Teoría marxista. Crítica al capitalismo. |
Contacto
Editorial GegenStandpunkt Kirchenstr. 88 D-81675 Múnich Alemania gegenstandpunkt@t-online.de |
En nuestros artículos sobre la crisis financiera y el concepto del capital financiero, hemos escrito algunas determinaciones básicas de los extensos negocios que emprende el capital financiero, más allá de suministrar capital prestado a agricultores e industriales. Hemos aclarado a nosotros mismos y exigido a nuestros lectores entender, por ejemplo, que la gestión de títulos de valor produce un crecimiento de una calidad y magnitud propia –que siempre y sólo se gana el nombre “burbuja” cuando algo falla–; que el capital financiero adquiere así diversas atribuciones en la “economía real”, pero sus ganancias no se le pagan con plusvalía; que en ello se basa su extraordinario poder de decidir con sus auges y caídas sobre el destino de prestaciones e intereses común y corrientes que constituyen el encanto de nuestra economía de mercado; etc. Es una evidencia, pues, que la industria financiera acumula títulos garantizados y comerciables reclamando beneficios que jamás se podrían amortizar con la producción de plusvalía – lo cual significa que aquello tampoco parece ser la idea. También es un hecho que la desvalorización masiva de tales títulos amenaza la economía capitalista en su totalidad, por tanto hace que las autoridades responsables tomen por su cuenta medidas de prevención en forma de una enorme garantía de valor, y luego incluso pone en tela de juicio sus poderes de avalar, evidenciando claramente que esos peculiares objetos de valor no son títulos en descubierto, “en última instancia” nulos y sin valor, sino el “núcleo” de la riqueza en la economía de mercado que de ningún modo debe –como especialistas en la industria nuclear lo suelen llamar– sufrir una “fusión”.1 Por fin, también es un hecho que desde el comienzo de la crisis, los expertos de la economía de mercado inundan a su público la cabeza con informaciones sobre la construcción y con evaluaciones sobre importancia y peligro de los múltiples títulos de deuda que no explican nada. De ello sacamos la conclusión de contrarrestarlo con una explicación de la economía política de ese sector del capitalismo.
Es una cosa, y no ha de sorprender, que a nuestros lectores la comprensión de esas explicaciones no resulta menos difícil que a los editores, su elaboración. Otra cosa son las reacciones de nuestros lectores que muestran serias dificultades teóricas en concordar nuestra explicación, que deduce el capital financiero y su comercio de los principios de la economía política del capital explicados por Marx, con estos mismísimos principios. Algunos críticos consideran completamente inconmensurable lo que decimos nosotros sobre el valor de inversiones del capital financiero con lo que ellos han aprendido de Marx sobre el “trabajo que crea valor”, y rechazan tal revisión de Marx. Eso nos daría igual, si Marx no tuviera razón. Pero como, al contrario, hemos encontrado en su crítica del capital la base teórica para nuestra crítica del capital financiero, estamos seguros de que nuestros críticos se equivocan en su concepción del valor, y también de que se debe a confusiones en la comprensión de la teoría del valor de Marx cuando se producen problemas tan graves con la compatibilidad de nuestras explicaciones del capital financiero y aquella “doctrina”. Por eso hemos aquí unas aclaraciones al respecto.
Quizás no haya quedado bien entendido lo que realmente dice el análisis de la mercancía que hace Marx en su crítica de la Economía Política, cuando deduce del valor de cambio el valor y el trabajo como su fuente y patrón.
Es una evidencia que la abundancia de bienes de las que la gente vive hoy día, se produce a base de una división social del trabajo; el hecho de que, por ende, todo producto contiene una parte del trabajo realizado en sociedad, no es nada que se tuviera que comprobar o explicar, y Marx tampoco lo ve así. Es de interés saber a qué fines y necesidades obedece la división del trabajo en una producción en la que no existe ninguna autoridad planificadora que divida el trabajo, en la que no se determina ni se averigua, acorde con la demanda, qué trabajo y cuánto se necesita – y en la cual la fabricación de bienes más bien va destinada a hacer dinero y su distribución se realiza a través del dinero. En una producción así, la primera cosa a destacar es que antes de hacer uso de los productos, se ha de respetar la potestad dispositiva del productor sobre el producto: el derecho a la propiedad sobre el producto excluye de su uso a los interesados que lo necesitan. La condición, el punto de partida y la base permanente de la división social del trabajo imperante es que hay un antagonismo entre producción y necesidad, asentado por el derecho a la propiedad del productor –cosa tan absurda como “natural” en la economía de mercado–; y ya cabe recordarse de que en esa sociedad se considera productor quien posee el derecho de propiedad sobre el proceso de producción: productor no es la persona que realmente pone en marcha la producción (o en la medida que lo haga), sino la persona jurídica, en general la empresa, que manda a fabricar el producto y que es por lo tanto su legítimo dueño. Ese antagonismo fundamental entre producción y uso se resuelve en el acto de compra: a través del dinero, que recompensa al propietario su gasto productivo, su parte del trabajo social. En la economía de mercado, uno se conforma habitualmente con esa transacción recordándose de que el perceptor del dinero, por su parte, puede comprar con él cosas que necesita –y los expertos tampoco tienen otra cosa que ofrecer para hacer entender su buena razón–. De esa manera, el asunto se reduce a una transacción de productos de utilidad concreta, y el dinero, a un sólo mediador en una división del trabajo que da buen resultado – si bien al mismo tiempo todos saben que el dinero es lo que realmente importa en la economía de mercado: es el poder cuantitativo para acceder a cualquier producto. El bien del que realmente trata la producción para la venta y que en efecto constituye la compensación deseada por el trabajo realizado, es la cuantía de propiedad, sea de lo que sea, representada por el dinero, un fragmento de poder de disposición excluyente, separado del producto con el que nació al mundo. Esa abstracción real, la intercambiabilidad del producto realizada en una suma de dinero, se llama –y no sólo en las obras de Marx– valor.
En ello se nota que se equivoca quien se explique el valor de cambio de las mercancías, o sea su destinación económica de obtener un precio en la venta, con la evidencia de que se ha gastado una cierta cantidad de trabajo en su producción, y no con las relaciones sociales de poder sólo bajo las cuales el trabajo engendra valor de cambio. De por sí, el trabajo humano genera un efecto de utilidad concreto. Cuando crea valor de cambio, entonces porque el trabajo mismo ya está definido en todos los aspectos por el hecho de que su producto se convierte en dinero. A saber, de la siguiente manera:
– El trabajo sólo cuenta como fuente de propiedad; no propiedad de algo en concreto, sino propiedad sin más. Por eso, la primera característica del trabajo se llama privado, y expresa que su finalidad no reside en las necesidades que su producto, como parte de la producción social, satisface con su valor de uso, sino en el poder del productor de privar a la necesidad ajena del producto – y esto no para usarlo él mismo, sino para cambiarlo por un fragmento de poder de disposición universal. La utilidad que su trabajo crea no es aquella destinada al usuario del producto, sino consiste en la cuantía del poder privado de acceso que representa el producto, y que en la venta se queda con el vendedor en forma generalizada, separado del producto, en forma de dinero.
– La segunda característica económica del trabajo creador de valor se llama, por tanto, abstracto, y expresa que ese trabajo cuenta como parte del trabajo de la sociedad en conjunto –es decir justamente como aportación específica a un proceso social de producción– sólo en la medida que su producto compruebe ser intercambiable, equivalga a otros, o sea que proporcione lo mismo como todos los demás trabajos. La cualidad creadora de valor en él, es lo que tiene en común con otra actividad productiva cualquiera, y esto es lo puramente negativo: el gasto de tiempo y fuerzas al servicio de la propiedad.2
El trabajo creador de valor no alcanza su razón económica mediante su efecto de utilidad concreta que proporciona –efecto que se conseguiría, pues, con un gasto decreciente de tiempo y energía a medida que se desarrolla la productividad del trabajo– sino mediante la mera cantidad, o sea la pura duración del empleo de la fuerza laboral. En combinación con la primera característica, eso ya es toda una paradoja: como trabajo privado, éste es definido como útil por el que el productor se queda con su efecto de utilidad; el efecto de utilidad que produce como trabajo abstracto consiste en el puro gasto de fuerza de trabajo. Con ello ya queda claro: si toda la economía de la división del trabajo en la sociedad moderna se basa en tal relación paradójica, entonces sólo por la escisión real de sus dos momentos, que existe como antagonismo de intereses entre el propietario como beneficiario y la fuerza de trabajo como pieza de desgaste del proceso social de producción. Aquí, sin embargo, sólo hemos de destacar el aspecto del trabajo creador de valor que indica la característica ‘abstracto’: el absurdo que la abundancia de bienes que el trabajo crea, sólo tiene relevancia económica en la medida de tiempo y fuerza de trabajo gastados para su producción. En ese sentido puramente negativo, la riqueza que realmente cuenta en la economía de mercado, la propiedad medida en dinero, tiene su medida en cuantía de trabajo.
– Por otro lado, cuánta riqueza abstracta el trabajo realiza efectivamente, no depende de él en absoluto –de su contenido y esfuerzo concretos ni hablar, pero tampoco depende de la cuantía real medida en unidades de tiempo–. La única manera válida y vinculante para cuantificar la utilidad abstracta del trabajo, la cuantía de propiedad producida, es el acto de venta en el que el producto desprende su valor de uso, realizando su “naturaleza” de valor. Y aquí: en el precio que se obtiene por una mercancía, se hace valer, como determinante de su magnitud, la conexión de los diferentes trabajos concretos en la que los bienes producidos contribuyen al proceso vital de la sociedad, a saber las necesidades por la mercancía producida y las condiciones tecnológicas de su fabricación. Esa conexión, el lado del valor de uso del trabajo, se hace valer, obviamente, bajo las leyes de la propiedad: como práctica del antagonismo de intereses, tanto entre los diferentes proveedores de mercancía como entre productores y consumidores, a saber en la competencia por el precio. Aquí, el trabajo ha de comprobar que merece la característica socialmente necesario. Esa característica, por tanto, no expresa la evidencia de que también la sociedad que produce según las reglas de la economía de mercado, con su absurdo e infame concepto de riqueza, vive, en última instancia, de la utilidad material de los bienes que se lanzan al mercado: expresa el hecho de que todas las necesidades concretas de la sociedad y todas las cualidades técnicas del trabajo, en la economía de mercado, se convierten en necesidades del dinero. Las necesidades sociales cuentan a medida de la cuantía de poder de acceso en forma de dinero a disposición de cada individuo; la productividad del trabajo pasa a ser medio de la competencia para aprovecharse de las diferentes necesidades contra otros productores y acaparar el poder adquisitivo disponible. Así, las horas de trabajo realmente efectuadas ni siquiera deciden cuánto contribuyen a la propiedad del productor jurídico privado. Es a la inversa: los ingresos realizados en competencia deciden cuánto trabajo medio socialmente necesario representa el individualmente gastado, o sea si y en qué medida la cuantía gastada de tiempo de trabajo ha tenido efecto como fuente de valor.
La producción de bienes en la economía de mercado es determinada por el interés en dinero. Ese interés, como determinante del trabajo en sociedad, es tan abstracto como su objeto: se dirige únicamente a la mera cuantía de poder de disposición económico. No contiene ningún aspecto en absoluto bajo el cual estuviera saciado. Su criterio es: lo más posible, o sea cada vez más de lo mismo. La riqueza que se mide en dinero, precisamente por eso no tiene límites: ser nunca suficiente es su naturaleza económica.
Esa riqueza va en contra del trabajo concreto que crea la riqueza social de bienes útiles, y también contra los que lo hacen. Porque ésta define como verdadero resultado económico del trabajo productivo un éxito que consiste únicamente en ir a costa de los que trabajan productivamente, y que no está en sus manos: la “productividad” del trabajo en el sentido de la economía de mercado, se define por el hecho de que el puro gasto de fuerza de trabajo y vida crea propiedad, en la medida que la competencia por el poder de compra confirma, en la práctica, ese esfuerzo como necesario. Esa forma de riqueza no incluye sino excluye abastecimiento confortable y tiempo libre; un trabajo creador de valor es sinónimo de un máximo consumo de fuerza de trabajo.
El que se haga ese tipo de trabajo, como normalidad económica, se basa en una necesidad de una riqueza a la que sirve ese trabajo: la razón por la cual la fuerza de trabajo se gasta y desgasta para la creación de cada vez más dinero, reside en que los poseedores de esta fuerza no tienen para servirse del poder de la propiedad; la fuerza laboral sirve a la propiedad porque sus poseedores no tienen propiedad, siendo más bien excluidos de todo lo necesario (de medios de subsistencia y producción) por el poder de la propiedad. Mano de obra crea valor mediante su trabajo por no estar de sí en condiciones para sustentarse a sí mismo en la división social del trabajo, dependiendo de ser empleado por y para el poder de la propiedad.
Ese servicio, a su vez, se cumple bajo las reglas del mercado: “el dinero” –es decir en concreto: la élite adinerada que en la jerga competente se llama apropiadamente “la economía”– le compra tiempo de vida y fuerza de trabajo a la gente sin propiedad. De esa manera convierte la capacidad de trabajar en su propia potencia de crear valor mediante el gasto de una cuantía de trabajo. Sólo así, en su calidad de un derecho adquirido y componente del poder de la propiedad, la fuerza de trabajo en la sociedad presta el servicio que económicamente importa. Por eso, ese trabajo no crea propiedad para quienes lo hacen, sino para la persona jurídica que a través de la compra ha sometido la fuerza de trabajo a su propio mando, y dispone ahora de ella como propiedad suya: el trabajo creador de valor produce el poder que lo emplea. Y –otra vez– vice versa: esa fuerza productiva abstracta sólo la despliega el trabajo porque el poder privado del dinero se ha apoderado de él – no hay otro modo de hacer que la mano de obra sin propiedad se active produciendo riqueza social, y no hay otra forma de hacer que su actividad productiva llegue a tener la cualidad económica de incrementar propiedad. Pues, que del producto sólo cuente su intercambiabilidad, sólo la propiedad de él, o sea sólo el poder dispositivo fundamentado en el derecho a la propiedad que deviene objeto económico en el dinero: ello no es por el trabajo, sino porque éste está incorporado al poder de la propiedad y atribuido como su propio resultado al sujeto jurídico que manda sobre el proceso de trabajo. De esta manera, con el trabajo creador de valor que desenvuelve la fuerza de trabajo comprada, el poder mandatario del dinero se vuelve productivo por sí: es éste el que produce nueva propiedad.
Sin embargo, con las cantidades de horas de trabajo movilizadas y los beneficios conseguidos en el mercado, aún no está decidido si el poder del dinero empleado satisface su propia meta, la acumulación de dinero, y, en su caso, en qué medida. No se requiere sólo ‘mucho’, sino la acumulación de propiedad monetaria – ese crecimiento del que los expertos de la economía de mercado no necesitan indicar qué no debe dejar de crecer porque, de manera sistemática, funciona sin más explicaciones. Ese éxito requiere un superávit del dinero reembolsado frente a la suma que cuestan la adquisición de la cuantía empleada de trabajo y el empleo de los medios de producción. El dinero ha de actuar como fuente de su propia acumulación; sólo con ello se acredita como capital: como “suma principal” con el poder de generar un incremento.
Marx caracteriza el papel que se asigna al trabajo aquí con una “v” minúscula. Esa abreviación pretende expresar que el resultado del trabajo de crear valor, en realidad es resultado del precio que se ha de pagar por la adquisición de la fuerza de trabajo: el trabajo productivo es componente del capital que aquí actúa, a saber la componente que se muestra variable, o sea capaz de autoincrementarse al tener el mando sobre una parte del trabajo en sociedad.3 Ese poder crece en cuanto menos cuesta la fuerza de trabajo y en cuanto más ingreso rinde su empleo. A la mano de obra le queda, por tanto, sólo lo suficiente dinero para hacer frente a los gastos de su propiedad, siendo ésta pues la fuerza de trabajo necesitada por el capital; de ese modo, conserva su rol de masa disponible para la clase adinerada. Además, se le abandona con la carga de un trabajo cuyo beneficio privado consiste en el valor de cambio de los productos. El rendimiento de ello, la riqueza abstracta creada, pertenece a los propietarios, los dueños legales del proceso de trabajo, por lo cual Marx critica este proceso, con toda objetividad científica, como explotación.
Por ende, la creación de valor sucede mediante el empleo de dinero como capital y como su resultado: como proceso de valorización. Los propietarios miden el éxito en el superávit que alcanzan al movilizar su dinero, inversión calculada en costos salariales y la desvalorización de los medios de producción empleados: calculada como tasa de ganancia. Ese método de calcular no sólo establece a por qué se va en la economía de mercado, sino también que la fuente del valor acrecentado es el valor mismo.
El proceso de valorización no sirve a otra finalidad fuera de él, sino únicamente al aumento del poder de disposición materializado en dinero, aumento con el cual el proceso vuelve a iniciarse inexorablemente una y otra vez: la acumulación de capital. Ese ciclo sin fin no es un simple reflejo de una cantidad creciente de bienes útiles, no representa crecientes riquezas materiales en números abstractos. Es al revés: la acumulación de capital es el completo y único contenido económico de la economía de mercado; las necesidades del crecimiento de capital, que se presentan para los propietarios y administradores del capital como necesidad de competir exitosamente, definen las necesidades materiales de la sociedad y las condiciones bajo las que éstas se dejan explotar a través de la producción de bienes para la venta – en sus famosos esquemas de reproducción Marx explica la subsunción de la división social del trabajo bajo los requisitos de la acumulación.
El medio primordial de la acumulación de capital –que forma diariamente el arma decisiva en la lucha competidora de los capitalistas, y al ser un círculo vicioso de valorización, no puede haber otro– es la acumulación exitosa: la masa del capital invertido. En un mundo en el que absolutamente todo es comprable, la capacidad de todo empresario de mejorar en su empresa las condiciones para elevar la tasa de ganancia, se mide en la cantidad de dinero disponible. Se utilizan todo tipo de medidas y técnicas para bajar el precio de la fuerza de trabajo, es decir sobre todo de la cuantía de trabajo necesaria para producir bienes destinadas a la venta. El capital perfecciona sus medios de producción; el capital “reinventa” constantemente la productividad técnica del trabajo y la impone al trabajador, mostrando que el potencial del trabajo se ha transferido a la propiedad de los que la emplean. Correspondientemente, en el proceso de producción es concretamente perceptible el carácter abstracto del trabajo, del cual se sirve el capital para crear valor de cambio: todo potencial mental del trabajo –conocimientos técnicos, planificación del trabajo etc.– existe separado del personal que trabaja, cosificado en aparatos o personificado en funcionarios como potencias del capital frente al trabajador, funciona como fuerza productiva según las necesidades y decisiones del capital; los trabajadores ni siquiera deciden sobre la aplicación de sus propias habilidades profesionales, incluso en los niveles más altos de la jerarquía profesional, sino que éstas se aplican sólo y mientras que la empresa las considere apropiadas. En una economía de mercado avanzada, la propia actividad productiva en concreto es un servicio muy abstracto a la propiedad privada de otros: queda reducida a la ejecución de trabajos parciales prescritos y predefinidos, cuya clasificación y combinación están totalmente en manos de la empresa.
Es evidente que el enorme progreso tecnológico, con el cual el capital baja el esfuerzo laboral necesario para la producción de bienes, no ahorra nada al trabajador. Pues la ley económica fundamental, según la cual sólo lo indiferentemente intercambiable en los diferentes trabajos tiene relevancia en el mercado –y eso sólo en cuanto el rendimiento del trabajo sea rentable en relación con el precio de la fuerza de trabajo– no se relativiza en absoluto por la tecnología avanzada. Los horarios siguen siendo largos y los requisitos a las capacidades de productividad, flexibles. Los recortes en el esfuerzo laboral, los trabajadores los pagan con su despido.
Resulta una consecuencia de cierta ambigüedad para los organizadores y beneficiarios del trabajo creador de valor. Aumentan sus ganancias las empresas que ganan la competencia contra otros productores porque pueden vender la mercancía a un precio más económico, abaratando el factor de coste y haciendo más eficaz el factor productivo ‘trabajo’. Con ello, no incrementan de manera correspondiente la masa de la riqueza capitalista abstracta, recontada en dinero. En la medida que la ventaja del precio, con el cual incrementan las ventas, es igualada por la competencia, se empeora, en su tendencia y en general, la relación entre el gasto total y los ingresos, es decir, la tasa de ganancia, el objetivo del asunto.
El que –en palabras de Marx– los métodos de hacer ganancia entran en contradicción con su propósito, conocedores de Marx lo entendían como si la ecuación, según la cual el valor tiene su medida en el tiempo de trabajo productivo, a fin de cuentas hiciera justicia contra la explotación de la creación de valor en sociedad por el capital. No es correcto verlo así, y revela la misma malinterpretación de la “teoría de valor” de Marx que quisiéramos corregir aquí. Por eso hemos de recordar: el contenido de la “ley del valor” es la degradación del trabajo productivo a ser mero instrumento para la creación de dinero, o sea de unidades cuantitativas de propiedad privada, independientemente de ser propiedad de algo en concreto, y materializadas de tal manera como poder abstracto de disposición. Tal ley existe como principio económico dominante sólo porque todo trabajo productivo de la sociedad es acaparado por el poder de la propiedad, y aplicado como instrumento para la incrementación ilimitada de propiedad: la acumulación de capital. El que el trabajo productivo sólo cuente en su cualidad abstracta, como creador de valor, no se debe a una capacidad propia del trabajo de la que el capital luego se apoderara: realizar la compra de la fuerza de trabajo –la apropiación de su potencial productivo, su transformación legal en potencia propia– es la manera cómo la propiedad capitalista realmente convierte su definición económica, a saber su poder sobre trabajo y riqueza, en el contenido económico al que va destinada la producción de bienes de utilidad, es decir, en la decisiva determinante económica del trabajo: la de ser abstracto, privado y creador de valor en la medida de su carácter de socialmente necesario. Cuando de los métodos del capital para aumentar el crecimiento resulta una tendencia contracorriente al efecto pretendido, entonces no es que el poder del dinero colisione con una ley presupuesta a éste; ni mucho menos fracasa el sacar ganancias ante una idiosincrasia del trabajo que se explota con tal fin. Entonces, es más bien el mismísimo capital el que produce una contradicción entre las potencias del crecimiento que él se ha incorporado, la “v” minúscula, y los costes que tiene para aumentar esta potencia suya. El capital demuestra que lo socialmente necesario que determina la cuantía de valor extraída del trabajo abstracto, sólo lo define él. Y supera la dilatoria de su crecimiento, debidamente causada por él mismo, a saber, de manera que sigue actuando exactamente igual, impulsando implacablemente el recorte de costes laborales mediante métodos de explotación cada vez más perfectos y tecnológicamente más avanzados, por tanto en tendencia más caros. Quiénes son los que salen perdiendo, se puede notar, entre otras, en las cifras de desempleo que inevitablemente forman parte de la competencia capitalista.
El objetivo por el que se producen bienes en la economía de mercado, la acumulación de capital, se fomenta esencialmente por el hecho de que funciones parciales del proceso de valorización se llevan a cabo en ramos independientes, como negocio independiente. El sector más importante, el comercio de mercancías, desempeña una función particular dentro de la división del trabajo en la economía de mercado: no contribuye nada a la producción de la riqueza de bienes, en tanto que no se quiera atribuirle los servicios necesarios de transporte. Es necesario porque constituye un paso indispensable en la realización del objetivo capitalista de la producción de bienes: organiza sistemáticamente, a gran escala y hasta la venta final, el desprendimiento del valor de los bienes producidos de la riqueza material, siendo que ésta, pues, no es más que el vehículo de la riqueza abstracta. Con ello, el comercio mercantil es la parte del proceso de valorización que realmente decide sobre la cantidad en la que se ha creado nueva propiedad; lógicamente, participa en esa riqueza. Y, por supuesto, los actores son capitalistas que hacen que el trabajo necesario para la forma capitalista del proceso de producción, el comprar y vender, lo efectúe una mano de obra mal pagada y bien explotada, y, a cambio de ello, adquieren del valor de las mercancías comercializadas lo que puedan sacar del bolsillo de proveedores y clientes.
El sector financiero proporciona una contribución de otro tipo a la acumulación de capital. No forma parte del proceso de valorización, sino que lo convierte en su totalidad en su objeto de negocio: desliga la disposición de dinero de su proceso de creación, facilitándolo a sí mismo y a sus clientes en la forma independizada del crédito. Con su acceso comercial al dinero atesorado y al dinero que circula en la sociedad, y en virtud de la aprobación y autorización por parte del Estado, el sector financiero consigue hacer circular a gran escala sus promesas de pago como medio de pago social y dejar actuar sus deudas como capital-dinero. Lo que venimos escribiendo al respecto en los artículos sobre el capital financiero, seguramente no será más fácil de entender si lo resumimos aquí en pocas palabras. Pero con respecto a las dudas de que si estamos haciendo una revisión de la teoría del valor de Marx, quizás una indicación sí puede ser de utilidad.
Con sus negocios de crédito, el sector financiero pone en circulación medios de pago creados por él. Éstos representan potestad dispositiva, medido en unidades monetarias; y, en ello, éstas no se distinguen para nada de aquel dinero que crea y acumula el capital que actúa en otras partes, produciendo bienes para el intercambio, y desligando en la venta la propiedad de su objeto e independizarla contra éste. Tanto ese como el otro dinero constituyen una relación jurídica entre propietarios: una relación jurídica de exclusión y apoderamiento en la forma irracional de una cosa –desdeñada por Marx como “fetichismo”– que adjudica una medida cuantitativa a la potestad dispositiva de la propiedad. No es que existan dos diferentes tipos de valor, sino que es la riqueza abstracta de siempre; con dos aplicaciones diferentes, pero cumpliendo el mismo destino capitalista de acumularse. El poder correspondiente funciona, en ambos casos, por la misma causa, a saber sólo porque el régimen de la propiedad, establecido por el Estado, domina el proceso vital de la sociedad en general. Porque ésta tampoco es la diferencia entre capital productivo y financiero: al hacer uso del dinero como fuente de dinero, convierten la sociedad en general en el material de su propiedad destinada a acumularse, y en responsable de que rindan sus cuentas. Cómo se distinguen en ello y cómo se relacionan sus diferentes actividades empresariales, es el tema de nuestros artículos sobre el capital financiero.
Por decirlo de otro modo: quien entendió lo absurdo que es la riqueza abstracta que mueve el mundo cuando bienes se producen sólo y únicamente para el intercambio por dinero –de eso van los tres puntos anteriores–, aún no ha explicado con ello las cosas que el capital financiero encamina con esa abstracción, cómo independiza y multiplica con su creación de crédito al valor que se valoriza, y cómo gana dinero de ello. Pero en todo caso, no considerará la abstracción de la propiedad en sí –la que los comandantes del proceso social de trabajo atribuyen a la riqueza de bienes, que mandan producir, como su verdadera naturaleza económica, estableciéndola como objetivo universal y ley económica que domina todo– como más real, más sólido o más sustancial que el poder económico que los capitalistas financieros mantienen con sus deudas garantizadas y ejercen con sus especulaciones, y que se aumenta empleándolo sin que se tuviera que producir o vender una sola mercancía más. Lo que funciona en sus manos como capital, Marx lo llama “ficticio”, en contraposición a los medios de producción y fuerzas de trabajo que los otros capitalistas hacen propiedad suya, degradándolos a ser potencias de la potestad dispositiva del dinero; Marx recuerda así que el mundo sin la riqueza del capital financiero no estaría ni un poquito más pobre en cuanto a valores de uso, no faltaría ni una sola utilidad en concreto –de paso: igual que sin el “fetichismo” dinero–. Sin embargo, con el término “ficticio” no ha querido decir que el poder que este capital jurídicamente fingido tiene en el sistema de la economía política del derecho de propiedad, fuese una mera ficción o sólo un poco menos real que lo que otros capitalistas –aquellos que ganan dinero con las necesidades materiales de la humanidad y su explotación empresarial– anotan en sus balances. Al contrario, aquellos capitalistas mismos sólo toman su riqueza por verdaderamente real –y en realidad sólo entonces es libremente aplicable en sentido capitalista– cuando ésta toma la forma de una cifra en su cuenta bancaria. En ese sistema de locura, son de hecho las relaciones de deuda producidas y comercializadas por el sector crediticio las que representan y hacen universalmente aplicable todo el poder del valor. Es el capital ‘ficticio’ que habilita a sus productores a financiar, dirigir, promover o parar todos los demás negocios capitalistas – también ponerlos en peligro de manera general, cuando la especulación ya no alcanza sus propios criterios.
Por eso, dicho sea de paso, son ésos los negocios con los que más dinero se gana en la economía de mercado global: con el riesgo de crédito, con la evaluación especulativa de títulos de valor, con títulos especulativos para asegurar pérdidas derivadas de operaciones especulativas, y finalmente con el desprendimiento de tales títulos de su función de seguros y la comercialización de puras apuestas financieras. En ese mundo, la producción y distribución de los más absurdos derivados financieros cuentan como servicios remunerados, igual que la producción de relojes y la distribución de nueces o noticias, sólo muchísimo más caros. Y si los expertos del mercado tienen razón con su dogma de que la magnitud de la remuneración –por lo menos en principio– es expresión del valor del servicio prestado, entonces nadie demuestra más eficiencia en cuanto a la creación de valor que los banqueros de inversión que inventan vehículos para derivados financieros.
Algunos lectores escépticos han entendido nuestras reflexiones sobre el poder del sector crediticio de crear dinero, asignar crédito y acumular capital-dinero con técnicas particulares, como si nos interesara comprobar la independencia de esa esfera comercial del mundo de la explotación capitalista del trabajo; como si quisiéramos dar razón a los artistas de los derivados financieros que no consideran su actividad como un producto postrero del sistema del trabajo asalariado, sino verdadero manantial de la riqueza en la economía mundial moderna. Probablemente pasan por alto que deducir el negocio financiero y su autonomía de los principios de la economía política del capital es una forma de comprobar que el fundamento del sector y de su posición emancipada frente al resto del negocio capitalista, reside en esos principios. A lo mejor puede ser de ayuda otra indicación:
Las libertades en materia de creación de dinero y generación de beneficio que el sector financiero se ha tomado, las consideramos como el estado de cosas que hemos de explicar. Negar esa realidad porque la explicación que uno se ha construido de la acumulación de capital no cuadra con ella, no es buena idea. Esas libertades son los logros de un poder sobre las transacciones monetarias de la sociedad y el uso comercial del dinero que no ha caído de las nubes, sino que tiene su fundamento en la economía política de ganar dinero: el poder del capital financiero, hacer dinero con comerciar dinero prestado, se basa en que en la economía de mercado el dinero por antonomasia funciona como fuente de dinero –la clientela empresarial de la banca tampoco hace otra cosa–. Ese poder de incrementar mediante su uso comercial, es a su vez ninguna particularidad misteriosa del dinero, aunque aparece como tal en la economía de mercado: como característica objetiva. Ese poder es consecuencia de que en ese sistema sólo se pueda ganar un sustento si se gana dinero, y de que a la vez la mayoría de los afectados no tenga suficiente dinero para liberar su poder de autoacumulación invirtiendo correctamente, siendo ésta forzada a trabajar por dinero, es decir para que “trabaje el dinero” para la minoría que sí tiene suficiente. Qué trabajos busca y encuentra esa mayoría dependiente de ganar su dinero trabajando, no tiene importancia alguna en el sistema de la libertad capitalista; nada es imposible; en el mercado laboral se pueden encontrar oportunidades en todos los servicios posibles. Sin embargo, en este tipo de reflexiones se tiende a pasar por alto una diferencia absolutamente decisiva para determinar la necesidad universal e ineludible de conseguir dinero: incluso la sociedad capitalista más avanzada, en la que la industria se clasifica como sector en exterminio, vive de bienes de consumo materiales que se tienen que producir con medios materiales de producción. Aunque la mayoría de los asalariados y pequeños autoexplotadores sean encargados de otras tareas –a gran escala éstas tienen que ver con la comercialización de mercancías, la administración de la sociedad que se lleva con dinero, las coacciones financieras de la existencia burguesa–, la sociedad vive del trabajo que produce los víveres imprescindibles. La obligatoriedad general de trabajar por dinero tiene su última razón económica en que los medios de producción para esos víveres pertenecen a los que han invertido su dinero en ellos, y que sólo dejan producir los productos ventajosos, y sólo cuando es ventajoso producir, para su interés en dinero. Con la necesidad de ganar dinero para el sustento, se define un modo de producción.
Las libertades del capital financiero, por ende, son el producto propio del modo de producción capitalista. La materia del negocio financiero pone de relieve que éste nace del sistema del trabajo asalariado.
En nuestra explicación del comercio financiero en la que argumentamos a la inversa, no obstante, hacemos hincapié en que ese sector se separa formalmente del proceso de producción y valorización capitalista, acumula poder monetario con su propios instrumentos y métodos, refiriéndose al mundo empresarial, que en la jerga de los mercados se titula “economía real”, como su instigador primordial y beneficiario total. Al parecer tampoco se entendió muy bien por qué esto es teóricamente necesario e importante en cuanto al objeto. Por eso, hemos aquí otras dos indicaciones, una metodológica y otra con respecto al contenido.
En una deducción, como Marx la expone en forma de un libro de texto sobre el capital, y la manera en la que hemos intentado continuarla, cada resultado –si deducido correctamente– es el punto de partida para consecuencias que siguen su propia “lógica”, diferente de la que condujo a este resultado. En la obra de Marx eso ya comienza con la transición del valor de cambio de la mercancía al dinero como equivalente general; con el progreso del dinero como medio universal de acceso al dinero como finalidad y medio de mando sobre su propia fuente comienza la economía política del capital productivo; etc. Cuando entonces, mucho más tarde, los comerciantes de dinero hacen de su servicio a la circulación monetaria un negocio prestando sumas de dinero no utilizadas de momento, a saber incrementando capital ajeno y participando en cambio en la ganancia, entonces se ha de comprender la naturaleza de ese negocio. Quien sólo quiera notar que se redistribuye plusvalía y que los intereses provienen de los frutos que el prestatario saca del trabajo explotándolo, o por decirlo de una manera metodológica: quien esté contento con la retrospectiva teórica de relacionar la consecuencia con su derivación, pierde lo más importante. Ese estrato comercial se refiere con los nuevos instrumentos de transferir propiedad y de reclamar devolución con intereses, o sea con el poder del capital-dinero legalmente emancipado, al proceso de valorización del capital invertido. O sea, ya se tiene que avanzar en la lógica de –como dice Marx– la “enajenación (o forma alienada) de la relación capitalista” para comprender el capital-dinero emancipado y el interés. Luego sigue el paso –cuya caracterización al principio del segundo capítulo nos costó– del uso de dinero como capital prestado al mercado de capitales, donde la relación de crédito como tal se convierte en mercancía comerciable. La “lógica” de ese comercio, los cálculos que allí adquieren validez, la nueva categoría económica de la tasación de valor, o sea la derivación especulativa del valor de un capital a base del rédito esperado: todo eso no se ha entendido, si se tiene en mira únicamente la conclusión del paso anterior en la deducción, sosteniendo que en los títulos de valor “en última instancia” tampoco se encuentra nada más que capital prestado. Pues es que aquí, las relaciones jurídicas propias del capital financiero desenvuelven un nuevo tipo de productividad. Y cuando la naturaleza especulativa de esa peculiar fuerza productiva, la creación de valor a través de la tasación de valor, se convierte en un objeto comerciable, entonces esos derivados representan otro paso más en la lógica, no tan importante en materia de la teoría, pero bastante explosivo en la práctica. De todos modos, sólo así se capta la lógica del asunto, que al final estriba en aquella emancipación del capital financiero que le presta su potencia en la práctica.
Pues el poder del sector –su potencial de dotar a sí mismo y al resto del mundo comercial con medios de pago a base de deudas, y liberando así, tanto la acumulación del propio capital-dinero como la acumulación de capital en todos los demás ramos comerciales, de la limitación por el dinero ya ganado, etc.– depende enteramente de su autonomía, su distintiva posición que se conquista en y para el sistema a través de los servicios para su funcionamiento. El capital financiero es el sector que se sitúa enfrente de la competencia entre los capitalistas en conjunto, y la administra en su calidad de capital total autonomizado, o socialización propia del sistema del poder privado del dinero. Por tanto, resulta ser la fuerza motriz general de la economía para que el modo de producción capitalista se apodere de todos los recursos sociales y condiciones de supervivencia; para que “el” capital haga de todos los países del planeta su esfera de inversión; y para que desarrolle, en acorde con sus necesidades, nuevas condiciones cada vez más exigentes de valorización, adecuando el ser humano y la naturaleza a ellas, o sea desgastándolos. En virtud de su posición particular en y para el sistema, el sector crediticio es el sector “sistémico” por antonomasia: al proveer los medios al empresariado mundial, acaparándolos para su propio éxito comercial y haciendo que éstos dependan de él, el sector crediticio supone sin más el dominio totalitario del dinero sobre el proceso vital de la humanidad, y facilita el medio para gobernarlo. En esa función suya, el poder político no le pone frenos, sino que lo reconoce, solicita y mantiene: la última parte de nuestro artículo trata de cómo el poder estatal se sirve de ese poder del capital financiero en su competencia contra sus iguales, y cómo el capital financiero también así sale ganando más poder.
De todo ello sigue una conclusión política: la lucha por restringir las libertades del comercio financiero, en su versión normal e incluso cuando en la crisis degenera en un conflicto abierto, es inherente a la simbiosis indisoluble entre el poder político y la banca. Incluso en sus variaciones más radicales, no tiene nada que ver con una lucha contra el dominio del capital. Acabar con éste sólo es posible por medio del rechazo: que rechacen el mando del dinero sobre el trabajo los que lo hacen. Entonces también el poder del mundo financiero se disolverá en nada, y no sólo las burbujas.
1 Todo el mundo prefiere entender la cosa al revés: con la crisis se evidencia –dicen– que los créditos que concede el sector financiero son importantes, productivos y en general imprescindibles, en cambio, los papeles de crédito con los que el sector gana el mejor dinero sólo crean burbujas, falsas apariencias, de todos modos ninguna riqueza pecuniaria. Si eso fuera verdad, ¿qué habría de malo en que “reviente la burbuja”, probando así la nulidad de los valores falsos?
Si uno quiere comprender el capital financiero, primero tendrá que intentar captar lo que éste lleva a cabo y lo que realmente pasa cuando sus cuentas rinden. Sólo así se puede saber también en qué puede fracasar y qué se ha de esperar cuando fracasa. Es un error declarar sus productos “en el fondo” nulos por el hecho de que se pueden desvalorar, tomando su desplome más o menos como explicación del asunto: es una manera de ahorrarse la reflexión, y además dista preocupantemente poco del método burgués de juzgar las cosas conforme al éxito que tienen.
2 Es el grave error de los seguidores de la “teoría del valor-trabajo” no reconocer en el valor la utilización del trabajo en sociedad –ese necesario “metabolismo del hombre con la naturaleza”– para una finalidad ajena y hostil, sino considerarlo una abstracción de utilidad –similar a los economistas burgueses– para igualar trabajos y productos de trabajo diferentes con el fin de hacer más fácil su comparación y adición. Consideran el trabajo empleado para la propiedad como una manera racional de organizar el trabajo necesario en sociedad, criticando sólo que el mundo burgués no quiera admitir que lo que crea todo el bonito valor es el trabajo. La crítica del trabajo creador de valor de Marx la entienden como una rehabilitación y revaloración del trabajo, y oponen al punto de vista burgués el orgullo proletario de los creadores “de toda riqueza y de toda cultura”, que su curro es todo y único manantial de la riqueza. Sus defensores políticos e ideológicos deducen del servicio, el cual la clase trabajadora presta a la comunidad, que el “fruto íntegro del trabajo” correspondiente ha de ser mayor que el salario que se le paga. Sin embargo, Marx no era muy amigo del valor verdadero, y no quiso felicitar a los trabajadores que sólo ellos crean todo el valor. En su Crítica al programa de Gotha del año 1875, se opone explícitamente a la alabanza del trabajo hecha por los socialdemócratas de aquel tiempo: “El trabajo no es la fuente de toda riqueza”, al menos no mientras no se hable del valor, sino de la riqueza material. Ésta depende tanto de las condiciones en la naturaleza como del nivel de la ciencia y la tecnología. Y añade: “Los burgueses tienen razones muy fundadas para atribuir al trabajo una fuerza creadora sobrenatural”, pues son los beneficiarios del trabajo que crea valor. Pero un programa socialista no debe permitir “tales tópicos burgueses” (MEW 19, p. 15).
3 Marx se sirve de todo tipo de ilustraciones audaces para caracterizar la subsunción del trabajo bajo la propiedad capitalista, o sea la incorporación de sus potencias por el capital, de una manera que también la mente acostumbrada a cualquier infamia capitalista comprenda “esta inversión, que más que inversión es un verdadero caso de locura, característica y peculiar de la producción capitalista, de las relaciones entre trabajo muerto y el trabajo vivo” (El Capital, cap. IX). “El capital es trabajo muerto que no sabe alimentarse, como los vampiros, más que chupando trabajo vivo, y que vive más cuanto más trabajo vivo chupa.” (ibíd. cap. VIII)