitalista la dirección sobre el crecimiento nacional, y todas las precauciones que toma van destinadas a que éstas en su sistémica y benéfica avidez comercial hagan debidamente lo suyo – lo cual equivale a que tengan éxito. Por esta misma razón pone su soberanía monetaria al servicio de la economía crediticia que emprende el capital financiero y cuyas modalidades prescribe al sector siguiendo sus propias costumbres comerciales y estrategias de éxito. La intromisión del banco emisor con su moneda legal en la gerencia de liquidez de los bancos es la prueba práctica de la confianza fundamental y sistémica del poder político en la banca como instrumento suyo para gestionar adecuadamente la economía nacional. El soberano mismo define la causa económica de la nación de tal manera y la establece de tal modo que aviva y fracasa según el negocio del sector crediticio.
2. Para el Estado en su calidad de gerente de un presupuesto, el crecimiento capitalista es la fuente de los medios financieros con los que se paga la soberanía política. El gobernar apunta a cuidar del éxito de su economía de mercado, y en relación con este objetivo, justamente el empleo eficaz del poder estatal se convierte en un gasto. Las necesidades de éste, financiadas mediante impuestos y deudas, son por tanto objeto de continua ponderación, que bajo circunstancias democráticas degeneran en espectáculos justificativos. Sin embargo, siempre terminan por aprovisionar la Hacienda pública conforme al capitalismo: el sector financiero de la economía es el instrumento de la economía estatal, lo cual no obstante no perjudica a la banca; más bien sus servicios de los que se vale el Estado hacen que aumente, otra vez más, su poder.
El Estado emplea su poder soberano para organizar la explotación de su pueblo –o sea la movilización y la explotación de sus fuerzas productivas, que es la base económica de su poder– en una esfera divorciada de él como un sistema del enriquecimiento particular, y para encargar el poder de la propiedad privada, centralizado en el sector financiero, de dirigirlo. Para gobernar se sirve del dinero, cuyo aumento es el objetivo de su economía. El interés particular por la ganancia, el poder del que dota la propiedad y que ve bien custodiado en las manos del capital financiero, y el crecimiento capitalista que así se crea, son, para él, la fuente para cubrir sus necesidades.
Al aprovecharla nacen algunas obligaciones para el soberano. El dinero que necesita y que quita en forma de impuestos del círculo económico de su sociedad, son para él una merma de la rentabilidad de su base económica; los políticos modernos son tan ilustrados que califican, en el consenso con su élite económica, el Estado y su propia actividad como un gasto improductivo. En este sentido, el Poder Supremo se obliga a tratar con cuidado la propiedad, y sobre todo su empleo para su acrecentamiento, cuando la usa para sus propósitos, y se incita a economizar sus recursos. Al mismo tiempo, el sistema del enriquecimiento capitalista –aparte de las necesidades del mismo aparato de poder nacional– requiere todo un catálogo de tareas estatales que ningún estadista ni puede ni quiere pasar por alto: desde la infraestructura hasta el sistema educativo y desde la administración de justicia hasta la administración del mercado laboral, la política, subdividida en diferentes ámbitos de competencia, se preocupa de todo lo que un capitalismo exitoso necesita en materias de condiciones comerciales y de todas las consecuencias intolerables que produce.
La necesidad con la que el Poder Supremo se ve confrontado –de alimentar la propia soberanía y de mantener una economía de mercado y hacerla prosperar y aumentar su eficacia– es contraria a la máxima de ser una carga mínima para la base capitalista. Reconciliar los dos aspectos, financiar todo lo que se considera necesario y gravar en la menor medida posible la riqueza programada a crecer, es la tarea de la política presupuestaria moderna. Hay pocas cosas por las que los responsables se peleen más y con más devoción que por la relación adecuada entre los gastos para una soberanía útil y la economización al gobernar.
Con su gestión presupuestaria el Estado remodela ampliamente el balance general de la sociedad que gobierna. Con el dinero que saca de ella y que gasta para sus fines soberanos, incentiva negocios y crea sectores enteros en las que empresas encuentran su fuente de beneficio, y por lo tanto ante todo los institutos financieros, buenas oportunidades para conceder crédito e invertir capital. Así su consumo impulsa decisivamente la acumulación de la riqueza capitalista. Bien es verdad que ésta es frenada por el hecho de que el Estado reduce con sus impuestos los ingresos privados y grava la rotación del capital con gastos adicionales. Pero con el capital financiero tiene de su parte una institución que genera, a base de ingresos futuros, solvencia actual. El Estado aprovecha esta habilidad emitiendo títulos de valor –anticipando futuros ingresos fiscales, o sea en virtud de su poder dispositivo soberano sobre el dinero de su sociedad– y transformándolos mediante los mercados de capitales en medios financieros líquidos. Con esta forma de financiarse empeña aquellos futuros ingresos fiscales, y los competentes políticos financieros suspiran al pensar en la cuota alta y continuamente creciente del presupuesto nacional que se tiene que destinar al servicio de la deuda. Pero los mismos expertos financian estos pagos completamente y con la mayor naturalidad mediante nuevas emisiones de títulos de valor; hablan de ‘nuevo endeudamiento neto’ cuando se hacen con más medios presupuestarios mediante cada vez nuevas deudas. Lo que se capitaliza no son, por tanto, los futuros ingresos fiscales, sino ingresos de futuras tomas de crédito; los impuestos del futuro crecimiento económico sirven para comprobar la potencia del Estado de crear cada vez más crédito.
El sector crediticio sabe apreciar este método estatal de hacerse con dinero: dispone así de títulos de valor que considera particularmente seguros, precisamente porque no resultan de frutos de negocios capitalistas, sino que los garantiza la soberanía del poder estatal que administra una economía creadora de beneficios. El rédito de estos títulos es bajo en comparación. Pero su fiabilidad los convierte en un asiento que no puede faltar en ninguna cartera de valores, y contribuye a la solidez del negocio especulativo y a aumentar la potencia del sector de actuar como financiero de la futura acumulación capitalista. De esta manera el Poder Supremo no sólo mengua con esta forma de financiarse la carga que él constituye para el crecimiento capitalista: aumenta el poder crediticio con la que la banca impulsa este crecimiento. Las coyunturas de la acumulación capitalista nunca empiezan sin la fuerte intervención del Estado.
El aprecio fundamental que gozan los títulos de valor del Estado no ahorra para nada a este segmento del capital ficticio el examen crítico por parte del sector especulativo. Lo que se examina es, como siempre, la fiabilidad económica del emisor: con qué grado de seguridad se puede contar con los prometidos intereses futuros que justifiquen la toma de crédito del Estado y la consideración de estas deudas como capital-dinero. Naturalmente los ingresos no pueden ser ganancias esperadas, puesto que el Estado usa el dinero prestado de una manera improductiva; aunque los políticos financieros dediquen parte de su presupuesto expresamente a fines ‘de inversión’ y quieren que sus deudas sean reconocidas por esta razón como económicamente justificadas: el Estado no produce mercancía alguna cuya venta prometiera beneficios. Lo que convence a los acreedores de la cualidad de los papeles estatales es, ante todo y fundamentalmente, la perspectiva de un crecimiento económico nacional que promete crecientes ingresos fiscales para el presupuesto estatal. El criterio para la concesión de este crédito no es –como en los demás casos de créditos a consumidores improductivos– la capacidad del cliente de liquidar las deudas a base de ingresos corrientes; si este fuera el criterio, ya no existiría ningún soberano digno de crédito en el imperio global de la economía de mercado. Los profesionales del negocio financiero dan por supuesto que los empréstitos estatales –igual que los títulos de valor de empresas exitosas– se pagan con nuevo capital ficticio. También se acostumbraron a que lo mismo vale para los intereses que el Estado tiene que pagar. Su cálculo y su apuesta es que habrá una relación entre el aumento de las emisiones estatales y el crecimiento de la riqueza social (fondo para posibles impuestos), que la comunidad de los inversores califique de sostenible y que atraiga suficiente interés de éstos por invertir dinero en investments del Estado. La relación entre esta demanda por títulos estatales y el volumen de la oferta define el primero y decisivo factor para el tipo de interés que tienen que prometer estos investments en el momento de su emisión, y también para la permanente tasación de valor en la especulación: esta tasación es tanto peor, y el interés reclamado, tanto más alto, cuanto más modestas son las perspectivas de una futura acumulación capitalista a nivel nacional, y cuanto mayor en relación, el aumento de las deudas estatales. De esta manera, mediante la cuantificación de su confianza, calculada con precisión hasta el segundo decimal, el capital financiero confronta al Estado con la exigencia de que su toma de crédito se justifique económicamente por el continuo acrecentamiento de la riqueza productiva de su sociedad.
Desde luego, el crecimiento futuro, al que de forma especulativa se pone en relación el volumen de las deudas estatales, es por su parte una magnitud especulativa: un asunto de negocios crediticios. El nivel del tipo de interés que tienen que pagar las empresas privadas, y la tasación del valor del capital ficticio con el que éstas financian su negocio, toman como referencia el rédito de los empréstitos estatales –rédito que por regla general marca, por la extraordinaria seguridad de estos papeles, el rédito mínimo de negocios prestamistas–; al mismo tiempo la cualidad de los títulos empresariales determina el tipo de interés y la tasación del valor de los empréstitos estatales, porque Hacienda compite con el mundo comercial privado por el dinero ajeno y tiene que hacer ofertas lucrativas.2 El arte de la especulación comparativa se reta además de manera especial por el hecho de que la demanda de crédito por parte del Estado y aquella por parte del mundo comercial dependen del curso coyuntural de maneras diferentes: la demanda empresarial es alta tanto en fases de un próspero crecimiento general como en la fase crítica cuando a causa de la contracción de los mercados faltan ingresos necesarios para saldar la deuda; ambos casos, por razones opuestas y para fines opuestos, permiten al negocio crediticio precios altos por el dinero; a la inversa, hay poco que ganar para los bancos cuando quiebran las empresas que ya no consideran dignos de crédito, pero también cuando las empresas restantes vuelven a empezar a base reducida con la acumulación. Precisamente entonces, o sea cuando el crecimiento económico impulsado por el presupuesto llega a sus autocreados límites y los ingresos fiscales se reducen por la recesión, la necesidad financiera del Estado suele crecer. Todo esto entra en la cuenta que el capital financiero presenta al Estado cuando evalúa críticamente su escasez de dinero e invierte en su capital ficticio.
A esto se añade la factura que los bancos extienden a sus prestatarios y por supuesto también a la hacienda pública por los efectos negativos que un capitalismo moderno produce en el valor del dinero. Con el uso universal de deudas como mercancía cuyo valor de uso es ser capital, y con el uso de signos de crédito como medios de pago, los comerciantes de dinero producen una discrepancia creciente de anticipo y crecimiento en la que, entre otros efectos perjudicales, se basa el mal crónico de la devaluación monetaria; en su calidad de creador de un volumen continuamente creciente de capital ficticio que (inclusive los intereses) se refinancia mediante nuevas deudas, el Estado contribuye decisivamente a esta tendencia. La banca, afectada por la disminución del valor de uso de su artículo comercial, sabe resarcirse: mediante un recargo sobre el precio que pide; y lo pide de modo preventivo, como es natural para especuladores profesionales. Éstos utilizan a sus prestatarios en su totalidad, y por lo tanto también la hacienda pública, para que su negocio crediticio en todo caso rente bien para ellos, aunque el crecimiento general de la riqueza capitalista deje mucho que desear en relación con las deudas nacionales.
Así el Estado se ve confrontado, en todas sus fructíferas relaciones comerciales con el sector crediticio que le garantiza la necesitada libertad financiera en la gestión presupuestaria, con el poder que otorga a este sector. El mismo Poder Supremo que pone su soberanía monetaria al servicio de la creación privada de crédito, y cuyo banco emisor garantiza con su moneda legal la necesaria confianza en el negocio privado con la facilitación del dinero a la sociedad, necesita para su gestión presupuestaria a su vez de la confianza del capital financiero privado en que sus títulos de deuda sean justificados por el futuro crecimiento económico que se emprende en su nación y con su dinero. No sólo depende económicamente de los impuestos que le proporcionan las actividades comerciales privadas en su sociedad, sino que en su gerencia soberana de esta fuente de dinero se hace dependiente de los cálculos especulativos de los comerciantes de dinero. Su juicio normalmente resulta positivo. Pero si el creciente endeudamiento estatal y el futuro crecimiento de la economía divergen demasiado según el juicio de los acreedores –o incluso según las pautas oficiales de la creación de dinero–; si quizá la devaluación de la moneda legal ya vaya aumentando mientras que el Estado sigue tomando cada vez más crédito: entonces el Poder Supremo de verdad tiene un problema. Primero con los gastos de su endeudamiento, luego quizá con la venta de sus títulos. Está claro que con esto no acaba la política monetaria. El Estado lo tiene en sus manos comerciar él mismo su propio capital ficticio. En el caso normal basta con retirar varias normas legales para una fiable gerencia de liquidez y para el acceso a la liquidez estatal; en casos de urgencia, el banco emisor garantiza el valor de los títulos de deuda del Estado y que en cualquier momento se puedan cambiar por dinero, o se encarga directamente de comprarlos él mismo para dotar así la hacienda pública de medios de pago. Si se conserva o se restablece o no el poder económico del dinero de incrementarse por por sí mismo, y encima de una manera que la especulación en el poder financiero del usufructuario político de este poder, el monopolista de poder de la sociedad, vuelva a ser rentable; si gracias a los impulsos estatales se incentiva o no la valorización de la riqueza capitalista en general y en dimensiones que garanticen que la dignidad de crédito del Estado esté por encima de cualquier duda y que el poder del sector bancario de crear crédito esté a la altura de poder enfrentar todas las exigencias: todo esto es muy cuestionable.
Lo que está fuera de cuestión son las medidas que tiene que tomar una política responsable para que no sucedan dificultades y apuros así.
3. En distinguidos ámbitos, el Estado se dedica al propósito de acreditarse como patrocinador de una economía prosperante, en vez de ser una carga para el crecimiento capitalista: con las políticas fiscal y económica, coyuntural y monetaria intenta asegurar el éxito al crecimiento económico nacional. Este propósito le lleva a hacer consideraciones de índole especial sobre la relación coste-beneficio. Su realización práctica sucede utilizando la industria financiera, contraponiéndose permanentemente a cuestiones presupuestarias, y abriendo nuevos negocios para los bancos – y pone definitivamente en claro la relación entre el poder estatal y el negocio financiero.
El Estado parte de la convicción de que la causa económica de la nación –el sistema del enriquecimiento privado y su aprovisionamiento con los medios comerciales dinero y crédito– está al mejor recaudo si los capitalistas financieros hacen con ella, a cuenta propia y según sus cálculos de lucro, su negocio particular; asiste y controla el sector con miras a este principio. Aprovecha el poder económico que le concede de este modo, como instrumento para financiar su presupuesto y para beneficiarse y cuidar de su economía nacional mediante su gestión presupuestaria: el servicio del mercado de capitales, de convertir su necesidad de dinero en dinero, le da la libertad de financiar las necesidades de su soberanía. También esta libertad tiene su precio: los acreedores del Estado (el cual realiza sus actividades con dinero y crédito) y las consecuencias económico-financieras de sus deudas recuerdan el Estado de manera práctica de que la razón económica de su soberanía es el crecimiento de la riqueza capitalista, el cual requiere, primero y ante todo, que los negocios financieros en la nación salgan continuamente bien. Asegurar esto es la prueba decisiva para su gestión presupuestaria. Con ello se cierra el círculo: como el Estado convierte la causa económica de la nación en un negocio para la banca, entonces convierte el éxito del negocio bancario en la causa nacional.
Las tareas que se originan de este objetivo para la gestión de la hacienda pública, las descubren los responsables en su permanente diálogo democrático con los grupos de intereses que compiten en la nación. En el mundo entero llegan siempre a la misma conclusión: el primero y más importante deber económico del Estado es estimular el crecimiento, a saber un crecimiento sólido y sostenible. De esta comprensión fundamental resultan pautas para la política presupuestaria y para lo que se exige de la economía nacional y cómo hay que estimularla, y también los criterios de un exigente control de los resultados – siempre y por todos lados los mismos.
– Los impuestos se organizan en las naciones modernas de una manera que acompaña el proceso capitalista de añadir valor y quita al final a los ciudadanos, según sus capacidades, partes de sus ingresos o de sus ganancias respectivamente. Este método es completamente lógico; al fin y al cabo en el Estado moderno, la dominación legal y explotación económica de quienes efectúan el trabajo y crean la riqueza social están desunidas, y la soberanía política vive de la productividad del sistema del enriquecimiento privado. Al mismo tiempo esta forma de imposición asegura por principio que los ingresos estatales se orienten en la lógica del enriquecimiento privado y que tomen como norma el éxito de este enriquecimiento; esto hace que la confiscación de Hacienda sea tan favorable al negocio capitalista como más no se puede esperar de una expropiación soberana de propietarios privados. Pero con este principio no es que todo esté arreglado de una vez para siempre. Cuando el Estado expresamente establece el fomento del crecimiento económico general como su prioridad principal, entonces su presupuesto no puede ser la variable de los resultados del respectivo sistema tributario actual. Por consiguiente, los guardianes del bien común escuchan atentamente las quejas de quienes pueden demostrar de forma convincente que su carga fiscal perjudica el crecimiento general, y tienden a probar el efecto sobre el crecimiento que tienen desgravaciones concretas. Por el otro lado, referente a los ingresos de los consumidores finales que tienen poco o ningún efecto positivo sobre el crecimiento, prueban continuamente los límites de posibles gravaciones. Por ello forma parte de cualquier respetable sistema fiscal el hecho de que se reforme continuamente.
– Las tareas, para las que el Estado tiene que gastar dinero, se derivan de una manera bastante inamovible de las necesidades que tiene su sociedad civil con su idilio capitalista en cuanto al ejercicio de fuerza, y además de la necesidad de su propia soberanía. Pero en lo que se refiere al correspondiente gasto requerido, si toda la preocupación tiene que centrarse en el crecimiento de la economía nacional, es imposible que los políticos competentes para los respectivos ámbitos tengan la última palabra cuando se comprueba la conveniencia de sus tareas. Los ministros de Hacienda y de Economía tienen que someter todos los gastos a un examen de cuánto sirven para incentivar la economía, y establecer prioridades claras. Para bastantes partidas presupuestarias, a saber para aquellas que según una diferenciación dictada por el interés de incentivar la economía se califican como puros ‘gastos de consumo’, vale la regla de que no es que la causa justifique los gastos, sino que los recursos asignados definen cómo se ha de definir la causa que está para hacer. En particular donde la asistencia a las víctimas del sistema cuesta dinero, la idea de la responsabilidad propia a la que tiene derecho el ciudadano moderno gana vigor en este contexto; hasta se critica el sistema de la permanente tutela por parte del Estado. Por el otro lado los políticos convencidos del sistema capitalista descubren, por iniciativa propia o aconsejados por sus colegas de la economía, numerosos sectores comerciales en los que el “mercado”, en todos los demás casos y en principio el único verdadero mecanismo de dirección, no regula todo de la mejor manera posible: donde las inversiones importantes para el crecimiento nacional les parecen demasiado arriesgadas a los inversores privados, el Estado tiene que ayudar asumiendo el riesgo o facilitando medios de inversión. Para ello no puede limitarse a las sumas que sobraran de los ingresos fiscales para la respectiva incumbencia: para gastos soberanos que se reconocen como ‘gastos de inversión’ tiene que haber suficiente dinero. También se descubren continuamente inteligentes combinaciones entre el imperativo de reducir los gastos y el de subvencionar negocios y sectores comerciales. Unos políticos sociales extraordinariamente avanzados, por ejemplo, tenían la idea de que tendría que ser posible redefinir el ámbito de la asistencia a la pobreza (por lo menos en los sectores de pobreza entre los ancianos y el sistema de salud para personas no adineradas) como una oportunidad de ganancias para compañías de seguros: esto ahorraría la redistribución de los ingresos salariales, que la economía ya lleva mucho tiempo considerando como un encarecimiento insostenible del trabajo mediante costes no salariales; esto rentaría para un sector entero del capital financiero; y en este caso, también el dinero de los impuestos que a lo mejor se tendrían que recaudar tendrían por fin un efecto realmente benéfico. Entretanto, el Estado ya se deshace de numerosas tareas de infraestructura: la privatización de correos y de ferrocarriles no es realmente barata, pero los necesitados recursos presupuestarios, si se gastan en la financiación inicial para impulsar un negocio floreciente, sirven para fines mucho más importantes que si se gastaran en alimentar a empleados y funcionarios públicos, que al cumplir las reglamentaciones burocráticas de permanentes inspecciones, por ejemplo, sólo contribuyeron a frenar el funcionamiento de los trenes de cercanías. La mayor potencia imperialista del mundo ya compra numerosos servicios bélicos de empresarios capitalistas...
– La libertad para su política presupuestaria dedicada a incentivar el crecimiento la adquiere el Estado en los mercados financieros. La confianza de éstos le permite abrir nuevos setores comerciales mediante la privatización de propiedad pública y tareas públicas; la demanda por sus títulos financieros, que los bancos organizan, le dota de los recursos para su consumo y subvenciones más allá de los límites de las sumas que Hacienda les quita a los ciudadanos. En tiempos de prosperidad, cuando la economía ya crece de por sí, el Estado acelera de esta manera la acumulación de capital – contribuyendo así con su aportación particular a que los métodos de hacer ganancias contraríen su propio propósito, a que un exceso de capital busque y no encuentre objetos para una inversión lucrativa, y a que, por consiguiente, se baje la tasa de crecimiento hasta llegar a la recesión y la crisis.3 En esta fase, el guardián del bien común capitalista se ve obligado a tomar medidas en contra; con programas coyunturales que en beneficio de reactivar la economía definen como propósito político el simple gastar dinero por gastarlo, desde luego en los lugares adecuados, aumentando para este fin la suma de créditos tomados por el sector público. En esta situación colisionan, sin embargo, la necesidad con la facilidad de contraer deudas, y el crecimiento reactivado, con su solidez; quizá aumenten los intereses y la tasa de inflación. En todo caso –no sólo en situaciones tan críticas, pero en éstas aún más que en otras– la política presupuestaria del sector público necesita de complementarse por un comportamiento cauteloso del banco emisor, que garantiza y regula la libertad de la industria financiera: éste tiene que servir con la adecuada política monetaria al objetivo de un indestructiblemente sólido crecimiento económico.
Su servicio esencial para el sistema del capitalismo moderno lo rinde el banco emisor del Estado acabando con la tradición de una mercancía-dinero real, originalmente producida como valor de uso, sustituyéndola por billetes de banco como medio de pago legal, acreditando el signo de crédito de los bancos privados como plenamente vigente sustituto de dinero mediante el intercambio de dinero legal por sus títulos de valor, y convirtiendo así el mismo dinero estatal en un recurso auxiliar –y su valor, en la variable relativa– del negocio crediticio de los bancos, o sea de su efecto incentivador de crecimiento. Este logro, sin embargo, no es el objeto de la preocupación de los expertos. Éstos se dedican, en la teoría y en la práctica, a las consecuencias que tiene la creación estatal de dinero para el curso de los negocios en la economía de mercado, y más concretamente, a cómo dirigir con sabiduría la vida económica nacional. Hacia el éxito, por supuesto; el hecho de que se trata de fomentar el crecimiento, y que el ‘banco de los bancos’ incentive fuertemente las actividades de los bancos privados facilitándoles la liquidez, se sobreentiende, pero los legisladores de algunos países lo apuntan expresamente en el catálogo de las tareas del supremo instituto crediticio. Este propósito va acompañado –en el caso del BCE en una posición muy superior– por otro que es superar un problema secundario que nace sin falta de la subsunción del dinero a las necesidades del sistema crediticio y de los ‘impulsos para el crecimiento’ que produce y debe producir un dinero así: en y mediante sus productivas relaciones comerciales con los bancos privados, el banco emisor debe garantizar el valor del dinero y evitar la creación de burbujas financieras.
Pues el valor del dinero y la solidez del crédito están notoriamente en peligro; esto lo conocen los productores y guardianes del dinero nacional como un hecho asegurado. La industria financiera hace todo para aumentar sus cifras de negocios y sus ganancias; el Estado con su política presupuestaria fomenta políticamente el crecimiento y contribuye de forma masiva a que aumente el volumen de los títulos crediticios. Y los políticos monetarios conocen las consecuencias, a saber el fenómeno de la sobreacumulación, aunque sin comprender la esencia del asunto que se resume en este término: saben que el sector crediticio conoce una inflación de los assets que culmina en una caída de los títulos especulados hacia alturas extremas; y experimentaron demasiadas veces que un crecimiento financiado a base del crédito en resumidas cuentas no beneficia en nada la utilidad capitalista del medio comercial, como señala su decreciente poder adquisitivo pormedio evaluado en las estadísticas. Ya que no se puede evitar este efecto molesto, el banco emisor por lo menos debe y pretende frenarlo hasta un nivel tolerable para la economía.
La situación objetiva de la que se ocupan los guardianes del dinero es la falta de crecimiento, defectivo en relación con el volumen del crédito creado para el crecimiento y que el crecimiento tiene que justificar. Cuenta también entre las consecuencias de esta desproporción el hecho de que un montón de negocios especulativos se desvanecen en nada, y que en general el poder de mando del dinero sobre las fuentes de su crecimiento va disminuyendo. Este problema lo piensan enfrentar los mandantes y los funcionarios del banco emisor interviniendo en el volumen de la creación de crédito: limitando de la manera adecuada el volumen del dinero prestado –así es la idea fundamental de su política monetaria– tiene que ser posible eliminar los molestos efectos inflacionistas. En realidad, claro, la falta de potencia del crédito –o sea, el éxito capitalista muy parcial, quizá incluso nulo, del negocio nacional financiado por él– no se puede remediar mediante una reducción de su cantidad. Sin embargo, los expertos de la política monetaria toman la sobreacumulación de medios financieros, que se expresa en forma de burbuja financiera o en una disminución del valor del dinero –o en las dos formas, o quizá en una crisis– desde la perspectiva del dinero prestado o invertido como un problema de la cantidad inadecuada. Responsabilizan la cuantía de que los recursos comerciales no se valoricen – como si la especulación tuviera que salir bien al cien por cien si sólo los especuladores dejaran de especular a tiempo. Para esta perspectiva tienen una razón práctica: la cantidad del dinero-crédito metido en la circulación es el único factor en que el banco emisor es capaz de influir. Y los expertos también disponen de un argumento teórico: según los modelos de las ciencias económicas, hay por regla general un equilibrio en la relación de demanda y oferta, lo cual vale también para el dinero y para el crédito; si hay efectos molestos o hasta catastróficos, tiene que haber algo que disturbó fundamentalmente la tendencia al equilibrio propia del sistema; y la causa de una alteración así se manifiesta inmediatamente en el fenómeno que se pretende explicar: si fracasan créditos y el dinero se devalúa, entonces el crédito fue demasiado exactamente en la cuantía fracasada, y del dinero también había demasiado más o menos en la medida del porcentaje de devaluación que indica la inflación oficial. Para que las relaciones crediticias sean sólidas y el valor del dinero, estable, se precisa la correcta cuantía de la oferta de dinero – o sea que hay que fijar el indicador de la falta de crecimiento antes de que alcance la zona roja, o sea antes de que indique un exceso en la creación de dinero y crédito; entonces no puede haber desproporción que ponga en peligro el equilibrio y el crecimiento. Manipular las condiciones para que exista esta medida correcta, es la tarea del banco emisor.
Para ejercer en este sentido influencia sobre la creación de crédito por parte del sector bancario, los gerentes modernos del banco emisor definen la escasez de la liquidez facilitada por ellos como la tododecisiva condición de estabilidad. Para determinar el volumen adecuado, esta máxima general desde luego sirve muy poco; y cuando los estadísticos calculan una tasa de inflación y las burbujas estallan, permitiendo deducir la extensión del exceso de medios comerciales, ya es demasiado tarde para exitosas medidas directivas. Tanto más viva es la disputa de opiniones sobre los pre-indicadores con el mayor valor informativo y las magnitudes de cálculo más fundadas. Se caracteriza no sólo por la competencia de escuelas científicas, verdaderas modas y muchas matemáticas, sino también por divergentes posiciones políticas. Pues sobre la cuestión de cuán estricto debe ser el régimen de escasez, difieren las opiniones; los defensores de una facilitación restrictiva de liquidez de los bancos en beneficio de un negocio crediticio completamente sólido y un valor estable del dinero siempre se encaran a un bando que exige más libertad y mayores impulsos para la creación de crédito de los bancos, en beneficio de un crecimiento mayor y de facilitar al sector público la contracción de deudas, y desde luego también en beneficio de un auge continuo; y ambos lados disponen de un concepto prognóstico adaptado a su propósito. Y por supuesto también de la correspondiente receta estratégica para equilibrar ofertas y demandas de crédito y para detectar el punto donde el banco emisor aún impulsa crecimiento real sin financiar ya una inflación general, y garantiza precios estables sin reprimir el crecimiento.
Siempre se opera con los parámetros normales del negocio crediticio: con la oferta de dinero que el banco emisor concede a los institutos crediticios o que pretende volver a comprar de ellos; con las plazas de las transacciones correspondientes; por fin y sobre todo con los intereses. Todos los políticos monetarios se basan en la experiencia de que durante el auge económico los intereses son altos, pero no suficientemente altos como para evitar que la economía se sobrecaliente y que el negocio crediticio produzca burbujas que previsiblemente conducen a que estallen y a que los negocios fracasen. Por ello el banco emisor tiene que reducir la liquidez para que los bancos no puedan ampliar a su gusto el negocio prestamista, y hacerla tan cara como para garantizar que éstos sólo inviertan en negocios sólidos. Ambas cosas, no obstante, las tiene que cambiar justo a tiempo, facilitar su dinero en mayores cantidades y a un precio menor, para que la reducción del crecimiento que con seguridad llega en algún momento no desemboque en la caída temida. Pero hágase lo que se haga para dirigir la coyuntura mediante la gerencia de liquidez de los bancos: a la acumulación capitalista financiada a base de crédito con sus subidas y bajadas le importan muy poco los conceptos y la intervención del banco emisor. Su política monetaria va por tanto siempre acompañada por el reproche de volver a haber reaccionado demasiado tarde; en vez de dirigir apropiadamente y con eficacia –se dice– el banco estatal sólo se aprovechó del alto nivel de intereses en tiempos del auge, luego estranguló una economía ya estancada, y al final no volvió a subir los intereses bajados a tiempo para prevenir la próxima burbuja y la próxima inflación.
El que los responsables políticos monetarios no se cansen de intervenir, en nombre de teorías dignas de premios Nobel y con toda su experiencia económica, con su creación de dinero en el negocio bancario, a fin de conseguir un crecimiento eterno acompañado por un valor estable del dinero –o a la inversa–, se debe probablemente a que ya por razones profesionales creen en el derecho de su nación al éxito económico, en el capitalismo como infalible método para el éxito, y en el dogma de que las debilidades y los percances económicos de una economía nacional sólo pueden deberse a errores en la gestión del medio comercial de la economía de mercado. Piensan en forma de cadenas de efectos que parten del nivel de intereses y otras condiciones para conseguir liquidez del banco emisor, pasan por la capacidad y disposición de los bancos comerciales de conceder créditos, y terminan en el mundo comercial necesitado de crédito; y se creen capaces de mover los hilos adecuados. Cuando el crecimiento se estropea por negocios financieros fallidos y efectos inflacionistas, demasiados medios de crecimiento están en circulación, y el banco central tiene que retirar una suficiente cantidad de ellos como medida preventiva; cuando no hay crecimiento, hay demasiado pocos medios de crecimiento en circulación, y la economía necesita de apoyo financiero. Cuando a pesar de todo hay crisis, los políticos monetarios no cambian su punto de vista ni mucho menos su voluntad de dirigir y su ideal de manipulación, sino que se pelean por el camino correcto para superar la mala situación. Unos se declaran seguidores de Keynes y confían en que el dinero –que el Estado en su cualidad de cliente con solvencia infinita permite ganar al mundo comercial, y que el banco emisor mete indirectamente (o en el caso de emergencia, directamente) en la circulación– tiene el poder de reactivar universalmente el proceso de la acumulación capitalista. Otros declaran su desconfianza en un auge que sólo se debe a gastos extraordinarios del Estado, que por lo tanto no merece el sello de calidad de autofinanciarse y además, caso que sí se autofinancia, sufre, a causa de todo el dinero barato, desde el principio peligro de sobrecalentamiento, burbujas e inflación.
Al final, sea como sea, vuelve a empezar el próximo ciclo coyuntural.
En su afán de dirigir la economía nacional hacia un curso seguro de crecimiento, el Estado moderno pone su presupuesto y su política monetaria expresa y consecuentemente al servicio de la rentabilidad y del éxito comercial del capital financiero nacional, a fin de aprovechar sus actividades para el poder de su dinero. Por mucho que bajen y suban las coyunturas comerciales, garantiza el derecho y la capacidad del sector crediticio de usar deudas como capital; exige y promociona la potencia de los bancos de impulsar mediante la prestación de dinero la vida económica de la nación, a saber de convertir la riqueza de la sociedad en capital y de crear los necesarios medios de circulación que esto requiera. El capital financiero por su parte lleva a cabo lo que el poder estatal no puede, según las reglas del orden de la propiedad privada establecido por él: con su negocio crediticio y su sustituto funcional de dinero convierte el dinero estatal en la fuente de la riqueza capitalista, usando y acreditándolo económicamente como el poder materializado de incrementarse por sí mismo; valoriza las deudas con las que el Poder Supremo financia su presupuesto como capital ficticio, justificando así económicamente su libertad de acción que él se permite; el poder financiero de los comerciantes de dinero en su conjunto representa la productividad capitalista de la nación de forma vigente y universalmente aplicable. La separación perfecta entre una esfera del enriquecimiento privado y el poder supervisor y directivo del Estado, o sea entre economía y política, es el modo de su colaboración; esta colaboración es el objetivo programático de la política de crecimiento que hace el Estado.
Hemos aquí la respuesta definitiva a las preguntas por la autonomía y la mutua dependencia entre el Estado y el capital financiero, entre el bien común y el negocio crediticio. Cada parte se dedica a su propio asunto siguiendo su propia lógica; esta es la verdad por mucha influencia de la política sobre los bancos y del lobby de la banca sobre los políticos que descubran diligentes investigadores. Y precisamente así, haciendo cada parte lo suyo, la soberanía política y el poder privado del crédito convienen, crean la economía política del capital y la mantienen en marcha; esto no se debe al mutuo influenciar de hombres de Estado y hombres de dinero, pero sería un milagro si una colaboración así no fuera moneda corriente. La autorización legal del capital financiero a crear crédito y la acreditación y el fomento de sus frutos, son una cosa; otra cosa es la justificación económica del poder que obliga a la sociedad entera al dinero como medio de existencia, mediante el uso comercial del dinero como capital; y una cosa no es nada sin la otra: el mutuo acreditamiento de riqueza y poder constituye el sistema. Poner en marcha su éxito es el contenido expreso de la política de crecimiento que hace el Estado. El que éste defina su éxito por el criterio de un dinero estable, tiene su lógica: quiere que el dinero rinda las dos cosas, un crecimiento general a base de crédito; éste, sin embargo, sin la sobreacumulación que sin falta forma parte de él; o sea de una manera que el crecimiento efectivo justifique económicamente el volumen del crédito creado. Un dinero estable es, por tanto, la forma ideal de la misión que el soberano encarga a la propiedad privada: de organizar, según sus propios cálculos y en beneficio propio, la productividad capitalista de la nación. El grado de acercamiento a este ideal es, por tanto, el balance adecuado para la colaboración de política y economía financiera.
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La política de crecimiento, en la cual el Estado actúa de manera político-económica en conjunto con el sector crediticio, es por principio, o sea desde el inicio y siempre, un medir fuerzas con otras naciones. No sólo es que la administración de la vida comercial abarca también sus actividades transnacionales: el Estado promociona las potencias y las libertades de sus empresarios porque pretende que la nación se beneficie en resumidas cuentas del resto de las naciones y que su crédito se aproveche del mundo entero para convertirse en capital. La separación funcional y la relación complementaria entre el poder estatal y el comercio de dinero adopta, en la economía mundial moderna, la forma de que las potencias imperialistas autorizan el capital financiero (mayoritariamente oriundo de sus naciones y que opera con su dinero) a someter a su juicio comparativo y especulativo las economías nacionales respecto a su rentabilidad capitalista, y por lo tanto también a los soberanos de este mundo respecto a su dignidad de crédito, y de honrarlos con su aprovechamiento capitalista. En esta autorización colaboran todos los poderes estatales de importancia; cada cual con el claro propósito y el algo menos claro resultado de hacerse, mediante el liberado poder económico del crédito y gracias a los cálculos comerciales de los especuladores de crédito, con las potencias productivas de capital que ofrece el planeta, en beneficio de la propia nación –o sea cada una para sí sola–, y de explotarlas.
1Para los guardianes del dinero de hoy, el requisito sobre las reservas mínimas y las operaciones de mercado abierto son instrumentos para dirigir provechosamente la concesión de créditos por parte de los bancos y a través de ésta el crecimiento capitalista en su totalidad. Este propósito, sus razones y sus criterios son el tema del apartado 3b) de este capítulo.
2Prescindimos aquí de la comparación con los títulos de otros Estados a la que las potencias imperialistas autorizaron el capital financiero y que desempeña un papel decisivo para la tasación de su valor. El negocio financiero internacional es un capítulo extra y se tratará más tarde.
3Resumimos lo más importante acerca de este tema en la Anotación 3. sobre la crisis capitalista al final del capítulo II. El capital financiero desenvuelve su poder crediticio de este artículo.