Análisis de la edición “GegenStandpunkt” 1-06

El pueblo: una terrible abstracción

El pueblo: esto es, según la definición vigente de legisladores modernos, el conjunto de los habitantes de un país a quienes un poder estatal declara suyos. Estando sometidos al mismo poder estatal, éstos forman –sin considerar sus diferencias y oposiciones naturales y sociales– un colectivo político. Su compromiso a la idéntica soberanía con su programa es la causa común que representan como pueblo.

1. El producto y la base del poder

Un monopolio del poder sobre un territorio y los individuos que viven en él no se establece para reprimirles. Nombrarles súbditos o ciudadanos aspira a utilizarles, reclama el reconocimiento práctico de la soberanía, o sea, que ellos fomenten los asuntos estatales. El interés en un inventario humano no se acaba para ningún Estado con el formalismo que hoy en día se celebra con la extensión de un pasaporte infalsificable. Vice versa: Los súbditos y ciudadanos se acreditan como pueblo organizando su vida social –sus actividades económicas, sus necesidades, y por tanto su mutuo contacto– según cómo lo prevé el poder público. Las exigencias de éste con respecto a la cooperación de sus súbditos, las que tienen como objetivo el aumento de la riqueza y el poder de la nación, se llaman “la ley y el orden” y organizan las condiciones de vida de la población para convertir sus rendimientos en servicios provechosos para el programa de la nación.

Estos servicios se rinden con seguridad siempre que las masas requeridas no dediquen ninguna reflexión al hecho de que una soberanía no solamente les impone tributos y –según las coyunturas de “la historia”– reclama sus vidas y medios de vida; sino que además tiene la competencia de definir y adjudicar con su orden las posiciones sociales y de clasificar la sociedad con su definición de derechos y deberes en pobres y ricos, estamentos y clases..., es decir, que tiene la autoridad de decidir sobre la naturaleza y el alcance de los intereses que puedan perseguir los diferentes sectores de la población. Para ello “sólo” hace falta percebir todas las obras de los soberanos políticos, que forman y cuidan la sociedad gobernada, desde la perspectiva de afectados impotentes. Esta perspectiva no es para nada una creación de reclamantes modernos, sino la pauta históricamente acreditada para la práctica del pueblo: En el reglamento interno decretado por el Estado tanto los súbditos de un príncipe como los electores de un congreso legislativo hallan ni más ni menos que sus condiciones de vida, con las que hay que arreglárselas. La costumbre de tomar las obras e instituciones de la soberanía por “las condiciones existentes”, afanarse en ellas y adaptarse a ellas, y esforzarse con las oportunidades y limitaciones de la propia posición social, ha caracterizado a través de toda la historia a un pueblo universalmente útil. Dedicándose a defenderse contra intereses opuestos a los propios y en muchos casos dotados de medios superiores; siempre contando con que el poder le provee nuevas exigencias y sacrificios, el pueblo reconoce su dependencia de las decisiones del poder estatal. Un pueblo lo considera normal que una autoridad superior “regule el orden”, no solamente porque no lo conozca de otra forma: Teniendo en cuenta las dificultades que les emanan del respectivo orden aprenden a estimar a sus patronos. Donde (sobre)vivir es luchar porque no paran de chocar contra los intereses de otros miembros de la sociedad, los súbditos de todo tipo tienen por útil un poder supremo que vigile “las reglas”. Es precisamente la “seguridad” que esperan –que su propio interés sea elevado al rango de un derecho protegido por la soberanía– lo que se convierte en el interés común que une a los más diversos caracteres sociales y forma de ellos un pueblo. Al obedecer y al contribuir a “su” soberanía, tanto los súbditos de un conde como ciudadanos conscientes de su responsabilidad civil abstraen de sus intereses y medios antagónicos, de los que les dotan los dirigentes, y apuestan por las bendiciones de una poderosa instancia directiva.

Con esta convicción, cualquier pueblo se encuentra bien armado para cumplir la misión especial de la que ningún Estado le pone a salvo a su población. El ansia estatal de riqueza y poder no se limita –esto está históricamente comprobado– a la explotación del territorio en posesión y de los rendimientos de sus habitantes. Las exigencias de los Estados, que desde tiempos inmemorables aspiran hacia la “globalización”, los pone en conflictos, en los que siempre vence la fuerza superior, sea que actúe directamente o como argumento de chantaje. Para ello, y para cualquier controversia menos directa que la guerra, los dirigentes estatales suelen usar a su pueblo –¿a quién si no?–. Y donde la población acepta y comprende la garantía de un reglamento interno, por decirlo así, como un medio de vida cuya facilitación es asunto de un poder soberano, se rinden los servicios exigidos. Una relación de voluntad intacta entre pueblo y soberano no se trastorna por el hecho de que preparar y llevar a cabo una guerra reclame puros sacrificios –sin la menor ficción de una recompensa–. Es al revés: Es necesario que los gobernantes y gobernados se unan al “nosotros” nacional, porque la alternativa es “existencia u ocaso de la comunidad nacional”. Un pueblo lucha por sobrevivir cuando su soberano se ve amenazado en sus “intereses vitales”.

La identidad que se acredita en el comportamiento frente a Estados y pueblos ajenos es la misma abstracción como la que practica el pueblo en su comportamiento cívico. El leve incremento que se registra en el caso de guerra consiste en que los súbditos se dedican entonces exclusivamente al éxito de la soberanía en su proyecto de medir fuerzas con sus enemigos, mientras que en tiempos de paz aprueban el poder estatal y se comprometen a él basándose en el interés particular que la gerencia política les ha concedido: reclaman rendimientos estatales en su función de agricultores, trabajadores etc. Lo mismo es el caso en aquellas relaciones exteriores que se organizan en forma de una competencia pacífica: Si hay conflictos comerciales, un pueblo despierto se ve afectado por los manejos del extranjero (la educación correspondiente tampoco faltaba en épocas anteriores) en su posición de asalariados, campesinos o artesanos; por supuesto con el adjetivo nacional detrás. Para que quede clara esta abstracción, con la que los súbditos se hacen la ilusión de tener un enlace positivo con los intereses extraterritoriales de su soberanía, y para que a la vez aparezca como el más propio interés de la “base”, todas las naciones tienen alabanzas y exaltaciones de la propia identidad, amenazada por el extranjero y los extranjeros. Lo que según esta ideología es preciso conservar y defender hasta en los días de la “globalización” alcanza desde el estilo de vida y las costumbres tradicionales, la fe y la herencia, hasta el idioma: Todas las características pre- o extra-estatales de un pueblo1 se citan para proporcionar razones que sean verdaderamente buenas e inocentes para un comportamiento agresivo, o por lo menos arriesgado, con las malas costumbres foráneas –¡como si la conservación de las especies culturales hubiese sido el motor para la soberanía política a través de los siglos!–.

2. El clamor por el buen soberano

a)

Para un pueblo decente no es una infamia servir como base de un poder político y pasar las coyunturas de una vida entera como la variable dependiente de los proyectos y decisiones que el soberano considere necesarios: Los miembros del pueblo saben aprobar y justificar su voluntad de atenerse a las directivas de un poder encima de ellos y de subordinarse y servir toda la vida a una causa común con quienes tienen intereses opuestos a los suyos:

- Siempre apropiada y hasta hoy en día muy contundente es la referencia a la innegable “realidad” de las soberanías y sus respectivos pueblos, que han existido en toda la historia y siguen existiendo en todas partes del mundo; un hecho del que lógicamente se tiene que sacar la conclusión que no hay remedio contra la ley natural o divina que crea Estados –según la idea de que “la existencia de lo existente es inevitable”–.2

- A veces surge la sospecha (quizás incluso la crítica) que como pueblo uno acepta que el Estado decrete las relaciones sociales de la gente; que prescriba cómo y de qué manera se organiza el mutuo provecho, que dote a algunos del poder de emplear y explotar a otros; que la soberanía clasifique la sociedad en pobres y ricos, etc. Las voces del pueblo saben oponerse igual de contundentemente a estas objeciones críticas contra las obras del poder soberano. No niegan la “realidad” de amos y criados, chozas y palacios, miseria y riqueza; Al contrario: cualquier “problema social” les demuestra la necesidad de una soberanía que se dedique a remediar y solucionarlo. Es que los pueblos se imaginan sus “condiciones de vida” sin el Estado que las estableció – para autorizarle a solucionar todo tipo de inconvenientes. Ni a los príncipes antiguos ni a los líderes modernos hace falta decírselo dos veces: declaran, secundados por los ilustrados intelectuales contemporáneos, la interpretación actualizada de la razón de Estado: ¡La soberanía está para administrar la miseria con cuya creación no tiene nada que ver! ¡Para ello es imprescindible!3

- Ninguna dificultad en absoluto causa la afirmación de las agresiones estatales contra el extranjero a las que los ciudadanos tienen derecho. Pues es verdad que en su aspiración a poder y gloria se excluyen mutuamente los diferentes soberanos, que tienen a su mando la fuente de su poder, los rendimientos y las carencias de sus respectivos pueblos, de los que se aprovechan ampliamente y nunca tienen suficiente. Se excluyen porque al fin y al cabo los Estados tienen que imponerse contra sus iguales. Por ello un buen pueblo reconoce igualmente esa “realidad” y no adhiere a la utopía de que su trabajo y sus productos podrían sumarse a los esfuerzos y riquezas de otros pueblos y materias naturales de otras zonas geográficas sin que unos dominen a otros, para que todos puedan disfrutar de una riqueza producida y administrada en común. A este tipo de sueños se contrapone el hecho de que el “destino” de un pueblo depende del rango que su soberanía logre conquistar en la competencia de los imperios y las naciones. Un pueblo sabe esto por experiencia, está a disposición siempre que sus dirigentes quieran conquistar fuentes de riqueza adicionales en su cercano o lejano alrededor, y contribuye a que a su gobierno no se le agote ni el arma del dinero ni el dinero para las armas ni el personal para manejarlas. El agradecimiento de la patria no hace provechosa la operación, pero sí que es cierta.

b)

Por otra parte ningún pueblo fiel a su soberano puede prescindir de hacer un balance y tomar a peso lo que los dirigentes hacen de sus esfuerzos y sacrificios. Un patriota no sufre nunca una falta de malas experiencias, que al mismo tiempo le dan el motivo y el derecho a criticar la soberanía. No tiene que traicionar su “identidad” –eso demuestran los testimonios históricos y actuales– cuando a base de estar decepcionado se pone a hablar mal de los poderosos. Sin abandonar sus grandes esperanzas con respecto a los deberes sociales de sus líderes sufre limitaciones y miseria sin cesar, pero no las interpreta como obra de la soberanía, sino como consecuencia de sus errores y su negligencia al gobernar; las propias carencias no se deben a la servidumbre, la que un pueblo aprueba, sino a que los poderosos no saben explotarla bien. Si los pueblos se vuelven críticos, complementan su “realismo” –someterse a las autoridades es obligatorio siempre y en todas partes– por un verdadero idealismo: Reclaman que se gobierne bien; y con esta exigencia insisten en que merecen una buena consideración por servir sin condición a los dueños de la riqueza y los dueños de la sociedad. Como si fuesen capaces o por lo menos tuviesen la intención de establecer un precio por la concesión de dejarse explotar y dirigir y de estar a la disposición de sus amos. No es casualidad que lo que reciben nunca es mucho; lo calculan y establecen los patronos económicos y políticos.

- Al querer diferenciar entre señores buenos y señores malos, un pueblo crítico suele echar en falta una soberanía que sea activa. Las ofertas modernas, elaboradas para el pueblo por cuerdos redactores, de que los “responsables” en el gobierno son inactivos y dejan que pasen los problemas sin inmutarse, tienen de hecho antecedentes históricos. También reyes y papas solían dedicarse, según algunos de sus contemporáneos, a cosas indecentes –en vez de ejercer la soberanía, es decir, de declarar nuevos deberes a sus súbditos–. Y siempre que el gobernar una sociedad no funcionaba bien debido a una presión exterior y/o disturbios en el interior, los pueblos ni estaban desorientados ni aspiraban a organizarse una vida social apta para sus necesidades y medios y a renunciar para ello a un poder que mandara sobre ellos. Siempre buscaban su salvación en ponerse a disposición de una nueva soberanía –por regla general directamente como tropa en aún indecisas luchas por el poder–. Lo último lo solían hacer sobre todo en casos donde se autoconcebían como víctimas de una soberanía no solamente mala (es decir fracasada), sino –mucho peor– de una soberanía insoportable por ser extranjera, impuesta al pueblo vencido por el predominio del enemigo, lo que en tiempos antaños de hecho significaba pechar tributos o incluso entrar en esclavitud. Sin embargo, para un separatismo activo –tampoco un invento moderno– ni importa siquiera cómo la soberanía de origen extranjero trata a los súbditos conquistados, o si les trata extraordinariamente mal del todo. En estas situaciones, ambiciosos líderes populares siempre han sabido insinuar a las partes descontentas del pueblo que la razón de los males es el “yugo extranjero”, la falta de una soberanía autóctona, perdida en tiempos remotos y desde entonces privada al pueblo. Propagaban una autonomía restablecida como garantía, incluso como encarnación de una buena soberanía y lograban convencer a la gente de que necesitaban soberanos que hablaran su idioma materno –fuera lo que fuera lo que dijeran o prescribieran en él–.

- La misma crítica aspiración a un buen tratamiento por parte de los poderosos es la pauta para el patriota en los asuntos de explotación y pobreza. Lo que despierta el interés de los historiadores especializados en el pueblo llano no lo son tanto los servicios cotidianos de los súbditos, sino mucho más sus enfrentamientos con los económicamente poderosos, quienes les hacen la vida difícil a la mayoría del pueblo. Por muy raro que parezca: campesinos y obreros en lucha tienen una alta reputación en los estudios de épocas anteriores. Esto tiene dos razones. Una de ellas se debe al punto de vista de los observadores de juzgar todos los enfrentamientos antiguos y más recientes entre las clases según lo que contribuyeron de forma positiva o negativa a la constitución actual de la sociedad en la que viven y que aprecian altamente. Por eso no pueden evitar de calificar las luchas de clases no sólo como perturbaciones de respetables casas reales y momentos retardantes en un proceso imparable de desarrollo, sino también como precursores de un progreso. Éste último lleva, en esto están seguros, directamente hacia el nacimiento del orden que existe hoy en día y que supera a sus predecesores.

La segunda razón por la que se acaparan movimientos en los que una crítica se convirtió en lucha, para alabar la soberanía actual, tiene su base en los movimientos mismos. Ya que por muy poco que las masas rebeldes conocieran las relaciones sociales de hoy (supuesto destino de sus actividades), en un sentido sí que convalidan a los amantes del arte de gobernar moderno: En sus luchas por el respeto a sus intereses de clase, los “humillados y ofendidos” nunca dejaron de ser un pueblo. Se adherían al alto valor de la justicia y exigían su consecución por parte del poder oficial. Por muy inequivocable y enérgicamente que este poder demostrara que el papel que prevé para la gente pobre es el de ser explotada, los movimientos “históricos” insistían en ganar el favor del poder político para sus peticiones. Esperaban que éste tomara en consideración las necesidades más urgentes de las clases miserables, quienes meramente reclamaban lo justo; deshacerse de su clase y de su soberanía no ha sido nunca parte de su programa. Ni siquiera del programa del movimiento obrero más exitoso que superó sus ideas comunistas iniciales y consiguió convertir todas las “cuestiones sociales” inclusive su solución en el mandato del gobierno.

En este sentido no se puede negar a los representantes y admiradores de los Estados-naciones modernos que éstos no sólo lograron apoderarse de los territorios de las soberanías anteriores: Su herencia incluye la imperturbable voluntad de los súbditos de poner su situación material, por muy insoportable que sea, en manos de la soberanía gobernante. Un pueblo no sólo sabe que su bienestar depende de las obligaciones que impone su soberanía: reconoce esta competencia y acepta que le prescriba la medida útil de rendimiento y pobreza que resulte de los cálculos de los dirigentes. Como éstos le suelen conceder demasiado poco, el descontento del pueblo no sólo se refiere a su situación material, sino también al gobierno. Pero un pueblo acostumbrado a relativizar sus intereses materiales en la necesidad de sus dirigentes no tiene problemas en superar este mal crónico: Le gustan las comparaciones en las que contrastan tan bien las exigencias de su soberanía con los tormentos de súbditos en otras épocas y otras regiones. Aunque éstas no cambian nada en las razones del descontento, sí que cambian bastante las reivindicaciones populares.

c)

La concienzuda distinción entre soberanos buenos, mejores y peores es el motor de todo tipo de crítica popular, que nace de los perjuicios de la subordinación practicada, pero que no quiere acabar con el seguidismo, con la adherencia incondicional a la “propia” comunidad nacional. Este arte de la crítica popular también da excelentes resultados al juzgar los efectos que tienen las actividades de los gobernantes para sus pueblos, cuando se pelean con el extranjero.

- Ni siquiera un pueblo moderno cree sin nada que beneficie a los ciudadanos del país que sus líderes abran las fronteras a mercancías, dinero, capital y personas extranjeros. El sano nacionalismo y racismo que se cultivaba hasta hace poco incluso en las regiones más civilizadas del mundo y que resultaba muy útil para los enfrentamientos armados, sigue a veces tan vivo que los gobernadores tienen que propagar el provecho de la amistad entre los pueblos tramada por ellos. Con ello despiertan y estimulan la evaluación crítica de todos los negocios internacionales que ellos llevan a cabo; y el pueblo obediente, y por tanto afectado, no deja de encontrar razones para su sospecha. Sin la menor reflexión sobre las perfidias del comercio internacional que tanto le importa al gobierno, amas de casa y tenderos, gerentes de empresas y obreros ponderan y comparan el provecho y el detrimento que sacan de él, y nunca se ponen muy entusiásticos. Las promesas que se propagan junto a las iniciativas de la nación con respecto al mercado internacional no corresponden nunca a las experiencias que hace la gente. Ni siquiera el hecho de que el extranjero está abierto para todo tipo de deleites turísticos es un mero placer, así que los líderes nacionales sufren duras reprimendas por todas partes del pueblo. Sin embargo, el daño que causa la voz popular tampoco es tan grave: Una vez acostumbrado a que el consumo y los puestos de trabajo, la variedad y el precio de las mercancías, y la coyuntura de la economía nacional entera dependen del comercio internacional, un pueblo ilustrado transforma su descontento en un simple mandato al gobierno: que éste imponga su voluntad contra el extranjero; considera intolerable que las relaciones corran a “nuestras” expensas; la culpa para negociaciones fracasadas la tienen los otros, cuya insistencia en sus propios beneficios recuerda a un nacionalismo que creíamos superado y que “nosotros” no podremos aceptar... Reflexionando sobre los gobiernos extranjeros y las exigencias de su industria, sus obreros y campesinos, los pueblos modernos descubren exactamente los vicios que ellos mismos practican. Escandalizándolos se comportan como los perfectos súbditos de sus soberanos, de quienes exigen –instruidos por los medios de comunicación nacionales– que sean intransigentes con el extranjero: les siguen sirviendo como medios de una competencia de cuyos beneficiantes nunca han sido previstos.

- Los pueblos estiman altamente la violencia; por lo menos la que emana de su propia soberanía y que la sirve. Sus rendimientos en las guerras de soberanos coronados, nobles o libremente elegidos son dignos de respeto; igual que sus sacrificios –lo que justifica el “uso dual” de días conmemorativos y monumentos nacionales–. Lo que es vergonzoso, sin embargo, son los tímidos intentos que los pueblos continuamente llevan a cabo para distanciarse de la guerra y presentarse como amantes de la paz. Con referencia a las víctimas que causan las batallas –sobre todo aquellas con un éxito dudable– los súbditos se presentan como si hubiesen aprendido de sus errores. Hacen una comparación de la calidad de vida en el campo del honor con aquella en su entorno cotidiano en el campo del trabajo y declaran que por lo menos ellos preferirían la vida civil. Así culpan a sus líderes por las carnicerías en las que ellos “sólo” participaban como regentados y bajo presión.4 No se les ocurre impedir que los líderes continúen gobernando –como máximo, formulan peticiones y piden al todopoderoso que mande paz, es decir que dejan la autoridad de decidir sobre la guerra y la paz en las manos de los autorizados–. Por consiguiente, una vez que otra la presidencia de imperios o repúblicas averigua cuándo los manejos de otra soberanía empiezan a ser incompatibles con los “intereses vitales” de su nación y por tanto también con que sus súbditos sigan con su existencia civil. Si resulta que tal existencia no mejora, y quizás ni aumente siquiera el poder y la gloria de la nación, debido a los cuales se ha tenido que cancelar la época de la paz, la capacidad popular de distinguir vuelve a verse ante su próximo reto. El buen ciudadano conoce la categoría de la guerra irracional –inútil, superflua– y pierde pocas palabras sobre las demás categorías. Sin embargo, hasta en tiempos posmodernos también conoce guerras justas, en las que el pueblo no sirve de “carne de cañón” para fines absurdos, sino que con sus sacrificios abre camino a la libertad. Si tal bien costoso forma la finalidad, la guerra se convierte en la medida adecuada para establecer la paz; por lo menos aquella paz que hace beneficiosa la guerra. Excepto si los resultados de la guerra se pueden llevar a cabo igual de bien mediante “soluciones políticas”. Si éstas funcionan o no, lo decide un buen soberano después de una cuidadosa reflexión –el mandato de forzar a otros soberanos a doblar la rodilla, lo tiene seguro; sobre todo en un pueblo crítico–. Lo que tales seguidores no soportan en absoluto son guerras perdidas: De aquella subespecie, una comunidad es hasta capaz de aprender que ha caído en la trampa de una engañosa imagen del enemigo, y que ha sido ab-usado. El deber de quitarles el mandato a sus infieles líderes tampoco lo tiene que cumplir el pueblo decepcionado: Ya ha puesto fin a su poder el enemigo victorioso ...

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Sería totalmente equivocado reprocharle a un pueblo de ser inconsecuente, por las contradicciones que lleva consigo su afirmación de la soberanía. La abstracción que practica: la costumbre obstinada de afirmar su soberanía, su disposición a someterse bajo una autoridad dotada de poder: esta cualidad suya la manifiesta sin restricción. Es decir, sin reservas contra el tipo de autoridad, sin reparos ni a la razón de la soberanía, ni a su constitución, ni a los detalles de la respectiva “razón de Estado”. Democrática o dictatorial, republicana o “por la gracia de Dios”, más religiosa o más bien laica, exitosa o inferior en fuerzas: todas las características –también mezcladas o alternantes– las puede tener la soberanía, siempre que el pueblo tenga la suya propia.

3. Democracia & capitalismo

Es verdad que lograron un avance histórico los pueblos del mundo “occidental”. Con su decisión de atenerse a los máximos valores de su Ilustración y poner el poder en manos de deputados elegidos por un voto libre, igual y secreto, se liberaron, según su modesta autointerpretación, de servidumbre y tiranía, y gobiernan, por decirlo así, a sí mismos: En su país hay democracia. Claro está que con ello, ya lo dice el nombre de su régimen, los ciudadanos políticamente emancipados del “mundo libre” ni acabaron con el poder político que establece entre ellos un orden y sus mutuas relaciones sociales, ni dejaron de depender de un poder monopolizado que establece y regula sus relaciones sociales, de necesitarlo y de servirlo en sus asuntos, es decir: de ser un pueblo. Más bien consiguieron una perfección difícil de superar en la identificación objetiva y subjetiva de obligación y libertad, querer y deber, y en comportarse en toda su existencia burguesa, autoconsciente y adaptado a la vez, como producto y base de la soberanía dirigente: Consiguieron relaciones sociales que se manifiestan como leyes naturales emanantes de las circunstancias, y un tipo de libertad perfectamente útil para las exigencias estatales.

a)

Respecto a las costumbres y los métodos políticos, el Estado moderno al estilo “occidental” se caracteriza por el hecho de que afirma radicalmente el deseo popular de tener una buena soberanía, y de que le concede un lugar oficial: no sólamente en el sentido de un deber moral de los regentes y cierta necesidad práctica de alimentar el humor de los súbditos. La democracia le toma la palabra al pueblo con su notorio descontento con las circunstancias de su existencia y los regentes responsables de ellas, y le concede tomar la decisión de cómo y sobre todo por quién quiere ser gobernado. Su juicio mayoritario sobre el gobierno en el poder y sobre la oposición siempre dispuesta a sustituirlo no es un simple refunfuñar sin consecuencias, sino que periódicamente culmina según un fijado proceso en la decisión del electorado, si los regentes actuales hicieron su asunto lo suficientemente bien como para seguir gobernando, o si otro equipo subirá al poder. Este acto electoral se basa en que la gestión de los intereses del pueblo que siempre tan mal se atienden, la regulación de sus necesidades y la reglamentación de sus esfuerzos productivos evidentemente ha de estar en manos de un poder superior; o dicho de otra forma, que no existe más que un camino para un pueblo libre y autodeterminado de dedicarse a las condiciones sociales de su existencia e influirlas, que consiste en confiarlas a una buena soberanía. La democracia no relativiza en nada la soberanía como tal: que un pueblo tenga un poder encima y que sus derechos y obligaciones dependan de sus decisiones; al contrario, hace que el pueblo afirme esta soberanía y la convalide con cada acto electoral, en el que los antiguos o nuevos candidatos al poder son autorizados a gobernar – durante un período electoral, y después de nuevo, es decir: al infinito. Ejerciendo su libertad política en las elecciones, un pueblo moderno se adhiere a que como pueblo necesita una autoridad directiva. Y la obtiene sin falta: regentes cuya victoria electoral les certifica hasta las próximas elecciones como los buenos soberanos a los que el pueblo tiene derecho. Así que se devuelve justicia al descontento precisamente porque resulta en una nueva autorización de líderes.

La gran oferta de la democracia a un pueblo libre consiste en las alternativas entre las cuales ejerce su derecho a votar – es decir que consiste en la lucha por el poder de los partidos y figuras que se sienten destinados a dictarle al pueblo el futuro de sus condiciones de vida, de sus necesidades, intereses y deberes. Las luchas por el poder de este tipo no las inventó la democracia; forman una parte integrante de cualquier soberanía política. Sin embargo, la democracia hace de ellas un acto continuo minuciosamente organizado: una lucha competidora civil –con la intención y la ejecución del mutuo asesinato moral inclusive– con un contenido extremamente constructivo y útil para el Estado. Los adversarios políticos hacen todo para superarse el uno al otro en la fehaciente demostración de su capacidad al liderazgo – es decir que comparten por unanimidad la perspectiva principal de que el gobierno está para dedicarse a nada más que a organizar la servidumbre del pueblo a fin de hacer progresar la “causa nacional” con todo el poder disponible, de forma eficaz y con éxito: Luchan por impresionar al pueblo en este aspecto más que todos los demás.

b)

La “causa común”, el contenido material de la soberanía a la presentan su candidatura ante el pueblo los políticos competidores democráticos, también ha tenido un retoque moderno en el transcurso de este progreso civilizador: El gemelo político-económico de la democracia al estilo “occidental” es la economía de mercado. La soberanía democrática reconoce oficialmente las necesidades de la gente, definidas y limitadas por el poder, reconoce que la gente necesita dinero, que preste los servicios que exige la ley, y que esté descontenta –en todo aquello, el Estado reconoce la voluntad de querer ser gobernado de la mejor forma posible–, entonces la “causa” nacional a la que la soberanía obliga sus súbditos incluye el reconocimiento oficial de que éstos persigan sus intereses –siempre que sean compatibles con el bien común definido por el Estado. Los ciudadanos tienen la libertad y el deber de dedicarse como individuos libres e iguales a ganarse la vida con los medios que el reglamento impersonal de las leyes les garantiza como propiedad suya. No es sólo un permiso, sino una obligación que se las arreglen y que mantengan a los suyos tan bien como sean capaces de hacerlo, y de no desistir de esta tarea a pesar de los obstáculos y fracasos prácticos. “¡Enriqueceos!” es el primer imperativo económico del Estado democrático.

A un pueblo no hace falta decírselo dos veces. Según las reglas de la economía de mercado libre, las que el poder legislativo le prescribe y ofrece como su campo de ocupación, se dedica a ganar dinero – y experimenta que el reconocimiento igual ante la ley, que se concede a todos los intereses económicos conformes a las reglas, es enteramente otra cosa que la igualdad de los intereses económicos, y que la libertad de probar ventura adquiriendo propiedad implica trabas casi insoportables: Una vez liberado de la servidumbre político-económica, el pueblo se reparte en muy diferente proporción principalmente en las dos maneras complementarias de ganar dinero y producir propiedad a través del trabajo. Una muy pequeña clase de negociantes utiliza el mando particular del que el Estado libertario dota al dinero con su igualitaria garantía de propiedad, de tal manera que hace trabajar a la otra clase para aumentar su dinero – de éste tiene lo suficiente como para comprar ese servicio económico; y no hace falta otra cosa que suficiente dinero para hacerse más rico en el capitalismo. La gran mayoría realiza su aspiración al éxito material trabajando por la afortunada élite; a cambio de una remuneración que no les hace ricos, sino que reproduce la necesidad de procurarse el dinero para el sustento en función del éxito de un empresario. Como mano de obra nacional, esta clase desempeña el desafortunado papel doble de factor de producción – la fuente de la propiedad nuevamente creada, que por tanto ha de ser explotado de forma eficaz, y a la vez el factor de coste a minimizar; y el individuo con su libre autodeterminación ni siquiera puede calcular con seguridad con que le necesiten en este papel y le paguen salarios. Además hay otra experiencia que no se pierde el ciudadano moderno que en su autorizado egoísmo tanto se afana en su propiedad: Participar en la universal lucha competidora por el dinero cuesta una fortuna en forma de impuestos y tributos. El poder estatal le hace pagar a la población el servicio de obligarle a una cooperación antagónica en su objetivo de ganar dinero – al fin y al cabo, él se crea un pueblo útil para generar riqueza capitalista para aprovecharse de los egoístas esfuerzos económicos particulares como fuente del poder estatal y como instrumentos del éxito suyo en la competencia con sus iguales extranjeros.

Las consecuencias de esta relación tripolar entre el poder estatal, el poder particular de mando económico y el servicio productivo para la propiedad ajena –consecuencias para la vida individual que tampoco puede esquivar “la clase media” situada en algún lugar entre el trabajo asalariado y la acumulación de capital, con sus esfuerzos de ganar suficiente dinero– no son agradables para la gran mayoría de la población en un país capitalista moderno. Un pueblo libre no se interesa mucho por averiguar la necesidad político-económica de su miseria. Estima su libertad, el reconocimiento oficial e igualitario de sus intereses materiales por la soberanía que procura el orden, y su derecho a enriquecerse, a pesar de todas las experiencias malas que hace con estas garantías, y piensa “adelante” de forma constructiva. Primero y sobre todo de tal manera que “comprende” la obligación de arreglárselas en su sino político-económico como la tarea individual de toda la vida que no se puede criticar de forma sincera, y que registra todas las consecuencias como éxitos o fracasos individuales. Y si, segundo, una ciudadanía responsable sí que se dedica a las “condiciones sociales” en las que las diferentes clases luchan por la vida, mira con la legitimidad del pueblo cabal en general y desde la perspectiva del electorado en particular, llena de descontento a su soberanía, reclama que mejoren sus condiciones de vida – y aplica en sus exigencias criterios que no se distinguen en nada de las máximas de éxito de un poder estatal que organiza el capitalismo: Si todo está organizado de tal forma que ganar dinero es la condición general para vivir, pero sólo se puede realizar en dependencia de un crecimiento exitoso de la fortuna en manos de la clase capitalista, entonces el Estado como el garante del bien común debe procurar tal crecimiento ejerciendo su poder; y si necesita dinero para ello y para las prestaciones sociales necesarias para ello, entonces el aumento de la riqueza medida en dinero favorece sobre todo a aquellos que están y siguen excluidos de ella. El éxito económico de la clase que con su dinero y en su propio beneficio manda sobre el trabajo de la sociedad, es la preocupación común de la nación, la del propio pueblo que cumple sus órdenes inclusive.

c)

Así que está claro que siguen existiendo las diferencias en las oportunidades, límites y exigencias que proporciona el bien común de una sociedad capitalista a sus diferentes clases. Por consiguiente, éstas tienen, con toda su buena voluntad, dificultades muy diferentes en afirmar, desde su reconocida aspiración a ganar dinero, el consenso vigente sobre el bien común capitalista. Relacionan con este bien común además esperanzas muy opuestas y en su mayoría siempre decepcionadas, y se consideran los unos a los otros como casos problemáticos o hasta enemigos del bien común, tal y como ellos lo interpretan de forma interesada.

Frente a tales oposiciones, la razón del Estado democrático demuestra su productividad política. Concede a todas las fracciones de la sociedad clasista –en principio a todos sus ciudadanos– el permiso de fundar un partido político, de participar en la competencia por el poder estatal y de aspirar a corregir el manejo del monopolio de poder con el objetivo de mejorar las condiciones de sus negocios, respectivamente de su vida. El que precisamente esto sea el objetivo es la única condición, en el fondo obvia y nada de restringente, al ejecutar este permiso; no se permite usarlo para una intervención que ponga en peligro el sistema de la libertad de votar y de ganar dinero. Tal oferta no se da solamente a los protagonistas de los intereses político-económicos dominantes, sino igualmente a los representantes de la mayoría del pueblo que se las apaña con el trabajo asalariado. Y también la aceptan con gusto y la ponen en práctica, tanto los grupos de presión de la clase alta como los abogados políticos del “pueblo común”, ya que ambos tienen bastante que criticar en los gobernantes. Para la alta sociedad, el bien común es, en principio, idéntico con el crecimiento de su fortuna privada. Pero no pueden faltar fricciones ya que la clase dominante consiste a su vez de fracciones que se hacen la competencia y que el Estado nunca considera igualmente; además también se recurre a los ricos para financiar los gastos del gobierno, lo que va en detrimento de la finalidad de su riqueza, su aumento. Entonces abunda la crítica; y siempre se encuentran representantes políticos que forman programas para una gestión más eficaz del Estado a favor de “la economía”, y estos programas también impresionan a la parte menos acaudalada de su audiencia. La vanguardia política de la mayoría asalariada tiene aún más ocasiones, pero también más problemas para redefinir las necesidades materiales de su clientela, tan difícilmente compatibles con el éxito de la economía nacional, y para integrarlas en el bien común: Consideran los estereotípicos apuros de la “gente baja” para deducir de ellos un catálogo de peticiones al poder público, y proclaman la consideración de la mano de obra nacional como la condición imprescindible de un éxito duradero del crecimiento nacional. Con los programas correspondientes para ejercer la soberanía entran en la competencia con sus adversarios “burgueses” por el aplauso de una mayoría para su capacidad de liderazgo.

De esta forma se politizan los intereses sociales antagónicos, es decir que se subordinan a las necesidades políticas de la gestión estatal del capitalismo; posiciones incompatibles se hacen comensurables siendo considerados como variantes de lo mismo: como versiones diferentes de la “causa nacional” común y como ideas contendientes de gestionarla. Esto tiene consecuencias muy opuestas para los diferentes intereses de clase que así se reducen a un denominador común. Ante el “pueblo normal” se interpreta su perjuicio sistemático como la condición permanente y el límite inalterable de cualquier mejora, lo máximo que una soberanía bien intencionada puede lograr. La gente normal es instruida de una paradoja, es obligada a ella y es animada a afirmarla en su voto: la paradoja de que toda su perspectiva de éxito incluye que sus necesidades vitales sean limitadas a lo “políticamente realizable”, o sea: a una vida y un trabajo según los criterios de la rentabilidad capitalista, y que no hay oportunidad sin renunciación. De los ricos se exige la comprensión que para la efectiva generalización práctica de su provecho particular hace falta una garantía en forma de un soberano legislador, cuyas decisiones se tienen que aceptar y en cuya financiación hay que tomar parte. Sin embargo, desde el punto de vista de la cultura democrática esto sólo significa que todos tienen que “aceptar compromisos” y “limitaciones”. De esta forma, la democracia apacigua los antagonismos clasistas que crea: Todos los puntos de vista relevantes en la sociedad coexisten en el pluralismo de conceptos competidores para la gestión política de la nación.

Para el poder estatal democrático esto significa la emancipación de cualquier proyecto o exigencia, incluso de cualquier consideración soberana que no sea funcional para la administración efectiva del capitalismo nacional. Siendo los partidos políticos el lugar donde colaboran las clases y fracciones sociales, el Estado dedica todo su poder a las necesidades del capital; se instala a sí mismo como el poder necesario y emancipado de la sociedad clasista, y asume como tal la lucha competidora con sus iguales – cualquier otra razón de Estado en el mundo es aniquilado. De forma complementaria, el pueblo se emancipa de sus dependencias y su vasallaje tradicionales que dejaron de ser funcionales; el pueblo mismo ya no es nada más que la interacción oportuna, basada en la abstracción violenta de cualquier incompatibilidad y antagonismo, de subdivisiones funcionales del capitalismo nacional, y dedica toda su voluntad política, manifestada en elecciones libres, a no ser otra cosa.

d)

Las libertades democráticas y capitalistas no les fueron regaladas sin más a los pueblos del occidente cristiano. Los soberanos tradicionales en la Europa avanzada y ya capitalista, legitimados por su descendencia noble y “por la gracia de Dios”, tardaron mucho en entender que como los señores de la tierra y precisamente para ser soberanos era preciso que dieran derecho a los intereses materiales de sus súbditos estableciendo las reglas del mercado, y que les sirvieran garantizando la libertad y la propiedad. Al principio los soberanos identificaron a la clase de negociantes capitalistas con nada más que un pujante y ambicioso “tercer estamento”; fueron los medios superiores de poder en los que podían basarse los regímenes más abiertos en este aspecto, los que generalizaron la comprensión de que una burguesía hábil para los negocios es un apoyo extremamente valioso para el soberano: una clase social que transforma por puro egoísmo, y por tanto de forma fiable y digna de apoyo, al pueblo entero en una inmensa máquina para aumentar dinero y para producir cantidades anteriormente desconocidas de riqueza abstracta, de las que el soberano puede servirse para sus asuntos. Aún más dificultades tenían las dinastías en ver en el miserable “cuarto estamento” de obreros sin propiedad alguna la variable indispensable de la nueva economía política del crecimiento de capital, y en reconocerlo como una parte de la ciudadanía nacional con los mismos derechos, lo que tampoco le interesaba a la nueva clase dominante; de ahí que los proletarios mismos tuvieran que rebelarse y luchar por su reconocimiento como ciudadanos iguales. Esto es lo que hicieron y al final también lograron; bajo la instrucción de los partidos socialdemócratas que revisaron o aclararon muy pronto su programa inicial de una completa revolución del sistema en el sentido de que no pretendían acabar con las relaciones clasistas del capitalismo, sino colaborar en dominarlas y desarrollarlas con la idea de sostener la mano de obra nacional. Por el permiso de colaborar en este sentido y asumir su sitio en el pluralismo de los partidos estatales, “la izquierda” dio las gracias de forma apropiada y contribuyó lo suyo a convertir al movimiento obrero en una comunidad de votantes.

Digresión sobre la ‚democracia popular’ comunista y los ,movimientos populares de liberación’

Contrariamente a la socialdemocracia, los antiguos partidos comunistas no se contentaron con conseguir para el proletariado el derecho a ser parte indispensable del pueblo dentro del Estado democrático de clases. Las clases trabajadoras, o sea los obreros industriales asalariados, los pequeños empresarios explotadores de sí mismos, los campesinos y sus peones: esta gente que paciente y honestamente produce la riqueza nacional sin beneficiar mucho de ella, constituía para ellos, los comunistas de antaño, el pueblo propiamente dicho, el fundamento real de la nación, los ciudadanos verdaderos. Según este mismo concepto moral, la clase de los propietarios inactivos parasitaba los esfuerzos de las masas y se les negaba rotundamente cualquier derecho a ser ni siquiera una parte integral del pueblo y a tener sitio en él. Un gobierno nacional auténticamente democrático, que en vez de dejarse comprar y corromper por la burguesía se comprometiera con los productores verdaderos de los medios de su poder, debía hacerle justicia al pueblo trabajador como productor exclusivo de la riqueza social, eliminar la clase de los explotadores y crear una comunidad de ,obreros y campesinos’.

No se les ocurrió a estos raros revolucionarios criticar el oficio político y económico del pueblo de prestar con mucha voluntad y poco provecho sus servicios a la comunidad. Al contrario: Según ellos, precisamente este papel de servidores era la razón por la que la clase obrera junto a sus aliados se merecía mucho honor, y el fundamento de su derecho a la posesión exclusiva del Estado, y luchaban por un sistema de salarios justos en recompensa de sus esfuerzos desinteresados; y esto con éxito en el imperio derribado de los zares. Allí y en los países de su ,campo socialista’, que iniciaron después de otra guerra mundial, arrebataron el aparato opresor del Estado a los detentores reaccionarios del poder y recurrieron a los instrumentos del poder de éstos para sustituir el cinismo del imperativo de ganar dinero –poco con el propio trabajo, mucho más con el trabajo comprado– por una nueva economía política. Esta combinaba sacar provecho del pueblo entero según el modelo de la explotación capitalista, muy apreciado por los revolucionarios como método de producción de la plusvalía, pero sin capitalistas, con un sistema de previsión y cuidado social de las masas que, en fin de cuentas, no se compaginaba muy bien con la producción de una máxima plusvalía. El pluralismo de partidos políticos no cabía en este sistema porque el pueblo trabajador tiene un solo interés que es precisamente éste: compaginar con eficiencia la economía de la plusvalía con la previsión social y así ganar la competencia de las naciones. Esta se convirtió en la rivalidad de los dos sistemas que de aquí en adelante no sólo competirían por la producción de la riqueza más impactante y el poder más contundente sino, en la convicción de los dirigentes comunistas, también por la adhesión perfectamente democrática de los pueblos a su Estado. Para el inevitable descontento de las propias masas tan sólo quedaba un destinatario: los funcionarios del ,partido del proletariado’, que gobernaba sin alternativa, o de su derivado, el ,frente popular’, y eso no alentaba la deseada adhesión a la gran ‘causa socialista’. Este problema tampoco se remediaba con que se organizaba el consentimiento que según el programa del partido debía ser inevitable, contento y hasta enardecido y que, en realidad, era inexistente. – Fuera como fuera, también es una forma posible de hacer un Estado y gobernar a un pueblo. Consta que las democracias populares no salieron vencedoras con su régimen alternativo de la competencia real con los imperios capitalistas y según las reglas de éstos, y finalmente se dieron por derrotadas.

“Un pueblo unido jamás será vencido” suena muy bien en español o en portugués y ahí también hay que pensar en el pueblo “verdadero”, es decir, el “pueblo llano” de obreros y campesinos, honestos trabajadores desinteresados. Durante unas décadas la izquierda, sobre todo en Sudamérica, ponía su confianza en esta invencible unidad popular y combatía, armas en mano en ciertas épocas, las brutales dictaduras militares. Estas, sin embargo, tenían las armas más potentes, el apoyo y al mismo tiempo el mandato de la potencia mundial de Norteamérica. Por eso los revolucionarios sociales sufrieron una derrota tras otra bajo su lema esperanzador. Sin embargo, esto no hace perdonable el error político que se resume en la fórmula, emociante para muchos, de la unidad invencible del pueblo. La confianza en ella es un idealismo bienintencionado que pasa por alto el hecho de que también en las dictaduras sudamericanas el pueblo estaba compuesto de grupos sociales con intereses muy diversos y aún opuestos. Éstos no perciben todos la obligación estatal a cooperar de manera productiva como sometimiento, ni mucho menos en el mismo sentido. Además el pueblo ‘llano’, cuya unidad implora la izquierda, hace –en primer lugar y necesariamente– de la adaptación el medio para ir tirando, está acostumbrado a aguantar y superar su fracaso inevitable. Hay que apartar al pueblo de esta mala costumbre, distanciarlo de su comunidad popular existente y su lealtad hacia ella y agitarlo para un objetivo realmente provechoso, realmente común, si se aspira a que su unidad ‘invencible’ sea más que la mera abstracción de todas las diferencias sociales y políticas, es decir también de todos los intereses materiales y políticos que en el mejor de los casos pueden determinar a los hombres a oponer resistencia real. Pues una unidad tan abstracta deja intactas las posiciones incompatibles, y por lo tanto sólo puede existir mientras el mismo régimen impugnado combata de manera indiscriminada cualquier tipo de oposición. Y en caso del éxito –de hecho, los dictadores militares dimitieron, motivados no por una emancipación revolucionaria de las masas oprimidas, ni mucho menos– la nueva unidad pasa a ser, por consiguiente, la creación de un renovado poder estatal que obliga a todas las clases y fracciones de su sociedad a prestar servicios nacionales tales y como él los define.

***

Andando el tiempo todas las fracciones del pueblo relevantes en la comunidad democrática, competidoras entre ellas, han ido organizándose en partidos y conquistando su parte en la elaboración del bien común ejecutado por el poder estatal. A tenor con sus éxitos en este objetivo estos mismos activistas del pluralismo político han formulado la exigencia que todos los sectores del pueblo, haciendo caso omiso de su diversidad, se pusieran de acuerdo sin reserva alguna en su voluntad estatal común. El pluripartidismo tiene que justificarse por la conciencia y el deseo a la unidad de todos los ciudadanos con derecho de voto activo y pasivo –está pues bajo la sospecha de hacer peligrar ese bien precioso–; hasta los demócratas modernos no tienen confianza total en la dialéctica de su sistema de dominio, basado en el reconocimiento de intereses divergentes y opiniones descontentas como método político de asegurar paz y consenso. Desde siempre la desconfianza se ha dirigido sobre todo contra los partidos de izquierda, que prometen en sus programas trabajar por los intereses particulares de una clase que sin duda alguna está siendo obsequiada con la existencia más onerosa en la comunidad popular, y que por lo tanto tendría muchísimas razones para rechazar el orden imperante, y al principio también mostró una fuerte inclinación a tendencias revolucionarias. El objetivo de la lucha socialdemócrata fue que los “subprivilegiados” tuvieran derechos iguales y una asistencia social, y ni siquiera para los mismos socialdemócratas estaba decidido que este programa estaba destinado a integrar a aquella gente en la ‘comunidad popular’ en la que iba a desempeñar el papel de la clase baja y a contribuir así al éxito del Estado clasista democrático. Sus adversarios políticos tenían muy claro que su política se prestaba o incluso estaba determinada a distanciar al pueblo bueno, trabajador y modesto de su destino, a engendrar una conciencia de clase “artificial” e inducirlo así a una actitud de oposición hacia la comunidad y sus clases elevadas, a provocar la “envidia social” –reproche común que todavía hoy día se hace a cualquiera que no se conforma espontáneamente con que los ricos se hacen siempre más ricos y los pobres más pobres– y a echar a perder a la comunidad nacional.

La sospecha de que –en vez de cerrar filas con sus líderes– se fomentan intereses particulares, se admite la desunión, se generan una “apatía política” y otras actitudes perjudiciales para el civismo nacional, almas patrióticas y defensores críticos de un Estado fuerte la suelen extender al proceso democrático como tal –a que los intereses tienen derecho a organizarse políticamente y a la institución de las elecciones– en cuanto encuentren motivos serios para preocuparse. Cuando uno tras otro gobierno elegido les parece demasiado débil, la oposición demasiado irrespetuosa, la nación demasiado carente de éxito, el pueblo demasiado dividido, entonces se distancian no sólo de los gobernantes responsables, sino que manifiestan su desconfianza hacia el sistema entero, pretendiendo que gobernantes obligados a mendigar el favor de la mayoría de un pueblo con derecho igualitario al voto son excesivamente considerados con grupos particulares y sobre todo con los intereses problemáticos de las masas; que, en el fondo, funcionarios de un partido son ineptos para unir al pueblo y llevarlo a éxitos nacionales.5 Cuando la situación se vuelve francamente mala, hasta la política económica de la comunidad, la economía de libre mercado no se salva de sospechas políticas: que con su modo de despertar toda clase de intereses monetarios, con sus recompensas para competidores despiadados este sistema económico –que entonces vuelve a llamarse capitalismo al que se le pegan además unos adjetivos muy feos– también es responsable del desbarajuste de la comunidad que en sí sería totalmente armoniosa.

Nota sobre la apoteosis fascista de la comunidad popular

Las objeciones corrientes contra el pluralismo democrático, contra los defensores izquierdistas de una causa obrera que difiere de la causa nacional y contra repercusiones del capitalismo en la moral del pueblo, los fascistas las toman en serio haciendo de ellas su programa político. El pueblo: su derecho a la vida, su éxito en la historia universal, el poder que encarna bajo un liderazgo correcto, su unidad tan necesaria para eso – esta es la causa a la que se dedican con supremo afán. Por eso son enemigos jurados de todo lo que suena a proletariado y movimiento obrero: para ellos no hay clases, sólo su cooperación como pueblo servicial, y la diferencia entre servidores de buena o de mala voluntad. A este respecto son partidarios declarados y activos del pueblo “modesto”, pues como tal integra a obreros asiduos y, aunque pobres durante toda la vida, comprometidos a que con su servicio obviamente desinteresado hacen que la nación prospere. Este aprecio del pueblo modesto no se distingue mucho del que tienen sus enemigos socialistas y comunistas, pero se basa en objetivos exactamente opuestos: mientras que la izquierda radical identifica al ‘pueblo trabajador’ como la ciudadanía auténtica y a sus intereses sociales como el verdadero bien común que el Estado tiene que realizar; los fascistas, al revés, registran el pueblo modesto bajo lo que éste contribuye a la causa del pueblo entero, o sea, al éxito universal del poder que se basa en él. No sueltan el asunto hasta que los trabajadores reconozcan su papel de servidores dentro de la comunidad como su propio destino y hasta que sientan amor a la patria que alcanza honor y gloria gracias a sus esfuerzos, gastos y cargas. El pueblo, tal como los fascistas lo aprecian, no reivindica nada más que unos líderes que saquen lo máximo de él. Tiene derecho a un gobierno que no deja nada a su libre albedrío, sino que le hace justicia obligándole a cada uno a servir el poder del pueblo dentro y en la medida de su condición y estado. Por eso los fascistas son enemigos de la democracia que a su entender –y no sólo de ellos– permite que la voluntad de fracciones interesadas –en marcado contraste con los honorables ‘estados’– se imponga como pauta de la política traicionando el ideal abanderado por ellos de un liderazgo vigoroso. Y con discernimiento crítico juzgan también el uso que de hecho se hace de su venerable pueblo según los cálculos capitalistas: combaten el ‘capital acaparador’ –o sea a capitalistas en cuyos negocios el fascista no está dispuesto a ver una contribución a la riqueza de la nación, sino nada más que un improductivo aprovechamiento egoísta–. Alientan al contrario a sus competidores ‘creadores’, o sea a aquellos capitalistas a los que conceden el mérito de desempeñar el papel de líderes económicos, que con el poder particular de su propiedad sacan el máximo rendimiento de sus plantillas en aras del bien común nacional.

El objetivo de todos los esfuerzos de los fascistas es “depurar” al pueblo convirtiéndolo en una comunidad de lucha contundente, con la cual el caudillo, designado como tal por el destino, comprobado por su exitosa conquista del poder, acomete hazañas heroicas en la competencia internacional, en la interpretación fascista una lucha de supervivencia y dura “selección” entre los pueblos. Su programa comprende por lo tanto una extensa y violenta limpieza moral: la depuración de todos los estados y capas sociales de “elementos” que no comparten o hasta sabotean el espíritu de lucha propio del pueblo –ante todo partidarios de la lucha de clases, pero también marginados que “no quieren trabajar”, ociosos descuidados, discapacitados salen en la lista negra y, además, capitalistas con ideas divergentes, liberales tenaces, intelectuales demasiado distantes, hombres sin conciencia patriótica–: todos ellos figuras antinacionales, ajenas al pueblo, ya que los fascistas defienden inexorablemente la idea fija –que también los demócratas suelen tomar en consideración como una posible interpretación– de que el ser humano por su innata disposición natural está determinado a un partidismo incondicional a favor de su pueblo, y sólo puede ser apartado de él a base de engaño y corrupción. En este asunto, los fascistas –ante y además del empleo de su pueblo en la lucha internacional de los pueblos– tienen que combatir a un enemigo interior, que los nazis alemanes identificaron reinterpretando la marginalización tradicional de los judíos en las autóctonas comunidades populares europeas y radicalizándola hasta el extremo; siguiendo la misma lógica, nacionalistas más modernos hallan en “los extranjeros” en su propio país, precisamente la población más miserable, el obstáculo a que el pueblo consiga lo que le corresponde. Éste último es una “raza superior”, cuya primacía sobre otros pueblos reside literalmente en la sangre, como un derecho natural innato; su pueblo ideal, los fascistas se lo imaginan como una comunidad natural unida por el destino y similar a una manada de depredadores salida de la historia universal.

Entre los ciudadanos democráticos descontentos, los fascistas siempre encuentran partidarios; ni siquiera a Hitler le faltaban los ayudantes voluntarios, ni para su „pangermánica guerra de liberación“ contra la Unión Soviética y sus rivales imperialistas, ni para su campaña de exterminio contra los judíos. Para un pueblo bien educado es poca cosa el reorientarse y pasar a dar la culpa a la democracia por ofrecerle líderes incompetentes, responsables de todos los agravios, sean particulares o generales, y por eso añorar al „hombre fuerte“ que lo manda a arremeter contra “parásitos del pueblo” o luchar con naciones vecinas injustamente aventajadas. Su guerra mundial, sin embargo, la perdieron los grandes fascistas del siglo XX; contra el Ejército Rojo, a lo que contestaron los perdedores con revanchismo, y contra la democracia más progresista, lo que hasta hoy impresiona mucho a los pueblos vencidos: pues ha desacreditado radicalmente al fascismo respecto a sus propias normas.

***

Al escepticismo –ante todo al suyo propio– contra el pluralismo democrático, los partidos democráticos encontraron poco a poco, primero y de manera ejemplar en EE.UU, una respuesta adecuada convirtiéndose en partidos populares en el sentido de que expresamente no representan el interés de ningún grupo en particular –y menos de ninguna clase–, sino que quieren ser ‘eligibles’ para todos los sectores del pueblo. Todos los deseos surgidos de la sociedad han de “poder identificarse” con su oferta programática y personal. Estos partidos ya superaron hace tiempo la dificultad de interpretar y redefinir reivindicaciones incompatibles entre sí y posiciones opuestas e irreconciliables como momentos del bien común y del éxito del capital nacional, “integrando” de esta manera a sus secuaces. Hacen ofertas para intereses ya completamente politizados. Partiendo de las necesidades económicas imperialistas de su nación se dirigen a cada sector de su pueblo en su papel que desempeña en el capitalismo nacional, asignándole su función y su importancia en el todo nacional, alaban a los capitalistas por crear empleos, a los trabajadores por su comprensión y su voluntad de adaptación, a todos en fin por el servicio que la comunidad les exige, y se recomiendan a sí mismos como los líderes que actúan encima de todos los intereses privados y hacen cooperar y funcionar exitosamente todo y a todos. En esta campaña acentúan unos rasgos diferenciales de su partido para que les procuren por un lado el voto de un buen número de votantes fijos y por otro el de la mayoría de los votantes inconstantes. En este sentido cuidan su cultura política específica, compuesta por una cestada ideológica de valores morales y de buenos modales en el trato interno de los miembros del partido, por un estilo distintivo de presentarse con gran efecto publicitario y por una gran cantidad de tradiciones, símbolos, representantes memorables y modélicos. En este contexto vuelven sobre el asunto de los intereses y posicionamientos particulares que defendieron y protagonizaron en los comienzos del partido. De esta manera y con jefes apropiadamente estilizados los partidos modernos facilitan la medida necesaria de una alternativa política para que el pueblo democrático se interese por la competencia de los candidatos al poder y para absorber el descontento que el progreso del capitalismo no deja de producir continuamente hasta en los ciudadanos con máxima voluntad de adaptación. Pues ellos tienen que hacer frente a condiciones constantemente renovadas en el curso de la competencia universal de las empresas y Estados capitalistas, condiciones generalmente cada vez peores en cuanto a los imperativos de trabajar, ganar y gastar dinero; se les exigen cada vez nuevos servicios, casi siempre más duros, y a cada vez más gente no se le exige ya ningún servicio, lo que inicia para los despedidos una carrera hacia la miseria. Los esfuerzos con los que el pueblo modesto trata de arreglárselas y de ir tirando siempre acaban contrariados; se carga bastante su voluntad de seguir ateniéndose a las reglas del juego a pesar de todo. Los partidos se ocupan de la ira popular que siempre se acumula de nuevo, la funcionalizan para su despiadada competencia por el poder y procuran de este modo que se descargue en los dirigentes de los otros partidos. De esta manera ayudan a que, bien ordenadamente, nuevos potentados asuman el mando o a que lo vuelvan a asumir los de ayer.

e)

La propaganda política que maduros partidos democráticos hacen para que el descontento popular resulte en un voto a su favor, constituye un capítulo especial de la dialéctica educación del pueblo, compuesta por reverencias bien calculadas y difamaciones abiertas de las “bajas” masas populares.

Las reverencias por parte de sus políticos democráticos se las merecen los ciudadanos en su calidad de portadores de una voluntad al Estado, en tanto que ésta llegue a parar como voto en su partido respectivo. El aprecio de la ciudadanía con derecho al voto ya será problemático si dedica sus simpatías mayoritariamente a los políticos del otro bando; según la firme convicción de los demócratas resueltos a gobernar el pueblo, en este caso no se ha servido sencillamente de su libertad de elección, sino cometido un error. Este error resulta muy grave, el tiempo hasta que se pueda corregir en las próximas elecciones se hace casi demasiado largo, y sufre mucho la simpatía de los gobernantes y candidatos al poder decepcionados por su base electoral, en el caso de que se manifieste una protesta perceptible (o sea, con cierto efecto sobre el resultado de las elecciones) contra medidas progresistas en el campo de la política social u otros que, por lo demás, no provocan disensión entre los partidos establecidos, que, al contrario,  se consideran necesarias y se imponen de común acuerdo. Y una oposición que es más que una floja protesta sin impacto alguno les provoca tanto como para que el pueblo les caiga antipático en alto grado a sus dirigentes.

En tal situación –afortunadamente una excepción en democracias que funcionan bien gracias a sus electores bien educados– el discurso libre de autoritarismo que los responsables tienen con los ciudadanos sin responsabilidad alguna se vuelve un tanto grosero. Contra la base que protesta se esgrime el veredicto de que “se niegan a la realidad”: sin más aclaraciones, sin cualquier argumento, por falso que sea, la triste realidad contra la que se protesta y que se pide a los potentados que la cambien, funciona como prueba indiscutible de la imposibilidad de cualquier alternativa y como instancia contra cualquier motivo objetivo de la protesta. Siempre que se perciban voces molestas, el contraste que hay entre la razón de Estado vigente y las necesidades de las masas es culpa de los ‘perturbadores’, resultado de su propia estupidez y la estupidez de su mala intención, su voluntad denegatoria. Apacibles manifestantes son excluidos de la ciudadanía que, personificada en sus dirigentes, se gobierna a sí misma; se les considera como la “calle” a la que los mandatarios elegidos no deben ceder por la sencilla razón que traicionarían la verdadera voluntad popular, manifiesta y fijada en su elección. Es el deber de los partidos democráticos inmunizarse contra cualquier descontento de los de abajo que no se dan por satisfechos con las alternativas ofrecidas y tomar medidas rigurosas contra las víctimas rebeldes de una política que desde su punto de vista no tiene alternativa. A los políticos que quieren aprovechar tal agitación popular proscrita, sus colegas afirmadores de la realidad y la opinión pública escandalizada les quitan la máscara de embaucadores desvergonzados, improperio con el que las élites democráticas expresan su desdén hacia aquella parte de la población que, cuales sean sus razones y argumentos, se ve en situación de conflicto con la razón de Estado en vigor, gentes que no pertencen ni al club de los adinerados cuyo enfado por los impuestos y la burocracia tiene toda la razón, ni al grupo de aquellos individuos modélicos, ideales de la sociedad civil, quienes se entienden bien con la autoridad porque no se ven nunca realmente restringidos en su carrera individualista hacia el éxito. Claro, no es que quieran excluir del pueblo honrado a los malcontentos, sólo por estar molestos y haber votado por un partido de protesta; por lo menos no mientras sigan siendo ‘accesibles’ a alguno de los partidos populares que ‘cubren los márgenes’ de su lado respectivo dentro del espectro político. Sólo es preciso recordarles que es un error estúpido y abyecto el andar tras demagogos, palabra que significa literalmente ‘líder de las masas’, pero que designa a los falsos líderes, los que no tienen la licencia dispensada por el consenso de los demócratas reconocidos y pone en evidencia que los sinceros anti-demagogos toman a su pueblo por unas masas inmaduras, fácilmente manipulables que necesitan de los jefes correctos que las lideren para que no sean seducidas por los falsos.

El menosprecio elitista hacia el pueblo llano por parte de sus representantes políticos tiene su fundamento en la convicción que los toscos intereses de las masas, aunque ya estén politizados, o sea hechos conformes en máximo grado al bien común, no se adaptan nunca al cien por cien a las exigencias de una nación que es plataforma de un capitalismo exitoso y una potencia con ambición mundial. Sin embargo la oposición entre los intereses populares y las exigencias del Estado ya no se trata como tema. Los representantes democráticos del pueblo la constan y luego sólo se interesan por plantarle al pueblo la ‘orientación’ adecuada, de manera que quiera cumplir fielmente con lo que debe. Por eso los partidos que defienden una política más favorable para el pueblo desviándose de las directrices generales en vigencia no merecen nunca un debate real, sino que se ven atacados con el reproche de que adoptan intereses populares considerados unánimemente como equivocados, absurdos, ‘bajos’… con el solo fin de gustar al pueblo, acaparar sus votos para poder dominarlo después. En cambio, los partidos populares que siguen las pautas correctas buscan el aplauso de los electores para poder tenerlos bajo su tutela en el sentido correcto, lo que no es, bien entendido, ni tutela ni mucho menos seducción, sino liderazgo. Los demócratas mantienen la controversia con sus adversarios disputándose el único comportamiento correcto con el pueblo: Cuando engatusan al elector deben obrar prudentes, y tener en cuenta la falta de madurez de las masas y lo equivocado de su intereses y asentir a sus opiniones políticas para acaparar y corregirlas, y no para aprovecharlas.

Este tipo de disputa, los partidos lo mantienen con fanatismo no sólo contra los disidentes de izquierdas o derechas, sino también entre ellos en tanto como rivales con los idénticos objetivos políticos. No sólo cuando se ponen en duda asuntos estatales que se entienden por sí mismos, sino siempre que el adversario político ‘ocupa temas’ con los que posiblemente encuentre demasiado eco favorable, los partidos democráticos se sirven de la acusación de que sus rivales no quieran nada más que satisfacer los bajos instintos del pueblo –sean cuales sean– en vez de sacar en claro, tal como lo exige la ley moral del dominio democrático a su entender, la distancia fundamental de los gobernantes en relación con los gobernados y sus deseos irresponsables en el mismo acto en el que se solicitan los votos del pueblo. Se les acusa de ‘populismo’ –recriminación interesante por parte de los incondicionales de un sistema de dominio que en vez de denominarse por la palabra latina de “pueblo” emplea el término griego–. La ética democrática exige que la política no sólo practique su contraposición al pueblo, sino que tampoco la pase en silencio. Su emancipación de todas las necesidades populares es la condición imprescindible, su distanciamiento categórico de la insensatez de las masas el criterio para conseguir el derecho a abalanzarse sobre el pueblo y su voluntad política para acapararla en provecho del propio partido. Sólo quien asegura con firmeza que no va a vacilar en tomar medidas impopulares para el bien común –ya no importa cuales sean–, sólo éste tiene derecho a la popularidad; sólo quien guarda la distancia que hay en cada momento entre la razón del Estado y el reducido intelecto del pueblo tiene la licencia de hacerse a una con el electorado de a pie y dejarse festejar como el patriarca soberano y el potentado condescendiente en las fiestas populares. La demagogia de quien logra esto atestigua su carisma – término cuyo origen está en el culto de los griegos antiguos a sus dioses y que denomina el arte de convencer sin argumentos, habilidad que encaja bastante bien con los políticos que encuentran para su uso del poder el consentimiento de quienes se salen con las cargas.

Este aspecto tampoco lo cambia entonces la democracia: la unión que crea entre gobernantes y gobernados tiene su base definitiva en el que los jefes politicos infunden respeto y obedienca a sus súbditos con su poder.

f)

Por muy estrechos que estén ligados la democracia y el capitalismo: está claro que un pueblo formal también funciona sirviendo al capitalismo sin que haya democracia. Esto ya fue el caso en el Occidente cristiano y en el Nuevo Mundo donde la sociedad clasista terminó encontrando en la democracia su forma de dominación adecuada. Para someter a sus pueblos bajo el imperativo de ganar dinero con el trabajo asalariado, con sus dos sentidos opuestos, el pluralismo de partidos y las elecciones libres no sólo es que no hacían falta; los soberanos tardaron mucho en introducir tales progresos, y si se reivindicaron derechos de este tipo por parte de la sociedad, reaccionaron de forma muy prudente, es decir, de tal forma que aseguraban que su cumplimiento no causara desorden en el sistema de la propiedad productiva. En el resto del mundo, que ‘fue integrado’ a la economía capitalista mundial hasta el último cambio de milenio, los gobiernos también aplicaron métodos poco democráticos para someter a sus poblaciones a condiciones capitalistas. En los casos más prominentes de las últimas décadas, los partidos únicos que tenían el mando indiscutido en el bloque socialista adaptaron los métodos político-económicos de las grandes potencias mundiales económicas y los impusieron por la fuerza sobre pueblos con los cuales, según su autointerpretación oficial, ya habían superado la “etapa” de la explotación capitalista: Sin preguntar mucho, anularon la tradicional asistencia a su ‘población obrera’ del ‘socialismo real’ y le impusieron el papel de libres trabajadores asalariados, convirtieron a los funcionarios en gerentes y propietarios e inculcaron a su pueblo la idea de que el nuevo camino al éxito nacional a largo plazo también dotaría a la gente ‘de a pie’ de parte del nivel de vida que ya podían contemplar en la nuevamente creada jeunesse dorée. Sobre todo la República Popular de China consigue éxitos admirados en el mundo entero insistiendo en su indiscutido control sobre la sociedad clasista recientemente formada: Le importa mucho implantar por la fuerza la explotación capitalista y la competencia como ‘realidad’ que no tiene alternativa, con la cual por tanto sus ciudadanos tienen que arreglárselas, y no quiere correr el riesgo de que, mientras que no se hayan establecido firmemente el enriquecimiento particular y la depauperación productiva y no se hayan aceptado como ‘hechos dados’, el reconocimiento político de todos los intereses sociales, el pluralismo de partidos y las elecciones libres puedan sugerir a sectores significantes de su pueblo que quizá las nuevas condiciones mismas sean aún un tema a debate, o que por lo menos se puedan evitar las “injusticias sociales” de este nuevo modo de producción por un voto en contra.

Aquellos pueblos, por el contrario, que no tienen la suerte de estar completamente sometidos a la explotación capitalista tienen problemas con funcionar de forma democrática. Esto ya se ve en aquellos casos en que los partidos únicos ex-‘comunistas’ copiaron además de las recetas del éxito político-económico de sus antiguos enemigos las técnicas gubernativas de ellos, sin que la nueva economía nacional de mercado libre ya hubiese producido indicios –y menos aún pruebas– de éxito –por no hablar de oportunidades de supervivencia para las masas sometidas a ella. En la Rusia post-soviética por ejemplo, no faltan ni un intenso deseo popular por un buen soberano, ni partidos competidores dispuestos a servirlo, pero tanto entre los políticos como en el pueblo entrado en contacto con la pobreza moderna y la riqueza reciente falta la convicción cierta e imperturbable de que la ‘transformación’ al capitalismo, a pesar de sus consecuencias desastrosas, es el único trayecto nacional correcto. Existen ideas contrarias de un bien común, pero sólo desde el mandato del segundo presidente hay fundamentos para un monopolio de fuerza que imponga de forma práctica la nueva razón de Estado, la universal necesidad de ganar dinero, como el bien común vigente, en el cual se tienen que orientar todos los intereses de grupos y partidos. Bajo el presidente número 1 por lo menos la ‘retirada del Estado’ y la democratización del país celebrada en el mundo occidental provocó más anarquía de lo que los políticos democráticos en tal estado de emergencia jamás permitirían.

En muchísimos otros Estados existen ‘la democracia y la economía de mercado libre’, sin que ni siquiera una de las dos hubiera sido introducida por los soberanos de estos países porque esperaran de ella algún tipo de ventaja y menos aún porque la población autóctona se la hubiese pedido; con el resultado correspondiente. El negocio del mercado mundial capitalista, en el que intentan participar estos soberanos, hace algún uso del país y de sus recursos, pero excluye a sectores mayores de la población de cualquier uso capitalista, y por lo tanto también de cualquier participación significante en el mercado mundial capitalista degradando medios pueblos hasta llegar a formar la ‘superpoblación relativa’ del planeta, relativa al criterio decisivo de la demanda de personal que tiene la economía capitalista global. No tiene sentido hablar allí de un bien común: Los soberanos no disponen de ninguna economía política que imponga a sus súbditos la obligación de sobrevivir en función de su utilidad pública aumentando capitales y ganando dinero; la verdadera base material de la soberanía no está en las masas, sus súbditos formalmente, sino en los intereses de hombres de negocios extranjeros e imperialistas potentes, a los que el público autóctono, mayoritariamente de ninguna utilidad, sólo causa molestias.6 Claro, hasta en tales circunstancias se puede declarar que la gente tiene derecho al voto, se pueden apuntar en listas electorales a jefes de clanes, líderes de milicias, predicadores y otras personas honradas, colocar urnas y solicitar a las masas que voten por uno de los símbolos pegadizos. Lo que se manifiesta en tal tipo de elecciones es enteramente otra cosa que el pluralismo de una voluntad estatal uniforme, ni mucho menos una que tenga su fundamento material en los intereses politizados de una ‘sociedad civil’ pacificada. Tales votos reflejan más bien las relaciones de parentesco de un clan, lealtades tribales, obediencias religiosas –o sea, desuniones pre-políticas– o simplemente la miseria de personas que con mucho gusto aceptan vender su voto, que en todo caso no les beneficia en absoluto, por una sopa caliente. Caso que, por el contrario, en tales circunstancias un partido de políticos ilustrados muestre una voluntad estatal sincera, movilice para sí las masas superando todas las divisiones y frentes existentes y defina una ‘causa del pueblo’ político-económica común que ofrezca a la población, en recompensa de su servicio, un fundamento de su existencia, entonces está automáticamente en una posición contraria a la función que ya tiene su país en el sistema del capitalismo global, y, además, a las normas de una democracia libertaria con pluralismo de opiniones y partidos que los guardias de las buenas costumbres velan sin cejar desde las centrales del imperialismo. Pues los miembros líderes de la familia de las naciones se decidieron admitir este avance en materia de los derechos humanos después del suicidio político de su enemigo del ‘socialismo real’: Ya no disuaden a los dueños de Estados “inseguros” de elecciones libres, en las que posiblemente salgan victoriosos partidos de izquierdas con un programa que prevé crear un pueblo autóctono –en aquella época pasada se solía decir que estos pueblos eran ‘aún  no maduros para la democracia’–; más bien se presentan como abogados fervientes de los pueblos que ansían la libertad, insisten en que se cumplan los procedimientos formales democráticos en países que no disponen de ningún bonum commune de vigencia general y de ninguna res publica por cuya organización puedan competir unos políticos ambiciosos, y envían observadores electorales que por tanto concentrarse en que se cumpla el procedimiento formal de las elecciones no ven la locura que están ayudando a poner en escena.

Una democracia que funciona supone, pues, un pueblo que funcione de forma capitalista. La prueba negativa la aporta la cantidad de pueblos cuyos soberanos tienen sus problemas con esta forma de Estado; la positiva, todos aquellos ciudadanos ilustrados que toman la coacción a ganar dinero por su materialismo hecho realidad, el derecho a hacerlo por la igualdad verdadera, y la supervisión estatal por la garantía de su libertad, y no les parece nada sospechoso a estos votantes descontentos afirmar una y otra vez el dominio de sus soberanos.

4. La identidad nacional en tiempos de la „globalización“

a)

Los líderes, educadores y abogados del pueblo estiman altamente su método de hacer que el pueblo participe en su propia dominación. Si comparan la democracia con otros sistemas de dominación –“sistemas comparados” forma hasta una propia disciplina en su cosmos científico–, elogian la libertad política como el valor supremo de la historia de la humanidad, sin callar que lo que más estiman de este principio constituyente es su contribución a la continuidad y estabilidad de la soberanía política a través de todos los cambios de personal y contra cualquier perturbación desde abajo. Sin embargo, el que los ciudadanos tomen el partido de la patria por la libertad que se les concede, les parece débil, superficial y de poca confianza, en cualquier caso completamente insuficiente. Lo que exigen no es que sus ciudadanos tomen el partido a base de razones –por muy malas que sean–, sino que sean partidarios sin necesidad de una reflexión previa: reclaman una parcialdad inmediata por ser parte del pueblo. No hay que tomar el partido de la nación, como si hubiese algo que elegir y decidir; hay que sentirse conmovido por pertenecer a un pueblo, tal y como conmueven las emociones naturales. Claro está que no debe resultar un patriotismo “ciego” que tan fácilmente puede ser “abusado” por antidemócratas: es importante que quede bajo control, es decir, bajo el control de los soberanos oficiales, el entusiasmo natural por el destino de la sede nacional del capital, y que no muestre feos excesos capaces de espantar a los inversores de otros países y de causar detrimento a la imagen de la patria. Pero un poco de orgullo sí que es oportuno: la percepción de la afirmación total de la propia personalidad –en este caso respecto al hecho totalmente impersonal de que uno pertenece a la nación a la que pertenece–. Hasta se habla de la más íntima de las mociones afirmativas: del amor –a una creación tan completamente asexuada que es la patria–. Afirmar el hecho de ser clasificado y subordinado por la fuerza estatal, y hacerlo de manera considerada y a la vez espontáneamente sentida: un tal absurdo es la idea que tienen los educadores democráticos de una norma de obligatoriedad general que ha de cumplir un pueblo bien educado.

Para promocionar esta emoción espontánea se toman medidas. Primero y ante todo, de forma permanente y tan intransigente que resulta imposible pasarla por alto, por parte de la crítica opinión pública, que en su forma libertario-democrática, como ‘el cuarto poder’ independiente, hace sombra a todo lo que los medios controlados por una dictadura serían capaces de organizar respecto a la agitación del pueblo. Libremente y por propia iniciativa, ya en su cobertura objetiva y neutral adopta la perspectiva de la primera persona de plural, que comprende ni más ni menos que la nación: Actúa como el órgano sensorial del pueblo y acapara a su público para una perspectiva al mundo que ya es parcial antes de valorar y comentar los hechos: Con la perspectiva del sujeto colectivo se combinan automáticamente la sensación de que los sucesos le atañen a uno de alguna forma, y el interés en que “nosotros” beneficiemos –respecto a un conflicto armado tanto como respecto al tiempo del día siguiente–, que “nosotros” logremos lo que “nos” proyectemos –aumentar el número de los niños por mujer, bajar el número de las personas en paro...–, que “los nuestros” tengan éxito –en el fútbol o en la construcción de aviones– etc. Si la nación logra lo que merece o no, cómo de bueno o malo las cosas están para “nosotros”: en estos juicios se distinguen los comentarios y opiniones expresamente declarados como tales; se da razón a cualquier descontento particular, porque siempre hay alguien que le proporciona el adecuado comentario crítico –sobre condiciones adversas, competidores astutos, fracasados en las propias filas...–. El punto de vista de que al fin y al cabo todo se centra en lo mejor “para todos nosotros” sigue completamente en vigor; es el denominador común de la variedad de las opiniones libres, la base fuera de cuestión de todos los juicios que merecen ser tomados en serio, y marca así el ámbito de lo que cuenta entre las posiciones respetables.7

No obstante, a los abogados de un patriotismo verdadero, no les parece suficiente en absoluto que la gente esté acostumbrada a la perspectiva parcial nacionalista; ya que la variedad de las opiniones preocupadas les demuestra que reina el particularismo de los intereses, y temen la desunión. Quieren una identificación incuestionable y a la vez explícita del pueblo con la causa nacional, que el pueblo tome del partido de un indisputable ‘nosotros’ nacional en que se basa cualquier orientación política. La contradicción en este deseo no les molesta: La practican de forma metódica propagando confesar el amor natural a la patria y poniendo en escena oportunidades para él. Para esto, verdaderos demócratas recurren con determinación a los medios que se han usado siempre y dondequiera que una soberanía invoque su identidad con sus súbditos. Le presentan al pueblo el más alto representante del Estado, preferiblemente una figura simbólica fuera y encima de cualquier controversia entre los partidos políticos, como representante de la voluntad general al Estado que reside profundamente en el pueblo mismo, y celebran un culto alrededor de esta persona que la crítica opinión pública comprende y desprecia en el caso de que no convenza y en países ajenos como un ‘culto a la personalidad’; Por ejemplo hacen que esta autoridad dé discursos en días festivos, que ya antes declaran como discursos ‘históricos’, que inaugure construcciones de importancia nacional, que reparta condecoraciones con las que la comunidad nacional honra a sus ciudadanos modelos, y en ellos se honra a sí misma, etc. Así los guardianes de la moral correcta dotan al poder de un simpático ícono; para esta finalidad, muchas democracias modernas hasta alimentan una monarquía con una infinita historia familiar, en cuyos altibajos el miembro de familia burgués puede ver reflejada su propia vida privada, elevada y generalizada en un asunto estatal, y creerse que la soberanía es humana y hasta amable. Hay días festivos nacionales, un requisito indispensable de la formación patriótica de un pueblo, que están para conmemorar los momentos estelares de la historia nacional, preferiblemente victorias importantes, como si el público los hubiera vivido en su propia piel. Se conmemoran las víctimas como si hubieran sido amigos íntimos; así éstas sirven de prueba para la grandeza de la patria, que no las sacrificó, sino para la cual se sacrificaron, y que uno tiene que honrar como descendiente ya por el honor a los antepasados abnegados. Según la máxima de la formación del pueblo, de hecho eficaz en la práctica, de que el acto demostrativo de los rituales de reverencia –siempre que nadie ría– trasciende a la convicción y causa sentimientos de reverencia, se entona un himno pegadizo a la nación y se elogia un trapo de colores inconfundibles: cosas con las que se empieza ya en la niñez, para que en la fase infantil en la que los pequeños aún no dominan sus propias circunstancias y tienen que adaptarse a muchas cosas sin comprender las razones, ya se forme la convicción correcta, para que de adultos sigan atrapados en ella.

No es que estos actos no tengan efectos. Los ciudadanos no simplemente se acostumbran a estar sumisos bajo un poder estatal nacional y a estrecharse de forma afirmativa en las condiciones de vida impuestas por él. Esa “determinación” que se convierte en su ‘segundo natural’, lo reconocen como el “carácter” de su propio colectivo popular y parte de su personalidad. Se perciben a sí mismos como un grupo humano especial, unido y distinguido por la historia y el paisaje, el idioma y la tradición y muchas cosas más, mucho más allá de sus relaciones sociales reales que distan de ser cooperativas. En este aspecto la élite intelectual le da completamente la razón al pueblo, y lo anima e instruye ampliamente. Le atribuye un carácter que según ella se manifiesta en una variedad de virtudes, pero también de faltas específicas, y que desemboca en un estilo de vida particular. A sí mismos estos intelectuales se interpretan y se ponen en escena como los representantes críticos y pensativos de la cultura nacional; por un lado, profundamente “arraigados” en lo autóctono, sobre todo en su idioma, cuyas profundidades intraducibles nadie es capaz de percibir como ellos, y además en la continuidad e igualmente en las discontinuidades trágicas de las tradiciones intelectuales de sus pueblos. Por el otro lado, la distancia a las masas tampoco se esconde: con todos los términos compuestos desde la educación popular hasta la danza popular, las costumbres y el teatro populares ya lo demuestra el uso de la lengua que por el ‘pueblo’ se designa no simplemente el conjunto que comprende a todos los compatriotas, sino que, con o sin democracia, el pueblo es la base inferior de un sistema de dominación. Pero mientras que esta base no solamente aguante su servidumbre sino que la acepte como su carácter popular, es digna de todo honor. Sus costumbres populares no solamente se exponen en el museo de folklore, sino que se cultivan igual que dialectos en peligro de extinción –a despecho de la pequeña contradicción inherente en el poner en escena una costumbre para conservarla–. Por muy poco que la sociedad clasista nacional tenga que ver con una étnia –ni siquiera los etnólogos atribuirían esta etiqueta a una ‘sociedad civil’ moderna–, la élite dirigente se esfuerza intensamente por una cultura popular: por fingir que la comunidad del pueblo sea una verdadera unidad natural.

Y es más que una ficción. El poder estatal mismo no se contenta con exigir una “cultura dirigente” nacional y su fomento. Considera y trata a sus nativos como base natural suya; no solamente en el sentido de la definición legal de que los descendientes de sus ciudadanos o los niños nacidos en su territorio estatal forman automáticamente parte de esta base sin que haga falta nacionalizarlos. Hasta a la más moderna administración estatal de un capitalismo nacional le importa tanto la nueva generación nacional, la reproducción de la comunidad del pueblo, que al enterarse de estadísticas demográficas problemáticas es capaz de tener miedo por la pervivencia de su pueblo natural y hasta invierte dinero en una ‘política familiar’ activa regalándolo a futuras madres y padres con el expreso fin de “subir el índice de natalidad” nacional. Tal y como un pueblo bien educado insiste en tener su propia soberanía, una soberanía nacional insiste en tener su propio pueblo; como si sólo pudiese confiar al cien por cien en sus ciudadanos si éstos se crearon a través de relaciones sexuales entre los nativos.8 Al parecer, también el Estado burgués del siglo XXI no se conforma con ser reproducido día a día de forma política y económica a través de la servidumbre habitual de sus habitantes, sino que quiere serlo también de forma biológica a través de sus niños y su vida familiar; no se conforma con determinar las condiciones de su pueblo, sino que quiere estar amarrado en sus genes. En este sentido por lo menos actúa sobre sus masas: con sus leyes, sus finanzas y, por supuesto, con su agitación.

De esta forma, el ciudadano obtiene su identidad nacional. Y ésta, la siente verdaderamente; como muy tarde, cuando tiene que ver con extranjeros.

b)

Había tiempos en las que la población de un país apenas llegaba a ver a miembros de otros pueblos, a lo mejor ni sabía siquiera que existían pueblos más allá de su inmediata vecindad y sólo entraba verdaderamente en contacto con los súbditos de soberanos extranjeros cuando éstos le hacían una visita con intención bélica o cuando el propio soberano la mandaba a un asalto de tipo vasto: Los pueblos eran ajenos los unos a los otros, y lo ajeno significaba peligro y enemistad. Fuera como fuera: Estos tiempos se acabaron. Las fronteras están abiertas; no sólo para mercancías, dinero y capital, sino –bajo condiciones y estrictamente controladas– también para personas; la mano de obra extranjera se recluta a veces hasta oficialmente, y no sólo deambula por sus puestos de trabajo, sino también en público. Los pueblos saben el uno del otro; se conocen individuos de otra nacionalidad, están presentes en la vida diaria. Los habitantes de las naciones geopolíticamente importantes son informados –hasta “en tiempo real”– sobre los sucesos en el mundo entero; muchos viajan a países lejanos para divertirse y vuelven con grabaciones de vídeo. Y a la inversa, los aborígenes de las áreas menos importantes del mundo saben en qué regiones residen el poder y la riqueza; no son pocos quienes se juegan todo para llegar a los países con una vida económica que funcione mejor que en su patria, y aparecen allí, caso que lleguen y que se les deje, como la parte inferior del proletariado. Etcétera: Apenas se puede hablar aún de personas ajenas; ni tampoco de que las experiencias con los extranjeros sean mayoritariamente bélicas. Vista de forma pragmática, el ciudadano llega a conocer a “los extranjeros” como sus iguales: se esfuerzan en arreglárselas en la lucha vital en el capitalismo; vejados por problemas de dinero y otras preocupaciones privadas bien conocidas; situados en diferentes niveles económicos, tal y como los conoce de su propia cultura. Si hace falta, también consiguen comunicar nativos y extranjeros sobre lo más elemental con la ayuda de infinitivos y palabras inglesas.

Sin embargo, no es que se haya extinguido la actitud de que los ciudadanos de otros países son por principio elementos ajenos. Con respecto al Estado esto está claro: Una ley especial de extranjería decreta la exclusión fundamental y la integración bajo condiciones de personas con pasaporte extranjero –o incluso sin pasaporte alguno–, y hay autoridades especializadas que vigilan a estas personas que pertenecen a un poder extranjero. En el pueblo, esta actitud tampoco se ha relativizado, más bien se ha concentrado y enfocado en su contenido elemental: En “los extranjeros” –sea que los identifique como tales en su entorno, sea que sólo haya escuchado hablar de ellos y les dedique una reflexión– el nativo moderno percibe, de forma complementaria a sí mismo, el otro ‘nosotros’ nacional: un tipo de gente que en el fondo se distingue del propio en un único aspecto, pero esta diferencia es fundamental: con sus derechos y deberes, sus reclamaciones habituales y su partidismo fundamental está fuera de la comunidad de la que el nativo siente que forma parte, fuera del bien común al que se siente comprometido. No es que “los extranjeros” sean extranjeros por actuar de forma extraña –en sus actividades diarias hay muchas diferencias más entre las diferentes clases sociales dentro de un pueblo– sino porque hacen exactamente lo mismo con un partidismo fundamental a favor de otro país, orientándose en normas de orden aceptadas que coordinan –no muy diferente a las propias máximas que coordinan el propio conjunto nacional, pero esto está el punto clave– otro conjunto nacional, y que reclaman a la gente como base de otra corporación política. El extranjero, quiera o no, se registra meramente como una parte de ese otro “nosotros” nacional con sus propias relaciones interesadas con el mundo; lo que se califica de ajeno no es sólo algún u otro comportamiento que quizás difiera de verdad, y el acento extraño al hablar, sino la persona entera. Como representante de una actitud y una moral que son exactamente idénticas a las propias, pero que definitivamente no son las propias, porque se refieren a otra causa nacional, es una persona extranjera. Este “hallazgo” se lo explicita el nativo con imágenes que saca de los esquemas que le proporciona su cultura nacional sobre este tipo extraño de seres humanos, y toma el resultado por experiencias que “se” han hecho con “aquella gente”.

El resultado todavía no es necesariamente polémico. Por el contacto con los extranjeros, un nativo civilizado se ve retado a una reflexión sobre la comunidad popular a la que él pertenece. Se percibe y se siente como una parte, como representante de su propia nación y del tipo de gente que la habita; comprometido a y responsable de esta nación aunque no esté de acuerdo con lo que su gobierno está haciendo de momento o con lo que se suele considerar como un rasgo esencial de su pueblo, y no quiera que le hagan responsable para estos últimos aspectos. Con respecto a los extranjeros, un ciudadano bien educado no permite que éstos ofendan a su patria; lo que hay que criticar, lo critica él mismo y atestigua así la capacidad de la autocrítica que tiene su colectivo nacional, el lado mejor de las virtudes nacionales. En general opina que no se debe causar deshonra a la patria, y es capaz de sentir vergüenza por sus compatriotas maleducados. De hecho siente orgullo por las virtudes, los rendimientos y las hazañas de su pueblo, por obras arquitectónicas y la cocina, hasta por paisajes, mujeres y otras cosas más... Al extranjero se le concede un derecho a estimar altamente su propia patria; sería extraño que éste mostrara afecto por su país y su pueblo.9 Pero claro está que un extranjero no tiene derecho alguno a criticar la propia nación y nacionalidad, tampoco de forma relativizada haciendo punta en la comparación de las patrias. Nadie tiene derecho a quitarle a un pueblo decente la convicción –aun dado el caso excepcional que no la ponga en práctica de forma ofensiva– de que en resumidas cuentas ningún otro pueblo, por lo menos con respecto a ningún aspecto de valor, pueda llegarle a la suela del zapato. La amistad entre los pueblos incluye por tanto siempre un buen grado de desprecio. Éste por lo menos no es ningún accidente, sino necesario: Haciendo honor a su respectiva comunidad como el más alto valor, los pueblos están y siguen siendo predispuestos en su dogma fundamentalista de la mutua incompatibilidad.

Como ya se ha dicho, no hay necesidad de que esto signifique ya xenofobia. Pero al fin y al cabo cualquier pueblo está consciente de sus derechos, contra todos los demás. Y esta conciencia jurídica está, en cualquier momento, dispuesta a convertirse en enemistad.

c)

Cuándo, contra quién y cómo esto sucede: También en este aspecto el pueblo, fundamentalmente consciente de su honor y conocedor del mundo desde su imperturbable perspectiva nacional, se adhiere fielmente a las decisiones políticas de su soberanía. Es que ésta informa en todo detalle a sus ciudadanos sobre sus proyectos y actividades, les explica en qué sentido es necesaria y justa la lucha competidora a la que se dedica sin parar contra las otras naciones por su prestigio en el mundo y las bases de este prestigio –las fuentes de riqueza y el potencial de fuerza–; cuanto más violentas sus actividades, tanto más los políticos las propagan como la ejecución de la justicia que merece su pueblo debido a su grandiosa posición que se ha conquistado o pronto conquistará gracias a su natural, con la bendición de Dios y por encargo de la Providencia.10 De esta forma, con los hechos que crea y con su interpretación parcial que supone y reclama parcialdad, anuncia la directriz al nacionalismo popular dirigido hacia el exterior, a los sentimientos del pueblo hacia el extranjero y los extranjeros. La base popular por su parte, figurándose en una lucha competidora de los caracteres populares en la que lucha por su derecho natural al éxito, se acredita –sobre todo donde es instruida de forma competente por una prensa libre y pluralista– como el eco más o menos adecuado de los cálculos, las estrategias, los éxitos y fracasos de sus líderes políticos, quienes hoy en día, sobre todo si gobiernan uno de los centros del capitalismo global, reparten sus simpatías y enemistades internacionales de forma muy diferenciada.

- Con sus iguales y con muchas naciones capitalistas menos competitivas, las potencias dominantes emprenden su lucha competidora de momento de manera cooperativa, “abriéndose” mutuamente con intenciones interesadas y de forma chantajista sus mercados financieros y de mercancías; esperan más beneficio si sus capitalistas nacionales participan en el crecimiento económico en otras regiones que si se excluyen de oportunidades de negocios, lo cual por supuesto tampoco está pasado de moda.11 Para la mayoría de su pueblo, incluso para partes de su clase capitalista, esta estrategia incluye perjuicios, que por tanto se explican en detalle: como condiciones de un beneficio a largo plazo para todos; como necesidades que no pueden rehuirse sin más; y los perjuicios que son a la vez inconvenientes en los cálculos estatales se explican como actividades malintencionadas de la competencia. El pueblo se deja instruir sobre los culpables, es animado en su mentalidad competidora, pero tiene que aceptar ser frenado en su antipatía nacionalista contra los vecinos que al fin y al cabo sí son útiles. Lo mismo es el caso, de forma agudizada, cuando los Estados permiten la llegada de extranjeros que no solamente traen dinero y lo dejan aquí, sino que hasta quieren ganar algo. En los centros del comercio mundial capitalista, la mayoría de ellos son las figuras más miserables del capitalismo ‘globalizado’ que se juegan todo para llegar, pero los detrimentos necesarios y las exigencias de este sistema económico son lo último que provoque animadversión y que despierte la mente crítica de un pueblo civilizado moderno. Más bien el pueblo se queda –y sus representantes le afirman en este sano juicio nacional– fiel a su convicción fundamental de que “los extranjeros” no pintan nada “aquí”, se cree que “esa gente” con sus esfuerzos a ganar dinero y a tener una vida privada quita a los nativos los puestos de trabajo, las mujeres y el espacio vital...; y al final su “brote” de xenofobia no es apoyado por la propia soberanía, por no hablar de ser animado a ponerse en práctica, sino que es rechazado y obligado a respetar que sus gobernantes se reserven el derecho a conceder la admisión de extranjeros bajo diferentes aspectos de utilidad, de tipo económico y político, y que no se toleren actividades xenófobas sin autorización. El pueblo tiene que refrenar por tanto su fundamentalismo y practica, según las exigencias de la perspectiva nacional vigente, traducida de forma variada por los medios de comunicación libres, la virtud de la tolerancia: Sufre mentalmente de sus vecinos extranjeros; les toma a mal cualquier éxito de sus competidores extranjeros –no hace falta distinguir mucho entre éxitos en el crecimiento económico nacional y aquéllos en el mundo del deporte: bajo la consigna de la ambición nacional todo cuenta por igual–; pero se plantea aguantar su sufrimiento, soportar a los compañeros extranjeros y no registrar completamente a los aliados competidores de la propia nación como culpables de las malas intenciones foráneas, de las que sería preciso reprocharles. La parte “moderada” de la ciudadanía complementa su parcialdad nacional por el orgullo de no exagerarla –contrario a diversos otros pueblos...–. Otros ciudadanos críticos sospechan más bien que ellos mismos, sus compatriotas, pero sobre todo sus gobernantes olviden el sano interés nacional, y desean más consciencia patriótica incorrumpida, que por cierto sobra abundantemente en otras naciones. El gran resto tiene precisamente esta falsa conciencia.

- A veces hay países registrados por las potencias económicas mundiales como esferas útiles de negocios que se aprovechan de forma imprevista de sus oportunidades y como competidores les causan problemas a sus grandes padrinos –las antiguas naciones de la UE están haciendo tal tipo de experiencias con sus nuevas adquisiciones en el este de Europa, EE.UU. las está haciendo con la República Popular de China–. Los gobernantes en funciones reaccionan ante estos problemas según la consigna “Cuanto más caros seamos, tanto mejores tenemos que ser”. A los Estados competidores que llaman la atención de una forma tan indeseada, se les anuncia con ello una política que moviliza la descollada riqueza capitalista y el poder acumulado de chantaje de los que dispone una nación capitalista ‘de categoría’, para asegurar y potenciar esta supremacía. El propio pueblo es informado del hecho de que y del cómo está proyectado y será empleado de instrumento en esta lucha: Mientras que no es “mejor”, es decir, útil y necesario para mayores éxitos de la economía nacional en la competencia internacional, es abaratado, o sea, empobrecido; su oportunidad a escapar el empobrecimiento está exclusivamente en los éxitos en la competencia que se pueden sacar de los rendimientos de su trabajo que sean económicos. Por supuesto, el brutal contenido material de esta información pasa al segundo plano detrás de la llamada ofensiva a la presunción nacionalista: El pueblo es recordado a que desde siempre se presume a sí mismo –en qué aspecto da más bien igual: absoluta y totalmente– como mejor que su mediocre vecindad, por no hablar de la población hormiguera de ciertos países lejanos que sólo aparecen impresionantes debido a su masa. Las limitaciones impuestas incentivan por lo tanto la percepción de supremacía imperialista, que presupone la gerencia democrática en sus ciudadanos como lo más evidente.

- Esta autoestima encuentra un campo de ocupación aún más hermoso en la gran parte de las naciones del mundo que en la comparación global de las sedes nacionales de capital cuentan entre la especie inferior o desconsoladora. Con vistas a ellas, las naciones decisivas actúan como potencias guardianes con derecho a cualquier intervención; la soberanía de las entidades políticas vigiladas no cuenta para ellas. Las intervenciones que consideren necesarias, para que no aparezca ningún “vacío de poder” –al fin y al cabo, los aborígenes tienen que seguir estando bajo control– y para sacar de estos países las riquezas que se puedan, las registran como una carga que economizan minuciosamente. A sus pueblos se les abre la vista a un mundo de pobreza que se debe, según las últimas investigaciones, a los fracasados intentos de crear por todos lados Estados con una propia, quizás hasta competidora economía nacional, respectivamente de promover con mucho dinero y violencia un desarrollo en esta dirección, lo que no puede funcionar en las circunstancias de aquellas regiones y con gente tan pobre. Lo que por el otro tampoco puede ser son los intentos aventurados de valiosos jóvenes de estas regiones para alcanzar nuestro “norte rico” y conseguir un trabajo: No es que tengan otra oportunidad, pero ésta no se la conceden. Mientras esto se quede claro, los pueblos mejor dotados están dispuestos a sentir compasión por las víctimas del orden mundial moderno; caso que éstas se queden estrechas en sus países y sean alcanzadas inocentes por catástrofes extraordinarias, incluso les dan limosnas y en casos extremos hasta tienen dudas sobre los “excesos” de un “descontrolado orden económico mundial”. Para salvar a los refugiados de la miseria de naufragios en el Mediterráneo y desventuras similares, se pueden aceptar también gastos estatales para campos de acogida en las cercanías de los países natales, completamente conformes a los derechos humanos. Mientras que éstos no se hayan construidos y algunos desesperados alcancen el “primer mundo”, las autoridades competentes se reservan la decisión entre “tolerarlos” y expulsarlos; y el pueblo lo entiende bien: Rechaza albergar “la miseria de todo el mundo”, hasta se cree “extranjerizado”. Una minoría no tiene objeción contra un poco de folklore en la ciudad; y cualquiera sabe de alguna familia extranjera que merece una excepción humanitaria de la regla de que en principio debe volver a donde “nosotros”, dicho sea de paso, echamos en falta todos los derechos humanos; tanta generosidad la debe un pueblo de categoría a sí mismo. Con ésta se acaba pronto, sin embargo, cuando la soberanía le informa de la carga que suponen los “ilegales” para ella. Entonces queda bien claro que tienen que ser segregados. La segregación funciona sin racismo alguno: El criterio de esta exclusión es la pobreza extranjera.

- De vez en cuando los pueblos decisivos se ven confrontados en las regiones menos decisivas no solamente con objetos de vigilancia más o menos impotentes, sino con iniciativas autónomas: con actividades no encargadas que causan perturbaciones; hasta con una rebelión que degenera en el caso extremo en guerra y terrorismo.12 Entonces sus gobiernos se ven inmediatamente autorizados y retados a intervenciones contra los enemigos seleccionados; y la ciudadanía involucrada se ve competente, se deja explicar por parte de portavoces del gobierno oficiales y muchos no-oficiales quién tiene y quién no tiene razón, condena el ‘fundamentalismo’ falso, y en su sentido universal de justicia no conoce freno para sus ideas de venganza militante. Como los gobiernos imperialistas en la actualidad no lo consideran por regla general necesario poner a sus naciones en estado de guerra –las intervenciones militares se emprenden como luchas contra la delincuencia internacional, por profesionales y de forma ‘asimétrica’, con medios mil veces superiores a los Estados delincuentes–, sus pueblos se muestran extremamente exigentes: No sólo están seguros de que tienen el derecho, incluso el deber, de hacer con violencia que los potentados divergentes y sus seguidores vuelvan a la razón; además reclaman de sus comandantes una victoria completa e incondicional, sin que la carga de una guerra verdadera les moleste en su vida civil.13 Estas exigencias no son nunca cumplidas por completo; las misiones para ordenar el mundo ejecutadas con una fuerza superior irresistible cuestan al menos mucho dinero que de una u otra manera se tiene que sacar de la sociedad que lo produce, o sea que significa una carga adicional; y además hay fallecidos. En este caso, como muy tarde, un pueblo bien educado deja de entender las cosas e insiste en que su gobierno vuelva a poner todo en orden y machaque a los “Estados canalla” que se oponen al régimen del “primer mundo”, culminación de la historia de la humanidad y no-va-más de una constitución estatal humana. En cuanto a los medios de fuerza necesarios, un pueblo escandalizado tiene aún menos escrúpulos que sus profesionales militares.

- Con sus intereses de imponer orden en el mundo y sus respectivos maniobras, las potencias decisivas del mundo democrático se convierten fácilmente mutuamente en problema y límite: Tal y como organizaron la paz mundial como un “occidente” unido, necesitan para mantener y imponerla la cooperación de sus competidores más importantes, que a la vez les estorban continuamente. Esto les cobra a sus estrategas del orden mundial algunas muestras dialécticas de habilidad –y éstas también se explican ampliamente al pueblo en la debida manera burda. De forma pluralista como se debe, la libre opinión pública pondera los aspectos que califican a la propia nación y los que califican a otras para el papel del guardián superior sobre la ética de la política mundial; con qué derecho se puede reclamar ser el modelo político y la tutela sobre el restante mundo de Estados que requieren una mano dirigente y qué argumentos contundentes sirven para fundamentar esta reivindicación; cuán dudosas y cuestionables parecen en comparación las respectivas ambiciones de otros. Los pueblos ponen en cuestión la moral y la competencia de los competidores en ordenar el mundo, llegan a conclusiones muy negativas – y suprimen el paso obvio a una verdadera imagen del enemigo, porque (y mientras que) sus gobiernos paran sus contiendas lejos de una desavenencia abierta y se ahorran a sí mismos y a sus naciones el paso a una enemistad, que rompería de hecho todas las calculaciones convertidas en costumbres en décadas del ‘burden-sharing’ (repartir cargas) intraimperialista. De esta forma, los ciudadanos del “mundo occidental” en medio de su ficticio medir fuerzas imperialista hasta se creen extremamente pacíficos y conciliadores.

5. El pueblo hoy: una terrible abstracción en su forma pura

a)

Fuera de cuestión está: Los pueblos modernos, también aquellos con cultura democrática y una opinión pública crítica, tienen bastante orgullo patriótico; la mentalidad de una rivalidad entre las naciones está viva en todos los ámbitos, desde el deporte hasta las cifras del crecimiento del PIB, al igual que la tendencia a menospreciar a otros pueblos; se marginan los inmigrantes en cuanto se descubran en ellos síntomas de un comportamiento divergente; la presunción nacionalista y el chovinismo están en uso, al igual que imágenes del enemigo que se actualizan según la demanda; y los ciudadanos libres hasta están dispuestos a la guerra como siempre. También fuera de cuestión está, sin embargo: Los pueblos de hoy, sobre todo aquellos con la más avanzada cultura democrática, son por principio cosmopolitas, tolerantes, de humor civil y están dispuestos a respetarse mutuamente; en su autoconcepción, el mundo entero es su casa –en sus vacaciones lo es también de hecho, en todas partes donde haya una buena infraestructura turística–; instruidos por el intercambio juvenil y la televisión están seguros –y en ello tienen razón– de que la vida cotidiana con sus dudosos placeres de consumo y las definitivas cargas del ganar dinero funciona, aunque muchísimo peor en otras regiones que en el propio país, en todo el mundo básicamente según las mismas directrices; la gente se entiende, aunque no entienda ninguna lengua extranjera. Y en cuanto a la constitución interior y la convivencia en la propia comunidad nacional, los pueblos modernos se semejan cada vez más: Sus esenciales relaciones sociales tienen carácter material: son mediados por el dinero; los elementos naturales de una familiaridad tribal o una ‘particularidad étnica’ que quizás hayan desempeñado algún papel en la pre- y protohistoria de los pueblos modernos, ya dejaron de hacerlo hace tiempo; costumbres y tradiciones obsoletas, hasta religiones populares, se han reducido a folklore, a objetos de una industria transnacional de placer, entretenimiento y diversión, a argumentos publicitarios de agencias de viajes y comerciantes. Con su vida diaria los ciudadanos modernos desmienten el rumor de que los pueblos aún están constituidos y unificados por algún modo de vivir que caracterice a cierto tipo de gente; asienten con la cabeza cuando se habla del “global village”; y si hay pueblos que aún lo ven de forma diferente y siguen cerrados de mentalidad fieles a las tradiciones, los contemporáneos liberales les cuentan entre los definitivamente retrógrados.

De hecho, en su práctica cotidiana, los miembros de la comunidad internacional moderna quitan de su identidad nacional, que siguen sintiendo y apreciando, el atamiento a sus diferentes mundos de vida nacionales; son precisamente los que se esfuerzan en inflar los residuos de algún estilo de vida nacional en un idilio patria quienes ya superaron bastante este avance. Realizan, por decirlo así, de forma pura lo que de hecho materialmente les constituye como pueblos: Lo que les une es la colaboración funcional que les prescribe un poder estatal que los tiene bajo su mando exclusivo; su ‘identidad’ consiste en residir en una nación que compite con otras por ser sede del capital mundial y que es administrada con este objetivo por el gobierno nacional; lo que verdaderamente distingue a los habitantes de las diferentes naciones es la posición que tienen sus Estados en su lucha por la acumulación de la riqueza capitalista y la influencia sobre la política mundial, y los esfuerzos que emprenden sus gobiernos en esta lucha competidora. Esta verdad banal y brutal sobre “el carácter de los pueblos” se revela si los ciudadanos modernos se emancipan de su “naturaleza popular”, o sea de los residuos más o menos disfuncionales del nacimiento de su comunidad y de las obsoletas condiciones locales de su existencia social, sin renunciar a ser un pueblo.

b)

Los fans de la idea popular en el lado europeo del Océano Atlántico llevan mucho tiempo ya dándose cuenta de los síntomas de este progreso civilizador, diagnostican desde la perspectiva de un patriotismo ofendido la liquidación de su cultura occidental, lamentan una progresiva “americanización” de las condiciones vitales en su nación; y probablemente ni tienen siquiera la menor idea de cual es el aspecto en que tienen razón: el pueblo de EE.UU. de hecho es el modelo perfecto no sólo respecto a fast food y al arte cinematográfico, sino a la misma idea popular moderna. Allí se constituye un pueblo entero desde el principio –en su época con esclavos negros y algunos indios no exterminados como la componente “étnica”– como una sociedad capitalista de clases compuesta por ciudadanos libres que, aunque no dejaron atrás en Europa o en el este de Asia respectivamente su “carácter popular”, sus peculiaridades nacionales y sus creencias sectarias, lo transformaron en su colectivo asunto privado, como tal lo siguen cultivando y expresan con su mentalidad orgullosa, hasta hoy no perturbada, de haberse creado en EE.UU. el Estado que les corresponde, sólo un poco patas arriba la verdad de que la autoimagen “popular” de su nación no tiene otro contenido que la adhesión a esta potencia tan particularmente exitosa en el ámbito de la economía capitalista y la influencia imperialista.

El término de la “globalización” data de una fecha más reciente y comprende una completa visión del mundo que afirma una pérdida universal de características nacionales, la imposibilidad de mantener “parques naturales” nacionales para industrias no competitivas y “grupos sociales marginados” y una disminución del poder de los Estados-naciones en general como un destino impuesto por las leyes económicas y como un reto productivo a la vez. En su ignorancia intencionada este tópico hace alusión al hecho de que el capitalismo ha concluido exitosamente lo que Marx y Engels –honor a quien lo merece– ya en su “Manifiesto comunista” habían entendido como el resultado necesario de este modo de producción: La población mundial se ha constituido hasta hoy en día como una sociedad clasista global: con una élite inter-nacionalizada de dueños de dinero y negocios –con un apéndice cultural–; con una impactante superpoblación de continentes enteros, desechada por inútil, en su mayoría “campesinos” apenas capaces de subsistir; con una clase obrera jerarquizada según la rentabilidad de su trabajo, cuyas partes más avanzadas pagan cada avance tecnológico con la corrección de su ‘nivel de vida’ para abajo y con el paso de las personas hechas superfluas a un pauperismo organizado en todo detalle; con el personal de gigantescos aparatos de poder que tanto necesita una libre economía mundial con su notórico rechazo contra la ‘burocracia’ para que funcione sin fricciones. La palabrería de la “globalización” hace alusión a este triunfo devastador de la economía capitalista y su perfeccionamiento por la rendición del sistema alternativo de la Unión Soviética y la revisión total del socialismo chino –sin mencionar nada de ello–, para implorar una tendencia imparable al derrocamiento de los Estados-naciones sobre todo con respecto a una política social favorable al pueblo; tendencia que, aunque quizás incómoda, se logrará superar con éxito por una dosis extra de renuncia y rendimiento. Este mensaje cínico tiene a su vez su aspecto interesante. De hecho anuncia una agudización brutal de la competencia entre los Estados. Adopta la perspectiva estatal y reclama esfuerzos adicionales, refutando ya de esta manera la propia afirmación de que los aparatos de poder estatales ya no tienen influencia; toda la palabrería sobre la impotencia estatal aspira a que los Estados empleen su poder sin vacilar contra las obsoletas “seguridades sociales” de sus masas. Y suponiendo un destino sin causante al que están sometidas las naciones, esta “teoría” pone patas arriba al tema que trata. Pues la competencia a la que los Estados se ven desafiados sin querer, se la hace nadie más que ellos mismos. Ellos son los soberanos políticos que garantizan con su poder la existencia del sistema de explotación global y la perfecta segregación clasista de la humanidad; y lo hacen enfrentándose continuamente y en todos los ámbitos, luchando por su beneficio nacional del capitalismo “globalizado” y por su parte en el mando sobre los Estados del mundo o su posición en el “orden mundial” respectivamente. Pues es que se acabaron los tiempos relativamente idílicos en comparación –esto también lo indica la palabrería de la “globalización– cuando los reinos o repúblicas tenían que hacer un esfuerzo extra para medir fuerzas de forma civilizada o violenta y de sacar botín mediante la guerra o con medios pacíficos. En el mundo de hoy los Estados-naciones actúan siempre y en todas sus actividades como competidores; también la política interior tiene como objetivo el éxito de su economía nacional y de su propio poder en la competencia; las naciones organizan su vida civil interna como medio en el medir fuerzas imperialista que no conoce pausas y no deja abierto ningún “enclave de la historia”. Para ello usan la parte de la sociedad clasista mundial que está bajo su mando como el material de sus intenciones.

Y con esta “causa común” un pueblo moderno tiene bastante que hacer: ella es el contenido de su ‘identidad’.

c)

A esta “causa común” un pueblo no dice ni ‘sí’ ni ‘no’, sino “NOSOTROS!” No toma partido sino que se identifica con la existencia como habitante de una nación en la lucha competidora global de las naciones que el propio Estado le impone. Como pueblo, la gente renuncia a poner en claro sus propias necesidades materiales de forma consecuente y crítica, a llevar a cabo una generalización concreta de sus deseos y una mediación de sus intereses, y a crear un orden destinado a satisfacer sus necesidades sin restricciones sustanciales: todo esto, se lo dejan prescribir por parte de sus soberanos como sus condiciones de vida, y abstraen de esta manera de sí mismos y de sus propios intereses. Y manifiestan una gran capacidad a la abstracción también con respecto al objetivo real de su colaboración que impone el Estado. El contenido y el objetivo de las condiciones que les impone el Estado, la razón política que gobierna su vida diaria y que la cambia continuamente, no les interesa. Un pueblo enfrenta estas “realidades” más bien con un fijo prejuicio idealista (del que se aprovecha, dicho sea de paso, la agitación oficial con el lema de la “globalización” cuando le presenta a la gente las actividades de su gobierno como una bienintencionada defensa contra las molestias inevitables y como una lucha por “las mejores soluciones”): Toman el orden estatal por un orden benéfico, necesario para facilitar el fondo sin el cual no fuese posible una cooperación social con una división de trabajo y una mutua satisfacción de necesidades. Las cosas a las que no les queda más remedio que adaptarse, porque su poder estatal nacional aspira a que él mismo y su fuente de riqueza capitalista progresen, los ciudadanos del mundo moderno las convierten en el programa para su vida –en este aspecto igual que todos los pueblos respetables anteriores–: Como “la cosa” no funciona de otra manera, es necesario que su existencia funcione tal y como el Estado lo prevé, y por consiguiente debe funcionar para su contento. Las condiciones de su existencia que predestina para ellos el papel de la herramienta de la riqueza capitalista y del poder estatal –y como alternativa sólo la miseria absoluta– las buscan tomar como herramientas para ellos mismos, como el armamento para su lucha de toda la vida por la suerte. A su inevitable fracaso responden, en lo que se refiere al artífice y garante estatal de sus condiciones de vida, con un descontento que sigue adhiriéndose tenazmente a abstraer de las verdaderas razones, la destinación imperialista de la comunidad nacional, y de seguir fiel a la idea, a pesar de todas las experiencias malas, de que en el fondo debería ser posible conseguir el éxito bajo las condiciones imperantes; porque en el fondo el Estado y la economía, es decir –¡precisamente!– el poder y el dinero estarían para proporcionar a todos los recursos necesarios para un exitoso pursuit of happiness –como si hiciese falta el poder particular del dinero y un omnipresente poder soberano si realmente se tratara del bienestar general concreto–. Por muy malo que sea el juicio del público descontento sobre el gobierno en funciones: Los leales ciudadanos siempre presentan sus quejas en la forma de un “nosotros” nacional y no dejan de afirmar su dependencia de la lucha competidora que conduce su poder estatal y de buscar sus oportunidades particulares para el éxito donde en realidad la nación desgasta para su propio éxito a su población.

Un pueblo vive por lo tanto la ficción de una causa común que a la vez satisfaga los asuntos imperialistas del poder estatal y los intereses materiales de la gente; y dispone de ‘argumentos’ para declararse en favor de esta ficticia causa común: de una ideología nacional que atribuye a su existencia servil un destino mandado por la Providencia, una misión divina, una característica racista –como por ejemplo el pueblo de “poetas y pensadores” germánico– o algún otro sentido profundo. En este aspecto los pueblos modernos han conseguido un logro notable: Creen en el método de autorizar a los gobernantes de forma democrática a través del “votante” como la garantía (quizás no excelente, pero única y por lo tanto) óptima de armonizar las actividades estatales con la voluntad del pueblo de la mejor forma posible; creen en que esta autorización democrática es el principio fundamental de la “causa común” en la que coinciden los éxitos materiales de la nación y los de sus habitantes. No es que renuncien por lo tanto a leyendas que apelan más bien a la emoción; pero más allá de todas las ilusiones de este tipo los demócratas sacan la certeza de que lo que tienen que hacer por obligación estatal coincide, al fin y al cabo, también con lo que quieren en el fondo de su razón cívica, de la ilusión propia del sistema democrático de que las elecciones de figuras o partidos gobernantes les convierte –de alguna forma u otra, en última instancia,...– en los dueños de la dominación que los elegidos ejercen sobre ellos. Por este dogma democrático se dejan instruir en lo que concierne sus convicciones e intenciones políticas; aprenden que fueron ellos quienes pidieron en plena libertad más o menos las exigencias con las que les sorprende su soberanía –realmente una maravilla del pensamiento abstracto–.

Es de esta manera como los ciudadanos modernos viven como pueblo la abstracción radical de sus necesidades materiales y de su descontento político. Y esto lo hacen –tal y como todos los pueblos anteriores– hasta la última consecuencia. Cuando un Estado ataca a otro porque ve amenazados sus “intereses vitales”, es decir que cuando usurpa la vida y los medios de vida de súbditos extranjeros, pone en juego la vida de sus propios ciudadanos y sacrifica la riqueza nacional, entonces un pueblo “reconoce” con ser reclamado totalmente por parte de sus poderes supremos su identidad con las reclamaciones violentas de éstos y no quiere otra cosa que el éxito “común” en cuanto antes; y para la certeza de que tal éxito es un derecho fundamental se sirve de leyendas heróicas nacionales, ideas de cruzadas y otras cosas más que doten de un profundo sentido a los proyectos nacionales. Los pueblos democráticos en particular coronan su disposición a la guerra además con la firme convicción de ser los misioneros del único verdadero método de ejercer la soberanía y de traerles a los pueblos que asaltan nada menos que la libertad. Aparte y además de su entusiasmo misionero se permiten el lujo de un minucioso examen –asunto preferido de la publicidad crítica– de si los gobernantes se adhirieron en sus decisiones a la guerra al procedimiento democrático que prescribe la ley. Pues de ello depende para un pueblo democrático si los gobernantes realmente ejercen la voluntad popular a la guerra cuando lo emplean como material en su expedición militar; si, en otras palabras, el pueblo de hecho mandó lo que emprenden sus comandantes con él; es decir: si de hecho quiere lo que tiene que hacer. Al final, claro está, también en la democracia lo que decide si la guerra corresponde a la voluntad popular es la victoria del bien contra el mal. Y si está convencido de que éste es el objetivo de la guerra, un pueblo democrático no tiene escrúpulos de ser brutal, ni más ni menos que cualquier otro pueblo o cualquier “asesino suicida”.

*

Fuera de cuestión está: Con ser cosmopolitas y democráticos, los pueblos modernos siguen fieles a su carácter de pueblo. Y no solamente esto: La espantosa abstracción que viven, la perfeccionan de una manera difícil de superar. Mientras no cometan el error de desaparecer, seguirán sirviendo para grandes hazañas.



Notas:

1 Puede que la prehistoria de algunos pueblos haya empezado con comunidades tribales, o sea con verdaderas relaciones parentescas primitivas; y con frecuencia jefes de clanes, movimientos subversivos, una iglesia popular u otras autoridades similares adujeron todo tipo de rasgos culturales comunes para que su rebaño popular se perciba y conserve como una comunidad especial con derecho a una soberanía autóctona. Sin embargo, los Estados y pueblos modernos se caracterizan por el hecho de haber dejado definitivamente atrás tales relaciones primitivas: los monopolistas de poder segregan con sus territorios también a sus mutuos pueblos. El que precisamente en este mundo de Estados la segregación de la humanidad en pueblos se deduzca de sus relaciones pre-políticas o naturales, y que se interprete el poder estatal como desiderátum y producto de algún tipo de comunidad tribal, es una majadería ideológica.

2 Entre los ciudadanos críticos, la pregunta retórica “¿cómo debería funcionar si no?” representa desde siempre un argumento contundente contra cualquier duda de si las relaciones de poder existentes son verdaderamente necesarias. Tal objeción no aspira a dedicarse de forma sincera a la pregunta de por qué de hecho son necesarias, a qué necesidades se deben –como máximo se proyecta la idea de una necesidad justificante al “ser humano”, que “por naturaleza” no funciona sin poder–; por no hablar de una dedicación a explicar estas necesidades, lo que dicho sea de paso sería su crítica y el primer paso hacia su abolición. Y una cosa es cierta: Si todo “debe funcionar”, o sea, si todas las obligaciones sociales a las que la gente se ha acostumbrado en sus respectivas sociedades “deben funcionar” de la manera conocida y aceptada, es verdad que hay poca alternativa.

3 Cuando la crítica del Estado aún era un dominio de intelectuales izquierdistas, que consideraban una infamia que la política sirviera a la riqueza de los ricos y a la pobreza de los pobres y que esperaban o exigían que una revolución acabara con el poder social y que su monopolista “se extinguiera”, la referencia a vicios humanos a los que resulta difícil atribuir (o fácil negar) una “razón social”, sobre todo a individuos violentos –en realidad son en su mayoría gente que de alguna manera entendió mal su lección de la “lucha por la vida” social– fue hasta elevado al rango de una deducción del Estado: Las “ciencias políticas” aducen la delincuencia como buena razón para la lucha policíaca contra el crimen, no para reducir el poder estatal a este interesante servicio, sino para legitimarlo con toda la variedad de sus quehaceres. Hoy día han cambiado los frentes de combate sin que los argumentos hubieran mejorado: En la actualidad, a los políticos liberales que aspiran al poder y que tienen ideas muy claras sobre las condiciones de vida y de trabajo que quieren imponer a la gente por fuerza, y a expertos funcionarios que se creen indispensables y mal retribuidos, la política social del Estado les parece puro derroche de dinero, e introdujeron en la opinión pública el honorable punto de vista que la asistencia a la gente pobre por parte de la soberanía no existe por su pobreza (la que aspiran a hacer aprovechable para la economía política), sino que la pobreza de la gente se debe a la asistencia estatal en el fondo totalmente superflua; es decir que los pobres estarían mejor sin Estado. Tomando en consideración el hecho de que el Estado moderno toma esfuerzos para permitir sólo a escala limitada ciertos efectos devastadores del modo de producción moderno sobre las condiciones de vida naturales, ambiciosos representantes de intereses y lobistas de “la economía” se convierten en enemigos declarados de “la burocracia” y propagan como directriz para la actividad soberana de un Estado ideal que deje todo “a la iniciativa privada”. Contra estas ideas objetan algunos expertos con conciencia social o ecologista que sólo los ricos podrían permitirse “menos Estado”, y que las masas sin embargo siguen dependientes de la seguridad social del Estado –lo que no es precisamente una deducción, pero una bonita rehabilitación del Estado, la que no critica los tormentos de la pobreza y no pone en duda el carácter privado de la riqueza social, sino que sólo pretende mantener el orden en estas condiciones–.

4 Los pacifistas tienen además una enorme conciencia de su responsabilidad: Se sienten tan responsables por las actividades de su gobierno que exigen de él que renuncie a las guerras, de las que ellos –por lo menos también–se sentirían culpables.

5 En situaciones tan precarias, los educadores democráticos se preocupan de que quizá la adhesión de su pueblo a la democracia sea meramente cuestión del clima político, o sea que éste sólo funcione de forma democrática en tanto que se le eviten pruebas más duras, mientras que en tiempos de crisis quiere que le dirija la mano dura de un dictador. Los políticos democráticos mientras tanto compiten por el mandato para facilitar la prueba de que ellos comprenden bien este interés popular, que saben anticipar su cumplimiento y que una democracia que ellos lideran logrará con facilidad lo que sus críticos desconfiados sólo creen a un líder que está por encima de todos los procedimientos democráticos capaz de llevar a cabo.

6 Este es el caso sobre todo precisamente en aquellas regiones donde en las décadas después de la Segunda Guerra Mundial unos militantes movimientos libertadores del pueblo, basándose en los habitantes oprimidos y explotados de sus países –y nunca sin el interesado apoyo extranjero–, convirtieron las colonias europeas en Estados soberanos o heredaron una soberanía existente de dictadores primero apoyados y luego abandonados por los EE.UU. La cualidad ‚revolucionaria” de las nuevas soberanías era sobre todo ésta: de ser una soberanía propia del pueblo. En muchos casos por lo menos emprendían el intento de sacar de sus súbditos libertados una riqueza y un poder que impresionaran a sus dueños coloniales o a sus soberanos vecinos respectivamente. Esta empresa la etiquetaban con frecuencia con el título de ‚socialismo” , más el adjetivo nacional; por parte con vistas a la Unión Soviética y su ‚campo socialista” , del que aspiraban recibir y muchas veces también recibían ayuda; por otra parte para designar la voluntad política de abstraer de todas las líneas divisorias, diferencias, incompatibilidades y oposiciones internas y crear un pueblo con una voluntad al Estado; empresa para la cual fundaban partidos únicos según el modelo del ‚socialismo real” . Estos intentos fracasaron con regularidad, a veces sufrieron su derrota en ‚guerras de representantes” de sus patronos imperialistas; algunos „libertadores del pueblo“ –sobre todo aquellos patrocinados por las democracias occidentales– ni siquiera intentaron tal tipo de „camino de desarrollo“. En ambos casos, el resultado a principios del siglo XXI son ejemplares de las nuevas clases de Estados denominadas ‚failing” y ‚failed states” respectivamente (Estados fallidos / en vías de fracasar), además de masas depauperadas que ni pueden denominarse pueblo en el sentido estricto, es decir en el sentido de un conjunto de personas que tenga y practique en el poder estatal su ‚causa común” .

7 Por lo tanto, las opiniones divergentes y los argumentos críticos que no muestren claramente tal preocupación por la nación no se refutan con argumentos, sino que se les reprocha hablar mal de la patria. Lo que pone bien claro la conciencia de este “ nosotros nacional” que tiene la responsable opinión pública y que transmite a su público informado: Si se enjuicia la nación, el juicio tiene que ser partidista de los intereses nacionales; sólo se puede criticar en nombre de lo criticado; la crítica ha de poner de manifiesto que el crítico se identifica con la cosa y que es partidario de que funcione mejor.

8 Quienes tienen el permiso a inmigrar tienen que pasar antes de su naturalización un examen de sus convicciones patrióticas. Su carácter ridículo no hace más que enfatizar el principio que se aplica en él.

9 La expectativa que los extranjeros también se presenten como fanáticos de su patria es la base del rumor cultivado por los educadores del pueblo de que el respeto por el orgullo nacional de otros es la muestra del amor verdadero a la patria y la línea divisoria entre el buen patriotismo y el desacreditado nacionalismo; y que, vice versa, se tiene que amar a su propia patria quien quiera ser capaz de un respeto verdadero por pueblos ajenos y de un verdadero entendimiento entre los pueblos. De hecho, esta amena reflexión no es más que una confesión sumamente anticrítica a la exigencia de que para el ciudadano honesto tener la ciudadanía ya sea razón suficiente para su partidismo incondicional: Otra cosa no se quieren poder imaginar los patriotas, tampoco en los extranjeros.
Este respeto que tienen unos patriotas por otros también es el fundamento seguro para los pasos a enfrentamientos polémicos que con tanta regularidad se ponen al orden del día.

10 Cuando un Estado prepara a su pueblo a la guerra siempre se encarga de que éste se perciba como una raza dominante, con el derecho y la misión de destruir Estados canallas y de curar el mundo difundiendo los modales nacionales, o sea, que no tiene alternativa a la violencia para mejorar el mundo. Esta gran estima por parte de una dirección con voluntad a la guerra para su pueblo es, dicho sea de paso, en unión con la fe en el arraigo genético de este alto mandato histórico en la naturaleza del pueblo, la base ideológica para la selección racial de los nazis alemanes.

11 Estos cálculos, históricamente la superación del interés estatal en sacar botín por la aspiración a los rendimientos muchísimo mayores de los negocios capitalistas transnacionales, son el fundamento material de la doctrina politológica del carácter pacífico de la economía del mercado libre. Lamentablemente, la competencia de las naciones no se reduce al campo del comercio, sino que provoca controversias de otro nivel: por el dominio sobre las condiciones del negocio mundial y por lo tanto por el poder directivo sobre los Estados soberanos competentes en fijarlas. Las naciones competidoras en este nivel nunca tenían la ilusión de que se podrían ponerse de acuerdo de manera pacífica y en beneficio de todos. En sus calidades de patronos de sus intereses nacionales que abarcan el mundo entero, de aspirantes de un régimen universal de control y de expertos en el arte de chantaje, los políticos conocen muy bien la necesidad y las ventajas de un gigantesco aparato militar. Por lo tanto, también mantienen uno en tiempos del capitalismo global y saben usarlo de múltiples maneras.

12 A desagrado de la opinión pública en el mundo imperialista, también en el mundo de Estados de categoría inferior de vez en cuando hay soberanos o líderes opositores que logran animar a su pueblo por una “ causa común” que embarca una rebelión contra las relaciones de poder existentes; en un caso contra un gobierno que se denuncia como dominación extranjera sobre ciertas partes del pueblo, en otros casos contra el aprovechamiento de un país, sea mediante la soberanía en funciones o contra sus aspiraciones a la autonomía, para asuntos imperialistas. Eventualmente partes descontentas del pueblo se ponen a disposición de líderes quienes –basándose en reivindicaciones de derechos transcendentales, análogos a las que honran igualmente todas las naciones ya perfectas como parte integrante de su “ identidad” – a veces ponen el orden mundial establecido en movimiento de manera bien útil (ejemplo: la “ sed de libertad” por parte de los pueblos de Yugoslavia, que habían olvidado su nacionalismo particular durante algunas décadas), pero más bien molestan en la mayoría de las veces (caso que, vuelvan a servir de ejemplo los Balcanes, no dejen de perseguir su manía de emancipación a pesar de la tutoría imperialista). En los casos del último tipo los pueblos ilustrados simplemente no pueden entender en absoluto el fanatismo partidista de “ etnias” ajenas o campeadores en guerras santas.

13 Es precisamente esta posición exigente de que todos los Estados del mundo deberían, acaso hasta con agrado, ponerse en condiciones para corresponder a las necesidades de las democracias imperialistas que gobiernan el mundo y aceptar sin resistencia las reprimendas a este respecto, so pena de liquidación inmediata, sin que la vida burguesa normal, hacer negocios y ganar dinero, sufra detrimento, lo que asegura la imperturbable pervivencia del rumor según el cual la democracia y la economía de mercado libre, los exitazos del dominio mundial moderno, son en sí antibelicistas y exigen con todo su poder una paz mundial duradera y estable. Es verdad esta afirmación en un sentido sumamente brutal: El imperialismo democrático tiene un interés material elementar en coaccionar el resto del mundo a su definición de la paz y poder garantizar esto con sus propios medios de poder.