Teoría marxista. Crítica al capitalismo. |
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Con su negocio prestamista la banca produce un efecto remarcable: en sus manos el dinero es capital. Y esto en varios sentidos: la banca hace que crezcan los depósitos de sus depositantes a medida de los intereses que paga. A sus prestatarios les pone a disposición un dinero que fortalece su poder para crear beneficios y que les obliga y capacita a pagar intereses. Los intereses acrecientan el capital que le sirve a la banca para emprender sus negocios.
Este efecto supone y se basa en el hecho de que el proceso de vida material de la sociedad depende del dinero y sirve al acrecentamiento de dinero. Empleado como capital, el dinero pone en movimiento el mundo entero de las riquezas materiales y el trabajo necesario para reproducir y aumentarlas; y este movimiento tiene como destino, sigue el criterio y tiene como resultado: más dinero. Este dominio universal del dinero y su empleo, es decir el poder de la propiedad sobre las riquezas y sus fuentes medido en dinero, lo da por supuesto el capital financiero. Se sirve de este modo de producción en el que todas las fuerzas productivas se mueven y se desarrollan mediante el dinero; en el que todas las potencias de la riqueza material –naturaleza, ciencia y trabajo– son comprables, constituyendo una fuente de dinero para la propiedad que se apodere de ellas. El capital financiero se fía de que el dinero se acredite como fuente de su propio acrecentamiento: como medio indispensable para esta finalidad tododominante; y como medio suficiente, con la única condición de que esté disponible en suficiente cantidad. La correspondiente necesidad propia del sistema capitalista, a saber la necesidad de capital-dinero, la gestiona la banca. Por un lado concentra en su calidad de deudor universal de la sociedad las fortunas y medios económicos de ésta en sus manos; como gerente del servicio de pagos de la sociedad y mediante los intereses que paga adquiere el poder legal de disponer sobre prácticamente toda la riqueza monetaria. Con este poder de disposición se presenta por el otro lado al mundo empresarial como suministrador del dinero que todos necesitan; en su calidad de acreedor universal pone a disposición lo que el mundo necesita absolutamente y sabe usar a su juicio de manera racional. Esta doble relación jurídica que transmite propiedad en forma de préstamo la usa como su propia fuente de dinero.
Con este negocio universal el capital financiero consigue directamente y sin propio servicio productivo alguno que la riqueza abstracta sea productiva: el dinero actúa como poder de acrecentarse, o sea se convierte en capital, por el simple hecho de llegar a manos de una institución crediticia y ser prestado por ésta. Tomando dinero ajeno, una institución así se declara a sí misma responsable del pago de intereses para la suma recibida, o sea de su “cualidad” de ser capital. Prestando dinero convierte el pago de intereses para la suma concedida –efecto causado normalmente sólo a través de su uso exitoso como capital en la producción y el comercio– en un requisito legal que tiene que cumplir el prestatario, sea cómo y con qué sea. Y haciendo estas dos cosas sin parar, la banca “valoriza” por la vía más corta, intercambiando dos veces en forma complementaria dinero por el derecho a más dinero, su propia fortuna. Sus balanzas demuestran, y su capacidad de pago es la prueba práctica, que este modo de incrementar dinero por vía legal tiene su justificación económica. Así la banca da una forma autónoma a la potencia capitalista del dinero emancipándola de su condición y fundamento: del uso de dinero como capital y de la realización de superávit en el mercado de mercancías. En su calidad de crédito el dinero ya es capital.1
Esta igualación, que consigue vigencia práctica en el exitoso negocio prestamista, justifica y garantiza la práctica del capital financiero que libra las relaciones de deudas del descrédito de salvar apuros: a las deudas se les atribuye la cualidad de una participación en el capital y son por “naturaleza” la mercancía capital que el sector financiero produce y vende. “Tituliza” el incremento de dinero que promete su negocio prestamista, es decir lo anota como una garantía en un papel y comercia con este título de valor. El comprador de un papel así lo compra para ganar dinero con él: la posesión le da el derecho de obtener réditos que el vendedor promete pagar. Lo que éste vende es la promesa vinculante de usar la suma pagada de dinero como capital para el comprador; con el ingreso cubre su propia necesidad de capital. En un título de valor una relación de deudas se convierte en mercancía; mediante su redeclaración en un capital-dinero vendible que servirá de inversión a su comprador. Para éste la compra rinde el servicio que en otras circunstancias es efecto de usar dinero como capital y ganar beneficio en el mercado. Al emisor la venta le obliga a rendimientos que en otras circunstancias son frutos del cumplimiento exitoso de un proceso de valorización capitalista. El título de valor sustituye con sus efectos jurídicamente fijados lo que rinde un capital con su rotación. Es un representante legal de la valorización del dinero intercambiado por él, como si este efecto fuera su propia característica económica; es la materialización de la igualación que el banco ejecuta con su negocio prestamista, a saber la transformación de una suma de dinero en una relación de incrementación automática mediante su transferencia a un socio comercial. Este objeto la industria financiera lo lanza a un mercado donde no se compra y vende otra cosa que la potencia del dinero de valorizarse a sí mismo, fijada en títulos de deudas, y que por lo tanto se llama mercado de capitales.
El progreso que alcanza el capital financiero con la existencia de títulos de valor se puede notar en los caracteres económicos que pueblan este mercado, y en sus particulares métodos comerciales:
– Los prestatarios ya no aparecen en este mercado como deudores sufriendo una escasez de dinero y necesitando de poseedores de dinero que tengan algo de sobra para prestárselo, sino como emisores de un papel que representa una fortuna creciente, prometiendo participación en la incuestionada capacidad del emisor de transformar dinero en más dinero. Mientras que el deudor acepta la obligación de pagar intereses, el emisor de un título de valor demuestra su superioridad asegurando que cumplir las promesas de pago se da por descontado y ha de considerarse y tomarse como un efecto automático, como la cualidad económica de su título de deudas. Los bancos dan de esta manera el paso del deudor universal del mundo comercial de cuyo dinero dispone legalmente a ser los fabricantes de instrumentos con los que se hacen con dinero ajeno –no en última instancia con el dinero bancario que sus colegas están dispuestos a “crear”–; actúan como los procuradores activos, como productores de las sumas con las que llevan sus negocios y dotan a sus prestatarios. A sus clientes de categoría les ofrecen no sólo satisfacer su necesidad de crédito, sino comerciarla en forma de mercancía: en vez de garantizar con un negocio prestamista la independencia de los límites de los activos de una empresa los bancos proporcionan a los emisores asistidos la disposición sobre recursos para independizarse, a saber los instrumentos que permiten vender la necesidad de dinero en forma de oferta. En vez de ganar dinero con intereses los bancos ganan con comisiones para sus servicios intermediarios y con la inversión en los objetos así creados. En el mercado de capitales la dignidad de crédito ya no es una cuestión abierta que un banco crítico decida positiva o negativamente después de un detenido examen, con carácter revocable y hasta nuevo aviso, sino que es la asegurada condición previa:2 es precisamente esta cualidad, la conversión segura de deudas en dinero, lo que se comercia con un título de valor.
– Viceversa, los prestamistas en el mercado de capitales ya no actúan como acreedores que tienen que preocuparse por la existencia de una suma prestada, sino como inversores que adquieren títulos para incrementar su dinero, atribuyéndoles –sin dejar de ser críticos, más bien comparando las ofertas, pero en principio igual que el emisor– los beneficios como efecto seguro y el derecho a estos beneficios como una cualidad económica. Para ellos, el título de deudas que compran es un investment: una fortuna que proporciona ganancias; un trozo de capital-dinero automático que también se puede vender como tal. Mientras que el acreedor quiere que se salden con puntualidad los intereses y la suma prestada legalmente acordados, para el inversor profesional el pago de los beneficios prometidos y el reembolso de la suma invertida –si es que el título lo dice– no es el objetivo final de su negocio, sino una manifestación de la calidad del investment; ésta se pone continuamente a prueba con tales y muchos otros criterios más para ver cuánto sirve como objeto de inversión especulativo. Los bancos actúan en el mercado de capitales como inversores a cuenta propia y como fiducarios de los fondos de sus clientes, siempre buscando los mejores investments y esforzándose a optimizar sus carteras de valores, la suya propia como las de su clientela.3 CComplementan sus actividades emisoras, la propia y la representadora, creando sin parar demanda para objetos de inversión con recursos propios y ajenos.
De este modo la banca saca del éxito general de su negocio prestamista una conclusión que constituye un gran paso adelante: convierte los resultados de su creación de créditos en la base de un negocio de un nivel superior. Con su poder de disponer sobre los dineros circulantes y depositados de la sociedad toma la ofensiva y se procura –a sí misma y a la elite de su clientela– recursos financieros dando a la adquisición de propiedad ajena la forma de una oferta de inversión producida de responsabilidad propia y vendiéndola como mercancía. Con su poder sobre la necesidad de dinero del mundo comercial –a saber su poder de impulsar, continuar e interrumpir procesos de valorización, de disponer de un conjunto de actividades comerciales competidoras y de juzgar según lo que mejor sirve para sus propios balances– los bancos se toman la libertad de comerciar sus propias deudas y las de buenos clientes directamente como una fortuna autocreciente: las ofertan como oportunidades de inversión que producen incrementos de dinero, y las aprovechan. Los objetos que compran y venden en el mercado de capitales no tienen otra sustancia que la potencia del dinero de incrementarse. La presuponen en su negocio prestamista y deciden de su empleo en su negocio prestamista: esta potencia la tratan como mercancía e impulsan así toda una esfera autónoma de enriquecimiento.
Con sus negocios prestamistas el capital financiero se hace con el poder de disponer de dinero ajeno y actividad empresarial ajena para enriquecerse. Bien es verdad que sus negocios dependen de la fidelidad de su clientela y de los éxitos comerciales de sus prestatarios; pero esta dependencia se basa en rendimientos del sector financiero que crean una dependencia bien distinta: el capital financiero procura ingresos a quienes le den dinero, o sea que libera la potencia capitalista de su propiedad; y a su clientela prestataria le concede la independencia de los límites de su propia fortuna. Desde su posición central en toda la economía establece un mercado de capitales, base de un nuevo negocio que comercia deudas como capital. Ganar intereses ya no es el último objetivo de este negocio; pagos puntuales importan por una razón superior, a saber como prueba de la “cualidad capital” que tienen las deudas comerciadas. Estableciendo esta esfera comercial el capital financiero hace que la provisión de empresas capitalistas de todo tipo –e incluso de los presupuestos estatales– de recursos financieros dependa del éxito de su comercio con títulos de valor. Extraña por lo tanto bastante que tanto apologistas benevolentes como críticos izquierdistas del negocio bancario –y para colmo precisamente en sus comentarios acerca de la crisis actual que pone tan drásticamente de manifiesto el poder de los bancos– nieguen la existencia de métodos y criterios autónomos del acrecentamiento de dinero en manos del capital financiero. Los primeros se afanan por hacer comprender los servicios útiles que ellos atribuyen a la banca y que intentan hacer plausibles afirmando que en el fondo el crédito y el mercado de capitales sólo son instrumentos para llevar dinero que por casualidad le sobra a uno adonde otro lo necesite. Esta idea infantil se dignifica científicamente mediante la etiqueta “asignación del escaso recurso capital”. El hecho de que algún dinerillo queda también en manos del banco no se considera digno de más reflexión que ésta: que el servicio brindado por la “provisión de dinero” y la “asignación de recursos” merece ser remunerado. Todas las actividades del banco que ya de ninguna manera se pueden interpretar con este cumplido se consideran cosas que no tienen nada que ver con la verdadera misión de la industria crediticia. Por el otro lado, gente con ideas críticas pinta una imagen del carácter parasitario del sector financiero que conecta la misma idea de sumas reasignadas –ganadas, necesitadas y útilmente empleables fuera del sector financiero– con el reproche de que éste último se enriquece de una manera no justificada por no aportar ningún rendimiento laboral propio, invocando para sus ideas a Marx y su “teoría del valor-trabajo”. Algunos críticos que tomaron nota de nuestros comentarios acerca de la posición superior, los rendimientos propios y la potencia del capital financiero de crearse una forma propia de valorizar capital, ven en ellos una violación de la doctrina que dice que el valor sólo puede originarse del trabajo.4
A lo mejor, por lo menos a los últimos, les sirve tomar en consideración que la potencia del capital financiero de crear por cuenta propia su propio crecimiento aprovechando que dispone del dinero y de la necesidad de capital del mundo empresarial no es una dudosa construcción teórica, sino un hecho que se manifiesta en los balances del banco. Lo que hay que hacer es explicarlo. Y esto seguramente no se consigue si lo único que se detecta en los objetos que comercia el capital financiero en el mercado de capitales es su cualidad de ser en el fondo nada más que deudas, y si lo único que se determina en el negocio bancario con deudas es quién paga intereses a quién, y quién en última instancia tiene que saldar todas las cuentas pendientes. No es que estas indicaciones sean inútiles: son necesarias para reducir todo el hinchado negocio a su fundamento. Pero partiendo de este fundamento tiene que empezar la explicación. Pues los capitalistas financieros no dejan este fundamento como tal, sino que erigen sobre él su negocio. Las deudas, propias y ajenas, son sus medios comerciales; para ellos, acumular deudas y obligaciones no es ni una carga ni un peligro, sino su profesión con la que se enriquecen. Esta riqueza es tan real que hace falta una crisis de dimensiones inmensas para que los expertos descubran que lo que en este sector funciona como capital-dinero son deudas; entonces dudan un instante si y en qué sentido todo esto es legítimo y económicamente justificado – y llegan directamente a la muy apropiada conclusión de que en un caso de duda así el soberano político con su poder tiene que salvar la cualidad de riqueza que tienen sus productos y que tiene que acreditar su equivalencia con dinero. Por lo tanto, si ya tiene apariencia de embuste que los institutos financieros traten la especulación sobre deudas como una fuente segura de ingresos y luego hasta la ponen en circulación en forma de “titulizaciones” como un capital-dinero con garantía de valorización, entonces aún más merece una explicación cómo puede una estrategia comercial así llegar a ser la industria central por antonomasia, indispensable en el sistema capitalista, que domina al resto de los sectores económicos y se sobrepone a ellos, y por qué razón tiene que ser así.5
Metódicamente –los detalles son el tema de este texto, y la anotación 2 añade algunas referencias a Marx– nuestra explicación se puede resumir así: el poder del capital financiero consiste en aprovechar el poder que la explotación capitalista del trabajo otorga al dinero, de modo que este objeto opera como su propia fuente. Esperamos que con esta aclaración resulten superfluos el temor y el reproche de que nuestro análisis del poder del capital financiero ponga en duda la crítica marxista de la creación del valor mediante el trabajo: si el negocio del crédito con todos sus niveles de agravación se basa en el régimen del dinero sobre trabajo y riqueza convirtiendo este régimen, emancipado en virtud de la ley, en el medio de su propio enriquecimiento, entonces no resta nada de este régimen. ¡Al contrario!
En el mercado de capitales se comercian deudas como capital-dinero que se valoriza a sí mismo. Igual que el mismo negocio prestamista, también su conversión en un papel que garantiza ganancias es un acto legal: la “cualidad capital” de un título de valor es fruto del derecho de propiedad, pues consiste en la definición jurídica que una relación de deudas cuenta como una pretensión legal al provecho monetario de negocios ajenos. Lo que normalmente sucede en el proceso de producción y circulación –la conservación y el incremento de la fortuna– lo contiene el título de valor en forma de condiciones legales que reglamentan la conservación, en el caso dado el reembolso, y además el pago de intereses u otras formas del incremento del investment. En materias de redefinir relaciones de deudas en capital-dinero los capitalistas financieros han desarrollado, aplicando con creatividad el derecho de propiedad y perfeccionándolo continuamente, una gran diversidad de variaciones que básicamente se distinguen unas de otras según su semejanza con (respectivamente su emancipación de) una simple relación crediticia. La relación deudor-acreedor se sustituye por una relación de competencia entre el emisor, respectivamente el vendedor, y el inversor, que decide de manera práctica sobre la “cualidad capital” del título comerciado; principalmente si de hecho se reconoce como una porción de capital-dinero. Se regatea el precio de la mercancía; lo que significa que es la competencia entre vendedor y comprador lo que decide sobre la cantidad del capital-dinero cuyo incremento el título de valor promete, y con ello sobre el rédito que produce, o viceversa sobre la cantidad del incremento prometido y con ello sobre la suma invertida – o sea: sobre la calidad del título de deuda como proceso de valorización titulizado, que es lo mismo como la cantidad del valor que pasa por este proceso de valorización jurídica. Esto sucede de diferentes maneras y con diferentes consecuencias según el carácter del investment.
– En un lado extremo de la escala, aún muy cerca del negocio prestamista de los bancos, están los empréstitos, emitidos por prestatarios potentes –grandes empresas, Estados6, los mismos bancos–. En su forma elemental prometen un interés fijo por una cantidad de inversión fija y se saldan en un plazo fijo al precio de emisión nominal. Sin embargo hay una clara diferencia con deudas normales: lo que se vende formalmente no es una suma de dinero a cambio de intereses –como cuando se concede un crédito–, sino la pretensión a obtener un incremento a cambio de una suma de dinero. El objeto comercial es una inversión que produce intereses y que como tal se puede revender continuamente hasta la fecha de vencimiento. Los emisores empresariales se refieren con sus empréstitos a determinadas actividades comerciales que ya les procuran ingresos regulares o que según ellos serán inversiones seguras y rentables; esto ha de aumentar la credibilidad del derecho a incrementos que pretenden vender como encarnación de capital-dinero. Los bancos han desarrollado técnicas de transformar los créditos concedidos, o sea dinero que ya no tienen, con referencia a sus pretensiones legales de pagos puntuales de las deudas, en valores autocrecientes y de aprovechar los productos de esta transformación como instrumentos para refinanciar su negocio vendiéndolos. En todo caso con la emisión de un empréstito el pago de intereses ya no es más que una condición previa dada por supuesta para etiquetar una deuda como bien monetario, y la dignidad de crédito del emisor es lo que procura dinero. Por esta razón la seriedad del título ofertado decide sobre la tasa de interés con la cual el emisor tiene que dotar a su empréstito para encontrar inversores. Y la comparación crítica de los incrementos prometidos según los criterios de cantidad y seguridad con inversiones alternativas decide ya en el momento de la emisión del papel, y luego cada vez que sea revendido, sobre su cotización, es decir decide sobre la respectiva suma verdadera de la actualidad diaria del capital materializado en el título en relación con su precio de emisión nominal y con ello sobre el devengo de intereses verdadero a diferencia del devengo prometido.7
– El mismo objetivo se persigue de manera diferente en el otro extremo de la escala: en el comercio con acciones –títulos de valor que el emisor no tiene que reembolsar, que figuran como propiedad en la empresa emisora y prometen una participación permanente en los incrementos de éste–. Lo que le interesa a la empresa es convertir dinero ajeno irrevocablemente en capital propio, o sea restar de un bien monetario ajeno que sigue existiendo de forma autónoma el carácter de propiedad ajena, en otras palabras: quitar al crédito tomado el carácter de una relación de deuda. La acción resuelve esta contradicción con la artimaña jurídica de distinguir entre el objeto del título de propiedad, el capital inicial de la empresa, y el mismo título de propiedad y su utilidad, la participación en las ganancias de la empresa. El dinero que se recauda en la emisión de las acciones está a disposición de la empresa como capital propio. A la inversa, la cantidad real del capital-dinero que representa la acción no se determina por el capital invertido con el que la empresa gestiona su negocio, sino en primer lugar por los ingresos que los accionistas tienen en perspectiva: sus futuros ingresos se anticipan de manera especulativa y se “capitalizan”, es decir se calculan como el devengo de intereses de una suma de capital, considerando el tipo de interés usual para empréstitos industriales y los réditos de inversiones comparables como puntos de referencia. Suposiciones sobre la evolución de la coyuntura en general y las estimaciones sobre las futuras ganancias de la empresa en particular, la especulación sobre cambios en el nivel del tipo de interés e innumerables aspectos adicionales se incluyen en los cálculos con los que se enfrentan primero el emisor y el mercado8 y luego accionistas dispuestos a vender e inversores interesados. De las actividades comerciales de éstos se deriva la cotización de la acción, que se comprueba y publica en las Bolsas modernas en un lapso de dos segundos porque su desarrollo es otro factor determinante, quizás el más importante de todos, para la especulación sobre la evolución posterior del patrimonio-capital materializada en la acción, y por ello para la evolución del mismo valor de la acción. Así el capital accionario lleva una vida propia independiente del curso de los negocios de la empresa emisora; a base de diversos cómputos especulativamente aproximados y factores con efectos circulares. Y precisamente esta vida autónoma es la tododecisiva magnitud económica. Pues la evolución de la cotización determina y redetermina sin parar de forma vigente el valor y las perspectivas de rédito de los títulos que representan propiedad en la empresa y en los que los accionistas invirtieron su dinero, o sea sobre lo que sirven como capital invertido las sumas que los inversores lanzaron a la especulación, y por lo tanto también sobre la cantidad de estas sumas. Con esto la cotización determina también lo que la misma empresa con todos sus bienes capitalistas y el uso comercial de éstos –con sus naves industriales y sus sucursales, sus máquinas y sus almacenes, sus patentes y sus cuotas de mercado, sus puestos de trabajo rentables y su personal– realmente vale, o sea lo que sirve como instrumento de enriquecimiento para sus propietarios. Con todas sus continuas oscilaciones y fluctuaciones erráticas el valor bursátil –es decir el precio que valdría comprar todas las acciones de una empresa: la cotización de las acciones multiplicada por su número– indica el rendimiento de la empresa para el mercado de capitales; mide la potencia financiera con la que opera la empresa y a la vez la que tienen sus propietarios, los accionistas.9
– De una manera muy especial el capital financiero se ha apoderado, además del resto del mundo comercial capitalista, de la esfera de los bienes raíces o bienes inmuebles. Que el suelo en el que también en la economía capitalista tiene lugar toda la vida social sea sometido por fuerza legal a un poder de disposición privado y que su uso por interesados ajenos proporcione a sus propietarios una renta de la tierra no lo tuvieron que inventar los banqueros. Tomaron gusto a que los ingresos que de esta manera se pueden sacar de un interés solvente que hace uso del terreno se registren como un devengo de intereses de un capital y que puedan comerciarse como capital-dinero tan bien como relaciones de deuda. En este sentido agregaron a los diversos mercados de capitales un mercado inmobiliario en el que ellos y otros interesados potentes pueden hacer inversiones con un potencial especulativo excepcional comprando bienes inmuebles. Es que un investment así se considera por un lado excepcionalmente seguro, porque la especulación aprovecha en este caso el hecho trivial que cualquier actividad económica necesita de un lugar donde tenga lugar y que la satisfacción de esta necesidad básica cueste dinero como todo en el capitalismo. Por el otro lado este mercado, como lo aseguran los expertos, tiende de manera excepcional a formar “burbujas” especulativas, lo cual mientras no “estalle” la “burbuja” no es ninguna desventaja, y además ningún milagro. La especulación en este mercado no se refiere al futuro de un negocio actual con ingresos más o menos previsibles, sino al posible interés futuro de todos los inversores posibles en cierto emplazamiento. Por consiguiente los precios inmobiliarios que genera dependen en primer lugar extremamente de las coyunturas generales y locales del negocio capitalista –por lo cual se consideran entre los expertos como un sismógrafo excepcionalmente sensible para fluctuaciones del negocio– y en segundo lugar son extremamente flexibles: son capaces de aumentar en dimensiones increíbles cuando se prevé o se podría prever la urbanización de ciertos terrenos para una aglomeración de negocios, y corren igualmente peligro de caídas extremas. Tanto mayor resulta el atractivo para los profesionales del mercado de capitales de crear ofertas para todo el mundo, en forma de fondos inmobiliarios y construcciones similares, de participar en la creación y el acrecentamiento de capital especulativo con terrenos: oportunidades para el próximo tipo de negocios con títulos de valor.10
En esta y otras variantes el capital financiero siempre produce el mismo efecto. Por un lado redefine relaciones de deudas en capital-dinero convirtiendo obligaciones de pago –suyas o las de los emisores asistidos– en la base para un cálculo de capitalización especulativo y comerciando la dignidad de crédito que se atestigua a sí mismo (respectivamente a sus clientes de categoría). Las ofertas que crea así tienen como destinatario el mismo capital financiero: éste actúa en el otro lado por encargo de otros o por cuenta propia como inversor que no simplemente cobra intereses sino que decide con su disposición al pago sobre la “cualidad capital” y su cantidad de la relación de crédito que está en venta.
Marx caracteriza los artículos del mercado de capitales como capital “ficticio”. Con esta denominación expresa que su razón de ser y su efecto es actuar como fuente de dinero – lo cual es decir que son capital. A la vez los distingue, como un sustituto imaginario11, del mismo efecto y de la misma finalidad que tienen aquellos bienes monetarios –que en este contexto llama el capital de los “reproductivos”– que se emplean como poder de disposición sobre medios de producción y poder de mando sobre mano de obra para producir mercancía con beneficio y “realizar” (o sea hacer realidad) su verdadero valor, a saber su valor de cambio. Un proceso de valorización así no es “ficticio” porque aprovecha el trabajo, los medios de producción y los productos con los que la sociedad se reproduce materialmente. Esto le ha atribuido a esta forma de usar bienes monetarios el remarcable título de honor “economía real”, y al capital en general, el cumplido de ser el instrumento por antonomasia que “a todos nosotros” nos proporciona bienestar y progreso. Esta ficción sólo es real en un sentido cínico: donde reina el modo capitalista de producción, la creación y el uso de bienes útiles y la reproducción de la sociedad misma dependen completamente de que sirvan al proceso de valorización capitalista. En virtud del poder inherente a la propiedad privada –respaldado por la autoridad legal del monopolista de poder– cualquier bienestar hasta la mera supervivencia está sometido al poder privado del dinero y a la finalidad de convertir dinero en más dinero. El régimen del capital degrada trabajo y riqueza a fuentes del poder sobre trabajo y riqueza: fuentes del valor que tiene su existencia objetiva en el dinero. En este sentido cínico la alabanza del dinero invertido da directamente en la diana: como en el capitalismo real todo lo materialmente necesario para el proceso vital social se consigue a cambio de dinero –y sin dinero no se consigue nada– y como todo lo materialmente útil que se emprenda está al servicio del dinero, a saber de su acrecentamiento, en este sistema lo que importa de hecho es el capital y nada más. Todo producir y consumir entra como elemento funcional en el proceso económico que comienza con una suma de dinero como condición necesaria y suficiente y que termina con una suma incrementada como objetivo y resultado, proceso en el cual por lo tanto se realiza la potencia del dinero de valorizarse a sí mismo.12
Económicamente, o sea según las reglas básicas de esta economía política, el éxito de este proceso es únicamente una cuestión de la suma invertida en él.
Ahora le toca al capital financiero. Precisamente esta quintaesencia del modo capitalista de producción –que Marx resume en la fórmula D-D'– es la posición que constituye la base de la actuación de la industria crediticia. Ésta presupone que para el único éxito que cuenta no hace falta más –pero esto sí– que la materia de la que dispone en su calidad de dueño legal del fondo monetario de la sociedad: suficiente dinero. Actúa como la agencia que asigna este tododecisivo recurso al mundo comercial y se muestra indiferente frente a todas las condiciones, necesidades y urgencias materiales del proceso de valorización capitalista real: les coge el punto de una manera tan “unidimensional” como les corresponde en esta economía, reduciéndolas a la necesidad de una determinada cuantía de dinero. Se interesa, como todas las empresas capitalistas, por la cantidad de la inversión y la perspectiva de un rédito aceptable; a diferencia de empresas de otros sectores su negocio no consiste en otra cosa que gestionar estas dos magnitudes. El hecho de que entre “D” y “D'” hace falta que haya cierta producción y comercio lo supone un capitalista financiero como lo más normal del mundo, como asunto de otros que está fuera de su propio ámbito de competencias; lo que es competencia suya es la potencia del dinero a su disposición de efectuar su propio acrecentamiento mediante la entrega a manos ajenas. Esta potencia del dinero es para él un hecho económico; la gestión de esta potencia es su profesión.
Que este negocio que no se conforme con adquirir y prestar sumas disponibles sigue la lógica inherente a él. Una vez que las empresas financieras se han apropiado del poder de disponer del fondo monetario acumulado de la economía entera y desempeñan el papel de prestamistas indispensables para la “economía real”; una vez que el mundo comercial consiste únicamente de la necesidad de capital y de dinero que aspira a ser capital y las empresas financieras juntan ambos deseos con tanto éxito que se ven capaces de dar crédito a cualquier negocio que consideren prometedor y de proporcionar a cualquier suma de dinero el derecho a incremento; si la potencia del dinero de valorizarse a sí mismo en sus propios balances se ha convertido en un fiable hecho económico: entonces a ellas les resulta lo más obvio del mundo transformar su mismo poder sobre la potencia capitalista de cualquier dinero en objeto de su negocio. Sacan beneficio de su comprobada fiabilidad en asuntos de crédito y de su disposición de dinero y fuentes de dinero atribuyendo a un dinero que se les entrega o que entregan a otros a base de las correspondientes obligaciones de pagar deudas la cualidad de ser un bien monetario autoincrementador y lanzar títulos de valor al mercado que representan esta cualidad en forma objetiva y cuantitativamente fijada. Con esta operación el capital financiero sustituye el efecto que el dinero produce en otros lugares al usarse para crear y gestionar puestos de trabajo rentables –sin rodeos: para sacar ganancia de la explotación del trabajo–. En comparación con este proceso de valorización en la “economía real”, el proceso de valorización que el capital financiero promete de manera jurídicamente vinculante “sólo” es fingido. El poder con el que lo hace, sin embargo, no tiene nada de ficticio. Y el resultado es tan real como el producto final de todos los procesos de valorización capitalista: poder de disposición y mando, materializado en dinero.
Pues el poder del capital financiero –esto también forma parte de la comparación con el capital real “reproductivo”– no se reduce al mando sobre una empresa cuyo personal valorice el capital invertido de una manera lucrativa. Se basa en la disposición legal sobre los rendimientos del dinero prestado en todas las empresas de todos los sectores económicos; y sintetiza de forma real la potencia del dinero activado en el sistema capitalista en los balances del sector financiero. En éstos se manifiesta la rentabilidad total de la vida comercial capitalista en forma de rendimiento económico del capital-dinero. Las cifras de éxito que producen las empresas de la “economía real” aparecen como casos de aplicación de la potencia autoincrementadora del dinero de la que disponen las instituciones bancarias: como alternativas de una realización de este potencial vinculada a condiciones materiales, condiciones de mercado etc.
La riqueza del mundo comercial que opera en el sector financiero o que hace “trabajar” su fortuna allí se nos aparece como un inmenso arsenal de títulos de valor; el comercio con éstos como su fuente de ingresos más importante. Pues bien es verdad que cada título de valor promete intereses, dividendos o frutos parecidos. Pero los profesionales del negocio con títulos de valor no se conforman con esperar su reembolso y gastar o reinvertir las sumas ganadas. En su calidad de administradores de fondos propios y ajenos se dedican a modificar continuamente carteras de valores. Para acrecentar su valor realizan un permanente intercambio de inversiones de capital.
Material para este negocio se suministra continuamente en abundancia. Pues en el mercado de capitales por un lado los emisores de títulos de valor compiten por la demanda de sus ofertas. Y como en principio todos ellos comercian con la misma mercancía –deudas en calidad de capital-dinero– se esfuerzan por inventar diferencias en las condiciones que doten a su producto de un matiz especialmente atractivo. En este sentido eligen el género del título de valor con el que piensan (re)financiar sus negocios; dentro del segmento seleccionado intentan impresionar a los inversores con la cantidad de los incrementos prometidos y por otro lado con su seguridad –o sea con el volumen y la fiabilidad de su potencia financiera–, y sobrepujar las ofertas competidoras. Se encuentran con inversores con los que hacen buena pareja, pues son idénticas entidades con sus genios financieros que constituyen tanto la oferta como la demanda en el mercado de capitales. Escrutan las ofertas según los mismos criterios, las comparan entre sí, y donde emisores, inversores y solicitantes se ponen de acuerdo, fijan la cantidad y el rédito del capital-dinero comerciado, para luego volver a revisar continuamente las dos magnitudes en el curso de su comercio.
La continua fijación y actualización de los valores comerciados no afecta solamente la mercancía nueva, sino todos los valores existentes. Todos los títulos que prometen menos incremento que una alternativa comprable se consideran como productos que causan pérdidas; a la inversa, peores alternativas que no obstante encuentran salida suben el valor de las mejores. Así todos los títulos de valor toman parte en el comercio con objetos de inversión capitalistas y son afectados de manera práctica por los resultados permanentemente variados: las cotizaciones determinadas en el comercio cambian inmediatamente el valor de todas las carteras de valores y ponen a sus propietarios (respectivamente a sus administradores) ante la pregunta si quieren o no que las ganancias o pérdidas que tienen que registrar en la contabilidad –y que por lo tanto se llaman “beneficios contables” o “pérdidas contables”– se “realicen” mediante el intercambio real, o sea vendiendo títulos existentes y comprando papeles nuevos. Con las decisiones al respecto acrecienta o disminuye la riqueza del capital financiero. Su “valorización” y acumulación sucede en y mediante el comercio con los títulos. Que los réditos prometidos se ingresen a tiempo es un elemento de este proceso de valorización: su existencia se supone en principio como segura, según las expectativas especulativas también pueden ser renunciables, en todo caso no son ni más ni menos que un aspecto esencial entre otros –y los ingresos reales no son ni más ni menos que una cuantía de medios comerciales disponibles– para gestionar activamente el capital total del que dispone un capitalista financiero. Que éste no atribuya el acrecentamiento de su capital a sus deudores, sino a su propia habilidad en la especulación, es muy justo.13 Pues así se lleva a cabo en realidad el crecimiento capitalista en este sector: mediante el comercio, la acumulación y la modificación de títulos de valor cuya venta sirve a la especulación para refinanciarse, a fin de volver a invertir en ellos con sumas aún mayores. El capital “ficticio” acumula mediante un comercio que por un lado acredita el poder financiero de los emisores de títulos de valor y por el otro fortalece lo del inversor; un comercio que acrecienta la riqueza de ofertantes especulativos mediante demanda especulativa, y a la inversa, la de los solicitantes mediante ofertas lucrativas; un comercio que de esta manera capacita ambos bandos a negocios nuevos y mayores. En el acrecentado volumen, con más papeles con cotizaciones crecientes y cada vez mayores sumas mutuamente prestadas en el círculo de cada vez más, y sobre todo cada vez más potentes participantes en el mercado, generando beneficios comerciales, comisiones y crecientes valores de capital: allí se desfoga el desatado poder del dinero de valorizarse a sí mismo: la productividad del capital en su forma pura.14
La acumulación del capital financiero mediante continuas compras y ventas especulativas tiene lugar en su mayor parte en lugares públicos. En la Bolsa, las acciones de empresas de un determinado lugar de inversión obtienen su cotización. Mercados de títulos de renta fija marcan día tras día el valor actual de los papeles correspondientes y además las condiciones en cuanto a rédito y seguridad que los nuevos títulos de deudas tienen que cumplir para ser aceptados como capital-dinero. Índices, que resumen cotizaciones de diferentes papeles según determinadas reglas, “indican” continuamente la “cualidad capital” y por consiguiente la cantidad de valor de géneros enteros y agregados de investments; cuantifican la medida en que los objetos de inversión, respectivamente las sumas invertidas en ellos, con todos sus cambios documentados en curvas, se acreditaron como medios de enriquecimiento. O sea que indican la situación actual de la acumulación en sectores del capital “ficticio” y proporcionan un decisivo punto de referencia para la próxima tasación de su valor.
En el proceso de valorización del capital financiero en el mercado de capitales va incluida la tasación –decisiva para el capital financiero– de todas las empresas y procesos de valorización en los sectores de producción y comercio, a saber: la determinación de su utilidad (hasta ahora y en el futuro) como objeto para invertir dinero. El correspondiente examen es motivado por el interés en conseguir material para el negocio con títulos de valor; a base de esto la precaución especulativa hace valer sus derechos. Por eso, pasar revista a las necesidades comerciales en los sectores industrial y comercial según los criterios del negocio con títulos de valor tiene un carácter restrictivo en casos individuales, pero por lo general no significa restricción alguna. Más bien equivale a una movilización general que muchas veces supera todo lo que empresarios o empresas se hubieran creído capaces de emprender con las líneas de crédito de su banco tradicional. Primero y sobre todo con referencia al crecimiento de su capital: el acceso al mercado de capitales significa acceso a recursos financieros para inversiones de cualquier dimensión para reestructuraciones de plantillas que permiten ventajas en la competencia y beneficios extra, para conquistar nuevos mercados y para abrir nuevas sedes de la empresa en todas partes del mundo. El mercado de capitales no sólo permite, sino que exige ofensivas de inversión así de los emisores de títulos de valor del sector de la “economía real”; juzgando críticamente sobre el uso anterior y sentando nuevas bases para el uso actual y futuro que las empresas hicieron, hacen y harán de su patrimonio empresarial. Sin el interés y los recursos de este mercado es absolutamente imposible llevar a cabo el tipo de estrategias que van destinadas a un crecimiento sin crecimiento real: absorciones y fusiones con otras empresas. El acceso a estos medios de crecimiento es la palanca decisiva para que las empresas sean competitivas; y como tal radicaliza la primera y más importante virtud del crecimiento capitalista: el volumen no es nada sin eficiencia, más bien la reclama a toda costa. La especulación proporciona la norma para juzgar del uso comercial de los medios de producción y del trabajo: el rendimiento de la empresa tiene que justificar la creación y acumulación creativa del capital “ficticio” especulativo. En cuanto a sociedades anónimas el famoso eslogan es “shareholder value”; con este término se pretende poner en claro (de manera directa e intransigente) que el interés de los inversores especulativos en enriquecerse relativiza cálculos tradicionales con los mercados de la “economía real”; puede que entre en conflicto con las estrategias de éxito de una gerencia centrada en productos y mercados tradicionales, y a veces también con la política industrial del Estado. Pero empresarios modernos de todos los sectores económicos ya orientan por iniciativa propia sus actividades en la “economía real” hacia el objetivo de hacer interesantes sus empresas para inversores especulativos; el criterio superior de éxito es una valoración positiva de los papeles que emiten; si presumen ataques de absorcionistas ajenos a su sector que detectan en la empresa un potencial especulativo desaprovechado y que quieren obligar a la gerencia a liberarlo, empresarios modernos responden con una estrategia comercial que copia anticipadamente sus métodos. Lo que se exige y se ofrece por regla general son innovación y movilidad: a empresas establecidas el mercado de capitales les ofrece la oportunidad de independizarse de su sector tradicional y conquistar nuevas esferas comerciales. Fundadores de empresas con nuevas ideas comerciales encuentran en el mercado de capitales a especuladores que por su parte están continuamente buscando locuras que prometan ganancias y a las que puedan apostar dinero, preferiblemente dinero ajeno, hasta que en el caso ideal un manitas de software se convierta en una empresa mundial. Para su crecimiento el negocio con títulos de valor necesita constantemente de investments de este estilo.15 Al catálogo de las reivindicaciones del capital financiero se suma por lo tanto la privatización de servicios que tradicionalmente son de la competencia del Estado: para un inversor no hace falta entender de medicina o tuberías de agua, ferrocarriles o educación para descubrir en todos los sectores siempre lo mismo, a saber: una insaciable necesidad de capital, y elaborar de universidades, residencias asistidas o autopistas lucrativos objetos de inversión.
Con su sólida convicción de que regiones enteras no necesitan más que capital para “desarrollarse”, pero que de éste necesitan muchísimo, los activistas del mercado de capitales no sólo examinan empresas cuya capacidad para emitir capital-dinero en forma de papeles aún no les parece completamente aprovechada, sino naciones enteras cuya economía según su diagnóstico perito sufre una escasez de capital. Saben, exigen y ofrecen lo que hace falta para curar el mal: establecer un mercado de capitales donde dinero –del exterior, pero también cualquier cantidad que pueda movilizar su peritaje in situ– pueda transformarse en promesas de incremento libremente comerciables. Resulta imprescindible que se prometan incrementos especialmente altos, sobre todo si la rentabilidad del país deja mucho que desear, y que sean garantizados por el soberano correspondiente, sobre todo si éste dispone de escasas y malas fuentes de dinero, para que prospere un mercado de títulos de valor. De esta manera el capital financiero convierte naciones enteras en objeto de su especulación. Entonces o crea de esta manera su propia base –un mando universal, fiable y productivo del dinero sobre el trabajo social– porque la nación de la que hace uso logra organizarse a sí misma y a su pueblo como emplazamiento de negocios en la “economía real” que resulten lucrativos para el capital financiero; o reduce el objeto de su interés especulativo a los elementos aprovechables. Los resultados de su actividad desarrollista se llaman en algunos casos “países de transformación”, en otros, “estados en vías de desarrollo”; si el mundo financiero conserva su espíritu optimista, caracteriza naciones enteras como “mercados emergentes”, y con “mercados” se refiere únicamente a su propio negocio con capital-dinero procedente de deudas.
Así que no extraña mucho que a los gerentes del capital financiero el mundo entero termina por presentárseles como un cúmulo de investments: mejores y peores, realizados y posibles. Desgraciadamente este parecer no es la óptica cerrada de gente cuya profesión consiste en crear créditos de todo tipo y comerciarlos con ganancia. La gestión del mercado de capitales que sirve a las instituciones crediticias para acumular fondos hace buena pareja con una necesidad en el mundo comercial entero que transforma todos los esfuerzos por la producción, la distribución y el consumo de artículos de cualquier uso en un caso de aplicación para las técnicas del capital financiero.
Dicha necesidad va por la disposición de dinero adicional ajeno para mejorar el rendimiento (o sea, el acrecentamiento) de la propiedad aplicada en la valorización. Y no se limita para nada al crédito comercial y el capital prestado, sino que descubre en cada invento de la economía monetaria un instrumento que permite acceso a dinero ajeno y ayuda a salir airoso de la lucha competidora por el beneficio. Una “empresa competitiva” lleva a cabo sus estrategias mediante el imprescindible uso de estos instrumentos; obtiene sus éxitos en su calidad de objeto como en la de activista de cálculos especulativos que ingeniosos banqueros están tramando. En ambos roles –como objeto y como activista de expectativas financieras– la industria y el comercio “confiesan” sin parar que su único motivo es acrecentar la potencia capitalista y nada más, y atestiguan que el objetivo que persigue una cadena de tiendas de alimentos o una empresa automovilística es idéntico al que persigue un banco.16
La extensa participación de todas las empresas importantes de la “economía real” en el mercado de capitales, donde forman parte de la oferta como de la demanda, pone claramente de manifiesto lo que significa “captación de recursos” (de dinero ajeno) en estas esferas de la vida económica: aprovechando la igualación “crédito=capital” en todas las variantes establecidas, empresas privadas participan en los éxitos comerciales de todos los demás capitales; la valorización de su propio capital es el instrumento para enriquecerse del acrecentamiento de sus competidores; el mercado de capitales permite el acceso a todas las maneras de emplear dinero para sacar ganancias. Con su régimen sobre el comercio con investments, bancos y bolsas ejercen el cargo de fiducarios del capital de la sociedad; y este cargo lo desempeñan en forma de un negocio propio cuya dimensión les capacita para entrar “por cuenta propia” en la competencia organizada por ellos por cuotas del crecimiento total de la “economía”.17 De esta manera hacen frente a la competencia que para sus colegas de la “economía real” es la prueba superior de su competitividad: se esfuerzan por ganar el favor de todos los que comercian con capital.
A la inversa, esto reafirma el encargo a los institutos financieros de administrar el capital “ficticio” con cuidado y procurar que acreciente.
Para las empresas que operan en el sector financiero, el mercado de capitales es el medio perfecto de su crecimiento. Allí refinancian sus actividades comerciales; allí acumulan investments y sus valores; allí crean capital por propio esfuerzo comerciando deudas como capital-dinero. Este provecho del mercado de capitales tiene su precio: el comercio que realizan allí es para todas las empresas financieras la condición de su crecimiento. Y esta condición no la dominan. Si invierten dinero, especulan en los frutos futuros de negocios ajenos; lo que contabilizan como su fortuna creciente, o sea lo que constituye la mayor parte de su capital circulante, depende en cuanto a su existencia como en cuanto a su valor de los éxitos y fracasos en la competencia que tienen los emisores de sus investments. Además otros inversores especulan también; sus decisiones inversoras afectan el valor de una cartera de valores cambiándolo continuamente hacia arriba o abajo. El mismo efecto lo causan nuevas ofertas en el mercado y la variación de las circunstancias que hacen que las inversiones realizadas aparezcan mejores o peores sin que hicieran falta cambios en el curso de los negocios o en la dignidad de crédito de los emisores de los respectivos papeles. A la inversa, los empréstitos y las acciones que venden las empresas financieras por cuenta propia o ajena son sometidos a un cálculo que tiene en cuenta como aspecto crítico cualquier circunstancia que afecte el valor de un título como aspecto crítico; las empresas financieras crean objetos de inversión y lo dejan al criterio “del mercado” cuánto valen y si valen algo. Con sus ofertas como con su demanda ejecutan su poder como procuradores legales de la potencia capitalista del dinero; sin embargo, el éxito de su actividad como empresas privadas y competidoras, o sea el aumento del valor de sus carteras, depende de que sus decisiones especulativas sean correctas y de que saquen provecho del empleo del capital “ficticio” en que participan con sus emisiones e inversiones. Actúan como si tuvieran su negocio bajo control sin depender de nadie, mientras que no son ni más ni menos que parte del curso general de los negocios.
El riesgo de que estallen créditos y de que se devalúe o anule capital “ficticio” forma parte inseparable del negocio crediticio en general, y del intercambio de deudas jurídicamente redefinidas en capital-dinero, en particular. Las empresas financieras tienen que tomar precauciones para los casos siempre posibles de que caigan víctimas de los juicios que los mercados dictan sobre su patrimonio. Completan por consiguiente la gestión de carteras de valor, o sea el manejo especulativo de oferta y demanda de investments, con medidas para evitar o compensar pérdidas (demasiado grandes). Con la necesidad de asegurar sus negocios la comunidad de los especuladores amplía sus prácticas comerciales.
Para esta demanda existen las ofertas correspondientes; por parte de empresas especiales del mismo sector económico. Tienen gran importancia práctica –y constituyen un ejemplo para el paso adelante que da el sector especulativo aquí– las operaciones a plazo fijo que forman un completo ramo comercial con un enorme volumen de ventas. La costumbre de compradores o vendedores de una mercancía con un precio muy fluctuante de firmar contratos sobre el suministro de una mercancía en un momento posterior para tener seguridad para los propios cálculos no nació con la especulación con títulos de valor; contratos de este tipo son corrientes en el comercio con materias primas, cuyo precio de mercado tiene poco que ver con los costes de producción, dependiendo más bien decisivamente de los altibajos de la relación oferta-demanda. A esta técnica comercial recurren las empresas financieras que tienen sus carteras de valores llenas de riesgos y que gestionando sus carteras contraen cada vez más riesgos. Ellas también compran y venden objetos de inversión con cotizaciones fluctuantes a plazo fijo para asegurar sus patrimonios que administran con responsabilidad contra pérdidas de valor o para asegurar con antelación un aumento de valor proyectado.18 Por supuesto la creación de protecciones de este tipo para la acumulación de capital “ficticio” cuesta cuotas del incremento de valor caso que éste sea más elevado que el valor contractualmente asegurado, trae pérdidas caso que la sospechada disminución del valor sea de hecho menor, o en el caso de una “opción” –un negocio para asegurar la cotización que no obliga al “asegurado” a realizar el negocio acordado en el caso de una evolución favorable del valor, dejándole un posible provecho–, una cuota fija, el precio de la opción. En todo caso la seguridad va en detrimento del acrecentamiento que se pretende asegurar.
Esta contradicción encuentra su solución adecuada, con miras hacia adelante, en el hecho de que las operaciones a plazo –dicho sea de paso: ya donde se comercian a plazo bienes reales como petróleo o café– ya se han convertido en el material de una especulación sui generis. Pues lo que representa desde la simple perspectiva del comerciante un peligro para negocios bien calculados, o sea la “volatilidad” del precio de mercado de una mercancía necesitada o vendible en un plazo determinado, y lo que promete remedio, o sea una operación a plazo de tipo “futuro”, vigente para ambos lados, tanto para el suministrador como para el comprador de una mercancía, contiene un riesgo interesante para un contratante que no pretende adquirir la mercancía para tenerla, sino que aspira a la diferencia entre el acordado precio de compra (o venta respectivamente) –el “precio de futuro”– y el precio de mercado real el día del cumplimiento del contrato. Pues en ella consiste su beneficio, si el precio realmente válido está encima del precio de futuro en el caso de una promesa de compra, o debajo en el caso de una promesa de venta. Si no, naturalmente hay una pérdida correspondiente; pero al parecer esto desconcierta poco a los capitalistas financieros. De todas formas el riesgo es asunto suyo desde siempre; a saber en todos los mercados en los que encuentran mercancías con riesgo de cambios de precio; por consiguiente desde luego también en su propio mercado para su propia, altamente especulativa mercancía capital. Por regla general allí ya no se acuerda el cumplimiento “físico” de una operación a plazo, sino un derecho a la suma que corresponde a la diferencia entre el precio acordado y el precio de mercado real a la fecha del plazo acordado;19 y en su mayoría estos negocios ya no se cierran con un comerciante que quiera excluir el riesgo de cambios de precio de una mercancía que comercia, o con una persona que tenga o gestione un título de valor, sino entre especuladores que especulan, los dos en el sentido opuesto, en una diferencia entre el precio de futuro y el precio de mercado en el plazo acordado. De antemano se omite el esfuerzo para suministrar (o recibir respectivamente) la mercancía, sean acciones o granos de café, a la que se refiere la operación a plazo. La mercancía con sus características y en la cantidad acordada sólo desempeña el papel de magnitud de referencia para el precio “de futuro” que se acuerda en la actualidad y para el precio de mercado que se tendría que pagar si comprar o vender fuera el asunto. Por esta razón la cantidad y la dimensión de los contratos ya no tienen nada que ver ni con la cantidad que se vende y ni siquiera con la cantidad existente de la mercancía que sirve de referencia;20 sus límites están únicamente en la disposición de la comunidad de los especuladores a contratar negocios así. Para que esta disposición pueda realizarse en la práctica, necesita de una institución donde los interesados se encuentren. Ésta existe en forma de Bolsas de valores a plazo fijo, especializadas en seleccionados “activos subyacentes” (underlyings). Su papel decisivo reside precisamente en actuar como la instancia mediadora en un sentido muy amplio –servicio para el cual desde luego cobran una comisión adecuada–: juntan las contrarias estimaciones especulativas sobre un precio o una cotización calculando en una especie de subasta permanente –principio general del negocio bursátil– el nivel de precio “de futuro” al que los especuladores que especulan con el alza y los que especulan a la baja de las cifras (en este caso no se puede hablar de demanda y oferta en el sentido estricto) establecen relaciones comerciales. No es que la bolsa establezca relaciones comerciales entre los diferentes especuladores, sino que actúa hacia ambos lados como la parte contratante y procura todas las condiciones que se necesitan para un curso permanente del negocio: define las características de la mercancía que sirve de magnitud de referencia, las unidades que se pueden contratar, las sumas que se pueden apostar, las fechas en las que vencen continuamente los contratos; para valores básicos o subyacentes que de por sí no son mercancías ni tienen precio, pero que sí tienen una cotización y son sumamente importantes para operaciones a plazo con riesgos propios del capital financiero, a saber para índices bursátiles y otros índices más, definen valores monetarios por cada punto del índice. Luego los negocios tan perfectamente normalizados siguen un esquema determinado: un clearing house asociado a la Bolsa administra para todos los clientes una cuenta de compensación donde tienen que depositar para cada negocio una suma como seguridad y prueba de la seriedad y la solvencia del especulador, a saber una parte del precio “de futuro” que según la calidad de solvente del hombre de negocios, respectivamente el tamaño y la solvencia de la empresa financiera, asciende a entre 5 y 15 por ciento; esta relación entre el precio “de futuro” y la suma que de hecho se tiene que depositar se llama “palanca” en la jerga de los expertos y ya se demostrará como una cantidad muy decisiva. En estas cuentas de compensación se contabilizan cada jornada bursátil las ganancias y las pérdidas que resultan para cada contrato cerrado del hecho de que siempre los cierres de los negocios especulativos del próximo día dan como resultado un nuevo precio “de futuro” –crecido o disminuido–:21 si este precio sube, se abona el incremento como ganancia en la cuenta del especulador que apostó a un nivel de precios más bajo por la compra, al vendedor se resta como pérdida; y viceversa en el caso contrario; si se registran mayores pérdidas, el cliente tiene que ingresar eventualmente una suma adicional de seguridad en su depósito. Aparte de esto, los contratos siguen como si hubieran sido cerrados al nivel del actual precio “de futuro”, y a esta base toman parte de la evolución del valor del próximo día de contratación en Bolsa; etcétera. La Bolsa ofrece a sus clientes la importante ventaja añadida de que pueden retirarse de sus contratos en cualquier momento cerrando como “compensación” un negocio complementario para la misma fecha y sobre el mismo valor básico al nivel del precio “de futuro” actual; así el contrato original “se liquida”, lo que quiere decir que se anula. En la cuenta de compensación permanece el depósito, más la ganancia o menos la pérdida respectivamente, descontando comisiones de todas clases. Una ganancia –y por fin el asunto adquiere importancia económica– nace del cambio del precio “de futuro”, a saber (para recordar lo susodicho) el precio de compra imaginariamente acordado del objeto de valor que sirve de magnitud de referencia imaginaria. Pero para el especulador esta ganancia se refiere –gracias al efecto de “palanca”– a aquellos 5-15% de la suma que tuvo que invertir en su “apuesta financiera” depositándola en su cuenta de compensación; por cada un por ciento de cambio en el precio “de futuro” el contractante gana, calculando el rendimiento de su depósito, un incremento de entre unos 7 y un 20 por ciento de incremento; tanto más cuanto mayor su calidad de solvente; lo cual proporciona, computando el interés por año, réditos del cien por cien o hasta múltiples de esta cantidad.
En esto consiste el negocio; perfectamente normalizado y organizado hasta el más mínimo detalle; y quienquiera que se pronuncie como experto sobre la materia no para de advertir que en esta esfera de la especulación a cada ganancia le corresponde una pérdida de exactamente la misma dimensión, o sea que no se crea valor, sino que se trata de “un juego de ganancia nula”. Esta afirmación, correcta sin duda alguna, plantea no obstante una pregunta que no encuentra respuesta satisfactoria en ninguna de las exposiciones críticas al respecto: ¿cómo puede un mero “juego de ganancia nula”, cuya realización además causa remarcables gastos, ascender a formar una parte grande y seria de un honrado sector financiero? Pues el interés de comerciantes y gerentes de carteras de valor en asegurar sus negocios constituye la menor parte de los contratos; más bien el interés especulativo se creó en estos mercados un campo propio de actividades –esta información viene incluida en las exposiciones de los expertos–. Desde la perspectiva superior de la economía política se elaboran bienintencionadas suposiciones funcionalistas sobre una utilidad superior de esta industria, que consiste por ejemplo en las bonitas contribuciones de los mercados a término a la transparencia de los “mercados al contado” y a una formación “justa” de precios de los valores básicos; hay bancos nacionales que procuran investigar preguntas tan controvertidas como si el mercado de capitales corre delante o sigue detrás del mercado de empréstitos y acciones. Pero que un negocio de la especulación financiera tan enorme, vivo y costoso (por ser perfectamente organizado hasta el más mínimo detalle) tenga lugar a fin de quitar a los especuladores la ambigüedad de los parámetros de su especulación, esto no hay nadie quien lo afirme. Y de todos modos, la verdad en tales indicaciones es otra, es más bien al contrario: las Bolsas de valores a plazo fijo son un campo de acción para el esfuerzo permanente por parte de expertos de aprovechar para las propias ganancias incertidumbres en el comportamiento del mercado, ventajas en la información y disparidades de opiniones, estimaciones propias consideradas correctas y estimaciones falsas de otros sobre el curso, la dirección, la velocidad y los efectos de los acontecimientos especulativos en los diferentes lugares del negocio del capital financiero: la volatilidad es positiva, incluso imprescindible, la transparencia es negativa para los negocios. Lo que hace falta para convertir en resumidas cuentas esta perfectamente organizada inseguridad especulativa en una fuente de ingresos son recursos y personal para una presencia permanente en el mercado, a fin de poder entrar en un negocio y abandonarlo en cualquier momento, beneficiar de cada variación de la cotización por muy diminuta y corta que sea, también realizar pérdidas y “liquidar” contratos malos para prevenir mayores desgracias; y además, en segundo lugar, fondos suficientes para poder aguantar también pérdidas mayores sin tener que dejar la especulación por ello.
Con estas condiciones reales del negocio ya se aclara un poco por qué existe la especulación con contratos a plazo como un remarcable ramo de negocios del capital financiero; a saber, quién es capaz de beneficiar de algo así como un campo de acción permanente. Desde luego los organizadores, o sea la Bolsa y las empresas financieras que están detrás; pero el interés de éstas en las comisiones no explica el negocio por el que se cobran comisiones. Desde luego en principio las Bolsas de valores a plazo fijo están abiertas para todo el mundo; pero el inversor privado que prueba fortuna con una “apuesta financiera” no es la persona a la que este sector debe su volumen y su estabilidad. Desde luego están allí presentes todos los comerciantes y administradores de fondos que realmente usan el negocio con “futuros” para asegurar sus negocios; pero según se dice sus actividades no se suman a más del tres por ciento del volumen de los contratos. Ya tendrán más peso los profesionales “en el mercado”, los agentes y brokers que se meten y se retiran a cuenta propia y a muy corto plazo en los negocios que organizan por encargo de otros y con dinero ajeno; pero esto ya indica que su importancia también es limitada. Los verdaderos activistas del sector son empresas financieras que disponen de la gente y los recursos para hacer del negocio con futuros una de sus fuentes regulares de ingresos; que tienen cuentas de compensación permanentes y grandes en el clearing house y que sólo tienen que depositar pequeños porcentajes del precio “de futuro” en ellas. El hecho de que a las ganancias que ellas acumulan correspondan pérdidas de exactamente la misma dimensión en cuentas ajenas, y que por lo tanto “sólo” se redistribuyan las sumas apostadas sin que se cree valor, no les causa la menor impresión a estos protagonistas de los sucesos: apuestan todo por ser los destinatarios de las sumas “meramente redistribuidas” y los beneficiarios en cuyas manos se acumulan más ganancias que pérdidas. Para ellos no es una vulneración de las reglas de la creación de valores del capital financiero, sino su verdadero contenido, la quintaesencia de todos sus rendimientos de acumulación: allí convierten directamente y sin rodeos su juicio especulativo sobre la evolución de la cotización de objetos de especulación en su fuente de dinero. En el fondo éste también es el contenido del resto de sus actividades: cuando dan créditos, cuando comercian títulos de valor, cuando gestionan capital “ficticio” ya acumulado para que acreciente. Pero en todas estas actividades su competencia especulativa aún se refiere siempre a valores existentes cuya evolución tiene que ser objeto de su preocupación porque son suyos o porque representan una riqueza que les fue encomendada; y el efecto de sus exitosas decisiones especulativas no es más que la participación en un incremento de valor que nace del comercio con títulos. A cambio, con su especulación en “futuros” las empresas financieras generan ingresos de manera autónoma; para conseguir incrementar su fortuna da completamente igual si suben o si bajan los valores básicos cuyas cotizaciones son el objeto de sus “apuestas financieras”; lo único decisivo es apostar el depósito en su cuenta de compensación por el lado correcto; nada más que esto y desde luego la suma apostada es lo que determina sus ingresos. Para los profesionales del negocio especulativo esta es la verdadera libertad.
Y con ello se abre para estas empresas financieras todo un reino de la libertad. Pues su actividad no se reduce a conseguir un saldo positivo entre activos y pasivos en las Bolsas de valores a plazo fijo empleando enormes cantidades de dinero y personal. Gracias al efecto “de palanca” de la inversión especulativa, particularmente alto para empresas con buena calidad de solvente y con liquidez asegurada, la relación “inversión”-ganancia resulta en réditos considerables y hasta gigantescos; y éstos son para empresas financieras mucho más que simples magnitudes de cálculo. Ya la perspectiva de réditos así pide a voces el empleo profesional de dinero ajeno. Pues el incremento que se puede sacar de un empleo más o menos exitoso de dineros recolectados en negocios con “futuros” permite saldar con facilidad cualquier deuda con los mejores tipos de interés; a la inversa, los ingresos, capitalizados a un tipo de interés atractivo para los inversores, proporciona con facilidad un capital-dinero “ficticio” varias veces mayor de lo que una empresa potente tiene que gastar en su compromiso en el mercado a término. Vender títulos de valor así –en forma de empréstitos, títulos de un fondo o acciones– permite al emisor emplear sumas enormes en la especulación y a la vez promete a los inversores márgenes de beneficio tan grandes que no sólo crédulos clientes particulares, sino también empresas financieras que hacen cálculos minuciosos asumen con gusto un mayor riesgo de pérdidas; títulos así no pueden faltar en ninguna cartera de valores moderna y efectivamente gestionada. Los fondos de cobertura (hedge funds) exitosos y las empresas financieras a las que pertenecen tales sociedades de titulización se benefician del hecho de que con el crecimiento de su poder financiero aumenta la solvencia de la empresa, con ella se refuerza el efecto “de palanca” de la inversión en operaciones a plazo, y con éste vuelve a crecer el poder de la empresa de recaudar más recursos financieros vendiendo participaciones de su fondo y títulos por el estilo. Desde luego lo mismo vale en el caso contrario: si un empresario financiero pierde crédito en su Bolsa de valores a plazo y si tiene que ingresar una cantidad adicional en su cuenta de compensación, su rédito baja automáticamente aunque sigan saliendo airosas sus “apuestas financieras”; el capital “ficticio” que logró vender a los inversores corre peligro, a lo mejor se le devuelve y empeora aún más la situación financiera del emisor. 22 Pero en esto consiste el precio de la libertad que se conquistó el capital financiero con esta esfera y que aprovecha ampliamente; y cada empresa se esfuerza a lo máximo por que lo paguen otros.
De este modo la comunidad de los especuladores potentes genera réditos sobre dineros invertidos mediante la pura especulación, con nada más que sus altamente diferenciados y rapidísimamente realizados juicios discrecionales sobre los vaivenes de las cotizaciones en los mercados de materias primas, de capital, también de divisas y otras cosas más, más allá de todos los pagos entre deudores y acreedores y del enriquecimiento mediante el acrecentamiento de valores financieros, de manera autónoma y por cuenta propia; y de estos réditos autogenerados genera nuevo capital “ficticio” que hace que crezcan el volumen del comercio de la industria financiera y sus activos. Y lo que el sector financiero consigue en el comercio con “futuros” lo logra igualmente con la especulación en todo tipo de inseguridades –la evolución de intereses, las sobretasas de riesgo de empréstitos de cualquier tipo, el saldo de créditos en general...– que ella misma produce: impulsado por nada más que su propio deseo de acumular y empleando su crédito, independientemente de las necesidades de asegurar negocios ya de por sí especulativos en las que se basa el respectivo modelo comercial y que se satisfacen de pasada, genera segmentos enteros de un negocio que la jerga de los expertos tituló “mercado de riesgos” y toda una gama de valores “derivados”.23
Estos derivados variados que produce una industria financiera moderna convierten los distintos “mercados al contado” de las que se “derivan” en el objeto de un nuevo interés superior. Precisamente por el hecho de que la especulación creadora de riqueza monetaria que se materializa en productos derivativos no tiene como objetivo participar en un incremento de valor que nazca en el comercio de títulos de valores que constituye su base, sino que tiene como contenido los cambios mismos y nada más, todo, o sea toda la inversión, depende del resultado correcto. Las empresas financieras que son los actores principales de las operaciones a plazo y operaciones similares no sólo observan los mercados básicos, siempre dispuestas a reaccionar, sino que intervienen en ellos a fin de que como más tarde en la predeterminada fecha del vencimiento de sus contratos resulte una evolución en la dirección deseada. El negocio con derivados se convierte así en una magnitud de influencia adicional, por lo menos temporalmente predominante en los centros del comercio en cuya evolución especula el negocio de derivados. Técnicas especiales como las “ventas al descubierto” que temporalmente cayeron en descrédito establecen la conexión deseada; y el hecho de que el comercio de acciones y empréstitos está fuera de quicio cuando lleguen las fechas de vencimiento de las operaciones a plazo, porque los contratantes de ambos bandos intentan alterar las cotizaciones a su favor, no sólo es un lugar común, sino que se reconoce como una costumbre comercial. (La jerga profesional creó el término quadruple witching y espera cuatro freaky Fridays al año.) Así la especulación en derivados conquista el poder sobre la especulación a la que se refieren los derivados.
Por el otro lado las empresas financieras aprovechan su libertad para crear cada vez nuevos segmentos de su “mercado de riesgos” –a veces a propósito– de una manera que los riesgos nuevamente creados ya no son fáciles de manejar, apenas identificables y, por supuesto, imposibles de dominar: en esto consiste el fundamento del negocio. Esto insta y reta a las empresas financieras que organizan toda esta locura a un nuevo negocio con amplias consecuencias: crean agencias de rating que se dedican de manera profesional –y por supuesto a cambio de una remuneración– a analizar y tasar los riesgos que son el objeto de las distintas especulaciones “derivadas” y que constituyen la base del capital “ficticio” que conquistó en forma de participaciones de fondos, certificados y papeles parecidos su lugar en las carteras del mundo comercial y hasta en los “depósitos” de simples clientes de cajas de ahorros. La clasificación que estas empresas asignan a investments de todo tipo no es sólo interesante como ayuda a los inversores para tomar decisiones. Es de inmediata importancia práctica: con ella se juzga tanto la calidad de solvente del emisor y por consiguiente su poder de vender sus deudas como capital-dinero como la calidad de la cartera de los inversores y por consiguiente el poder financiero de éstos y la credibilidad que éstos ofertan en el mercado financiero. La relevancia se nota en cada cambio de la clasificación: un rating mejor capacita tanto al ofertante como al tenedor de los respectivos papeles a presentar mejores balances, haciéndoles más fácil el acceso a dinero ajeno; una reclasificación a peor no sólo sube el precio de la adquisición de nuevos créditos y del pago de intereses al respectivo emisor, sino que pone en peligro y devalúa los valores “ficticios” de capital ya emitidos, quizás obligue la empresa a ingresar dinero adicional en sus cuentas de compensación, a la vez perjudica a los tenedores de los papeles, a lo mejor les obliga a reestructurar sus carteras de valores, etc. Así las agencias de rating resultan ser una bastante decisiva instancia de poder en el reino de la libertad financiera. Y lo más tarde con la crisis en esta esfera, todos los comentadores siempre sabían que en sus decisiones los elementos de información al respecto, de contribución útil a la regulación de la esfera de la especulación derivativa y de intervención interesada para alterar los sucesos en el mercado, son difíciles de separar.
Con las libertades del negocio con derivados y con las iniciativas de reglamentarlos crece por consiguiente la necesidad de un control suprapartidista –por un lado–; y el Estado se ve retado, ya por su preocupación por la inmensa cantidad de dinero invertido en productos precarios y puesto en juego, y por la propiedad puesta en manos ajenas. Se ocupa de la vigilancia y se plantea el problema del grado adecuado de la reglamentación. La industria financiera sabe apreciar cierta reglamentación de sus negocios, pero por el otro lado no permite que se destruya la libertad de acción para su desmesura. Donde le moleste la reglamentación para la especulación sólida, por regla general deseada y creada por ella misma, complementa su esfera “reglamentada” por un comercio más allá de todos los reglamentos restrictivos: “OTC”, “Over The Counter”, como los expertos gustan de expresarse mediante el idioma anglosajón. Las sumas que se registran en esta esfera se han disparado desde que los Estados imperialistas dejan mano libre a sus capitalistas financieros.24 Su volumen demuestra que el sector encontró en ella definitivamente el reino de su libertad.
El hecho de que su negocio es arriesgado, nadie lo tiene más claro que los mismos profesionales del mercado financiero: los riesgos forman su negocio, y acumulan su dinero con la especulación en el futuro. Y en cuanto a identificar los riesgos, a los aspectos para su evaluación y a los motivos para corregirla, nadie alcanza su competencia: ellos mismos comparan sin parar la rentabilidad y la seguridad de todos los títulos comerciados y acumulados y la fiabilidad de sus emisores, registran de manera crítica cualquier éxito y cualquier fracaso comercial de importancia, cualquier insolvencia mayor con los rumores precedentes inclusive, cualquier cambio relevante en las condiciones comerciales, por lo tanto también cualquier cambio previsible en las relaciones de fuerzas políticas en y entre los Estados más importantes, etc. etc., y reaccionan a estas informaciones y a las reacciones de sus competidores. Con sus cálculos especulativos, ellos mismos, en su calidad de emisores como de inversores, ponen los mercados en movimiento y participan en producir los cambios en el precio de sus artículos comerciales en los que especulan. La totalidad de los acontecimientos globales, compuestos por negocio, poder y falsa conciencia, la perciben como una acumulación de factores de influencia que les retan a reaccionar adecuadamente con sus cálculos – y precisamente así hacen que surtan sus efectos comerciales de una manera tan incalculable.
Por parte de los gerentes del mercado de capitales, sin embargo, el cotidiano manejo interesado de este mundo de riesgos y de esfuerzos por distinguir en éstos las oportunidades y aprovecharlas más rápidamente que los competidores, requiere un desinterés completo por la causa de los riesgos que elaboran de una forma tan constructiva. Pues esta causa es el fundamento de su negocio: ellos se enriquecen y enriquecen a su clientela con dinero ajeno aprovechando negocios ajenos como si con el título jurídico ya estuviera en sus manos el éxito garantizado de su disposición de deudas propias y ajenas. A una relación de deudas le atribuyen el carácter de capital-dinero “ficticio” y no hacen otra operación que la compra y venta de sus creaciones para confirmar el carácter de capital de las deudas comercializadas. El acrecentamiento de capital-dinero que llevan a cabo ya sólo depende del “comportamiento del mercado” –o sea del reconocimiento que sus productos encuentran en la contratación de valores, y del éxito de las inversiones que ellos mismos realizan–; pero de éste depende completamente. Y con este sistema de especulación, los activistas del capital financiero consiguieron que con sus creaciones se puede hacer todo lo que se puede hacer con dinero y capital en la economía de mercado – y que, viceversa, todos los medios de comercio y compra que el mundo empresarial y sus apéndices humanos tienen a su disposición no tienen otro fundamento que deudas cuya cualidad de capital es obra de su comercio especulativo.
Este precario éxito y la sostenibilidad por principio de su milagrosa obra de convertir deudas en capital-dinero, los dan por supuestos los profesionales del negocio financiero cuando “asumen” sus “riesgos” lucrativos. Simplemente aprovechan la oportunidad de ir aumentando el poder financiero de su empresa mediante buenas transacciones. Si los negocios van mal –si se malogran emisiones, si inversiones resultan ser fracasos, si cotizaciones imprevistas y derivados frustrados bajan el valor de la cartera de valores–, entonces tratan el asunto como un percance cuyos efectos se tienen que limitar y arreglar cuanto antes. De ninguna manera las pérdidas deben tener efectos sobre los balances de los institutos o incluso afectar su liquidez. Porque en este caso –y ahí sí que se hace notar el carácter precario del fundamento comercial de su negocio– está en juego su capacidad de garantizar la cualidad de capital de sus artículos comerciales. Con la iliquidez es inminente la bancarrota y la declaración de la nulidad de los títulos de valor que llevan el sello del emisor quebrado. Y como las empresas de la industria financiera todas dependen unas de otras a través de sus actividades crediticias, pero sobre todo de sus actividades en el mercado de capitales –dependen de que sus productos sean reconocidos por sus competidores, pero igualmente de que el comercio con los títulos emitidos por ellas mismas les acredite valor–; como todas forman parte del capital social global y por lo tanto sólo funcionan si funciona “el sistema”; por ello una insolvencia así, según el volumen y la importancia del instituto roto, pone fácilmente en peligro la valorización y con ella el valor del capital “ficticio” en su totalidad. Tal y como a través de la acumulación de bienes financieros los éxitos comerciales de un participante en el mercado de capitales no sólo ponen a prueba, sino también mejoran los balances de muchos otros, aumentando el valor de sus investments y generando nuevas ventas de títulos, la quiebra de un emisor importante produce una cadena de devaluaciones y anulaciones, creando perjuicios que no se compensan por la eliminación de un competidor. La ocasión que desencadena una espiral negativa así puede ser casi cualquier riesgo que comercia el sector – la causa para ella está en la rentabilidad del capital financiero, que consiguió su volumen y su fuerza precisamente a través de la interconexión de las instituciones crediticias entre sí con sus inversiones especulativas, a pesar de toda la competencia que se hacen y el mutuo perjuicio que infligen.
Cuando una oleada de devaluación así degenera en crisis, desde luego nada más lejos que la comprensión por la naturaleza político-económica de los negocios que se van estropeando sucesivamente. Justamente cuando llega el momento de declarar que los títulos de deudas dejan de servir como capital-dinero a gran escala y los bonitos títulos de valor se reducen a su cualidad de deudas, cuya satisfacción queda imposible por falta no sólo de intereses, sino de crédito y de inversores especulativos, entonces a todos los participantes del sector financiero les urge esforzarse por limitar el daño y salvar el mayor resto posible de su capital “ficticio”. En este esfuerzo fijan su atención sin falta y ante todo en todas las disposiciones legales que determinan las condiciones para la definición jurídica vigente de deudas como capital dinero y las condiciones para el comercio con este tipo de mercancía. Pues en caso de crisis, las disposiciones sobre la tasación de valor de los títulos tienen el efecto de presionar a realmente dar por perdidos los títulos sin valor. En realidad sólo dan la forma jurídica a la pérdida del poder financiero de las instituciones crediticias. Pero los banqueros afectados son los últimos que fueran capaces de diferenciar –y estuvieran dispuestos a diferenciar– en este momento entre la forma jurídica y la esencia de sus penas. Insisten en que la cadena de las devaluaciones podría detenerse si se cambiaran las normas de formación del balance –idea para la cual encuentran el consentimiento de las instancias competentes del Estado–; en el peor de los casos reetiquetando papeles “tóxicos” en “bienes” de un “banco malo”. Y antes de que –al fracasar el negocio crediticio y la equivalencia practicada de deudas y riqueza capitalista– una economía de mercado incluidas sus finanzas estatales se paralice por completo, el poder estatal tiene que fundamentar su autorización de la banca a crear capital-dinero a base de deudas, con una garantía y responder de la continuidad de su economía de deudas, y de la capacidad de actuar de sus autores, con su propia creación estatal de dinero.
El poder público corresponde a este deber exigiendo del sector financiero que emprenda la gestión especulativa de deudas capitalistas y de los riesgos en cuestión de una manera responsable. Este es un deseo legítimo con vistas a la sensibilidad del imprescindible capital financiero a la crisis, que constituye una parte del “riesgo general” de quienes viven en una economía de mercado.
El auge y la crisis se alteran: esto es uno de los hechos empíricos que todo el mundo conoce en el sistema de la economía de mercado. A varios años de prosperidad del negocio capitalista sucede una fase en la que el volumen total de ventas de “bienes y servicios” no registra incremento, sino una reducción de varios meses o trimestres de duración: una depresión que hace que numerosas empresas quiebren, que el “ejército de reserva” de los parados crezca de manera drástica y que se esfume el “nivel de vida” hasta entonces acumulado entre la población asalariada. Estos efectos no se deben a que escaseen la producción y el comercio capitalistas, a que les falte suministro, o a que hayan dejado de trabajar por falta de mano de obra. Al contrario, en la crisis todo abunda: medios de producción, mercancías producidas, mano de obra. Lo que se paraliza no es nada más que la salida: hay demasiada mercancía en oferta como para que pueda venderse a precios que arrojen beneficios o que por lo menos cubran los gastos. Y en el sistema de producción que más corresponde a la dignidad humana esto no es un grato excedente, sino un problema para los responsables y un perjuicio para la gente normal. Ya nada marcha, porque el mercado, autoridad suprema de nuestra economía, deja de rendir el servicio que el mundo comercial necesita de él y del que depende todo para él, a saber la transformación de sus “bienes y servicios” en riqueza contable de carácter abstracto: en dinero.
Es asombroso el hecho de que continuamente se llegue a una situación así, porque las empresas capitalistas nunca hacen otra cosa que producir y comerciar para el mercado; hacen todo para tener éxito en este empeño; y si sus negocios entran en crisis, al parecer lo consiguieron en los precedentes años de prosperidad. Bien es verdad que incluso en aquella fase nunca tenían éxito todos los participantes activos del mercado; la competencia que se hacen las empresas siempre produce perdedores también. Pero esto significa: la recesión afecta a los exitosos que sobrevivieron la selección en el mercado y que vencieron a sus competidores. De alguna manera –parece– tiene que haber un inconveniente inherente en las estrategias de éxito que se aplican en los negocios capitalistas.
A los administradores, responsables y beneficiarios de este sistema económico esta contradicción se les escapa a sus entendederas; y a los individuos administrados y aprovechados también. Y tampoco tienen tiempo para preguntarse por qué razón sistémica los negocios colapsan con tanta regularidad. Les importa mucho más que la crisis termine pronto y que vuelva a empezar el próximo auge. Por ello los expertos se concentran en detectar las condiciones comerciales que hace falta mejorar para que vuelva a haber beneficios; el mundo comercial y la política económica exigen con energía nuevos éxitos. Propuestas para “estimular la demanda”, si reclaman “impulsos” estatales, quizá incluso a través de programas financiados con deudas, están bajo sospecha de sólo desplegar un activismo que en realidad no surte efectos persistentes. Y la reivindicación de fomentar con aumentos salariales el “poder adquisitivo de las masas” (que plantean notoriamente los sindicatos sin tomarla realmente en serio, y que va conforme al sistema en cuanto atribuyendo al sustento de la mayoría asalariada el sentido verdadero y la finalidad económica de servir al éxito comercial del empresariado) está condenada a acabar en el vertedero de las recetas inútiles porque va contraria a la comúnmente aceptada receta general para superar la crisis. Esta última exige intervenciones en los procesos internos de la empresa: modestia con respecto a los salarios, también en forma de más trabajo que acordado con el sueldo que se paga; generosidad con respecto al capital invertido, apoyada por créditos rebajados para “reestructuraciones”, o sea para “volver al margen de beneficios” empleando las más recientes técnicas de producción y reduciendo personal. Son precisamente los mismos métodos de competencia que las mismas empresas amenazadas por la recesión llevan aplicando así desde siempre y han aplicado con éxito hasta el momento. Pero la convicción de que justamente éstos sacarán a las empresas de la crisis no da lugar a dudas para los expertos teóricos y prácticos. Éstos de todas formas no conocen otro camino del éxito capitalista; para ellos es impensable que por este camino el capital continuamente vuelva a imponer límites a su crecimiento.
Pero no es que haga falta una ciencia secreta para llegar a comprenderlo.
Las empresas llevan a cabo su lucha competidora con su capital, aprovechando el innegable hecho empírico que más dinero promete más beneficio; no sólo en el sentido banal de que cuanto más se vende más aumenta la masa de la ganancia. Los empresarios saben que inversiones suficientemente grandes ayudan a aumentar el rédito de su empresa: el progreso tecnológico, máquinas y procesos nuevos se pueden comprar como todo en la economía capitalista; en la medida que esto permite bajar el precio de coste de la mercancía vendible aumenta (suponiendo el mismo precio de mercado) la cuota del beneficio, y en la lucha competidora contra otros vendedores aumenta el poder de la empresa de conquistar cuotas del mercado, reduciendo el precio de mercado –o sea renunciando a aumentar la ganancia por pieza– para generar así aún más beneficio. Cualquier gerencia empresarial sabe para qué invierte con generosidad grandes cantidades de dinero en una sostenible y competitiva reducción de los costes por unidad de su mercancía, y en incrementar de manera duradera la productividad del capital invertido: el proceso de producción debe optimizarse en cuanto a tecnología y organización, la productividad del trabajo empleado tiene que ser aumentada. De este modo parte del trabajo pagado ya no se necesita más; los costes por unidad de trabajo se reducen. Si además se consigue aprovechar al máximo las capacidades de la costosa planta renovada sin costes laborales adicionales, amortizándose rápidamente la inversión, entonces el éxito es perfecto.
Sin embargo, este éxito sólo subsiste hasta que la competencia haya reaccionado y las ventajas de la empresa exitosa en cuanto a los costes se hayan igualado, procurando un nuevo nivel general de precios que no deja nada de los beneficios extra de la primera fase. Siendo éste un efecto que conocen todos los participantes, los correspondientes esfuerzos competidores nunca cesan. Lo que queda son, por un lado los reducidos costes laborales por cada mercancía a la venta, por el otro lado un reducido precio de venta – y por el tercer lado una mayor cantidad de capital desembolsado para los puestos de trabajo que realizan la producción de la mercancía abaratada. El incremento del rédito se vuelve a anular, incluso se registra una disminución porque la suma invertida crece en relación con el beneficio obtenible a la larga; el esfuerzo por incrementar la productividad del trabajo a fin de aumentar el rédito y acelerar el acrecentamiento tiene a la vez el efecto contrario al intencionado.
Así, la causa inmediata de este resultado paradójico es el mercado: a saber, la competencia por una solvencia que dista mucho de ser reforzada por los esfuerzos por abaratar la producción y los productos. Por un lado el “progreso tecnológico que ahorra trabajo” reduce los ingresos disponibles de las masas, por la reducción del número de trabajadores asalariados –por racionalización en las empresas exitosas, por cierre de fábricas que quiebran– y por la presión que el aumento del desempleo ejerce sobre los salarios. Por el otro lado, con los competidores quebrados desaparece también del mercado su capacidad de pagar para los medios de producción; y aunque sobrevivan, los elevados niveles de la producción hacen que los aparatos existentes ya no sirvan para una competitiva producción de beneficios, o sea que pierdan su valor, destruyendo los fondos monetarios invertidos en estos aparatos y que ahora ya no retornan de ventas exitosas. Lo que la vanguardia del progreso capitalista gana por lo menos al principio por encima de la tasa de crecimiento normal (o sea, la solvencia adicional que acumula) se encamina hacia esferas de inversión donde aún se puede ganar más que el beneficio medio, contribuyendo allí a bajar la tasa de ganancia y crecimiento al nivel normal. En total, las inversiones para aumentar el rédito de las empresas tienen efectos negativos sobre las condiciones para realizar el rédito en el mercado. Y ahí surte efecto la necesidad sistémica del capitalismo, ignorada alegremente, de que la distribución de la riqueza monetaria que el capital hace elaborar es un asunto ya decidido por las condiciones de la producción. El mismo mercado confronta a sus activistas con la verdad político-económica sobre su modo de producción y sobre la fuente del beneficio en la que se centran las actividades económicas.
Pues la cosa es esta: el aumento de su cuota de ganancia lo consiguen las empresas ahorrando el factor de costes que es el trabajo; mayormente y de forma duradera invirtiendo mucho dinero para aumentar el rendimiento del trabajo necesario en su calidad de factor de producción, de manera que tengan que pagar menos salario en relación con los ingresos esperados. En los cálculos de las empresas, el trabajo como factor de costes y el trabajo como factor de producción son dos cantidades perfectamente compatibles, lo cual no es ningún milagro: el producto que pretenden obtener del trabajo pagado es el rendimiento monetario, a saber el excedente por encima de lo que les cuesta el trabajo. Para aumentar este excedente, aumentan la productividad técnica del capital, o sea que procuran que cada unidad de trabajo rinda más productos vendibles – sin ganar al final la correspondiente suma adicional de dinero, sino para rebajar los precios más que los competidores, haciendo la experiencia a la postre, cuando se haya establecido un nuevo nivel de precios, que la aumentada cantidad de producción por unidad de trabajo no genera un aumento de dinero correspondiente. Al fin y al cabo, sus “racionalizaciones” no sólo redujeron el factor de costes que representa el trabajo, sino que con el trabajo también menguaron la fuente del valor de la mercancía que se puede realizar en la venta. Los empresarios se comportan fieles al principio de que la fuente verdadera de la ganancia es su capital, y de que con las inversiones aumenta la productividad de su capital, o sea la eficacia de su capital como fuente de beneficios; pues todos los recursos aplicados en materias de técnica y organización también son propiedad suya, parte de su capital. Pero en realidad lo que cambian es la productividad del trabajo; y el resultado demuestra que la productividad de su propiedad se fundamenta en aquel contradictorio uso del trabajo como factor de costes y de producción para el cual la ciencia de la economía política del capital acuñó el término de explotación.25
Todo esto se realiza en colaboración de la “economía real” con la industria financiera, o sea a base de crédito; y sólo así la contradicción en el método de éxito de las empresas capitalistas obtiene la forma de un ciclo coyuntural –término eufemístico para un crecimiento continuamente interrumpido por crisis–. Acudiendo a los bancos y al mercado de capitales, las empresas de los sectores productores de “bienes y servicios” se dotan de los recursos financieros que necesitan para inversiones en su competitividad y en un crecimiento prometedor; allí encuentran a prestamistas e inversores que de por sí dan por supuesta la ecuación de que el dinero se origina de dinero más inteligencia empresarial, y de que la rentabilidad de esta fuente de dinero es una cuestión de su cantidad. El crédito incentiva por lo tanto la competencia por la ganancia. Y sobre todo: el crédito ayuda a superar el efecto paradójico que producen las empresas competidoras, a saber que una creciente inversión de capital produce un rédito con tendencia decreciente: en su indestructible convicción de que un capital sólo necesita tener una cantidad suficiente para no poder menos de producir a partir de cierto nivel rendimientos absoluta y relativamente más elevados, los prestatarios y prestamistas, empresarios e inversores de capital, alejan cada vez más los autoproducidos límites del crecimiento capitalista programado para acelerar. Bien es verdad que con las deudas también crecen las exigencias al rendimiento de las empresas: los prestamistas quieren ser satisfechos con intereses, y los especuladores, con una buena performance y un shareholder value creciente. Pero ante todo las empresas adquieren, una vez que disponen de dinero ajeno, la capacidad de aumentar su rédito y de disimular cualquier disminución de sus beneficios mediante inversiones en un futuro mejor.
El capital financiero relativiza la contradicción entre el objetivo y el resultado de estos esfuerzos por un crecimiento continuamente acelerado – y a la vez agudiza esta contradicción. Cuánto sirven las empresas para su objetivo capitalista no se decide directamente en el mercado, con el rédito ganado o no ganado allí, sino en el juicio del mundo financiero sobre su dignidad de crédito y en el comercio con los títulos de valor emitidos por ellas y su uso como materia para la acumulación de capital-dinero especulativo. Juicios negativos sobre determinadas empresas, igual que juicios positivos sobre muchas otras, forman parte del día a día en este negocio; éxitos y fracasos en la competencia por la ganancia se deciden (y no sólo se registran) en negociaciones sobre la reconversión de la deuda y en la bolsa. Sobra y se eliminará aquella empresa que ya no encuentra banqueros e inversores interesados en apostar sobre su futura tasa de ganancia. Pero por lo general los capitalistas financieros parten de la convicción de que el éxito en la competencia es cuestión del volumen de capital correctamente aplicado y sobre todo suficientemente grande, y de que el aumento del beneficio puede y debería continuar sin fin; si hay límites del mercado, una inversión consecuente es la respuesta adecuada. El resultado lógico es un crecimiento de deudas y títulos, hasta que –en toda la historia del capitalismo con tanta regularidad que el conocido “ciclo coyuntural” forma parte de su repertorio– el mundo financiero se vuelve loco con su propia especulación. No sólo niega como siempre futuros créditos a los perdedores, sino que desconfía de su propia convicción, practicada con abundancia y con éxito, de que el volumen de los créditos concedidos y del capital “ficticio” tasado a valores enormes por su especulación sean una base sólida y una buena garantía para que el crecimiento continúe en la dimensión y la velocidad anticipadas por la especulación. Los bancos restringen su concesión de créditos; los actores en los mercados de capitales reducen la comercialización de investments y su demanda por inversiones de capital; el comercio de capital se queda estancado. Esto mengua el valor de los títulos en circulación y el de los que están acumulados en las carteras de valores; está en peligro la cualidad capital de las deudas comercializadas como mercancías y que funcionan como bienes financieros. La disminución del interés especulativo va acompañada por una pérdida de potencia financiera; por su parte con consecuencias negativas para la concesión de créditos y el comercio con títulos de valor.
Y entonces es cuando comienza la “recesión” también para aquellas empresas que hicieron del proceso de reproducción material de la sociedad su fuente de beneficio. Al dejar de apostar por el futuro crecimiento del beneficio en el sector de “bienes y servicios” (en la medida de antes, con la que todo el mundo contaba), los prestamistas e inversores capitalistas revelan lo que también allí emprendieron con éxito: una abundancia de capital, imposible de ser justificada por negocios suficientemente rentables por su calidad de buen riesgo crediticio o investment interesante. La industria especulativa convierte un crecimiento hasta ahora abundantemente financiado y por lo tanto próspero, en una sobreacumulación de capital, un enorme exceso de capital; simplemente por negar la confianza en sus propios productos financieros y quitar con ello al resto de los sectores los necesitados medios financieros. Durante largos años, el mundo comercial pudo aplazar la contradicción inherente en los esfuerzos por sacar crecientes ganancias del negocio con la explotación (sirviéndose de su potencia crediticia), pudo descargar la “tendencia decreciente de la cuota de ganancia” en los perdedores de la lucha competidora (cancelando los créditos de éstos), y pudo invertir y acumular deudas como capital (porque esperaban un futuro cada vez más boyante para sus negocios). En la crisis, al cancelar y anular créditos y al desvalorizar su capital-dinero “ficticio”, el mismo mundo comercial reduce las ganancias contabilizadas hasta ayer a la cualidad de una mera ficción que sólo podía estar en vigor gracias al empleo de la potencia del capital prestado. “Confiesa” haber puesto demasiados créditos de todo tipo en circulación, alimentando así demasiado capital, y reduce drásticamente las dos cosas –los expertos llaman esto “crecimiento negativo”–.26 Como efecto colateral de la anulación de patrimonios, fuentes de la riqueza material se declaran chatarra, valores de uso se echan a perder, y la masa de los asalariados que ya no se necesita experimenta la depauperización – pero todo con fines benéficos. Pues según la absurda lógica del sistema, la crisis con sus desastrosos efectos no sólo es la manifestación abierta de la contradicción sistémica entre la acumulación de capital y su medio, el desarrollo incondicional de las fuerzas productivas; es a la vez el remedio, el retoque temporal de esta contradicción: cuando se haya eliminado suficiente cantidad de la riqueza capitalista, bien es verdad que el detrimento material causado a la población obrera no se puede remediar; pero para la vida comercial se han restablecido, a niveles reducidos, las condiciones de éxito.27La competencia y la especulación resurgen con vigor.
Cuándo y por qué incidente, en qué fase de la acumulación capitalista y por qué motivo la industria crediticia se pone a dudar de sus propios rendimientos y productos de tal manera que se produce un percance general (quizás incluso mundial) para toda la vida comercial: en esto se distinguen, a pesar de toda regularidad, los diferentes “ciclos”, manifestándose cada uno como una serie de acontecimientos y circunstancias tan particulares y específicos que a los responsables afectados y a los preocupados expertos de la materia con toda su sabiduría acumulada en años de experiencia en una economía de mercado, la depresión cada vez les parece una casualidad, que en la retrospectiva se habría podido evitar. Una vez iniciada, no obstante, la crisis tiene un transcurso nada casual, sino bastante estereotipado. Para las dos cosas, la crisis actual es un ejemplo.
Lo singular de la crisis que de momento afecta al capitalismo mundial es –como siempre– el punto inicial: el negocio con asset backed securities –un tipo de empréstitos para refinanciar un capital “ficticio” comprado por específicas empresas de propósito especial (SPVs) y que consiste de créditos titulizados, mayoritariamente de malos riesgos, y nuevos títulos derivados de ellos– se paraliza, porque los créditos hipotecarios a estadounidenses pobres, en los que se basa el negocio, resultan ser incobrables; porque fracasa la especulación en que los precios de inmuebles subirán continuamente; y porque la solvencia de los emisores de los empréstitos se vuelve dudosa. Una cosa así nunca había pasado antes, simplemente porque en el momento de la gran irritación del verano de 2007 esta materia particular para negocios especulativos sólo llevaba un lustro existiendo y formando un artículo de masa en el mercado de derivados. Sin precedentes es también la situación de que el sector financiero primero lleva un año y medio declarando poco a poco la insostenibilidad de la mayor parte de su negocio con derivados: un mercado de derivados de semejantes dimensiones monstruosas, de tan complejas interrelaciones y deudas implícitas tampoco es tradicional; lo que allí poco a poco se va desenlazando y destruyendo es un invento del nuevo siglo capitalista. Para los expertos de la economía de mercado, con estas particularidades ya queda claro, en la retrospectiva, que este tipo de crecimiento capitalista de todas maneras no habría podido salir bien a largo plazo, y que por ello la crisis claramente habría sido evitable si el sector financiero se hubiera atenido a su mandato benéfico, si hubiera hecho todo bien, y si hubiera respetado los límites de su enriquecimiento propio. El que éstos últimos se hayan sobrepasado claramente lo demuestran las cifras gigantescas del mundo del negocio financiero, que hasta entonces nadie sabía reprocharle más que la etiqueta “salvaje” – aunque ningún experto se habría atrevido a indicar la suma exacta hasta la cual los valores acumulados por los bancos a lo sumo se habrían podido calificar de sólidos. Como máximo son unos teóricos izquierdistas de la crisis quienes indican algún tipo de medida contra la que atentó la industria financiera en su desmedido afán de lucro: alegan una absurda desproporción entre las sumas movidas por los especuladores y la masa limitada de la ganancia producida en la “economía real” mediante el trabajo creador de valor. Pero tampoco explican cómo es posible que esta industria emprenda un comercio tan vivo, y una acumulación tan enorme de valores a base de deudas, que su volumen supera con creces el intercambio mundial de mercancías en su totalidad, y cómo puede ser que este capital “ficticio” tenga tanto poder sobre el resto de la economía de mercado; tampoco dan una razón contundente de cómo y dónde supuestamente interfirió en el negocio de los derivados la cuantía limitada de la ganancia –ni mucho menos el autocreado límite del aumento de la ganancia, al que a veces se alude y que se hace notar en una tasa decreciente de la ganancia–.28
La realidad es que la industria financiera califica desde el año 2007 partes cada vez más grandes del capital-dinero creado por ella y usado para la especulación, de ser demasiado arriesgadas, para el interés especulativo demasiado grandes, y de carecer por tanto de valor hasta nuevo aviso. El sector se atribuye a sí mismo una enorme sobreacumulación de títulos financieros y no deja lugar a dudas sobre el criterio que él mismo aplica: la demanda disminuye y paraliza un mercado parcial del sector financiero tras otro, porque los creadores de estos mercados y de las mercancías comerciadas allí desconfían unos a otros de su capacidad de garantizar la “cualidad” capital de sus productos. La cadena de las correspondientes conclusiones resulta completamente lógica a la comunidad especuladora: partiendo de los problemas con la solvencia que surgen al principio entre las empresas de propósito especial, en las que los bancos externalizaron su nuevo negocio con asset backed securities (ABS), los gerentes financieros sacan la conclusión de que aquel segmento comercial en su totalidad no es serio. En esta reflexión se orientan por los mismos parámetros que antes aplicaron en la creación de tales “vehículos” y de productos relacionados, y en su comercialización: la relación entre riesgo y rédito. Debido al carácter de la materia basta con una nota marginal: con un par de noticias críticas del negocio hipotecario con ingenuos clientes privados que forma la base, para transformar una evaluación positiva en precaución y reserva; las dificultades de los emisores de los papeles ABS de refinanciarse fundamentan y refuerzan la decisión de deshacerse de estos títulos. Esta decisión tiene sus consecuencias, que distinguen la crisis actual del curso de cualquier recesión capitalista sólo por sus dimensiones: los comerciantes de créditos y derivados revisan sus tasaciones en cuanto a la seguridad de ciertos títulos de valor; reducen, y cancelan en parte, el comercio con diferentes productos; la falta de reconocimiento práctico de esta mercancía como capital le quita su valor, o por lo menos lo reduce, y con él la potencia de las comprometidas empresas financieras de actuar como emisores y garantes de capital-dinero a base de deudas: se hunden unas a otras en problemas de liquidez. Con ello se obligan mutuamente a ventas forzadas de sus títulos, las cuales vuelven a bajar o incluso a destruir su valor. Este círculo destructivo abarca toda la economía: el mundo financiero pierde su disposición y su capacidad de especular en la futura acumulación de capital también en las esferas de la producción y el comercio de mercancías, y de emplear para ello crédito y capital “ficticio” en las dimensiones que éstas necesitan para continuar y agudizar debidamente su competencia por la ganancia. La recesión no tiene la forma de que el capital financiero fracase con sus exigencias ante la limitada eficiencia de la explotación capitalista o ante la tendencia decreciente de la cuota de ganancia, sino a la inversa: los representantes del capital-dinero “ficticio” dictan en su práctica la sentencia demoledora sobre el proceso de la reproducción social de que no es rentable para la inversión de capital; ya el capital que funciona no sirve, o sea que sobra, y se debe parar. El proceso de acumulación del capital “reproductivo” se paraliza –temporalmente– porque los capitalistas financieros ya no quieren ni pueden permitirse financiar su continuación; así declaran excesivo el alcanzado volumen del negocio – y liberan al mundo comercial capitalista de la carga de este exceso, para que pueda volver a empezar de nuevo, a base “saneada”.
Como en cualquier crisis, también en el caso de la crisis actual quedan al final un par de particularidades. Son extravagantes esta vez el carácter y las dimensiones de las devastaciones en el sector financiero – consecuencia de las dimensiones que tomó este sector, y del carácter de los negocios que emprendió. Son extraordinarios la profundidad y el alcance mundial de la recesión en la producción y el comercio de mercancías – consecuencia del grado de perfección que alcanzó la subordinación de todos los sectores económicos a los intereses y técnicas de acumulación del sector financiero. Un completo capítulo extra son, por fin, las intervenciones de los Estados en la crisis: su dimensión, sus contradicciones y, esto ante todo, sus objetivos imperialistas.
1 Hasta aquí las reflexiones sobre el rendimiento del capital bancario resumen las correspondientes características expuestas en la primera parte de este artículo sobre El capital financiero: La base del sistema crediticio: el arte de prestar dinero.
2 Lo cual se pone de manifiesto precisamente en el caso de que esta condición previa deja de existir: en este caso se desvaloran bienes monetarios cuya valorización el tenedor del papel ya daba por supuesta.
3 Este esfuerzo ya tendrá que analizarse en detalle: es la “valorización” que realiza el capital financiero en el mercado de capitales (cap.3).
4 Particularmente provocó incomprensión y reparos nuestra indicación de que la riqueza creada por el capital financiero atestigua el poder de este sector: se objetó que “poder” no era una categoría económica. Puede que sobre todo mentes críticas sólo conozcan la categoría poder, en relación con el sector crediticio, como un reproche político-moral; en el sentido de que una influencia desmesurada de los barones financieros falsifique la formación democrática de convicciones políticas en el Estado y que los honestos PYMEs tengan que sufrir por banqueros arrogantes; y tal reproche de hecho no tendría nada que ver con la economía política; pero nada de esto íbamos a decir en nuestro análisis. Más bien queríamos caracterizar con este término el uso que hace el capital financiero de su autorización expedida e impuesta por la fuerza del soberano político, la de servirse del poder del dinero en sus negocios de crédito y en el mercado de capitales según sus necesidades y cálculos: apropiándose de este poder, disponiendo de él, adjudicándolo al resto del mundo comercial y aprovechándose de él para sí mismo. Y si hablamos del poder del dinero pensamos aún menos en el reproche trillado de que injustamente “el dinero manda en el mundo”: con este término denominamos el poder privado de mando que tiene el valor cuantificado y materializado (el dinero) en la economía política de la sociedad burguesa por definición estatal. La misma categoría valor no expresa otra cosa que la subordinación jurídica, o sea forzosa, de trabajo, riqueza, naturaleza y ciencia al dominio de la propiedad. El modo de producción capitalista que se consagra al acrecentamiento del valor no es por lo tanto otra cosa que la economía política del poder de la propiedad.
5 No nos impresiona, dicho sea de paso, que contra nuestros análisis se oponga que no se pueden encontrar argumentos de este tipo en las obras de Marx: algunos logros del capital financiero –como aquellos que en la crisis financiera actual causan tanta desgracia– realmente no los puede haber conocido este hombre; y sobre aquellos que ya existían en su tiempo decía al inicio del capítulo 25 sobre “crédito y capital ficticio” en el tomo III del Capital: “No entra en nuestro propósito proceder a un análisis detallado del crédito y de los instrumentos de que se vale (dinero crediticio, etc.).“ (p.381 en la trad. de W.Roces/FCE) Teórica y moralmente nos sentiríamos también capaces de aceptar resultados divergentes si nuestro análisis llegara a otras conclusiones que Marx y Engels y si descubriéramos explicaciones deficientes o erróneas en sus obras. Pero por lo menos en la caracterización del objeto a explicar concordamos con el autor del Capital. En el capítulo 32 del tomo III sobre “capital-dinero y capital efectivo. III” dice por ejemplo: “La acumulación del capital–dinero susceptible de ser prestado no expresa, pues, en parte, más que el hecho de que todo el dinero en que se convierte el capital industrial en su proceso cíclico reviste la forma, no de dinero invertido por los reproductores, sino de dinero prestado por ellos, por donde, en realidad, la inversión de dinero que necesariamente tiene que efectuarse en el proceso de reproducción aparece como inversión de dinero prestado. En realidad, se prestan unos a otros a base del crédito comercial el dinero que necesitan para el proceso de reproducción. Pero esto reviste la forma de que el banquero a quien se le presta una parte de los reproductivos se lo presta, a su vez, a otra parte de ellos, operación en la que el banquero aparece como dispensador de bendiciones; y al mismo tiempo bajo la forma de que el poder de disposición sobre este capital se concentra enteramente en manos de los banqueros como intermediarios.” (p.474) Marx pretende en el capítulo indicado explicar cómo el capital “real”, el proceso de valorización de los “reproductivos” actúa como fuente del capital prestado. Nosotros, en este texto, pretendemos analizar la “forma” en la que “aparece” el proceso de la reproducción del capital a base del sistema crediticio. Que la determinación de la forma en el mundo trastornado del capital no es una equivocación de poca importancia, sino que forma parte de la naturaleza político-económica de este mundo en la que por regla general todo “aparece puesto al revés”, es una obviedad para el crítico del capital experto en Hegel.
6 Las particularidades de los empréstitos del Estado se tratarán en una tercera parte de este análisis: “El capital financiero III: La importancia ‘sistémica’ del negocio financiero y el poder público.”
7 Para el ahorrador que compró un empréstito por consejo de su asesor de inversiones, los cambios mayoritariamente marginales en la cotización diaria de su título no tienen importancia; si disminuye debajo del tipo de emisión puede consolarse con que le prometieron el reembolso al cien por cien de su inversión para la fecha del vencimiento; lo único es que el emisor no debe quebrar. Pero los empréstitos no se inventaron precisamente para los ahorradores. Para los profesionales del mercado de empréstitos, también diminutos cambios en las cotizaciones, igual que diferencias mínimas entre “productos” alternativos, son interesantes para el negocio y hasta constituyen la base para toda una superestructura de derivados – un tema que se profundizará en el cap.5.
8 El precio de emisión de una acción se determina hoy día en la mayoría de los casos en un procedimiento llamado bookbuilding: la empresa presenta sus perspectivas de éxito en un roadshow al público y pregunta a los potentes comerciantes por cotizaciones como en una subasta; luego se define el precio de subscripción – y se espera con impaciencia lo que pasará con él en la primera sesión bursátil.
9 Las numerosas formas de mezclas híbridas entre empréstito y acción con las que el ingenio del capital financiero ha dotado los mercados de capitales son extremamente interesantes para los inversores profesionales, pero teóricamente muy poco interesantes, por lo cual nos ahorramos aquí sus detalles.
10 Una historia especial es el uso de los créditos hipotecarios como fundamento de aquel tipo de comercio con derivados cuyo colapso inició la crisis financiera actual.
11 En el tomo III del Capital Marx discute detalladamente los argumentos con los que el grupo de presión del capital financiero en el Reino Unido en su tiempo quiso exponer la identidad de sus intereses comerciales con las necesidades de adquirir capital prestado y medios de pago por parte del capital productivo y comercial, a fin de influenciar la legislación en su sentido. En este contexto explica que los bienes monetarios que existen en forma de títulos de valor son puras creaciones de la industria crediticia que no aportan nada a la potencia productiva de la sociedad y cuyo aumento o disminución ni reflejan la acumulación del capital industrial ni corresponden a la necesidad de las empresas industriales o comerciales, sea de medios de pago o de capital prestado. Este tipo de riqueza es un producto necesario de la industria financiera: “La forma del capital a interés lleva implícita la idea de que toda renta concreta y regular en dinero aparezca como interés de un capital, ya provenga de un capital o no. Primero se convierte en interés la renta en dinero y tras el interés se encuentra luego el capital de que nace El capital a interés hace también que toda suma de valor aparezca como capital a interés, siempre y cuando que no sea invertida como renta; es decir, como suma matriz (principal) por oposición al interés posible o real que es susceptible de rendir.” (t.III, cap.29, p.437) Esta suma no se produce mediante un rendimiento económico, sino mediante un cálculo con efecto jurídico en materias de propiedad: “La formación del capital ficticio se llama capitalización. Para capitalizar cualquier ingreso periódico lo que se hace es considerarlo, con arreglo al tipo medio de interés, como el rendimiento que daría un capital, prestado a este tipo de interés” (íbd., p.439). Bien es verdad que este capital ficticio se basa en procesos reales de valorización, pero se divorcia de éstos en cuanto a su forma y a su volumen: “De este modo se borra hasta el último rastro del verdadero proceso de valorización del capital y se refuerza la idea del capital como un autómata que se valoriza a sí mismo y por su propia virtud.” (íbd.) “El movimiento independiente desplegado por el valor de estos títulos de propiedad ... viene a confirmar la apariencia de que constituyen un verdadero capital, además del capital o del derecho de que pueden ser títulos representativos. Se los convierte, en efecto, en mercancías cuyo precio adquiere un movimiento propio y una plasmación peculiar. Su valor comercial asume una determinación distinta de su valor nominal, sin que se modifique el valor (aunque pueda modificarse la valorización) del verdadero capital.” (íbd., p.440) Este valor basado en cálculos y títulos de derecho no es ninguna contribución a la riqueza real empleada en la “reproducción”; es un puro derecho a esta riqueza: “Todos estos títulos no representan en realidad otra cosa que derechos acumulados, títulos jurídicos sobre la producción futura, cuyo valor–dinero o valor–capital o bien no representa capital alguno, como ocurre en el caso de la Deuda pública, o se regula independientemente del valor del capital real que representan.” (íbd., p.441) Sin embargo, son precisamente estos títulos jurídicos, cuyo valor se determina por un cálculo especulativo, los que forman la parte decisiva de la fortuna monetaria social acumulada por los bancos: “En todos los países de producción capitalista existe una masa inmensa del llamado capital a interés o moneyed capital bajo esta forma. Y por acumulación del capital–dinero no debe entenderse, en gran parte, sino la acumulación de estos derechos a la producción, la acumulación del precio comercial, del valor–capital ilusorio de estos derechos.” (íbd.) “Por eso la mayor parte del mismo capital bancario es puramente ficticio y se halla formado por títulos de deuda (letras de cambio), títulos de la Deuda pública (que representan capital pretérito) y acciones (asignaciones que dan derecho a percibir rendimientos futuros). No debiendo olvidarse que el valor en dinero del capital que estos títulos representan en las arcas del banquero, aun cuando sean asignaciones que den derecho a percibir rendimientos seguros (como ocurre con los títulos de la Deuda pública) o títulos de propiedad sobre un capital efectivo (como es el caso de las acciones), es absolutamente ficticio y se regula por normas divergentes de las del valor del capital efectivo que representan, al menos en parte; o que, cuando significan simples créditos sobre rendimientos y no un capital, el crédito sobre el mismo rendimiento se expresa en un capital–dinero ficticio y que varía constantemente.” (íbd.) Particularmente en cuanto a las acciones –“títulos de propiedad sobre negocios sociales”– Marx insiste en que bien se refieren como “duplicados de papel” a capital materialmente existente, pero su propio carácter de capital tiene una naturaleza diferente –“ilusoria” en comparación– al proceso de valorización que efectúa el capital recaudado en la empresa, y la magnitud de su valor se determina por otra cosa que no es este proceso de valorización: “Estos títulos se convierten en formas del capital a interés, porque no sólo garantizan ciertos rendimientos, sino que además pueden venderse, convirtiéndose de nuevo, con ello, en valores–capitales. En la medida en que la acumulación de estos títulos expresa la acumulación de ferrocarriles, minas, barcos de vapor, etc., expresa la ampliación del proceso real de reproducción, del mismo modo que, por ejemplo, la ampliación de una lista de impuestos sobre la propiedad mobiliaria expresa la expansión de esta propiedad. Pero como duplicados susceptibles de ser negociados por sí mismos como mercancías y de circular, por consiguiente, por sí mismos como valores–capitales, son algo ilusorio y su cuantía de valor puede disminuir o aumentar con absoluta independencia del movimiento de valor del capital efectivo, del que ellos no son más que títulos.” (cap.30, p.449)
12 En la “economía real” se conoce esta consecuencia absurda de la relación de producción –la fuerza productiva del dinero– como el decisivo criterio del éxito económico: como magnitud económica, llámese “la tasa de ganancia” o simplemente “rentabilidad” del capital, mide el rendimiento de cualquier actividad comercial en relación con el dinero anticipado – y decide si y en qué grado una actividad productiva “tiene sentido” según la lógica capitalista. La riqueza nuevamente creada aparece como el derivado de la suma de dinero invertida; lo que producen una empresa y una economía nacional en su totalidad en cuanto a riquezas consumibles y al crecimiento, se atribuye al capital como productividad de éste. El cálculo que dice que más capital invertido conduce a un acrecentamiento de la tasa de ganancia sólo tiene vigencia transitoria mientras el exitoso abaratamiento de la mercancía dote de ventajas en la competencia a la empresa; a la larga y a nivel generalizado se registra el efecto contrario –Marx lo llama “la tendencia decreciente de la tasa de ganancia”– que rebate la idea de que la fuerza productiva del capital reside realmente y en última instancia en el volumen del dinero invertido (y no, para comentarlo de paso, en el poder de mando materializado y cuantificado en dinero que ejerce la propiedad sobre el rendimiento del trabajo social transformado en fuente de propiedad). En el mundo del capital, la apariencia de la autonomía de la fuerza productiva del dinero afirma su vigencia: de hecho no se trabaja para otra cosa que no sea bajo el mando y a fin del acrecentamiento de la propiedad. Y en el mundo completamente alocado del capital financiero, en el que todo está patas arriba, el rédito obtenido de veras no es más que una cuantía de poder financiero de disposición, fundada en la ley y medida en relación a la suma de dinero invertida y la tasa de rendimiento acordada.
13 Los activistas potentes del mercado de capitales ayudan a su perspicacia especulativa con “información privilegiada” y con “intervenciones en el mercado”: comprando y vendiendo títulos de valor a base de informaciones no universalmente disponibles sobre la evolución de los negocios del emisor de los respectivos títulos o con transacciones respectivamente que mueven la cotización en la dirección deseada; después de realizar los beneficios contables así conseguidos el “juego libre de las fuerzas de mercado” puede volver a seguir su marcha. El interés en tales métodos –condenados por la competencia y una supervisión imparcial por ser “turbios”, quizás hasta prohibidos bajo pena– y su uso gana una enorme importancia con las operaciones a plazo de las que hablará el capítulo 5 del presente artículo.
14 El crecimiento de los negocios financieros no da con límites de la necesidad solvente de la sociedad. El interés en producir como el interés en adquirir capital-dinero a base de deudas por principio nunca están saturados; tanto menos que actúa de manera crítica reclamando mercancía cuidadosamente construida que combine las “cualidades” contrarias de rédito alto y seguridad fiable. Y como son instituciones financieras las que actúan en el bando de la oferta como en el de la demanda, no hay escasez de dinero: al fin y al cabo éstas tienen el dinero de la sociedad para invertirlo de forma lucrativa; y conforme a su misión pública de abastecer el mundo comercial con recursos financieros “crean” solvencia dondequiera que negocios rentables lo requieran y justifiquen. Qué sumas de este “dinero en cuenta” hacen falta para realizar la transferencia de cantidades crecientes de capital “ficticio” es cuestión de la velocidad de circulación de estos recursos monetarios. Y en todo caso la velocidad de circulación es enorme en este sector.
La “tendencia decreciente de la cuota de ganancia” no afecta la acumulación del capital ficticio. Este término designa el efecto paradójico de que el empleo capitalista de cada vez mayores sumas de dinero tiene como objetivo un aumento de la cuota de valorización del capital, pero al mismo tiempo tiene un efecto contrario al acrecentamiento de la cuota de ganancia, puesto que al fin y al cabo el dinero no produce por sí solo su cuota de ganancia –como lo dice la igualación básica del sistema según la cual el dinero es su propia fuente–, sino que la produce empleando de forma rentable trabajo ajeno, que por lo tanto va reduciendo continuamente (en la Anotación 3. sobre el concepto general de la crisis capitalista, este fenómeno se explicará más en detalle). Esta contradicción naturalmente no la conoce el negocio con el cambio del dinero por un derecho titulizado a más dinero, negocio que crea capital a base de deudas. En el capítulo 30 sobre “Capital-dinero y capital efectivo. I” en el tercer tomo del Capital Marx menciona el caso de que la acumulación del capital ficticio hasta puede ser impulsada por un efecto de la tendencia decreciente de la cuota de ganancia: “Su cuantía de valor,” –el asunto va de “títulos de propiedad sobre negocios sociales”– “es decir, su cotización en Bolsa presenta, con la baja del tipo de interés –cuando éste es independiente de los movimientos peculiares del capital–dinero, simple consecuencia de la tendencia de la cuota de ganancia a la baja–, necesariamente, la tendencia al alza, por donde esta riqueza imaginaria, que en cuanto a su expresión de valor tiene un determinado valor nominal originario para cada una de sus partes alícuotas, se expansioria ya por esa sola razón a medida que se desarrolla la producción capitalista.” (p.449)
15 Es por esto que no cae en desuso la práctica de astutos hombres de negocios comentada por Marx y Engels en el tomo III del Capital, de fingir proyectos “reales” para conseguir crédito y el dinero de inversores especulativos.
16 Esta finalidad de producción y comercio en el capitalismo es un lugar común para todos a quienes es familiar que la beneficiosa producción de mercancías de cualquier tipo y la oferta de los correspondientes puestos de trabajo tienen que ser rentables para tener lugar. Sólo merece mencionarse porque con motivo de una crisis de repente toda esta gente listilla detecta una “economía real” que supuestamente se considera como objeto y cae víctima de una “codicia” del negocio financiero, y cuyos rendimientos a diferencia del mero enriquecimiento de los bancos son pura beneficencia. Con esta idea niegan que la industria y el sector financiero persiguen el mismo interés, y pintan una imagen de la relación de los dos sectores comerciales que priva a los dos de su carácter capitalista.
17 Vale la pena leer al respecto el capítulo 27 del tomo III del Capital de Marx sobre “El papel del crédito en la producción capitalista”.
Dicho sea de paso, no es que en el pluralismo de opiniones en la sociedad capitalista moderna no se tome nota de este rendimiento del capital financiero –la socialización del capital como instrumento de competencia–:
– Si la opinión pública en tiempos de crisis traza sin parar una imagen falsa de la realidad sobre la relación entre los sectores de la vida comercial que varía con rectitud política la idea de la contradicción entre “capital usurpador y capital creador” con la que Hitler criticaba el capital financiero, entonces no se desmiente la buena reputación de la industria crediticia como servidor de la “economía real” con sus necesidades de invertir, sino que se complementa con un reproche que aporta a la afirmativa idea general un elemento constructivo: hasta el último puesto de trabajo mal pagado todo depende de los “servicios” de la industria financiera.
– También la triste realidad que los “servicios” del sector crediticio tienen más bien carácter de poder ejercido sobre trabajo y vida en vez de leales servicios es bien conocida, entre los expertos y entre la gente común. Al fin y al cabo, todo el mundo deduce de los índices de la especulación con títulos de valor el estado de salud de “la economía” –una perspectiva seguramente no sospechosa de ser una objeción a este tipo de bien común, ni mucho menos a la economía de mercado libre con sus empleadores y empleados que constituye su base jurídica y económica.
– Si por fin adeptos de una sociedad libre se sienten obligados a reclamar también un poco de justicia de la libre vida económica, entonces recurren con frecuencia a una crítica que subraya el aspecto de la propiedad particular en el negocio bancario y la “movilidad” del capital que organiza. Diagramas sobre las cuotas de posesión de capital (que para otros sólo documentan “la interdependencia de la economía”) justifican sin más quejas sobre un reparto desigual, a veces también sobre la ruina de la competencia. También son maneras de tomar nota de la contradicción de “la supresión del capital como propiedad privada dentro de los limites del mismo régimen capitalista de producción.” (Capital, t.III, cap.27, p.415)
18 Para no dejar sin responder la pregunta de ¿cómo funciona esto? nos servimos del Informe mensual de julio 2006 del Banco Central de Alemania. Dice allí: “Con el posicionamiento de un futuro el comprador se asegura el precio al que luego puede comprar el valor básico, y el vendedor se asegura el precio al que luego suministrará el valor básico.” (p.57) Este “instrumento” no sólo se aplica al adquirir nuevos títulos y al vender los propios; también sirve para conservar el valor de una fortuna en acciones: para asegurar “por ejemplo una cartera de acciones ampliamente diversificadas” contra la devaluación, se vende “un futuro sobre un índice de acciones que represente las acciones en la cartera. El riesgo que representan las acciones se reduce con la venta del futuro, porque los beneficios de las acciones se compensan con las pérdidas del futuro vendido, y las pérdidas de las acciones, con los beneficios del posicionamiento del futuro.” (p.58)
19 “Por regla general, no obstante, los contratos de futuro no se cumplen mediante una suministración física del valor básico, sino que se salda la diferencia entre el precio de futuro acordado y el valor de mercado del instrumento básico mediante pago en efectivo” (loc.cit. p.57) La intercambiabilidad del interés en asegurarse y el interés en la ganancia en estos negocios la explica el Informe mensual de julio 2006 de una manera que parece ligeramente ingenua mencionando dos “lados”: “Un motivo para el comercio con derivados puede consistir por un lado en participar con relativamente poco capital por encima de la proporción en la evolución de la cotización del instrumento básico o en beneficiar de una baja en las cotizaciones. Pero por otro lado los derivados se usan también para asegurarse contra fluctuaciones de las cotizaciones del instrumento básico.” (loc.cit. p.56)
20 El Informe mensual de julio 2006 nos dice de forma lapidaria: “Si el cumplimiento de un contrato de derivados no está vinculado al suministro del instrumento básico” –y ya aprendimos que esto es la regla– “el volumen del comercio se puede extender prácticamente sin límites.” (p.57)
21 En principio esto funciona hasta la fecha del vencimiento. Entonces el “futuro” deja de ser “futuro”, y su precio coincidiría con el precio de mercado del valor básico.
22 Cuenta entre las bellezas absurdas de este negocio que los participantes con mala calidad de solvente, que tienen que ingresar en su depósito para el mismo precio “futuro” un múltiplo de la suma que depositan las empresas con un rating de primera categoría, contabilizan la misma ganancia en forma de una cuota de ganancia más baja, pero también, la misma pérdida en forma de una cuota de pérdida más baja; por esto no son capaces de emitir tanto capital “ficticio” como sus colegas más potentes, pero tampoco pueden destruir tanto. Bien es verdad que esta afirmación no cambia nada en que las ganancias y las pérdidas, calculadas en cifras absolutas, se corresponden –sin contar la cuota que las Bolsas mismas cobran de los ganadores como de los perdedores–. Pero inversores capitalistas no calculan en cifras absolutas, sino poniendo el rendimiento en relación con los gastos, contando tantos de por ciento de interés. Esto relativiza en la práctica de este ramo comercial bastante la importancia de la teóricamente tan discutida “simetría” de los riesgos y la “suma cero”, que de todos modos a los profesionales del negocio no les impresiona para nada.
23 No entramos en más detalle en la construcción de permutas financieras (swaps), CDOs y otros logros del espíritu comercial especulativo; ya nos basta la explicación del negocio con “futuros”. Nos conformamos con las informaciones del Banco Central de Alemania; en primer lugar del Informe mensual de julio 2006: “El comercio con derivados financieros ha registrado un fuerte aumento en las dos últimas décadas. Refiriéndose en un principio a los mercados de acciones y materias primas, los conceptos allí ensayados fueron luego aplicados también a riesgos de cambios de interés y tipos de cambio. Un segmento relativamente joven son los derivados de crédito, que desvinculan los riesgos de crédito del negocio crediticio que constituye su fundamento y permiten comerciarlos separadamente, respectivamente crearlos de nuevo.” (loc.cit. p.56) Aún en un artículo sobre “Nuevas evoluciones en el sistema financiero internacional” en su Informe mensual de julio 2008 el Banco Central de Alemania alaba sin prejuicios este tipo de negocios: “La gama de servicios bancarios y productos financieros tradicionales se ha ido completando por técnicas innovadoras y en parte complejas de financiación y transferencia de riesgos.” “Estas evoluciones” son “no en última instancia expresión de una aumentada aspiración de diversificar carteras de valores...” (p.16). Con respecto a los organizadores de este negocio comenta: “Las técnicas innovadoras de financiación y transferencia de riesgos son utilizadas ampliamente sobre todo por grandes y complejas instituciones financieras que operan a nivel internacional. Estos conglomerados financieros cubren una amplia oferta de servicios financieros. En el margen de su comercio propio actúan tanto en calidad de ofertantes como en calidad de solicitantes de productos de transferencia de riesgos de crédito.” (p.24)
24En su ya citado Informe mensual de julio 2008 el Banco Central de Alemania comunica sin prejuicios lo siguiente al respecto: “La fuerte expansión de los mercados financieros en los países industrializados manifiesta sobre todo un uso intensivo de instrumentos y técnicas innovadores de transferencia de riesgos. En el foco del interés están los derivados que se comercian de manera estandarizada en Bolsas o se tramitan como contratos específicos de los clientes (Over-the-counter: OTC = extrabursátil) de forma individual. Según el Banco de Pagos Internacionales el valor nominal de los derivados pendientes que se comercian en las Bolsas ascendió a finales de 2007 a más de 80 billones de US-$; con lo cual se multiplicó por diez desde 1993. El valor nominal de los derivados OTC pendientes se multiplicó por ocho desde 1998, contando sólo los países del G-10, para los que se recopilan datos con regularidad, elevándose a finales de 2007 a 525 billones de US-$. Los contratos de intereses predominan con mucho en el mercado de derivados, seguidos por contratos de cambio de divisas y derivados de créditos. La parte principal del mercado para derivados de créditos en los países del G-10 son las así llamadas permutas de incumplimiento crediticio (Credit Default Swaps: CDS), cuyo valor nominal ascendió a finales de 2007 a 58 billones de US-$, frente a sólo 1 billón de US-$ en 2001.” (loc.cit. p.22) Con toda la discreción debida el Banco Central de Alemania comenta: “Algunos observadores ven en esta evolución dinámica indicios para cierta independización del sector financiero.” (p.17)
25En los términos de esta ciencia: “La cuota de ganancia no disminuye porque el trabajo se haga más improductivo, sino porque se hace más productivo. Ambas cosas, el alza de la cuota de plusvalía y la baja de la cuota de ganancia, son simplemente formas especiales en que se manifiesta bajo el capitalismo la creciente productividad del trabajo.” En su esfuerzo por explotar cada vez más el uso del trabajo pagado, las empresas capitalistas practican “la contradicción ... que, de una parte, el régimen capitalista de producción tiende al desarrollo absoluto de las fuerzas productivas, prescindiendo del valor y de la plusvalía implícita en él y prescindiendo también de las condiciones sociales dentro de las que se desenvuelve la producción capitalista, mientras que, por otra parte, tiene como objetivo la conservación del valor–capital existente y su valorización hasta el máximo (es decir, la incrementación constantemente acelerada de este valor).” “El medio empleado –desarrollo incondicional de las fuerzas sociales productivas– choca constantemente con el fin perseguido, que es un fin limitado: la valorización del capital existente.” (Marx en el tercer tomo del Capital, cap.14.5 y 15.2, p.239,247,248)
También en la crisis los expertos competentes de la economía capitalista se interesan sobre todo por errores –en la gama de productos, en la publicidad, en la formación de precios, en el trato del personal...– que supuestamente cometieron las empresas más perjudicadas. Si toman nota del efecto general de la competencia por la máxima explotación del trabajo pagado, interpretan la crisis como un problema de la medida correcta que en el calor de la competencia –en el fondo una bendición– supuestamente se violó “de alguna manera”: todo hubiera podido salir bien si en la gerencia no hubieran exagerado creando excesos de capacidades. Marx afirma otra cosa sobre la competencia y sus efectos; y como la consideramos correcta e importante, volvemos a enfatizarla: el exceso de acumulación no es una cuestión de la medida correcta, sino una contradicción de la acumulación capitalista misma, que consiste en que los métodos para aumentar el acrecentamiento del capital a la vez lo frenan. Esta contradicción tiene su forma de manifestarse –gracias a la beneficiosa actuación del “loanable capital” (capital prestable), como se demostrará a continuación– en el turno de auge y recesión.
26 Ejemplifiquemos lo expuesto echando una ojeada a la industria automovilística –que de momento está muy afectada–: hace ya años que los expertos calculan remarcables “excesos de capacidad” en el sector comparando el volumen de producción técnicamente posible de las fábricas automovilísticas del mundo con los volúmenes medios de ventas. Pero durante muchos años estas discrepancias no significaban más que que las empresas disponían siempre de una sobreabundancia de mercancías producidas para emplearlas oportunamente en maniobras competitivas (como campañas con precios de oferta) o también para venderlas a precio tirado y con pérdidas para asegurar o conquistar cuotas de mercado: pues la transformación en dinero de capital-mercancía producido, la “realización” de su valor, es un asunto de la competencia. Una crisis de la venta resulta de ello si el mundo financiero –y de éste puede también formar parte el departamento de finanzas de la misma empresa automovilística– vierte una crítica práctica del curso de los negocios de la empresa retirándose de su financiación futura. A causa de una decisión así el stock de mercancías vendibles se convierte en un problema: en un montón de mercancías que ya no representa ningún valor capitalista –Marx lo llamaría M'–, sino las deudas de la empresa gastadas en la producción y que ahora ya no se prolongan, sino que vencen. Para saldarlas hace falta liquidez. En una situación así se tienen que realizar ventas forzadas, que sólo ponen de manifiesto, aunque sean exitosas, que con las deudas también los productos de la empresa dejan de ser capital. Sólo vuelven a tener valor caso que un inversor sea capaz y esté dispuesto a fundamentar la financiación de la empresa en una base renovada, inyectando crédito; si no, está perdido el “valor materializado”, y la empresa entra en quiebra. La crítica del capital financiero hacia sus objetos de inversión se convierte en una auténtica crisis –del sector o del proceso de reproducción capitalista en su totalidad– en la medida que prestamistas e inversores no sólo desconfíen de una u otra empresa, sino que pierdan la confianza en sus propias empresas y en las artimañas de la financiación que practican todos los días. Entonces también la sobreabundancia productiva del sector automovilístico que existe en teoría se considera de una manera muy distinta.
27 La periódica destrucción de riqueza en la recesión no sólo es necesaria para que el sistema capitalista funcione de manera sostenible, sino útil; Marx incluso la caracteriza una vez como un medio: “La depreciación periódica del capital existente, que constituye un medio inmanente al régimen capitalista de producción, encaminado a contener el descenso de la cuota de ganancia y a acelerar la acumulación del valor–capital mediante la creación de capital nuevo, viene a perturbar las condiciones dadas en que se desarrolla el proceso de circulación y reproducción del capital, y va, por tanto, acompañado de súbitas paralizaciones y crisis del proceso de producción.” (Capital t.III, cap.15.2, p.248) De cuando en cuando hace falta que haya crisis, para aliviar el capital de las consecuencias de su acumulación perjudiciales para el negocio y para restablecer mediante la depauperación masiva la aprovechabilidad del proceso vital de la sociedad para que vuelvan a poder sacarse de él las ganancias debidas.
28 Hay explicaciones en las cuales los constructores estadounidenses de casas propias, cuya insolvencia en el 2007 contribuyó al desencadenamiento de la crisis, representan la “economía real”, respectivamente los “límites del mercado” en los que supuestamente “fracasó” su acumulación. En realidad, esta interpretación pega mejor con la errónea pregunta por una medida correcta de la concesión de créditos que supuestamente se infringió –sea por qué y por quién fuere–, y con la respuesta que los teóricos burgueses dan a esta cuestión de culpabilidad (que es lo que les interesa cuando hablan del problema de la medida correcta): dicen que “América ha vivido por encima de sus posibilidades”. De todas formas no pega con el contexto que importa en la crítica de la economía política de la sociedad capitalista: Para esta crítica hay que dedicarse a la pregunta de qué tiene que ver la contradicción entre la producción y la realización del valor de la mercancía –contradicción que reside en las técnicas de la acumulación capitalista mediante el trabajo rentable– con la relación entre el capital financiero y los capitalistas “reproductivos” que en la crisis tiene una forma tan hostil.