Karl Held – Emilio Muñoz

Perestroika

Moral, en vez de socialismo

III. V.

IV. Stalin

Industrializó a marcha forzada a la Rusia post-revolucionaria. Dio vuelta a la agricultura de arriba a abajo. Comandó el Ejército Rojo a la victoria sobre el fascismo alemán, y forjó el llamado “bloque soviético”.

Pero también expolió a los campesinos, maltrató a los intelectuales, y cometió crímenes contra los cuadros del partido, en abierta violación de todos los principios de la “legalidad socialista”, y de la “dirección colectiva”. De esto que no se dude, que ya ha sido todo desenmascarado.

Sin embargo la lista de buenas y malas acciones no sirve para realizar un juicio correcto ni sobre la persona, ni sobre la política de Stalin. Porque hablar de “industria­lización” aclara tanto lo que fue la obra económica de Stalin, como la frase “el milagro alemán”, la política eco­nómica de Ludwig Erhard. En cuanto a que el Ejército Rojo tomó a Berlín, y que haya habido vencedores y vencidos, son hechos que no bastan para saber la causa que venció, y si venció siquiera causa alguna. Tampoco censurar como criminal a la forma en que Stalin goberna­ba la explica. Aunque la sentencia les sirva a los demócra­tas como punto de partida para atribuir “las fechorías”, desde la mira histórico-filosófica o racista, a una necesidad profunda ya sea histórica o asiática; y también a los sucesores de Stalin para “superar” definitivamente el pasado.

1. Stalin, el padre del milagro económico soviético: de la revolución anticapitalista a las “nuevas estructuras socialistas”

A la decisión de combatir la propiedad privada en el campo y simultáneamente acelerar la creación de una industria pesada y de fabricación de máquinas-herramientas Stalin la fundamentó y la peleó ante el pueblo y en el partido con la “teoría” de la construcción del “socialismo en un solo país”. Vale decir en la Rusia soviética, pues otro lugar por donde empezar no había. Los movimientos revolucionarios en Hungría, en Alemania y en otros países europeos habían fracasado. La Rusia de los soviets estaba aislada. Y entonces, ¿por qué no empezar con el socialis­mo en Rusia? El partido bolchevique había hecho la revo­lución, vencido en la guerra civil y derrotado a la interven­ción imperialista financiada por Inglaterra y Francia. El territorio del antiguo imperio zarista estaba ahora bajo su completo control, y comenzar a construir en él una socie­dad socialista era empezar a realizar la meta de los esfuer­zos revolucionarios. Pero justo ese era el paso que “el partido más revolucionario de la historia” no se sentía llamado a dar.

Que Stalin haya creído necesario darle a su programa el carácter de una decisión de principio, y que haya tenido que imponerlo contra duras resistencias dentro del partido mismo, refleja esa extraña contradicción de la política y de la propia condición revolucionaria del partido.

Los bolcheviques no eran un partido que simplemente había tomado el poder, sino el que había llevado al poder a los soviets, esto es a los consejos de obreros campesinos y soldados donde tenía la mayoría, destruyendo así el viejo estado y al poder de la propiedad privada que a él se aferraba. Abatida la fuerza de la propiedad de la tierra y del capital sobre el trabajo social, había conquistado la libertad para poder planear racionalmente la producción. Esa libertad los bolcheviques no pensaban vendérsela a sus opositores democráticos que querían retocar un poco las cosas para que todo quedase como antes, y tampoco pensaban renunciar a ella por la incomprensión frente a los experimentos socialistas de la clase productiva más numerosa de la sociedad, los campesinos, ahora hechos propietarios rurales independientes por la revolución.

Pero la voluntad revolucionaria sin compromisos de los bolcheviques también se nutría de la idea que lo que llevaba a cada sociedad humana de un estadio a otro inmediato superior era, en “última instancia”, el devenir incontenible del proceso histórico mismo. Y según esta teleología de la historia a Rusia no “le tocaba” el socialis­mo, porque todavía ni siquiera había alcanzado el estadio próximo inferior, es decir, el capitalismo, ya que el apro­vechamiento del país, sus riquezas y sus gentes por el mundo de los negocios estaba recién en los pañales. La cuestión que entonces hacía sudar tinta a los revoluciona­rios rusos era la de saber qué clase de revolución era la que tenían por delante. Y la conclusión a la que llegaron fue que, nacionalmente, la cosa no daba para mucho más que una revolución burguesa, del tipo de la francesa de 1789, salvo que la verdadera revolución proletaria viniera donde “tocaba” que viniese, en los países capitalistas ade­lantados, y arrastrase así de paso a la atrasada Rusia al socialismo.

Esta reserva básica hacia los propios fines revolucionarios no les causó ningún problema a los bolcheviques cuando decidieron hacer la revolución. Además no pensa­ban hacerla para abrirle camino a la libertad del dinero y los negocios. Pero tampoco se sentían llamados a comen­zar así sin más ni más con la construcción de relaciones socialistas de producción “en un solo país”.

Esta contradicción se manifestó por primera vez con la introducción de la llamada nueva política económica, la NEP, que entregó a la actividad comercial e industrial privadas el abastecimiento de las ciudades con artículos de primera necesidad y la satisfacción de la demanda tanto de bienes de consumo industriales como de medios de produc­ción agrícolas. La NEP había nacido, por un lado, como tentativa urgente contra la miseria, para asegurar la alimen­tación en las ciudades, y por supuesto que si de paliar el hambre se trataba estaba justificada totalmente la poster­gación de cualquier tipo de programa político. Pero por otro lado la indigencia no había venido sola, sino que era la consecuencia de la negativa de los campesinos a entre­gar los productos como en la época de la guerra civil. Los nuevos propietarios agrarios eran ahora el saldo en contra de la propia política, nada socialista, de los bolcheviques frente a la “cuestión agraria”. Cierto es que la penuria del poder proletario era tan grande que no tenía materialmen­te nada que ofrecerles a los campesinos, que pudiese reemplazar las requisiciones forzadas de cereales, pero tampoco ella era “natural”, pues con la NEP se vio que había ya una gran cantidad de “salvadores” muy bien provistos y listos para enriquecerse con la licencia estatal para hacer negocios privados.

Los bolcheviques deploraron las libertades concedidas a los mercaderes urbanos y a una minoría campesina hábil para el comercio, como un compromiso a costa del verda­dero programa revolucionario. Pero mirándolo desde el punto de vista superior del proceso histórico consideraban al compromiso como totalmente correcto, pues tenían la conciencia que la etapa ahora necesaria era la de impulsar el progreso nacional con medios capitalistas. El “capitalis­mo de estado” de la NEP debía ser la escuela donde, mientras los negociantes hacían realidad el nuevo lema bolchevique “ ¡enriqueceos!”, los comunistas aprendiesen a comerciar, a llevar la contabilidad, a producir rentablemen­te, en una palabra a saber administrar “la economía” para un buen día poder prescindir de todos los capitalistas y heredarlos. La sociedad habría alcanzado ese día su nuevo estadio: el socialismo.

Por tanto, la NEP era, de cierta manera, el programa de construcción del socialismo en un solo país, y más allá de su caracterización como una política de emergencia, nacida para enfrentar la indigencia, indica que para el partido bolchevique el “socialismo”, la etapa de transición hacia la forma social más elevada del comunismo, no era otra cosa que un capitalismo en el cual las empresas del estado han reemplazado a los negociantes privados en sus funciones productivas, y donde los precios están calcula­dos de manera que no amenacen la subsistencia de las masas populares. Este proyecto socialista tenía muy poco de antagónico con el capitalismo, ya que guardaba un grave respeto hacia todas las prestaciones que el régimen del lucro podría proveer si se le controlara como es debi­do, dando por sentado que mediante ese control la ganan­cia se podría utilizar en provecho de los trabajadores. Una premisa contradictoria con la comprensión de la necesidad de abolir revolucionariamente el capitalismo, uno de cuyos condicionantes es precisamente la ganancia. Pero la idea que los bolcheviques se hacían del socialismo por otro lado reflejaba con exactitud la conciencia que tenían ellos mismos de haber hecho una revolución no del todo prole­taria, que sólo podía tener futuro y ser realmente un paso hacia el comunismo como el preludio de una revolución mundial. Nunca excluyeron entonces que el retroceso re­volucionario “necesario” en Rusia condujese a la restaura­ción plena del régimen de la propiedad privada, y menos aún cuanto más progresaban los negocios privados al amparo de la “nueva política económica”.

De manera que la decisión de Stalin de proclamar a “la construcción del socialismo en un solo país” como una finalidad política expresa del poder soviético, no se so­breentendía ni mucho menos. Porque además Stalin al dar ese paso se desembarazaba de la doctrina histórico-teleológica del partido según la cual, y en el mejor de los casos, lo que en Rusia se podría hacer en el momento era regla­mentar un capitalismo de estado. Pero el contenido definitorio de “la etapa de transición al socialismo”, implícito ya en la NEP, Stalin no lo negó nunca, y ello muy mal encaja con la libertad que se tomó para poner manos a la obra, pues si de lo que se trataba era de “sangre, sudor y lágrimas”, por lo menos podían haber sido mejor emplea­das. Stalin declaró entonces por terminado en su octavo año al período de aprendizaje escolar en labores adminis­trativas y contables que Lenin le había recomendado, y no lo hizo porque las empresas y el comercio socialistas hubiesen batido a la competencia capitalista, sino al revés: porque la dependencia en aumento del abastecimiento de la clase obrera de los comerciantes y los propietarios agrícolas amenazaba ya la subsistencia de las masas urba­nas, las bases mismas del poder soviético, y porque la subordinación creciente de las propias finanzas del estado al éxito comercial de los capitalistas y a los excedentes monetarios de los campesinos ricos entorpecía cada vez más el desarrollo del área estatal de la producción. Stalin entusiasmó al partido recordándole que después de todo tenía el poder también sobre la economía, y que sin espe­rar más a los buenos resultados de la competencia económica entre el sector estatal y el sector privado, suprimiese el poder privado del dinero, reemplazase la actividad co­mercial capitalista por una organización estatal del comer­cio, y liberase a la construcción de una industria socialista de los límites impuestos por la recaudación fiscal. Stalin concretó así aquello que la revolución de octubre había hecho posible: la liberación de la sociedad de los condicio­nantes económicos del capital. Pero lo notable es que Stalin no encaró su objetivo de construir el socialismo en un solo país desde el punto de vista de esa conquistada libertad. Como aplicado alumno que había sido de la programática socialista ya incluida en la NEP, considera­ba que para el poder revolucionario soviético el socialismo no era otra cosa que la meta gubernamental de prestar todos los servicios que el capital prestaba en cuestiones como el abastecimiento y el desarrollo, sin las trabas impuestas por la propiedad privada. Stalin definió a su proyecto como la realización de la tarea histórica de acu­mular riquezas y fuerzas productivas según el ejemplo de los capitalistas pero suprimiéndolos.

Después de haber usado la libertad del poder revolu­cionario, que mandaba sobre todas las relaciones sociales, para expropiar a los capitalistas y a los propietarios agrí­colas, Stalin dispuso la elaboración de planes quinquena­les de desarrollo bajo la dirección del partido que debía comandar a los trabajadores, muchos de los cuales bajo la NEP estaban sin trabajo, para cumplirlos. La idea general del plan era que una nación moderna, y en el caso de la Rusia soviética rodeada de enemigos, lo primero que nece­sitaba era una industria capaz de producir instalaciones y equipos industriales. Asimismo se pensaba que la estatización de la propiedad rural y su concentración en grandes unidades de producción aumentaría la productividad de la agricultura y proveería a la industria de la mano de obra necesaria.

Pero Stalin no le encomendó a la junta de planifica­ción (GOSPLAN) hacer de ahí un plan de las necesidades en su conjunto, que calculase una división y una distribu­ción óptimas del trabajo y que desarrollase una coopera­ción social general. Lo que Gosplan planeaba era una distribución de recursos pecuniarios, intentaba una “ges­tión global” fijando los precios y asignando partidas finan­cieras a las empresas. Así, la tarea de crear una industria era cosa de ellas, y en ellas debían armonizar los medios productivos de cada una con la técnica, la capacitación del personal y el suministro de materias primas. La coopera­ción entre las empresas, aunque prevista, quedaba librada a la propia iniciativa de cada una de ellas, y que debían proveer a los obreros de todo lo necesario para vivir también estaba previsto pero dependía de la distribución de los fondos asignados y del saldo de la venta de los productos. La utilización del dinero estaba sometida al dictado de obtener el excedente financiero prescrito –la remesa a repartir luego con el estado– a partir de los precios fijados para la producción y la venta de los produc­tos. Así se concretó por vez primera en la historia la contradicción de una planificación basada en el dinero. Cada uno de los medios de producción que las empresas debían procurarse tenían entonces sus equivalentes en las respectivas remesas de rublos rojos destinadas para adqui­rirlos. Como si el reparto de dineros fiscales fuese lo mismo que repartir medios de producción. Los cuales sumados a la mano de obra, eran ya casi lo mismo que unos ingresos por ventas, asignados a generar los recursos para reponer y ampliar los fondos de las empresas y del estado. Pareciera como que las líneas generales de la pla­nificación y la división del trabajo proyectadas por GOS­PLAN y ordenadas por el estado se cumplieran automáti­camente mediante el manejo de masas monetarias y la obligación a obtener ganancias.

La obra fue gigantesca, y por haber renunciado a planearla teniendo en cuenta los valores de uso debidos se vio más de una vez entorpecida por la escasez, la que se hizo sentir sobre todo en los puntos de enlace entre las empresas y cada una de las ramas industriales. Y se vio siempre facilitada porque tuvo a su favor a un “factor de la producción” que le permitió al “sistema de cálculo económico”, a pesar de todo, brindar una y otra vez los rendimientos prescritos. Ese factor fue la mano de obra y su remuneración. Quienes debían ser los beneficiarios de la construcción del socialismo fueron sus sacrificados ser­vidores, y no siempre de su propia voluntad. Un abanico salarial de premios y castigos, que incluía a veces hasta el trabajo forzado impago, proporcionó a las empresas socia­listas trabajo en la forma que justamente precisaban para poder cumplir con las metas financieras y de producción trazadas, vale decir como la compensación “debida” para suplir los medios de producción fallantes y como la varia­ble elástica del “cálculo económico”.

Según ciertos ideólogos anticomunistas las brutalida­des de la construcción socialista bajo Stalin son la prueba irreversible del “voluntarismo” típico e intrínseco de toda planificación económica. Según otros, no menos anticomu­nistas, pero más condescendientes, tales sacrificios eran inevitables y además necesarios para que Rusia recupera­se lo que las demás naciones capitalistas habían hecho un siglo atrás: la “acumulación primitiva”. Ambos juicios no merecen perdón. Porque lo que tuvo de brutal la construc­ción del socialismo en un solo país se debió exclusivamen­te a que “la voz de mando” del plan quinquenal era el dinero. Por eso es que la planificación se apartaba sistemá­ticamente de las necesidades materiales y de la división del trabajo apropiada para cubrirlas; y por la misma causa es que la fuerza de trabajo figuraba en el “plan” como la magnitud comodín a cuyo costo, y como fuera, “resultaba” la obtención de las ganancias prescritas. Devino entonces una necesidad de presionar hasta con la violencia a la mano de obra, un hecho que los amigos del capitalismo, los fanáticos de “la presión sorda de las condiciones económicas”, muy alegres le critican a Stalin. Sobre todo en el caso de la colectivización de la agricultura, que califican como el más grande crimen del comunismo staliniano. Pues bien, la colectivización implantada con la fuerza del poder soviético nació marcada por el error de querer crear un mercado socialista agrario. No se intentó, ni a nivel nacional, ni local, una integración de los campesinos en una nueva división del trabajo técnica y territorialmente organizada en las nuevas unidades productivas porque se “confiaba” plenamente en que los pocos recursos financie­ros destinados a los flamantes colectivos agrícolas iban a brindar de por sí los resultados apetecidos. Naturalmente no ocurrió tal cosa, y era difícil de imaginar algo peor para desarrollar la producción agropecuaria en gran esca­la, aunque las estaciones de tractores hayan ayudado algo a salir del paso. De la expropiación se pasó entonces a la colectivización forzada, que como “palanca” resultó por supuesto ineficaz, porque la extorsión combinada con la penuria es la más inservible de las fuerzas productivas que se conozca, y a los curtidos muchiks rusos bien poca fue la impresión que les causó.

El “voluntarismo” de Stalin no fue el haberse decidido a crear una industria y una agricultura industrial casi de la nada, sin esperar a la “ayuda crediticia” de Roosevelt o Hitler, ni tampoco el haber conducido a los comunistas a librar “la batalla de la producción” bajo la consigna “para los comunistas todo es posible”; un eco del triunfo revolu­cionario, de la liberación del trabajo productivo del poder del dinero y de la propiedad. “Voluntarista” en el peor sentido de la palabra era contar, como lo hacía Stalin y su partido, como requisito tácito de un desarrollo armónico de la producción con el manejo centralizado de masas financieras según los indicadores de una contabilidad na­cional. Un programa que dicho sea de paso y para ser justos, los funcionarios de GOSPLAN elaboraron minu­ciosamente mucho antes que Sir J.M. Keynes. “Volunta­rismo” puro, sin nada de marxismo era el recurrir nada menos que al valor de cambio y a sus leyes como los estimados pioneros de una producción y una distribución de valores de uso satisfactorias en todos los sentidos. La condena pericial de los economistas burgueses a Stalin por “voluntarista” tiene además la ironía que fue el mismo Stalin quien sentenció a sus adversarios por “voluntaristas”, para darle a su propio proyecto el carácter “objetivo-científico”, que cumplía con todos los términos de la cien­cia económica, dado que precisamente se atenía a los criterios de la rentabilidad que enseñaba el capitalismo. Stalin negaba así de plano el principio de la libertad revolucionaria para crear nuevas relaciones de producción. ¿Cómo lo argumentaba? Pues en la forma que había apren­dido a hacerlo: filosofando sobre el tema de hasta qué punto la economía socialista era o no era el cumplimiento real de determinadas leyes objetivas, que concluía con un sí arrasador:

“ Las leyes de la economía política en el socialismo son leyes objetivas que reflejan la objetividad de los procesos de la vida económica, que se realizan independientemente de nuestra voluntad. Quien niega este principio básico niega en realidad a la ciencia. Pero quien niega a la ciencia niega la posibilidad de planear la vida económica”. José Stalin. Notas sobre cuestiones económicas, noviembre de 1951.

Exactamente aquello que Marx y Engels criticaban del capitalismo, la apariencia de la necesidad de las relaciones sociales contenidas en la producción social, que le da a la explotación la categoría de un requisito objetivo, Stalin lo declara como verdad última del modo de produc­ción que él mismo había contribuido a crear ejerciendo el mando sobre la propiedad, los obreros y los campesinos. Teniendo en cuenta la vigencia del “principio básico” decae enormemente el interés por descifrar “científicamen­te” qué clase de leyes son esas que actúan incluso “a las espaldas” del partido revolucionario. Pero, como quiera que sea, se proclama como “ley fundamental del socialis­mo a la correspondencia incondicional de las relaciones de producción con el carácter de las fuerzas productivas”, algo carente de cualquier significado económico, pero que formula a la manera escolástica la fe bolchevique en que el programa revolucionario tan sólo era la ejecución del veredicto de la historia, mediante esta pseudo-ley Stalin enseña la voluntad sistemática de hacer de su propia acti­vidad de comando económico una necesidad casi natural, justo ahí en todos los puntos donde no hay el menor indicio que ella actúe para generar la forma más útil y apropiada de producir. Luego viene, detrás de la ley fun­damental, pero también en un lugar eminente, la ley capi­talista del valor, que resucita bajo Stalin acompañada de una teoría que retrograda al valor de la mercancía fuerza de trabajo a ser un mínimo existencial definido energética­mente; casi como lo definiría la habilidad profesional de unos economistas burgueses que hubiesen dado lo mejor de sí mismos:

“ Así es que entre nosotros los bienes de consumo necesarios para cubrir las erogaciones de la fuerza de trabajo (¡sic!) en el proceso de producción, se producen y se intercambian como mercancías sujetas entonces a la ley del valor. Aquí se observan los efectos de la ley del valor sobre la producción. En relación con ello en nuestras empresas cuestiones tales como el sistema de cálculo eco­nómico, la rentabilidad, el autofinanciamiento y los precios tienen un significado de gran actualidad. Por tanto nunca podemos ni debemos dejar de lado a la ley del valor”. “ ¿Está bien eso? No está nada mal. Dado que en nues­tras circunstancias actuales este hecho no tiene nada de malo, pues educa a nuestros especialistas económicos en el espíritu de la dirección racional de las empresas, y los obliga a ser disciplinados. No tiene nada de malo que la ley del valor actúe entre nosotros, lo malo está en que nuestros economistas y planificadores, con raras excepcio­nes, conocen muy mal a los efectos de la ley del valor, no los estudian y no saben cómo considerarlos en sus cálcu­los. Esto explica la confusión que todavía padecemos en la cuestión de la política de precios” (Op. cit.).

Como si esa pura expresión de la coacción que yace en el funcionamiento y en los resultados del modo de producción capitalista, la esencia de una división del tra­bajo sin plan, hubiese ganado en validez con la abolición de la propiedad privada y la competencia capitalista. La pequeña diferencia entre “actúe” y “considerarlos” demuestra que la ley del valor es un fetiche que Stalin inventó programáticamente para las “nuevas estructuras económicas socialistas”. Pues ahora tenía la rentabilidad actuando “a escondidas” y podía proclamarla el principio rector de una “gestión racional de las empresas”, mientras los precios estaban fijos y controlados, lo que inevitable­mente generaba una tremenda confusión tanto en la mar­cha de las empresas como en la producción social en su conjunto. Según esa “racionalidad” Stalin polemizaba con­tra los pocos comunistas que estaban en sus cabales: “El compañero Iaroshenko declara de plano que en su economía política del socialismo las disputas sobre el sig­nificado de ésta o aquella categoría de la economía políti­ca socialista como el valor, la mercancía, el dinero, el crédito, etc., pueden darse por terminadas reemplazándo­las por las reflexiones razonables de una organización racional de las fuerzas productivas dentro de la producción social, es decir, por una fundamentación científica de tal organización”. José Stalin, Sobre los errores del compañe­ro Iaroshenko, mayo de 1952.

Frente a propuestas tan sensatas como ésta de mandar al valor de cambio como pseudo-principio de la planifica­ción al “basurero de la historia”, Stalin tenía la costumbre de acudir a Marx y Engels para “probar” que las fuerzas productivas y las relaciones de producción son dos cosas muy distintas, y que éstas últimas obedecen leyes inamovi­bles. Luego refutaba a Iaroshenko con argumentos de este calibre:

“ El compañero Iaroshenko ha liquidado a las relacio­nes de producción en el socialismo como sector autónomo, en tanto que a lo poco que deja con vida lo incorpora como parte integrante de la organización de las fuerzas productivas. Se plantea entonces la siguiente pregunta: ¿El orden socialista tiene o no su propia base económica? Evidentemente el orden socialista no tiene su propia base económica dado que las relaciones de producción más o menos han desaparecido como fuerza autónoma...” “...qué cosa más cómica!”.

“Así lo que resulta del análisis del compañero Iaros­henko, en vez de una economía política marxista es algo parecido a la teoría organizativa científica general de Bogdanov”. Stalin, op. cit.

Y esto sí que está muy mal, porque Stalin aboga por un socialismo donde los productores no crean ellos mismos las relaciones sociales de producción, sino que, al igual que en el capitalismo, las dejan obrar por encima de sus cabezas como “fuerzas autónomas”. Algo antirrevoluciona­rio cien por cien.

Hoy existen bibliotecas enteras sobre “el rol” de cada una de las categorías político-económicas del socialismo. Una prueba de lo fructífero que resultó el dogma stalinista de las leyes objetivas propias del negocio socialista de la planificación. Esta superestructura ideológica tiene su base político-económica en una Unión Soviética desestalinizada, donde la invención de Stalin de manejar una economía sin propiedad privada con el dinero y la ganancia ya dejó atrás sus rudos comienzos, cuando se fusilaba a los direc­tores de empresas deficitarias y cuando los estímulos sala­riales iban desde los premios stajanovistas hasta los cam­pos de trabajo forzados, para desarrollar un “sistema de planeamiento y dirección” complejo en todos los sentidos. La industria soviética la construyeron obreros, técnicos e ingenieros soviéticos dirigidos por el estado, mientras que el modo de producción que guió la construcción y que tanto les amargó la vida a los constructores fue la obra de Stalin. Él hizo de la crítica bolchevique del capitalismo, que tan poco tenía de rechazo al modo capitalista de producción y que a pesar de eso le destruyó sus bases, un “socialismo en un solo país”. Hoy esa crítica errónea del capitalismo se ha convertido en un sistema económico que disgusta, a los comunistas cómo funciona, a los anticomu­nistas porque funciona y a los sucesores de Stalin porque no funciona mejor.

2. Stalin, el inventor del culto a la personalidad: de la lucha de tendencias a las purgas sangrientas

Stalin, ni bien muerto Lenin, ordenó construir un grandioso mausoleo en su memoria –mejor que ningún demócrata lo vaya a criticar por eso, pues entre ellos el que no cree en la infalibilidad del Papa sabe estimar la facha en colores de un político como argumento electoral–.

Pero suena raro que un partido que acabó con los zares y con todo el cachivache religioso-moral de la autocracia se haya propuesto un homenaje semejante. Está muy bien que Stalin y el partido hayan sabido apreciar la autoridad de Lenin en las cuestiones políticas. Pero una cosa es que una organización revolucionaria sepa de la segura capacidad de juicio de uno de sus miembros como para confiar en él aún allí donde no haya razones irrefuta­bles que decidan las cosas, y otra muy distinta la exhibi­ción permanente de un cadáver embalsamado rodeado de pompa. La intención en este caso es conseguir lealtad, la que entonces desplaza a la deliberación entre todos –el significado de la palabra rusa “soviet”– y coloca en su lugar a la obediencia. Y conseguirla no para el finado, al que de nada le sirve, sino para la causa por la que el difunto luchó toda su vida. Sin embargo con esa causa malísimo se llevan la obediencia y el mando. Pues se trata de la finalidad revolucionaria común que todo miembro del partido tiene que hacer suya. Y esa finalidad es de tal naturaleza que nada se gana recordando a los muertos que la compartieron en vida. Porque así no se aprende ni a criticar ni a combatir mejor al capitalismo.

Es improbable que Stalin haya pensado en convencer a la gente del comunismo con mausoleos y monumentos dedicados a Lenin o incluso a sí mismo. Pero que haya desviado una parte de los escasos materiales de construc­ción para semejante culto indica que el secretario general quería así impresionar al pueblo y a sus propios compañe­ros del partido. Stalin reclamaba de esa manera el respeto del pueblo hacia el poder, que se honra a sí mismo en esos lujosos e imponentes monumentos. Por supuesto que el respeto como tal no lo infunden los monumentos, sino el poder al que el impresionado súbdito de todos modos tiene que obedecer. Pero inclinándose ante la grandeza del personaje desaparecido se siente el consuelo que no es al poder a quien se honra sino a la gentil personalidad de quien fuera su fundador. Por tanto, la iniciativa de Stalin de declarar a Lenin objeto de un culto nacional es por su forma y contenido una especulación contrarrevolucionaria con las tradiciones de sumisión que yacen en la conciencia de todo súbdito nacional.

La adopción del principio ideológico de la lealtad hacia el jefe de la revolución sirvió como medio para disciplinar al partido, donde los monumentos jugaron un papel menor que la técnica, que no sólo Stalin dominaba, de apelar a Lenin como argumento. Pero no se trataba de la disciplina en el sentido de la virtud cardinal y necesaria para la lucha revolucionaria, basada justamente en la po­sición de la organización empeñada en ella, que para triunfar no debe depender de las ganas que sus miembros tengan de hacer o no las cosas. Esta clase de disciplina tampoco gana nada recurriendo a los ejemplos vivos o muertos. Donde el ejemplo “hace de guía” es porque se busca otra cosa, que es la identificación con una causa que la figura modelo personifica y que se ha hecho completa­mente autónoma de que se la comparta queriendo y sabien­do por qué.

De esta forma Stalin institucionalizó a la obediencia como una virtud del partido, lo que hoy, retrospectivamen­te, se le echa en cara como la maniobra siniestra de un sujeto calculador y sediento de poder. ¡Como si no se necesitase un partido al que por lo menos no le cayera mal la obediencia! Acusar a Stalin de ser el autor de un plan malvado es simplemente afirmar que no era la persona indicada para mandar al partido. Además que para el partido bolchevique –al revés que para una formación política democrática o una fascista, donde cada cual a su modo sólo reclama una conducción eficaz– era toda una contradicción exigir una obediencia ciega nada menos que para acabar con una sociedad como la burguesa sustenta­da también por la moral y el oportunismo, y reemplazarla luego con algo mejor. Una contradicción que Stalin no habría podido desarrollar nunca si ella no hubiese ya antes marcado al partido y al propio Stalin. Porque en la posición revolucionaria de los bolcheviques no se observa realmente ningún rechazo del moralismo burgués que idea­liza la abnegación hacia fines no propuestos sino persegui­dos como “superiores”, como valores que reclaman debe­res. El partido sabía muy bien de la falsía de los ideales burgueses de igualdad, libertad y fraternidad, pero igual­mente decidido era su compromiso con esos ideales pues entendía a la revolución como la empresa que debía hacer­los realidad. Y la idea de ser el ejecutor del progreso de la humanidad decidido por la historia –tal el soporte “mate­rialista” del andamiaje idealista para arreglar el mundo– es también per se de naturaleza moral, porque al fin que el partido se propone y realiza lo mejor que puede, la aboli­ción del capitalismo, lo transfigura en un mandato históri­co al que el partido sirve. De ahí que las discusiones entre los bolcheviques sobre cuestiones tácticas y políticas no se agotaban en señalar los obstáculos, identificar a los enemi­gos y desarrollar los métodos mejores para imponerse, sino que además estaban imbuidas por la conciencia de estar librando una lucha justa contra fuerzas retrógradas condenadas a sucumbir. La lucha revolucionaria la condu­cían según la paradójica idea que la meta era muy buena, pero que su vigencia en la práctica estaba justificada y definida por la situación histórica, es decir que su logro dependía de las condiciones históricas.

Según esta especie de teleologismo histórico-moral, las victorias y las derrotas del partido –de las cuales los bolcheviques por otra parte supieron aprender muchas cosas para afinar su táctica– no se quedaban en eso, sino que tenían interesantes prolongaciones ideológicas. Los éxitos “probaban” seriamente la justicia histórica de la propia causa y confirmaban la excelente capacidad de pronóstico del partido y de su dirección. Mientras que las derrotas hacían dudar que los responsables políticos hubie­sen tenido en cuenta el orden del día de la historia. Era necesario entonces corregir “la evaluación” de la situación histórica o “sacar la conclusión” que se había violado la línea política totalmente correcta del partido.

Cuando Lenin condujo al partido bolchevique a la revolución no lo hizo dependiendo de la comprensión de las leyes objetivas del desarrollo histórico, ya que en los momentos decisivos a Lenin esas leyes le importaron un cuerno. Pero la revolución victoriosa hizo de los dirigentes del partido, para sus miembros, el summum de la ciencia histórica. La dirección personificaba a la línea política justa. Stalin, que no era tonto, tomó nota de ello.

Pero una vez en el poder muchas eran las cosas que no funcionaban bien, sin que ello se debiera a que las deducciones del partido hubiesen omitido las necesidades que la etapa histórica marcaba, sino más bien por el respeto que el partido sentía por esas disposiciones imagi­narias. Los fracasos, concluía el partido, eran desviaciones del camino ya objetivamente trazado hacia la victoria. Por tanto había que ser duro con ellas, conociendo la existen­cia de la buena senda inexorable. Stalin pensó que eso era evidentemente así, y se propuso mantener al partido en la senda correcta como guardián del leninismo. Así en el papel de fiel continuador de Lenin creció hasta convertirse en el nuevo Lenin que el partido necesitaba y reclamaba. Aunque no era ningún genio se esforzó duramente para probar que todo lo que él consideraba como políticamente necesario para salvar y consolidar al poder soviético era históricamente necesario.

Por ejemplo, en vez de afirmar simplemente que el partido debía decidirse rápidamente a iniciar la construcción del socialismo en el país, se preocupaba por conven­cer mediante citas de Lenin, a gente a quien eso impresio­naba, que según las leyes y el horario inamovible de la historia “el socialismo en un solo país” era posible incluso en la Rusia de 1926.

Otro ejemplo: a los kulaks, los campesinos ricos, se les echó encima en 1927 porque quería contrarrestar el peligro del fortalecimiento del capital y de la propiedad privada agrícola en la producción y en el comercio de alimentos, pero no movilizó al partido simplemente con esa meta, sino que se propuso ganarlo para la “teoría” que debido a los avances en la construcción del socialismo la agudiza­ción de la lucha de clases era históricamente necesaria. Y así suma y sigue.

A este denominado “desarrollo teórico superior del leninismo” se le nota fácilmente que no era otra cosa que una serie de ideologías preparadas “ad-hoc” para cimentar y justificar decisiones políticas. Una prueba que Stalin no carecía de un buen juicio político. Sin embargo esto no es todo. Porque Stalin además se tomó muy en serio esa forma de “demostrar la verdad”, aderezada siempre con citas irrefutables de Lenin, ya que se sabía en este punto de la misma opinión que su partido. Fue por esta razón, y no debido a un cálculo cínico, que Stalin perfeccionó su modo de argumentar hasta el punto que no hubo debate en el CC sobre ninguna de las cuestiones importantes que no librase valiéndose de juegos de palabras desopilantes y de sofismas que nada tenían que ver con la situación política que era objeto de la discusión. Y si el partido siguió a Stalin no fue porque estuviese convencido de la calidad de las intrincadas deducciones del secretario gene­ral, como tampoco fue por ellas que el partido se impuso en la sociedad y sobre las clases “atacadas y condenadas por la historia”. Ocurrió al revés: fueron los triunfos de Stalin los que, según la idea que el partido poseía de la historia, automáticamente hicieron de esas ideologías las pruebas que su autor era un profundo conocedor de todo aquello que según la realidad histórica tocaba hacer. En la perso­na de Stalin se unían la línea del partido con las garantías y las condiciones para que ella triunfase. El partido había hallado a su nuevo Lenin: Stalin; él era ahora “el Lenin de nuestra época”.

Con el mismo espíritu Stalin condujo la lucha contra las fracciones opositoras dentro del partido. Nunca le bastó con aclarar las diferencias, con criticar el falso radi­calismo de unos y la errónea conciliación de otros. Definir claramente las dificultades que hay que superar, lograr un consenso inteligente sabiendo entre todos cuál es el cami­no que se ha elegido y por qué, todo eso a Stalin siempre le pareció insuficiente. Cuando trataba de ganar a la ma­yoría del partido para sus posiciones recurría invariable­mente al moralismo histórico, conocido en el partido con el nombre de “marxismo-leninismo”. A sus opositores los caracterizaba como individuos que se apartaban del man­dato revolucionario que la historia en ese momento recla­maba. Y probarlo no le era difícil. Cotejando las opinio­nes de los opositores que supuesta o realmente no concor­daban con las de Lenin, con citas de éste último, ya había cazado in fraganti a los “desviados”. Así nacía la sospecha que los opositores, en realidad, no compartían los fines del partido.

Zinoviev, por ejemplo, tenía la duda que la teoría del socialismo en un solo país fuese una posición leninista, le parecía que aquello olía a “estrechez nacional”, y Stalin criticaba el, por cierto, pobre aporte político, con esta típica deducción:

“Entonces resulta que para Zinoviev reconocer la po­sibilidad de construir el socialismo en un solo país es tomar partido por la estrechez nacional, mientras que tomar partido por el internacionalismo es negarla”.

“Si esto es así, ¿vale la pena luchar para lograr la victoria sobre los elementos capitalistas de nuestra economía? ¿ caso no se concluye que tal victoria es imposible? La argumentación de Zinoviev, según su lógica interna, conduce a la capitulación frente a los elementos capitalis­tas de nuestra economía”.

“Y a tal incoherencia, que no tiene nada en común con el leninismo, Zinoviev la presenta como internacionalista y leninista cien por cien”.

“Afirmo que Zinoviev en la cuestión decisiva de la construcción del socialismo ha dado las espaldas completamente al leninismo para descender al nivel del menchevi­que Sujanov”.

Una vez que el partido había decidido a su favor, para Stalin la controversia no estaba cerrada ni mucho menos, pues la fracción derrotada se había colocado al margen del progreso histórico, es decir, que había asumido “objetiva­mente” una posición antipartido. El dictamen era terrible porque no iba dirigido contra saboteadores o enemigos del socialismo, sino contra leninistas intachables, viejos miem­bros del partido que buscaban, tanto como Stalin, la única respuesta justa a las necesidades del momento histórico, y que dado el éxito de éste se veían sin razón. “La historia” daba razón a Stalin. Y el error, tanto para ellos como para Stalin, era una infracción, porque ninguno distinguía entre una concepción equivocada de la historia y una violación de las correctas posiciones del partido. El hecho que luego muchos de los viejos bolcheviques tuviesen que “confesar” públicamente sus errores para romper con las posiciones antipartido, o que fuesen considerados como enemigos y expulsados del partido pertenecía entonces a la cultura político-moral del bolchevismo que también los adversa­rios de Stalin compartían.

El aporte personal de Stalin fue practicar consecuente­mente la dialéctica de la sospecha moral hasta su amargo fin. Como custodio fiel de la línea política justa del parti­do tarde o temprano tiene que habérsele cruzado la idea que las disputas internas del partido de ningún modo habían alcanzado un final satisfactorio con el arrepentimiento público de los equivocados y vencidos. Con la sospecha que un compañero no compartía verdaderamen­te los fines del partido, nacía la legítima duda que su posterior aprobación de la línea correcta triunfante fuese sincera. Quizá era una concesión oportunista, es decir, el germen de una nueva desviación, o peor aún, una manio­bra artera para dañar subrepticiamente, desde dentro, al partido. El jefe olfateaba traición por todos lados. La doblez se había incrustado en el partido, y entonces era moralmente imposible aceptar cualquier tipo de autocríti­ca, pues cuanto más completa y total era una confesión más pesaba sobre ella la sospecha de la hipocresía. Que se pudiese o no confiar en un miembro del partido ya enton­ces no tenía nada que ver con las diferencias políticas sobre cómo construir el socialismo. Era la personificación de la línea correcta, es decir, Stalin, quien debía asumir la ingrata tarea de juzgar según la posición de los miembros del partido hacia él, si la desconfianza estaba o no justifi­cada. Aquel afán de medir la actividad del partido según la imaginada objetividad de unas leyes históricas se trans­formó consecuentemente en la arbitrariedad personal del individuo a quien los éxitos y el acatamiento del partido habían hecho el sabedor “genial” de esas leyes. Cada vez que meneaba el pulgar hacia abajo, el partido con primor le agregaba a la sentencia una vasta conspiración donde era el enemigo imperialista el que siempre movía los hilos. En el banquillo hubo bolcheviques que hasta creyeron en el complot, y otros que aclamaron a Stalin sin estar con­vencidos, para hacerle un bien, el último, al partido. El impulso decisivo para que la lucha fraccional histórico-moral condujese a las depuraciones sangrientas fue dado por el hecho que las dificultades reales de la construc­ción socialista no solamente no acabaron cuando el parti­do se colocó total y definitivamente bajo la dirección de Stalin, sino que ahí se agravaron dolorosamente. Como no se cuestionaba en absoluto la absurdidad que suponía una planificación socialista sometida al dictado de crear e incrementar unos excedentes financieros, apremiaba sacar la conclusión que si la “planeada” cooperación armónica entre las empresas y las diversas ramas industriales hacía agua por los cuatro costados, era por el sabotaje. Sus cabecillas e instigadores ya se sabía quienes eran: aquellos comunistas que en alguna oportunidad habían manifesta­do sus dudas de alguna doctrina como la del socialismo en un solo país, o la de la necesaria agudización de la lucha de clases en el período de transición al socialismo, y que, – ¡vaya si era evidente!– no habían abandonado sus erro­res. Como esta vez ninguna confesión podía reparar los daños causados por la confianza traicionada, si no se quería pecar de inconsecuencia moral no quedaba otra salida que liquidar a los compañeros infieles. La depura­ción se hacía “históricamente necesaria” y frente a ella la lealtad hacia el partido era nuevamente puesta a prueba: con otra purga. Al final no se salvaron ni siquiera aquellos que jamás habían contradecido la correcta línea oficial:

“Si en el XV congreso todavía hubo que demostrar la justeza de la línea del partido contra ciertos grupos antile­ninistas, para barrer en el XVI congreso con los restos y los últimos representantes de esos sectores, hoy en este congreso ya no hace falta demostrar nada, y no hay nadie que deba ser derrotado. Todos han comprendido que la línea del partido ha triunfado”. (Atronadores aplausos) Informe al XVII congreso del PCUS.

Pues bien, de los 1.966 delegados al XVII congreso celebrado en 1934 que aprobaron por unanimidad la victoria de la línea de Stalin, según Krushev, en el período que va hasta el XVIII congreso de 1938 habían sido encar­celados 1.106, y de los 139 miembros electos del comité central habían sido liquidados 98.

Tampoco las masas populares se libraron de la cultura de la sospecha. Stalin se daba el lujo de exigir de gente a la cual el partido ni siquiera había intentado ganar para el comunismo que reconociese al partido y a su secretario general como los garantes indiscutibles de un avance arrollador hacia el comunismo. Así obedecía a la idea altamente moralista que el partido tenía de su propia misión histórica, asumirla era el deber más alto que podía asumir todo hombre de bien, porque además, sin que los buenos del mundo precisasen primero enterarse de nada, según “la historia” a la humanidad le tocaba ahora pasar al socialismo.

Todo el mundo tenía que ser fiel al partido y al “Lenin de nuestro tiempo” a pesar de no haberse preguntado jamás si compartía los fines de los comunistas. Aunque las pruebas de lealtad exigidas en estos casos fuesen mucho menos estrictas que con los miembros del partido, y siem­pre según las responsabilidades personales que estuviesen en juego frente al progreso social.

La ocasión para desarrollar entre el partido y las masas populares la identidad de un propósito conscientemente perseguido por toda la sociedad fue asumida moralmente como una cosa “objetivamente” ya dada, y así enterrada para siempre.

Con Stalin el moralismo revolucionario bolchevique se desarrolló como la ideología de un poder estatal, sobre cuya “gradual extinción” el sucesor de Lenin no quiso seguir profetizando.

En los últimos años de su vida Stalin se dedicó a personificar la justa línea del partido en cuestiones tan alejadas de la construcción del socialismo como la teoría de la herencia y una lingüística dialéctico-materialista. No se arredó ante el ridículo porque quiso, hasta las últimas consecuencias, dar ejemplo. Es decir practicar el ideal burgués de una “autoridad personal” que jamás puede justificarse en la razón.

Los sucesores de Stalin hallaron que el ejemplo de Stalin no era apropiado para que su cadáver descansara junto al de Lenin en el mausoleo de la Plaza Roja. Una vez construida, la potencia mundial del socialismo ha corregido de los errores de su constructor sus extremos. El milagro económico de Stalin no precisa hoy de campos de trabajo, ni su moralismo histórico de purgas sangrientas. Y hasta les va mejor que a la fobia anticomunista sin el fantasma de Stalin.

3. Stalin, el abuelo del eurocomunismo: del rechazo del nacionalismo a la política del frente nacional y popular

En el año 1943 Stalin decidió disolver la Internacional Comunista, la unión mundial de partidos revolucionarios fundada por Lenin. Por lo menos así liquidó una de las contradicciones políticas heredadas del viejo dirigente del partido, en un sentido anticomunista, desde luego. Ningún demócrata se lo agradeció jamás. Porque nunca se lo creyeron. El rechazo claro y expreso de Stalin al proyecto revolucionario mundial fue siempre para el mundo capita­lista una “jugada táctica”; que bien puede entonces pasar a la historia como la artimaña más inútil de nuestra época. Queda amenazante el “bloque soviético”, el resultado de la marcha victoriosa del Ejército Rojo durante la segunda guerra mundial, como el documento irrefutable, pero úni­co, del expansionismo revolucionario de Stalin. Esta “evi­dencia” es, en lo que toca a la política de Stalin un intencionado equívoco, con el cual sus autores exponen la porfiada voluntad del mundo capitalista de tratar a la Unión Soviética como la perturbación en sí del orden político mundial debido.

La idea central de la Internacional Comunista era que el enemigo nato del comunismo era el estado nacional burgués; gobernaran quienes gobernasen, fuesen éstos con­servadores o socialistas. La I.C. tenía la certeza que sólo se podía doblegar la expansión imperialista característica de esos estados desde su interior, mediante la acción revo­lucionaria de una clase obrera que supiera que la realiza­ción de los intereses nacionales del poder político signifi­caba su propio perjuicio. Unos intereses nacionales que la guerra fortalecía en el vencedor y radicalizaba en el venci­do, en busca de la revancha.

Era entonces razonable que los bolcheviques fomenta­ran la alianza mundial de partidos revolucionarios. En tanto los estados imperialistas continuasen intactos peligra­ba el propio poder soviético. “Ahogar a la revolución en su cascarón”, no era sólo una frase de Churchill, sino la estrategia imperialista de intervención y bloqueo vigente contra la Rusia de los soviets.

Los partidos extranjeros aliados de los bolcheviques sabían por su parte que la revolución rusa era la primera victoria de la propia causa, y les interesaba entonces consolidarla.

El propósito común era ni más ni menos la revolución mundial. Los comunistas no lograron conseguir rápida­mente nuevos triunfos revolucionarios en otros países. Un hecho que dado el fin propuesto no era nada más que un traspié y punto. Aparte que las derrotas no son razones. Quizá eran hasta necesarias, por los errores cometidos. Pues entonces se les corrige y se vuelve a intentar, mien­tras se siga tras el mismo fin, y con vida.

Pero Stalin y el partido bolchevique no veían las cosas así de simples. A su propio éxito revolucionario lo consi­deraban ejemplar. Pero no en lo que se refiere a cuestiones prácticas sobre cómo convencer a campesinos en uniforme de soldado, cansados de la guerra y empobrecidos, sino ejemplar en un sentido más profundo y principista. A Lenin el partido le contaba como “genial” que hubiese dado con el momento, el día, y la hora justas para la revolución, es decir que había sabido dar con la constelación de condiciones que hacen posible que una revolución triunfe. Ese era el ejemplo del cual tenían que aprender los comunistas de otros países, pues las derrotas que habían sufrido “probaban” que les faltaba esa especie de “instinto revolucionario de lo posible”.

En esta manera de “explicar” victorias y derrotas hay un malabarismo muy raro con la lógica, más exactamente con la categoría de lo posible. La situación política dada es objeto de un aparente análisis donde lo que menos importa es hallar los puntos de inserción para intervenir con eficacia. Porque la reflexión sobre “lo posible”, “lo realizable”, gira alrededor de la idea vacía de una relación de dependencia. Justamente a la situación que el partido revolucionario quiere dar vuelta a su favor se la designa como la condición de la que depende la posibilidad de tener éxito. Al final aparece “la situación” en la cual la revolución triunfa, o fracasa, como la causa de la victoria o de la derrota. Este error lógico puede ser insignificante en el caso que los comunistas consideren durante la lucha que “la situación” es “revolucionaria”, y como Lenin, to­men todos los recaudos necesarios para hacer la revolu­ción. Prácticamente desaparece así la idea de actuar en dependencia de las condiciones ya prestablecidas para el éxito. Pero como “explicación” de las derrotas, este error lógico es fatal, porque lo que sale de él como verdad última y definitiva es que “no se podía”, ya que “la situa­ción no daba”. Esta conclusión se puede acompañar con todos los comprobantes que se quiera, porque hace de cada una de las dificultades imposibilidades. Para algunos una manera de consolarse, inútil para comunistas derrota­dos. En “el fondo” de la lección histórica queda el come­dido aviso que el error estaba en el propósito que se perseguía. La intención revolucionaria es entonces el obje­to de una crítica funestamente oportunista que afirma, cuando un intento revolucionario fracasa, que no se debió a la debilidad o a los errores de los revolucionarios o a la fortaleza del enemigo, sino a que la empresa en sí era “demasiado revolucionaria”.

Los bolcheviques sabían manejar muy bien esa idea de adaptarse a los “hechos reales”, aunque ellos mismos no hayan sometido su actividad revolucionaria a “las circuns­tancias objetivas”. Pero la genial teoría de atrapar a la situación revolucionaria en su momento más propicio les había dado resultado, y orgullosos por la victoria le agre­garon la idea que habían actuado según todos los supues­tos pronósticos de Marx y Engels, cumpliendo así con una misión histórica. Este empirismo revolucionario tenía que llevar indefectiblemente a justificar la posición antirrevolu­cionaria por excelencia: el oportunismo político, que co­menzó a impregnar cada vez más la línea de la Internacio­nal Comunista. Aunque Lenin, sin abandonar el “realismo experimental”, haya realizado críticas muy acertadas hacia la política de los comunistas de otros países, como la dirigida contra las veleidades revolucionarias de ciertos izquierdistas, recordándoles que primero es necesario que sepan librar la lucha que pretenden ganar, antes de por puro entusiasmo darla ya por ganada. Pero Stalin se aferró estrictamente a las “lecciones de la historia” y se limitó a aconsejar a los comunistas de todos los países que siempre las tuviesen en cuenta. Según el consejo cada derrota sufrida por la revolución “probaba” que los comu­nistas no habían dirigido su política hacia la meta de lo posible, desestimando la naturaleza de las tareas que la etapa señalaba; justamente no era la revolución lo que tenían por delante.

Y, entonces ¿qué? Stalin ya tenía preparada la respues­ta “justa” para la “nueva etapa”. La revolución que todos los comunistas deseaban había triunfado en Rusia. Para los comunistas que no habían conseguido imponerse en sus propios países existía una tarea que pese a ello seguía estando a su alcance, más modesta que la liquidación del imperialismo mediante una revolución mundial, pero igual­mente internacionalista y antimperialista: la lucha contra el antisovietismo del mundo capitalista. El fin de asegurar la construcción del socialismo en la Rusia soviética, la razón de los bolcheviques para querer el triunfo revolucio­nario en otros países, debía ser ahora la meta de los comunistas de todos los países. Para lograrla ya no se necesitaba atrapar a ninguna situación revolucionaria en su momento justo. Hacer la revolución quedaba práctica­mente suspendida como una actividad de los comunistas, pues para frustrar las aventuras antisoviéticas de un gobier­no imperialista no era el recurso indicado desatar una insurrección.

Quienes primero tuvieron que entrar en razón fueron justamente esos partidos que se preparaban para actuar en una situación que consideraban revolucionaria. Los planes de los comunistas alemanes fueron problematizados y ma­nejados de tal modo por la I.C. que acabaron en 1923 en un desbarajuste total. Al Partido Comunista chino Stalin le aconsejó la colaboración con el partido nacionalista de Chiang-kai Shek, hasta que éste pudo pasar tranquilamen­te a la ofensiva contra los comunistas, a continuación, vale decir en el peor de los momentos, Stalin recomendó pro­bar con una insurrección, que acabó en una masacre de comunistas. Un enemigo declarado del comunismo no podía haber hecho mejor las cosas. En todo caso Stalin y su partido veían confirmada con esos desastres la propia “evaluación histórica” que hacían sobre las posibilidades revolucionarias fuera de la Rusia soviética.

En cuanto a la meta más modesta que Stalin les había dictado a los partidos comunistas, la de luchar por conse­guir que los estados burgueses mantuvieran buenas relacio­nes con la Rusia soviética, tampoco pudieron los partidos encargados cumplirla satisfactoriamente. Y no fue tanto por las circunstancias contra las que tenían que luchar sino sobre todo debido a las contradicciones de la meta en sí. Porque los partidos comunistas habían nacido teniendo que romper con la Internacional Socialdemócrata, la agen­cia multinacional del patriotismo, para poder asumir posi­ciones internacionalistas, contrarias a toda política exterior nacional, y de rechazo hacia la colaboración de clases bajo el “hogar común” de un estado nacional. Y ahora debían luchar para que nada menos que su enemigo, su propio gobierno nacional, estableciese relaciones pacíficas y cor­diales con la Rusia soviética. En consecuencia debían aban­donar todas sus ambiciones revolucionarias y entrar en el juego político democrático procurando ganar a los socia­listas y socialdemócratas como aliados de la empresa. Este giro causó una enorme sorpresa en la base comunista y no impresionó como se esperaba que lo hiciera a ningún socialdemócrata o burgués progresista. El nuevo “disfraz” de los comunistas no los hizo sus socios. Y ojalá hubiese sido sólo un disfraz. Porque lo que los comunistas prosoviéticos hicieron entonces para ganarse a sus nuevos “alia­dos” fueron obras maestras de renunciamiento político. Mezclados en la política burguesa ofertando alianzas y acuerdos sin cesar los comunistas dejaron de practicar su antagonismo con el resto de los partidos y lo suplantaron por los antagonismos existentes entre los demás partidos y fracciones dentro del campo anticomunista, dejándoles a sus enemigos la iniciativa para que subrayasen su antico­munismo cuando mejor les convenía. Querían ser oportu­nistas y despertaban en todos sus “aliados” la sospecha que su oportunismo no era sincero. Buscaban adaptarse a toda costa, pero no podían mantener una línea de adapta­ción consecuente, porque de pronto Stalin les volvió a indicar a la socialdemocracia como “enemigo principal”, como si el problema de los comunistas en el capitalismo fuese entonces el problema que tenía Stalin de ajustar cuentas con la fracción del partido opuesta a la construc­ción del “socialismo en un solo país”. Con el triunfo de Hitler, Stalin ordenó a la Internacional Comunista que no había en el mundo otro antagonismo más que aquél entre la democracia y el fascismo. En Francia hubo ministros comunistas encargados de restablecer el orden público deteriorado por huelguistas que habían confundido la par­ticipación comunista en el gobierno con el comienzo del fin del estado burgués. ¿ en España? Allí, según Stalin, los comunistas para lo único que servían era para que se desangraran por la diferencia entre el fascismo y una “república de trabajadores de todas las clases sociales” donde estaba terminantemente prohibido una transición al socialismo.

Mientras tanto Stalin, como estadista soviético, ya actuaba en el campo exclusivo de la política exterior, para realizar allí la meta de mejorar las relaciones con los demás estados, la misma meta que había encomendado a los comunistas para lo único que servían era para miento diplomático de las grandes potencias y paulatinamente lo fue obteniendo. También logró convencer a unos pocos millonarios para que hicieran negocios con el poder soviético. Pero sobre todo se dedicó a proponer pactos de no agresión, tratando de obtener garantías diplomáticas de paz por parte de los estados imperialistas. Al margen de la competencia interimperialista intentó “mediar” en ella e hizo a la Unión Soviética miembro de la organiza­ción precursora de la ONU: la Sociedad de las Naciones. Sin embargo los interlocutores imperialistas le informaron a Stalin que si deseaba sinceramente que la URSS entrara a competir en un pie de igualdad con los demás estados debía respetar las reglas del juego internacionales vigentes. Una agencia internacional de la subversión como la Inter­nacional Comunista, que residía en Moscú y tenía en su programa la solidaridad internacional de todos los enemigos del estado burgués, era una flagrante violación del derecho internacional. Y se lo recordaron a Stalin más de una vez clausurando sedes diplomáticas soviéticas.

La segunda guerra mundial hizo del pueblo y el estado soviético las víctimas principales del insatisfecho imperia­lismo alemán. Pero veinte millones de muertos nunca fueron para Stalin la prueba del fracaso estrepitoso de su política exterior como “mediador” que terminara en que­rer congraciarse hasta con Hitler. Ni menos el resultado de haber suprimido como “factor” de la política soviética a la revolución mundial, la única garantía verdadera, según los fundadores de la Internacional Comunista, para la super­vivencia del “socialismo en un solo país”. Para Stalin la agresión fascista fue la oportunidad de sellar una alianza militar antifascista con las democracias, y hacer de esa alianza el punto de partida para que el estado soviético ingresara en la comunidad internacional como miembro con plenos derechos. El mandato de Stalin hacia todos los comunistas del mundo fue entonces que se subordinaran a cualquier clase de frente antifascista, que postergasen defi­nitivamente la revolución y que fuesen mejores patriotas y demócratas que nadie. La Internacional Comunista se con­virtió así en un anacronismo total. A las democracias aliadas de la URSS la Internacional Comunista les moles­taba como alianza de partidos opositores. A Stalin, que quería llevarse bien a toda costa con sus aliados, entonces también le molestaba. A los partidos comunistas que esta­ban ya integrados en los frentes nacionales antifascistas, o ansiosos por hacerlo, el internacionalismo y la lealtad hacia el poder soviético que la Internacional Comunista aún simbolizaba también les molestaba. Por tanto la liqui­dación de la Internacional Comunista había madurado tanto como la victoria del patriotismo en los partidos de la hoz y el martillo. Cuando los aliados anticomunistas se tomaron la libertad de romper la alianza con los comunistas a ese patriotismo no le quedaba otra opción que since­rarse. Ese momento llegó cuando terminó, con la guerra, la alianza obligada entre la Unión Soviética y las democra­cias imperialistas. La iniciativa quedaba una vez más en manos de los enemigos del comunismo. A Stalin no le quedó sino defenderse con los medios de una gran poten­cia militar. Su último rechazo al proyecto revolucionario mundial fue la creación de un bloque soviético.

Igual, las grandes potencias imperialistas no se lo perdonaron. Como no le hubiesen perdonado a la Internacional de los comunistas una revolución mundial. Con la diferencia que entonces ellas ya no existirían.