Teoría marxista. Crítica al capitalismo. |
Contacto
Editorial GegenStandpunkt Kirchenstr. 88 D-81675 Múnich Alemania gegenstandpunkt@t-online.de |
A ciudadanos con sentido de la responsabilidad no les cabe duda: el racismo es una aberración ajena a la democracia, a los sentimientos y al modo de pensar de la fuerte mayoría. Izquierdistas advierten contra el abuso de los valores que todos nosotros, aleccionados por el nacismo, tenemos el compromiso de combatir desde los principios, mientras que los derechistas y máxime si son funcionarios públicos proclaman la incompatibilidad de racismo y democracia, erigiéndose al mismo tiempo en defensores de nación y patriotismo contra sus feas secuelas. Insisten en la diferencia que hay sea como fuere entre el miedo comprensible a “la infiltración extranjera” y la detestable “depuración étnica” que fue posible en tiempos pasados u otras partes del mundo; y el paso al racismo con su persecución de extranjeros –declarado como completamente inexplicable durante décadas después de la Segunda Guerra Mundial– lo quisieran sustraer a cualquier intento de explicación. Según ellos el que busca las razones por qué la caza de extranjeros y los campos de concentración les parecen justificables a ciudadanos normales y honrados, no se da cuenta suficientemente de la extrema inmoralidad de tales sucesos. Con su “racionalismo” provoca la sospecha de considerar comprensible la inhumanidad, de estar a punto, por fin él mismo, de ejecutar la exterminación masiva.
No tienen razón ni los unos ni los otros. Pues darse cuenta del origen del racismo es la condición previa para combatirlo desde los principios en vez de espantarse de su paso siguiente –imaginable por lo visto– y considerar natural la normalidad del estado mental de los ciudadanos. Y tal explicación no puede fracasar ante las reglas de la moralidad, pues lo que aclara, la conexión entre esta y sus aberraciones es justamente su tema.
La aversión de los racistas, cuya consecuencia extrema es la selección según criterios raciales, se dirige contra los que no forman parte del “propio” Estado o del “propio” pueblo. Lo que los defensores de la moral oficial no quieren aceptar es en el fondo bastante simple: la aversión contra los extranjeros que no forman parte de “nosotros” supone la idea de formar parte de una identidad colectiva que no sólo consiste en estar sometido a un Estado particular, a su sistema económico etc.
a) Quien vive en Alemania, Francia, España o donde sea, se encuentra sometido a las más diversas obligaciones y ‘necesidades’ económicas en las que uno tiene que apañárselas prestando sus servicios: si tiene poco dinero se ve obligado a trabajar por otros, lo que no le enriquece; en todo caso, por el dinero que gana le exigen el pago de impuestos; el descontento previsible predestina a acudir a las urnas lo que hace más fácil para los partidos elegir el personal gobernante; de vez en cuando hay que cuadrarse como soldado y morir por la patria, porque la defensa de estas magníficas condiciones de vida no la puede llevar a cabo la minoría que verdaderamente sale beneficiada de ellas. Y claro está que todo ello resulta en que haya cosas que la gente tenga en común, igual que diferencias y oposiciones, como consecuencia de sus respectivos intereses. Pero es igualmente obvio que esta incorporación de los ciudadanos a una asociación forzada, y predeterminada económica, jurídica y políticamente no genera ni un extraordinario sentimiento de “identidad nacional” ni el deseo de excluir a otros del “propio” rebaño. La idea nacional supone interpretar los deberes reales que impone un Estado capitalista –y que uno cumple porque la propia existencia depende de ello– como deberes morales que uno asume consciente de su propia responsabilidad, como contribución a una obra común universal.
b) Claro, la existencia de tal integridad superior a la que los diferentes grupos desde el Estado y la economía hasta el hombre común todos prestan sus servicios más o menos honorables sólo se revela a la óptica moral. Pero aun prescindiendo de que sin tales exaltaciones la relación entre servicios y provecho reales aparecería tan miserable como es –para participar en los engranajes de la vida burguesa es entonces imprescindible la falsa consciencia– la idea de una “comunidad nacional” o de un “bien común” es terriblemente productiva.
Esta idea justifica todas las obvias oposiciones entre los diferentes intereses sociales, las diferencias en la relación entre prestación y retribución que dependen de la propiedad de la que uno dispone, y justifica también la jerarquía de las profesiones y rentas: en esta visión moral son contribuciones y contribuyentes que la comunidad necesita para que la obra común funcione bien. Aunque personalmente uno considere injusta su propia posición social, queda fuera de dudas que la comunidad nacional debe procurar un orden en el cual cada uno debe ser insertado. Con ello, ya no interesan los medios de los que disponen las diferentes clases de ciudadanos y que causan dependencias muy particulares: se interpretan y reconocen como partes integrantes de un orden –uno de derechos y deberes– que necesita una comunidad para que funcione. Un orden del que no sólo la autoridad debe ocuparse, sino al que encima cada miembro de la comunidad, sea cual sea su posición social y su importancia, tiene derecho.
El estar consciente de este derecho origina una clasificación del mundo.
a) Una vez aprobadas por principio las “diferencias” entre ricos y pobres, empresarios y trabajadores, propietarios y vagabundos, “el destino” que coloca a unos aquí y a otros allí quizás cometa algún que otro fallo, pero en general proporciona a cada uno el sitio que le corresponde – por lo menos debería ser así, lo cual no cambia la idea: según esta convicción, la selección y distribución de la gente para la jerarquía preexistente desde “muy abajo” hasta la “élite” no es lo que es, sino que emana de la pretensión de designar a cada uno lo suyo. Todas las excepciones confirman la regla de que en una buena comunidad popular cada uno debe ser, y definitivamente será, lo que ya es. Para esta convicción no hace falta haber descubierto los genes responsables por el éxito de millonarios, panaderos o políticos (¡ya basta con que la locura de que exista tal cosa siempre encuentre un interés afirmativo!). El estar de acuerdo con el resultado lleva a la “conclusión” de que los individuos han tenido las disposiciones correspondientes– así que al final el capitalismo entero aparece como el exhaustivo cumplimiento de la diversidad natural de los talentos.
Este es el primer tipo de racismo: interpretar los roles sociales como subespecies del género humano determinadas por la naturaleza.
b) A pesar de ser algo parecido al orden natural de cosas e individuos, el mundo social aún dista de ser perfecto. A la comunidad en principio armónica le falta por todas partes la armonía: empresarios y sindicatos se pelean; todos se quejan de algo; los partidos políticos se enfrentan en vez de ponerse de acuerdo – ¿qué pasa aquí? El hombre bueno ya conoce la respuesta antes de hacer la pregunta: a través de todas las clases y profesiones la gente se distingue según su carácter moral, según su conciencia del deber con la que los individuos contribuyen al bien común. Por todos lados hay buenos que sirven a la comunidad y que la mantienen viva, y malévolos que alteran la paz social con su egoísmo. La pregunta inútil por qué existen los malévolos, ya ha encontrado su respuesta en el hecho de que existen: igual que la disposición a ser carpintero o genio de las matemáticas, el carácter reside en la sangre. El crimen resulta de la energía criminal; y uno o la tiene o no. A diferencia de otros talentos, el talento al crimen no se acepta: la subespecie de los individuos indecentes –esta distinción es el segundo tipo de racismo– hay que forzarla a someterse al orden o aislarla.
c) Sin embargo, como heces genéticas incluso los malévolos forman parte de “nosotros”, de la comunidad popular organizada en principio de forma armónica y que proporciona a cada uno su sitio. Es diferente con “los otros” que el fiel compañero de la comunidad nacional distingue con regularidad tanto en la prensa o televisión o al visitar playas exóticas, como aquí entre “nosotros” porque el Estado concede también a personas extranjeras el derecho a quedarse aquí. El atributo de “foráneos” no lo tienen los foráneos por cultivar en sus lugares de origen relaciones sociales que fuesen tan diferentes a las “nuestras”, o por hacer aquí algo fuera de lo normal, sino porque su pasaporte pone de manifiesto que pertenecen a otro pueblo. Por tanto tienen obligaciones respecto a aquella comunidad y sus valores, no a la “nuestra”; allí reciben lo que les corresponde – y lo que les corresponde es enteramente diferente a lo que “nuestra” comunidad les debe a sus miembros honorables, aunque al fin y al cabo todo se centre igualmente en el dinero: incluso respecto a la riqueza en su forma abstracta la distinción nacionalista entre “nuestro” y “su” dinero hace que pierda importancia el aspecto de quien la posee. Tan fundamental es la frontera imaginaria entre “nosotros” y aquellos que –sean pobres o ricos, buenos o malévolos– simplemente no pintan nada aquí.
Es tan fundamental que es preciso recordar su razón verdadera. Al que se imagine la nación como una comunidad ética ya no se le ocurre pensar en que la única razón de la distinción entre compatriotas y extranjeros es el alcance limitado del poder estatal. Aceptar esta verdad significaría “poner de pie” a todas las perspectivas moralistas de la conformidad con la nación y su “orden” social, es decir, renunciar a tal idiotez. Con ser miembro de un colectivo forzado, el buen ciudadano se cree en la posición privilegiada de ser un socio honorario en una asociación llamada “pueblo”, la cual nadie ha fundado nunca – en su perspectiva es al revés: es el pueblo el que dota de sentido y proyectos al acto social llamado Estado. Entre otros, del proyecto de hacer provechoso el contacto con pueblos forasteros, que por su parte son igualmente total e inexplicablemente “diferentes” –como máximo a algunos de sus miembros se les concede “asimilarse” y al final incluso convertirse en parte de “nosotros”; preferiblemente no antes de la segunda o tercera generación–. Porque a un individuo así hay que identificarle ante todo como extranjero; y la perspectiva opuesta, identificarle al extranjero como individuo, tampoco le convierte en un paisano – esto no le correspondería ni a él ni a su naturaleza étnica...
Este es el tercer tipo de racismo, su tipo más fundamental: ya antes de la clasificación en los subespecies de los diferentes talentos y de buenos y malévolos, el pertenecer a un pueblo divide al género humano en varias especies, unidas en las diferentes naciones. Ser miembro de dicha especie caracteriza a cada individuo, como disposición principal que uno tiene por nacimiento, igual que el pelo rizado o lo que sean los criterios según los cuales el antropólogo distingue a los individuos.
d) La discriminación y el desprecio a los foráneos son cosas que también les molestan a personas que no ven nada criticable en la idea de la comunidad moral – lo que les molesta a ellos es que algo así altere la buena imagen de la comunidad. Son partidarios de distinciones “sensatas” y rechazan distinciones “injustas”, lo cual hace su crítica del racismo muy relativa en todos los aspectos.
En la retrospectiva cuenta por ejemplo entre las objeciones significativas contra la persecución de los judíos por los nazis alemanes que en aquel tiempo eran precisamente las partes más hábiles y más fieles del pueblo alemán las que fueron expulsadas y exterminadas porque no se aceptaban como partes del pueblo. La élite del ingenio alemán –físicos, autores, empresarios, veteranos de la Primera Guerra Mundial con un modélico orgullo nacional– perdida por pura “presunción racista”: ¡extremamente criticable! ¿Qué objeciones tendrían estos mismos críticos, si entre los judíos hubiera habido menos “alemanes modelos”?
También las personas modernas que ponen énfasis en el derecho de ciertos extranjeros a quedarse aquí –dado que se comporten bien y que hagan los trabajos basura que rechazan los nativos– y aunque desechen el “prejuicio” según el cual los foráneos merecen por principio la desconfianza de si tienen las habilidades requeridas e intenciones aceptables, no critican el racismo, sino que distinguen entre una segregación injusta y otra justificada que ellos tampoco quieren criticar.
Al final la crítica se reduce a las más abstractas frases hechas: los extranjeros también son seres humanos, respectivamente “Somos todos extranjeros, casi en todas partes”. Este argumento seguramente convencerá a aquellos que identifican en el ser humano al extranjero, y sobre todo en los lugares que no son suyos. E incluso las mismas frases hechas suponen que “nosotros” y los extranjeros formamos colectivos diferentes cuando afirman que esto no tiene importancia porque se puede encontrar “algo” bastante abstracto que tenemos en común.
El racismo es el punto de vista político-moral que traduce la segregación y organización de la humanidad por parte de poderes estatales en caracteres nacionales y morales. Es la imagen del hombre creada por el espíritu patriótico, inherente en la consciencia cívica; por lo tanto, el mismo racismo es producto de la asociación política forzada que el ciudadano se niega a concebir como tal. Lo que con esta perspectiva se percibe y qué importancia se le atribuye, se modifica cuando se acumulan motivos para el descontento nacional; a medida que esta postura encuentre indicios para su descontento, el civismo revela su calidad polémica.
a) El patriotismo siempre escoge sus frases programáticas actuales del catálogo de las condiciones de vida con las que uno se muestra descontento; y es este descontento que lo sostiene: no es el materialismo satisfecho el que convierte a la gente en patriotas convencidos. Considerando esta base del patriotismo, es inmediatamente evidente que el insistir en que se cumplan los deberes y las normas de la moral es una posición exigente que incita a la acción: la falta de éxito de buenos ciudadanos y los tormentos que sufren los buenos patriotas en medio de la propia comunidad dedicada al bienestar del pueblo – esta “injusticia” sólo encuentra explicación en la existencia de culpables que alteran la cooperación en el fondo provechosa entre gobierno y gobernados, inversiones y disposición a trabajar, escuela y casa paterna...
b) Las figuras que así se inventa el patriotismo ofendido, también las encuentra. Al examinar de forma crítica su propia comunidad étnica, este patriotismo descubre en muchos lugares un egoísmo que falsifica y desbarata la justa colocación de la gente, que se apropia de prestaciones de la comunidad sin merecerlas y sin darle a la comunidad los servicios que reclama a cambio – mientras los miembros buenos, todos los honestos, resultan engañados. Ninguna clase social es ofendida – los egoístas los hay en todas partes: entre los millonarios hay especuladores parasitarios e inversores que crean puestos de trabajo, entre los sin techo hay los que están en la miseria sin culpa suya, e individuos depravados...
Sin embargo, tales diferencias se esfuman frente al descubrimiento que los miembros del colectivo nacional deben hacer continuamente: entre “nosotros” hay quienes no son de aquí para nada y que molestan. “Se arrellanan”, no porque se arrellanen más que los demás, sino porque por muy modestos que sean molestan ya con su mera presencia. Desde este punto de vista son culpables de todo lo que molesta al ciudadano descontento: son ellos quienes le quitan el puesto de trabajo, la mujer y la vivienda; son ellos quienes traen el caos, la corrupción moral, las drogas y el crimen; son ellos quienes obtienen subsidios estatales que un buen ciudadano o no pediría nunca o para los cuales tendría que hacer cola mucho tiempo... Ni hace falta siquiera que esta gente viole una ley –si lo hacen, es lo que el buen ciudadano siempre sabía– para que sean acusados de incumplir el deber civil fundamental: el de ser un miembro responsable de la comunidad popular. Sin carnet de socio, es decir, sin derecho alguno de estar presente, los extranjeros están aquí y molestan ya con su presencia la armonía de los que forman una comunidad unida sin tener que compartir un interés común.
Es una ventaja que el nativo sensibilizado sea capaz de “reconocer” inmediatamente a los extranjeros por los “rasgos raciales” en el sentido banal de casuales aparencias físicas, aunque éstas no tienen nada que ver con el contenido político-moral del racismo –el clasificar a la gente en comunidades nacionales– aparte de que permiten identificar a los foráneos que “no pueden ser de aquí”. Por eso tampoco es trágico que de vez en cuando se equivoque el “sexto sentido” del nacionalista.
c) De este modo, buscar a quienes son moralmente responsables de condiciones inconvenientes de la santísima patria es el punto central del racismo cívico. Claro que el patriotismo descontento sabe hacer la diferencia entre criminales nativos y personas extranjeras. Pero cuando se trata de la comunidad intacta (así percibe el ciudadano a su nación), se nota en seguida qué deslinde es el más fundamental: una cosa son los perversos que hay entre “nosotros” como en cualquier asociación y que deben tratarse por tanto de la manera que les corresponde; y otra cosa son aquellos que ni en sus ejemplares más nobles cumplen el requisito fundamental: formar parte de “nosotros”. Y mirando en detalle a los nativos que nos molestan, por lo menos aquellos que alteran la armonía nacional, ¿acaso no son también foráneos? ¿Y no es verdad que los extranjeros en nuestra nación serán siempre como tales un factor de disturbio – aunque quizás no se lo pueda reprochar personalmente?
d) Lo que de todas formas se tiene que reprochar al Estado es permitir a los extranjeros que causen molestias, en vez de satisfacer el deseo de armonía en su pueblo descontento haciendo una selección precisa. Quien no quiera tolerar este escándalo, tiene dos alternativas: o beber algunas copas para cobrar ánimo y entonces encargarse personalmente del asunto que el Estado deja sin resolver, poniendo así de manifiesto quiénes son los que mandan y que los extranjeros no tienen derecho a vivir aquí. Sin embargo, este accionismo es una violación del monopolio de fuerza estatal, como tal es una infracción de la ley y por tanto no es cosa de todo el mundo. La otra alternativa es dedicarse a la política – puesto que el poder particular nunca llegará a ser tan eficaz como el poder estatal.
e) El paso a la práctica xenófoba suscita de nuevo una crítica que quiere negarle su necesidad. Pero los críticos de la práctica xenófoba no critican las razones por las que los racistas queman o los políticos echan fuera a los extranjeros, sino que le contraponen una alternativa dentro de la imagen político-moral de la nación.
La polémica contra la “extranjerización” que a los nativos les hace difícil la experiencia de una comunidad popular intacta y por tanto la vida, también se puede poner al revés. Ciudadanos críticos propagan la imagen de una sociedad multicultural y a la estrechez de miras de la xenofobia le contraponen su imagen de que el encuentro con costumbres, comidas... extranjeras le enriquece a la comunidad nacional. Desgraciadamente, el mero contrario de un error es por si mismo un error: quien considera posible e incluso especialmente interesante (por sus increíbles diferencias) la coexistencia pacífica de diferentes caracteres nacionales, cree en el cuento de la “identidad étnica” al igual que los racistas xenófobos cuyos resentimientos considera completamente desacertados.
El mismo argumento vale para la variante del ideal multicultural que convierte a algunos contemporáneos en amigos de los extranjeros. Puede que los individuos tengan características que uno considere más simpáticas, otras menos; de todas formas, ser extranjero –al igual que ser nativo– no figura entre ellas. Quien diga que sí, sólo demuestra una vez más que no le da igual en absoluto, sino que le parece muy importante la diferencia entre extranjeros y nativos. No por los motivos personales que se ha inventado, sino porque ni los inter-nacionalistas aguantan imaginarse la nacionalidad, la propia como la ajena, de otra forma que como un compromiso con un carácter moral modélico.
Lo que tienen en común las dos variantes del patriotismo alternativo es que interpretan al racismo de forma errónea como un “prejuicio” sin fundamento alguno y del cual los críticos quieren librarse en el nombre de otros. Que falle su objeto es la última cosa que se puede reprochar a un racista, quien no se deja engañar para nada por las características individuales de sus víctimas cuando busca los culpables y los intrusos ajenos al pueblo. El error no está en que los racistas “generalicen” de forma errónea o en que se equivoquen, así que sólo necesiten experiencias o un conocimiento erudito de las costumbres extranjeras para corregir su error. Incluso las teorías del racismo –poco normales en los juicios de exclusión contra los extranjeros– ya presuponen el juicio nacionalista de que extranjeros y nativos son inconciliables, y no lo deducen. Si hay algo que falla su objeto, son entre otros ejemplos los resultados de la investigación antropológica, citados con mucho gusto por los antirracistas, según los cuales no existen siquiera diferencias biológicas algunas entre las razas humanas.
No es que el poder estatal derive su política de la interpretación que sus ciudadanos con su moral afirmativa hacen de ella; pero sí que la legitima con esta interpretación y moldea con ella el “sentido común popular” en su forma actual. Ningún político rechazará jamás a quien no tiene otra exigencia frente al poder estatal que la de que éste afirme la convicción de que la suprema misión estatal es imponer la armonía en la comunidad nacional –si hace falta, con fuerza–; al contrario. El racismo del ciudadano no es sólo producto de la asociación nacional impuesta por la fuerza, con su espíritu comunitario político-moral, sino que además es un credo oficialmente fomentado por el Estado. Y tal y como el ciudadano descontento se siente animado a cometer actos patrióticos, un Estado asume cuando le parece oportuno una práctica racista que a su vez da razón al racismo de sus ciudadanos y lo agudiza según sus necesidades.
a) Con la xenofobia que resulta de su parcialidad patriótica, el ciudadano descontento halla benévola acogida por parte de los políticos. Ellos entienden, y con razón, nada más que el eco de sus promesas de aumentar el provecho de su propio pueblo; por tanto comprenden el racismo de sus ciudadanos aunque lo frenen. Porque, en rigor, la ocasión y el empuje del descontento en el pueblo nace y se orienta por los “temas” que dominan la opinión pública nacional; y respecto a ésta, no hay nadie que manifieste tanta insistencia en definirla como los políticos. En general, se puede confiar en que el sentido cívico active su racismo a medida de que éste se convierta en la opinión pública – y no al revés.
b) La importancia que tienen los argumentos racistas en la opinión pública y la medida en que resultan en una acción política –o cuánto consigue un ciudadano que anime a los partidos gobernantes o que funde su propio partido reprochando a los políticos que desatiendan al pueblo– se decide según los éxitos y tormentos de la nación, tal y como dan cuenta de ellos los políticamente responsables. Si éstos constatan que la sociedad está en crisis y mandan que su pueblo la supere, redefinen las condiciones de vida de las diferentes clases y estamentos en el pueblo, destruyen técnicas habituales de cómo arreglárselas, redefinen los niveles de vida y producen descontento en el pueblo. Precisamente por ello los políticos abastecen ampliamente de ideología a los ciudadanos en estas situaciones: sobre todo en “tiempos difíciles” el clima social en la nación no se debe estropear por conflictos que nacen siempre que haya extranjeros en la nación, y no se tolera que la relación entre el pueblo y sus líderes sufra bajo la provocación que representa inevitablemente un “problema con los extranjeros” que ha quedado sin resolver. Cuanto más deciden los líderes de la nación “arreglar” una situación de emergencia basándose en la moral del pueblo del que exigen sacrificios materiales, tanto más claramente subrayan la exclusividad del “nosotros” nacional maltratando y echando fuera a los extranjeros salvo aquellos cuyos servicios son imprescindibles. Un Estado en una situación de emergencia debe poder fiarse de la indudable “solidaridad” en la comunidad de su pueblo; por eso la limpia de los factores de disturbio – como si el mito de las incompatibles especies humanas nacionales fuese de hecho verdad. En este sentido el Estado practica, cuando lo considera oportuno, el racismo con el cual los ciudadanos se imaginan este mismo poder estatal como su propia “identidad”; de manera teórica el Estado nunca para de cultivar intensamente este racismo.
c) Que el pueblo sea un pueblo sólo porque en él los individuos de una determinada naturaleza están unidos en una unión indestructible que corresponde a su naturaleza común – esta idea forma una parte obligatoria de cualquier doctrina estatal, así como la conclusión que exige consecuencias prácticas: que una nación sólo sea fuerte y logre superar el “reto” de “los tiempos difíciles” si su pueblo se decide a atenerse a esta virtud fundamental.
Cultivar esta idea del “pueblo” no tiene que llegar hasta el punto de edificar monumentos en el arte y en la ciencia a la “raza aria”. Forma, sin embargo, parte fundamental del pensamiento político la “conciencia histórica” con su particular doctrina de que ningún ciudadano libre puede escapar de las necesidades, obligaciones y deberes que resultan del pasado. Esta conciencia puede existir sin conocimientos, pero no sin aniversarios, actos conmemorativos etc., que glorifican la cronología nacional de explotación y guerra como la historia de una comunidad ética llamada “pueblo” que continúa viva generación tras generación. Esta figura es el punto de referencia de cualquier ideología nacional que proclama como el inalienable derecho histórico de este ficticio individuo colectivo todos los proyectos actuales que se plantea el poder estatal. Cuanto más militante el proyecto, tanto más se trata por lo menos de una “misión histórica”.
Y tanto más, de forma complementaria al imagen del propio pueblo benevolente, se especifica en qué rasgos son diferentes los extranjeros. Muchas veces es que tienen la mala suerte de ser un obstáculo para el “resurgimiento nacional”; sea porque están aquí y no en su lugar de origen, sea porque su Estado a su vez se plantea intolerables “misiones históricas”. Al instante se sabe qué tipo de individuos mediocres se tienen que segregar para que el pueblo esté bien limpio. Para proyectos fuera del territorio nacional, bien es verdad que un Estado siempre tenga sus razones estratégicas reales para la enemistad contra otros Estados; pero con su carácter abstracto, el pensamiento estratégico ya determina el contenido completo de lo que la imagen del enemigo fabrica de ella: una “lucha fatalista” entre la libertad y la barbarie socialista, entre la moralidad europea y el odio étnico balcano-eslavo, entre el occidente y el terrorismo islámico...