La crítica equivocada de los partidos comunistas tradicionales:

con ideales de justicia contra la sociedad de clases

El Partido Comunista de la Unión Soviética y los partidos afiliados a él –aquellos que estaban en el poder en los estados del Bloque Socialista durante 40 años, igual que la mayoría de los demás Partidos Comunistas que nunca llegaron a pintar gran cosa en el Occidente Libre– son los herederos de una crítica a la sociedad burguesa de larga tradición que convirtieron en la pauta de su ejercicio de poder donde se les dio la oportunidad de gobernar. Primero, afirman como todos los comunistas que se trata de una sociedad de clase, en la que la propiedad privada se acrecienta aprovechándose del trabajo asalariado, así que se acumula la riqueza en forma de capital, excluyendo de la misma a sus productores; éstos solo toman parte en ella en la medida que el mantenimiento de su fuerza laboral hace necesaria su remuneración. Segundo, la crítica comunista va dirigida contra la instancia de la dominación política, que pone su fuerza completamente al servicio del capital, que asegura mediante la ley y el orden que la clase trabajadora dependa de la propiedad privada, y que la pone como votantes ante alternativas de la gestión de este programa, o sea ante gerentes alternativos, sellando así democráticamente el poder que ejecuta.

Sin embargo, a los defensores del socialismo real nunca les bastaban estas certezas. Como si sus dos objeciones principales –que, dicho sea de paso, resumen el análisis de la economía capitalista emprendido por Marx– aún carecieran de fuerza persuasiva; como si la explicación de la dependencia material (o sea cómo y por qué la gente, tanto en la empresa, como en su calidad de consumidores y contribuyentes, votantes y parados, inquilinos y soldados, etc., desempeña toda su vida el papel de la masa a disposición de los titulares del capital y del poder político) aún no fuera un argumento definitivo en contra; como si fuera imposible que los perjudicados que se pretendía “ganar para el socialismo” se inmutaran cuando comprendan la razón por la que nunca llegan a ser algo en el orden existente, estando en la opinión de los socialistas reales tan saturados con los altos valores de la libertad, la igualdad y la solidaridad, que invocar éstos fuera la única forma de exaltar sus ánimos. Así, los partidos de izquierda en cuestión pasan a un tercer reproche contra el orden burgués: según ellos, al servir a la dominación sobre las masas populares obreras y a su explotación, este orden procede de una manera injusta contra las masas y nada democrática, o sea que no cumple con los principios establecidos en su constitución. Sostienen que solo es a fin de disimular las condiciones reales que los poderosos se sirven de las prácticas formales de la soberanía popular, asegurándose sus privilegios.

Lo que suena como una variación insignificante de la acusación materialista contra la explotación y el poder político que la organiza –y también se sirve del mismo material como prueba– expresa una posición completamente diferente sobre el carácter de la dominación burguesa. El que atribuye los efectos perjudiciales del trabajo asalariado y de la coacción estatal sobre la clase obrera a la falta de derecho y democracia, en primer lugar estima altamente estas formas de relacionarse, en segundo lugar las toma por otra cosa de lo que son y lo que sirven en realidad, y reclama en tercer lugar como consecuencia política su puesta en práctica, como si el estado democrático de derecho no fuera lo que es. Y todo eso lo reclama en nombre de las víctimas, y como programa del poder político, cuya ideología –de ser tan indispensable como beneficioso para los súbditos– se toma muy en serio. No en el sentido, sin embargo, de que se rechazara como una idealización banal de la dominación política. Los señores socialistas reales no se permiten atacar la reivindicación de justicia, que no concede ninguna ventaja a nadie sin que a ésta le corresponda un servicio o un sacrificio por su parte, como la moral de una sociedad de clases. En vez de concebir y combatir en el deseo de ser tratado justamente –el cual también abunda sin la intervención de críticos de izquierda: es el punto de vista que va de la mano con la acomodación práctica, reinterpretándola como un insistir consciente en que se respeten normas de vigor general– la conciencia falsa de la competencia capitalista y su gestión jurídica, estos comunistas modernos celebran aquel descontento afirmativo que se niega a admitir cómo otros manejan a uno según sus cálculos. El hecho de que la igualdad –el tratamiento por igual de muy diferentes clases de ciudadanos, la subordinación de clases dotadas con medios muy desiguales a la fuerza de la ley– solo tiene sentido en una sociedad fundamentada en antagonismos, no les entra en la cabeza. El derecho real, la igualdad y libertad practicadas, o sea todo con lo que el estado prescribe por la fuerza los servicios de una clase para la propiedad de la otra –“¡a cada cual lo que le corresponda!”– fracasa según ellos ante el ideal que ellos ven en el “oficio” del estado. Juzgada con la norma del objetivo ideal, la soberanía política desacierta su propio deber –y comunistas que prometen a los humillados y ofendidos que el estado realizará los derechos de ellos asumen el papel de sus abogados ideales

A éstos no les molesta ni lo más mínimo que en su crítica al capitalismo la clase trabajadora asciende a la posición de beneficiario potencial del poder político. En su calidad de pueblo está destinada a luchar por el estado ideal que luego le concederá lo que le corresponde. Se aprecian y se aprueban quienes se ven obligados a vivir de su trabajo y para su trabajo en su calidad de demócratas practicantes. La pregunta de cómo se beneficia la clase trabajadora con la entrega de papeletas de votación, con la participación en organizaciones democráticas y con una Prensa libre leal al estado, se rechaza incurriendo en la comparación con el fascismo. El hecho de que incluso la democracia existente ya es mejor que una dictadura: este argumento familiar a cualquier político burgués que reinterpreta la sumisión ciudadana como una necesidad indiscutible sirve también a los críticos al capitalismo de la izquierda radical. Y continúan afirmando que la democracia ofrece más posibilidades para la lucha por el mejor de los estados; y como estas posibilidades no tanto las hay que aprovechar, sino sobre todo las hay que defender, resulta que en medio de la explotación floreciente y la preparación de la democracia a la guerra se organiza una lucha antifascista. Como si hiciera falta una dictadura para que los obreros constituyan la masa disponible de dueños poderosos, la variante democrática de la dominación burguesa se califica de valiosa.

No solo se aprecia, sino se halaga al pueblo trabajador por sus rendimientos. Todos dominan el elogio del trabajo; allá donde es doctrina estatal, como también en el Mundo Libre donde los partidos comunistas derivan de los sacrificios de los obreros el derecho a reivindicar la “democracia real”. El hecho de que hagan el mismo cumplido a sus destinatarios que los políticos burgueses, que saben reconocer la contribución del trabajo a la reconstrucción de la patria, no desconcierta a los partidos comunistas: ellos lo hacen para insistir en que los reconstructores desinteresados se merecieron con ello al menos un tratamiento justo por parte de la soberanía, quizá incluso el derecho a un estado obrero –o por lo menos un derecho constitucional a (¡precisamente!) un trabajo–. Y no se les ocurre que aquellos elogiados rendimientos laborales “desinteresados” que se extorsionan de los asalariados constituyen en su conjunto “las condiciones de la clase obrera” contra la cual se dirige la crítica comunista. Por sus apuros de estar obligados a crear riqueza en forma de capital toda su vida –mientras que sean empleados y hasta que dejen de ser útiles– los asalariados, según aquellos comunistas, se ganan el derecho a una recompensa política: a un poder político comprometido a su pueblo.

Si se les indica la pequeña contradicción que una soberanía que domina al pueblo resulta bastante superflua si sólo ejecuta lo que el pueblo necesite y quiera, los amigos ortodoxos y leídos de la clase obrera se vuelven expertos en historia y en teoría revolucionaria. También la “dictadura del proletariado” es una forma de estado, dicen, muy necesario para suprimir a los enemigos del socialismo. ¿No puede ser que deje de existir todo lo que constituye la actividad estatal en relación con su pueblo (la reglamentación de la mayoría, la obligación a la miseria, la organización sofisticada de derechos y deberes) una vez que el pueblo haya triunfado en la revolución? ¿No puede ser que “el orden” entonces por fin sea otra cosa que la regulación por la fuerza (llamada “paz social”) de servicios y apuros de una clase entera, cuyo empeño en el puesto de trabajo “creado” por el patrono no vale la pena? ¿No puede ser que para unos cientos de “empresarios” librados de la carga de su responsabilidad no hace falta un aparato de fuerza que gobierne separado del poder obrero sobre y por lo tanto en contra del mismo? Todo esto no les entra en la cabeza a gente que toma el comunismo por el cumplimiento de los ideales que la política burguesa cuida desde su comienzo –y un materialismo planeado, por una utopía–.

Normalmente, no obstante, aquellos amantes de la clase obrera no se ven confrontados con objeciones comunistas, sino retados a aplicar sus ideas de una violencia justa a la realidad capitalista. Esta, según ellos, se divide en dos bandos: por un lado está la clase obrera que como productora de la riqueza, en su cualidad de “fuerza productiva”, tiene derecho a estar a favor del socialismo (o a ser dirigida al socialismo respectivamente), porque por el otro lado están una burguesía y un estado que frente a esta clase, o sea frente a su pueblo, ignoran sus deberes. Cualquier perjuicio que se impone contra el pueblo lo interpretan estos socialistas como una prueba más para el fracaso moral y fáctico del gobierno. Ante la norma de una política y una economía que deberían de estar al servicio de sus siervos, cualquier carga que se impone con éxito al pueblo testimonia el fallo de la clase dominante y su falta de capacidad.

Esta crítica confunde como lo más normal del mundo el fracaso de los súbditos con el fracaso de la soberanía; se empeña por una política exitosa, demostrando la ausencia de la misma en todo lo que la política real pone en práctica e impone contra el pueblo llano. Se puede entonces reprochar a un estado garante de la propiedad privada, interesado en un crecimiento económico medido en dinero y acrecentado en manos de empresarios y financieros, de cometer la “negligencia” de no haber frenado el afán de lucro de los capitalistas; omisiones en cuanto a la democráticamente tan deseable obligación de vigilar y poner a raya a los hombres con sombrero de copa son la razón para el aumento de precios, la reducción de los salarios y el desempleo. Y estos pecados del estado, sus negligencias frente a sus deberes debidos, tienen su “explicación”: con su deferencia hacia los ricos, la política revela que no actúa de una manera “independiente”, sino que “depende” de los monopolios que la controlan. ¡Los ricos ejercen el poder! es el teorema básico y principal de la “teoría del capitalismo monopolista de Estado”, que en sus diferentes variantes sólo insiste en afirmar que el estado no es la herramienta del pueblo porque los otros lo tienen ocupado.

Con sus preocupaciones por la distribución justa de riqueza y derechos por parte del estado, el socialista moderno declara sencillamente su nacionalismo alternativo. No quiere saber nada de poner fin a los servicios que hacen que “la economía” acreciente, con los que ya está decidido todo sobre la distribución de la riqueza y que luego el estado de clase complementa por la nacionalización de unas cuotas del salario que él considere necesarias. Criticar estos servicios a la riqueza nacional que van unidos a la vida de los obreros sin garantizar siquiera su existencia para toda la vida es, para aquel socialismo, una ofensa a los trabajadores que tanto estima precisamente por sus rendimientos. En su nombre, y porque ellos se lo merecen, reclama que ya no se los prive de la cuota debida que les corresponde del progreso. Todos los esfuerzos y gastos que se les encargan son, ante la norma de una soberanía “social”, signos de una deficiencia del sistema.

También para este juicio los izquierdistas se sirven del fondo de ideologías burguesas, en este caso sobre las “crisis” que pueden acometer la comunidad nacional por las razones más diversas. Pero mientras que los guardianes de la economía de mercado y de su libertad, cuando advierten de este “peligro”, justifican y declaran objetivamente necesario todo lo que ponen en práctica –despidos, recortes en el “ámbito social” etc.– los críticos izquierdistas leen estos avisos como una admisión de la bancarrota: como la confesión de que el sistema es incapaz de garantizar empleo, asistencia etc. a su pueblo. Se quejan, en nombre del progreso, del desgaste y la destrucción de “fuerzas productivas” por parte de “las relaciones de producción”, como si se preocuparan de la enorme riqueza que se crea mediante la forma capitalista de explotar al hombre y la naturaleza –y se creen seguidores de Marx cuando ya no lamentan la privación de la riqueza a una clase, convirtiendo “las fuerzas productivas” en una categoría moral–.

Al fin y al cabo, la “crisis del sistema” afecta a todos. La “clase dominante” tiene que asumir el reproche de no saber “ninguna solución”. Y cualquier moción de descontento, y más aún todo lo que se llame “movimiento”, es objeto de la simpatía ilimitada de los socialistas reales que consideran el menosprecio al pueblo como la razón de la catástrofe, de la que solo ellos pueden salvar la nación. El lema de la “solidaridad nacional”, la alianza de todos los afectados, no lo odian a muerte aquellos luchadores de clases. Al contrario: como reivindicación desde abajo, “aísla” a los enemigos del pueblo, une al pueblo y dota a los fieles representantes del progreso con la certeza de personificar el deseo de la Humanidad por el alba del socialismo.

En situaciones extremas puede que suceda la revolución, que también esta clase de comunistas considera necesaria, y sin la cual ni siquiera aquella expropiación de la clase de propietarios que ellos se plantean puede llevarse a cabo. Su programa entero, sin embargo, es a la vez una revocación del proyecto comunista de anular las garantías forzadas de la explotación capitalista y de abolir todas las correspondientes formas de interacción a fin de crear, más allá de las coacciones objetivas de la economía y las coacciones legales del poder estatal, una economía planificada. El proyecto suyo de proporcionar al proletariado tal y como está, en el estado tal y como les es familiar, con los medios que hasta ahora están “exclusivamente” a disposición de los ricos, la justicia y la patria verdadera que aún quedan por realizar, no es de por sí revolucionario; si fuera por ellos la democracia verdadera que pretenden crear encajaría perfectamente con la democracia existente.[ 1 ] Y a este dogma se adhieren desde la revolución rusa todos los partidos comunistas, por mucho que el Estado burgués realmente existente aclare sin parar que él no deja lugar para su democracia popular. En los países donde no fueron llevados al poder por el Ejército Rojo –e incluso allí organizan frentes populares que incluyen a todos, como si el poder estatal no fuese en las manos de su partido– engrosan, si no se les prohíbe, la competencia de los partidos parlamentarios con su radicalismo progresivamente moderado.

Traducción de un extracto del libro de Karl Held (ed.): Das Lebenswerk des Michail Gorbatschow: Von der Reform des ‘realen Sozialismus’ zur Zerstörung der Sowjetunion [La obra de la vida de Mijaíl Gorbachov: De la reforma del ‘socialismo real’ a la destrucción de la Unión Soviética], pp. 22-27. Véase gegenstandpunkt.com

 


[ 1 ] Esta contradicción puede llamarse una “revisión” de la crítica de Marx, y en este sentido solemos hablar de “revisionistas” cuando nos referimos al tipo de comunismo aquí expuesto. Desde luego, divergir de Marx no es de por sí un reproche –menos para gente que se refiere a Marx como autoridad, y precisamente aquellos críticos de izquierda hacen esto explícitamente–. Pero ni ellos propagan la idea de una distribución justa beneficiaria a las masas por el hecho de no haber comprendido a Marx. Es al revés: el que la justificación de su política contradiga la concepción de Marx sobre la lucha de clases en el capitalismo, es consecuencia de su posicionamiento político: de su interesado amor a “las masas” y de su fanatismo por el derecho, con el cual recriminan al Estado burgués por privar a los oprimidos de lo que les corresponde.

 

Nota: Redactado en 1982, este artículo presenta al lector del siglo XXI las razones por las que se ha esfumado la crítica comunista antisistema analizada en él.

 


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