Análisis de la edición “GegenStandpunkt” 1-11

Carta a los editores

La crítica marxista de la moral

Carta a los editores

¿Los críticos marxistas de la moral no son por su parte los moralistas más extremos?

‘Una pregunta que me interesa y que no para de hacerme pensar, se refiere a uso y contenido del concepto de “altruismo” entre ustedes.

Con mucho interés suelo escuchar grabaciones de audio de la editorial GegenStandpunkt, ya que a veces me parecen más fáciles que los textos escritos. Uno de sus autores, al hablar de este concepto llegó entre otras a la conclusión de que –lo digo ahora en mis propias palabras– este concepto era de cierta manera equivocado puesto que era motivado por razones morales, o sea que no servía como instrumento de reflexionar y actuar para la convivencia en comunidad.

Pero ahora se me plantea la pregunta de si, pensándolo bien, dar discursos en el sentido correcto (bueno) acaso no es también el resultado de una postura altruista. Si digo, por ejemplo: “Los obreros son explotados”, ¿qué es lo que realmente me molesta, si yo mismo no soy uno de ellos? Quiero decir que llama la atención que precisamente aquellos de los que siempre se habla perciben su situación de una manera muy distinta. O sea que no necesariamente sufren, sólo porque yo pienso que en su situación uno sufre.

¿Acaso la intención de aclararle a la gente su situación (de forma escrita u oral), explicarle que es aprovechada por otros para que éstos se enriquezcan, etc. – acaso esta misma intención no es motivada por el altruismo, o sea por un humanismo muy abstracto, la preocupación por el bienestar de otros individuos abstractos?

Esta pregunta me parece muy importante, porque en este lugar el grupo GegenStandpunkt me parece contradecirse a sí mismo en sus intenciones.’

Respuesta de los editores

No confías en los valores morales; un humanismo motivado por el altruismo te parece “muy abstracto” y contiene –esta es tu sospecha contra nosotros– el peligro de poner a otros bajo tutela. Preguntas si el altruismo sirve de “instrumento de reflexionar y actuar para la convivencia en comunidad” y en nuestras publicaciones no encuentras una respuesta clara al respecto, sino una contradicción entre teoría y práctica. Sin embargo, ya con esta pregunta entiendes mal nuestra crítica de la moral.

No estamos buscando máximas del buen obrar, no queremos determinar cómo los seres humanos deberían o tendrían que comportarse para convivir mejor, no elaboramos reglas de comportamiento para el nuevo hombre poscapitalista, sino que analizamos cómo se piensa y se actúa realmente en esta sociedad. Nuestra crítica del altruismo no dice que no sirve para construir una nueva sociedad, sino que sirve muchísimo y hasta es imprescindible para el mundo de la explotación capitalista. La moral es la postura afirmativa hacia los antagonismos de los intereses de esta sociedad, es realmente la alternativa a su crítica.

1.

El imperativo categórico de la moral dice: al actuar no (sólo) pienses en ti, sino siempre (también) en los demás. Este precepto carecería de sentido si no supusiera un antagonismo de los intereses: siempre que yo persiga mi propio bien, descuido el bien de otros, hasta lo perjudico o lo impido; en cambio cuando me dedico al bien de otros, el mío se queda más o menos en la estacada. Este antagonismo es enteramente otra cosa que una ocasional incompatibilidad de intereses, como la educación cívica lo quiere insinuar con ejemplos de conflictos interpersonales, como que uno quiere escuchar música a todo volumen mientras que el vecino quiere descansar. Pero tampoco es que las necesidades humanas fueran de por sí incompatibles. Este antagonismo es omnipresente y necesario sólo en la sociedad de la propiedad privada, cuyos miembros ganan dinero aprovechándose de la necesidad de los demás para su provecho exclusivo. Tú mismo mencionas que los trabajadores asalariados que no poseen nada aparte de sí mismos son “aprovechados” por individuos que poseen los medios de producción “para que éstos se enriquezcan”. Tienen que incrementar los patrimonios de los ricos, permitirles ganar más dinero que el salario que les pagan, para tener derecho a ganarse su propio sustento. En este sistema, todo lo demás se califica de “antieconómico” y “no rentable” y se suspende. Su papel económico lo desempeñan los asalariados tanto mejor cuanto más trabajan por hora y cuanto menos se les paga a cambio como salario. Pagarles menos les hace más rentables para sus empleadores. Cuando éstos hacen lo necesario para la rentabiliad de su capital, no se trata de un comportamiento antiético. Aprovechar la mano de obra de esta manera está ante todo en el legítimo derecho del propietario capitalista, e incluso es necesario para conservar el patrimonio existente. En segundo lugar, con respecto a la postura ética, el capitalista no se distingue para nada de sus empleados: ellos también aprueban el contrato laboral exclusivamente porque piensan en su propio bolsillo y buscan su provecho particular tal y como lo hace el capitalista. La diferencia no está en las máximas morales, sino únicamente en los recursos económicos de los que disponen las partes contratantes cuando persiguen sus intereses en la competencia.

Esta competencia no podría existir como principio de la interacción social y dejaría de existir enseguida si no se complementara por la moderación de los antagonismos y la limitación del mutuo detrimento. El hecho de que los intereses privados en la sociedad capitalista se toleren unos a otros, y de que su antagonismo no destruya el sistema entero, lo garantiza el Estado con su monopolio de fuerza: la misma instancia que primero obliga a los ciudadanos a perseguir sus intereses de forma privada y los autoriza a oponerse unos a otros, también les impone límites –no para que nadie sufra perjuicios, sino para que el orden capitalista se conserve y sea productivo–. Con la autorización y la limitación legales de los intereses queda definida la organización capitalista de la sociedad: se establece que el materialismo del ser humano, su esfuerzo por el provecho, por la satisfacción de sus necesidades y por la comodidad, no puede tomar otro camino que no sea el del interés privado, que estorba y contraría otros intereses privados.

Los gobernados aceptan ser obligados a intereses monetarios y privados. Los hacen suyos, simplemente porque es la manera legalmente permitida de perseguir su materialismo. Y aceptan los límites que la ley establece para sus intereses, pues sólo bajo esta condición están autorizados a buscarse el provecho. Obedecen las leyes no sólo porque las infracciones se sancionan por la fuerza, sino porque reconocen que su libertad termina donde empieza la libertad de otros, y que su provecho particular tiene que ser limitado para que pueda ser perseguido. De esta manera subjetivizan las quintaesencias del derecho estatal en forma de virtudes a las que se sienten comprometidos cuando compiten por su provecho. Como individuos morales, la gente más obediente, que se somete a todo, obedece exclusivamente a sí misma, y adopta la posición de vigilante y apóstol de la moral frente a su entorno cercano y lejano: ¿a los demás se les está permitido lo que hacen? ¿Se someten a la decencia debida y a las buenas costumbres tal y como lo hago yo? Hay mucho que juzgar en este asunto porque individuos morales tienen alternativas en la forma de desempeñar sus papeles sociales: uno puede aprovechar todas las posibilidades legales de enriquecerse hasta los límites y más allá; un conciudadano orientado al consenso, sin embargo, se esfuerza por no perjudicar intereses ajenos más de lo realmente necesario y hace concesiones cuando se las puede permitir. Después de ganar dinero y más allá de la esfera económica, contemporáneos con conciencia social ayudan a los prójimos que fracasaron en la lucha competidora y sacrifican tiempo y dinero para ello. En esta sociedad hasta la más normal empatía humana no se puede dar por supuesta: ¡la empatía cuesta! La unión de decencia y afán de éxito, practicada con más o menos consideración, no es desde luego una negativa a los antagonismos objetivos de los intereses en la sociedad capitalista, ni mucho menos la eliminación de éstos; más bien es la manera como estos antagonismos son practicados por individuos libres y conscientes de sí mismos, determinando así el contexto social.

La moral pone esta relación patas arriba: una vez convertidas las limitaciones legales en convicciones suyas, los ciudadanos libres siguen en su interacción social exclusivamente su norte moral al ponderar en cada caso la legitimidad de las pretensiones propias y ajenas. Desmienten seguir simplemente las necesidades objetivas de sus fuentes de ingresos capitalistas y atribuyen las contradicciones de éstas a la naturaleza contradictoria del ser humano. Están convencidos de que es el comportamiento egoísta de los queridos conciudadanos lo que produce los antagonismos, y a la inversa de que un comportamiento responsable, si se practicara, impediría que los intereses fueran antagónicos. Siempre les importa el individuo y su moral; en todas las sociedades y clases –dicen– “hay buenos y malos”. Pero ya los preceptos morales que reclaman concesiones y consideración al perseguir los intereses revelan que su naturaleza antagónica se da por supuesta y no se pretende eliminar. El ideal moral sólo promete que los intereses, antagónicos por naturaleza, podrían coexistir si la gente se restringiera.

Demostrar públicamente la propia modestia y obligar a otros a mostrar la misma desde luego no tiene que ver con una renuncia al propio interés, sino que es la forma moralmente debida de perseguirlo y de llevar a cabo los antagonismos. Uno reclama que el otro muestre decencia, consideración, solidaridad, en total, valores que se deben respetar entre personas civilizadas – y esto sólo porque quiere que el otro limite su interés para que el suyo propio quede en primer plano. A la inversa uno insiste en siempre haber pensado ya, hiciera lo que hiciera, en los afectados de su actuar, incorporando la consideración necesaria, para reclamar de esta manera vía libre para su interés: no hay reparos justificados que se pudieran poner en contra. Por un lado personas morales sostienen reconocer por convicción los frenos que les impone la ley y ponerlos encima de sus intereses. Por otro lado emplean su disposición a renunciar a las formas desconsideradas de imponer sus propios intereses como medio para la consecución de estos intereses. En esta contradicción hacen una distinción interesada: con respecto a sí mismos hacen mucho alarde de guardar respeto por convicción, entre los demás descubren lo mismo como una hipocresía. Así que la conciencia de la honestidad no es un impedimento para el mutuo detrimento, sino la buena conciencia que lo acompaña: los miembros de esta sociedad tienen todo el derecho de hacer lo que hacen, y no son injustos con nadie cuando buscan su provecho – siempre y cuando puedan justificar su actuar ante sí mismos y otros con fundamentos morales, o sea siempre que puedan “asumir la responsabilidad” para ello. Y esto lo puede cualquiera. Pues no requiere más que el ejercicio fácil de asegurar no haber olvidado de comprobar si el objetivo propio anda conforme a los principios morales. El empresario, por ejemplo, que despide a trabajadores para reducir sus costes laborales y aumentar su margen de beneficios, no se olvida de justificar todo ello con su responsabilidad por la gente que depende de él: si él no se hubiera hecho cargo de los costes y de la competitividad de su empresa, aún más puestos de trabajo estarían ahora en juego. Lamentablemente “tiene que” –dirá– recortar el sustento a alguna gente para salvarles a otros su fuente de ingresos. Como este empresario, todos justifican lo que hacen. Médicos, políticos y trabajadores normales cultivan una conciencia de lo que rinden para otros y el bien común y de que a cambio tienen derecho a lo que consiguen tirar para su bolsillo en la lucha competidora.

Aún no hablamos de egoísmo y altruismo, porque estos “-ismos” no son elementos de la moral practicada, sino inventos ideológicos creados por la práctica moral de sentenciar y desaprobar comportamientos: se valora la gente y su obrar reduciéndolos a una de dos orientaciones fundamentales contrarias: ¿uno sólo piensa en sí mismo o también piensa en el bien de otros? Esta pregunta divorcia lo que en la realidad moral siempre va unido, porque como ya mencionamos la moral no es el contrario del interés, no está más allá de él, sino que es la reconocida subordinación a las leyes del poder estatal. La pregunta de si una situación es o no un caso de egoísmo o altruismo juzga mal los dos lados del contradictorio materialismo privado del capitalismo.

Aisladas así, las alternativas radicalizadas de la postura moral no son más que abstracciones absurdas en sí: el reproche del egoísmo recrimina a un individuo el poner los ojos sólo en su propio interés y no a la vez en relativizarlo, condición previa para que sea un interés socialmente reconocido. Sin frenos un interés –sea cual fuere su contenido– es una manía asocial. Según este reproche lo criticable no es lo que una persona quiere (e impone contra otros), sino que el pecado es la intención de querer algo para sí misma sin querer a la vez su negación: el materialismo de por sí se recrimina como malo. A la vez, los críticos del egoísmo saben que por supuesto ellos mismos quieren realizar sus intereses – y no su negación. Pero se permiten la interpretación de que tendrían que renunciar al materialismo si quisieran ser verdaderamente buenos.

El altruismo, el opuesto ideal positivo, declara la abnegación, la renuncia y el sacrificio como atributos del hombre perfecto. También en un mundo altruista importaría mucho el bienestar, pero paradójicamente nunca el propio, sino siempre el ajeno. Los idealistas morales saben con toda certeza que no pueden renunciar al egoísmo, y con la misma seguridad saben que no pueden vivir el altruismo. Los individuos excepcionales que parecen practicar esta postura –médicos en la selva y monjas misioneras: “¡Quiero servir, no ganar!”– son considerados bonachones ajenos al mundo o se hacen directamente sospechosos de entregarse a una forma de egocentrismo extremadamente peculiar. Dondequiera que el altruismo aparezca como motivo real del obrar, levanta sospechas.

En los ideales de la moral los individuos en la sociedad burguesa, anticríticos frente a los sistemáticos antagonismos de los intereses de su modo de producción, se construyen una crítica del ser humano y desarrollan una imagen de la “buena convivencia” de la que ellos mismos saben que es ajena a este mundo y que está condenada a seguir siendo un ideal. Se permiten la conciencia de que viven de una manera equivocada, pero que imposiblemente pueden vivir de otra manera por ser ellos mismos seres tan equivocados.

2.

Tú mismo te quedas en la esfera del pensar y sentenciar moral cuando intentas comprender el sentido y la justificación de acciones mediante su reducción a motivos altruistas o egoístas. En vez de examinar el contenido de nuestros discursos y artículos te dedicas a estudiar nuestros motivos y crees que el punto clave lo tienes claro cuando puedas decir si actuamos o no con buenas intenciones. 

Nuestros esfuerzos por criticar el capitalismo, en los que no se puede descubrir un provecho monetario y privado, te los explicas como un acto desinteresado. Pero nada más descubrir que según tus coordenadas se trata de altruismo, que por razones incomprensibles no admitimos, la cosa se te hace cuestionable: ¿acaso no existe el verdadero altruismo? “¿Qué es lo que me molesta de la explotación de los obreros, si yo mismo no soy uno de ellos?” ¿Por qué hay quienes se comprometen a favor de intereses ajenos sin estar afectados? ¿A lo mejor frente a los trabajadores se hacen los ilustrados, les convencen de un descontento y un sufrimiento que éstos ni siquiera tienen? El marxista ennoblecido en altruista pronto se convierte en un autonombrado tutor y su diagnóstico, en una conclusión posiblemente equivocada del propio nivel de pretensiones a lo que otros tendrían que esperar de la vida. Pues bien, si los obreros criticaran la explotación, tendrían un creíble motivo egoísta; pero ya sabemos que ellos no ven su situación así. Quienes la ven así, sin embargo, no están en esta situación, y no tienen por tanto razones propias, o sea en el fondo no tienen razones algunas, para criticar: con tu pregunta de quiénes tendrían motivo, razón y derecho para denunciar la explotación, hasta niegas la objetividad de ésta.

Esto también te hace imposible entender nuestra relación hacia los explotados. No nos motiva ni una representación altruista, ni la compasión, ni una simpatía por los desfavorecidos. Estamos criticando a esta gente. Sobre todo no le convencemos de un descontento que no tienen, sino que criticamos las interpretaciones morales que dan a su descontento: su anhelo de justicia que los poderosos en el Estado y la economía deberían traerles, su ira sobre los malos gerentes y los políticos profesionales que no dominan bien su supuestamente beneficioso cargo, su orgullo por su honestidad proletaria y la seguridad de que por lo menos ellos no hacen nada mal si hacen lo que los otros les mandan hacer.

Tu carta se interesa poco por nuestra crítica del capitalismo, de sus participantes y sus costumbres, y mucho más por los motivos que nos conducen a ella. Esta distinción es equivocada, porque la crítica contiene todo lo que se necesita para “motivar” el rechazo a este modo de producción. Hay que ver que tu reducida quintaesencia –“los obreros son explotados”– resume insuficientemente nuestra crítica. Pues no es que una parte de la población fuera explotada para el beneficio de los dueños del capital, mientras que la parte restante no se viera afectada por ello y viviera en la opulencia. La finalidad económica de convertir dinero en más dinero domina el proceso vital completo de la sociedad; y los obreros simples no son los únicos que dependen del sueldo. Quien logra conquistar un mejor puesto en la jerarquía profesional como empleado o autónomo, se gana una actividad con menos desgaste y un ingreso mayor desempeñando todo tipo de funciones para la explotación del pueblo llano y trabajador. Entre otras, consisten en prepararlo para su papel social (profesores), mantenerlo en forma (médicos), hacerlo productivo en su puesto de trabajo (ingenieros), calcular los costes que representa para las empresas y obligarlo con dinero y mando a rendimientos rentables (economistas), administrarlo en instituciones sociales (funcionarios) y vigilarlo en general (la justicia con sus órganos). Nadie escapa de la relación de explotación –sea como autor-colaborador o como víctima o en los dos papeles a la vez–. La lucha por el dinero también domina la vida de las personas mejor remuneradas; y la crítica de este fetiche del poder privado de disponer sobre las potencias de la sociedad no es ni equivocada, ni superflua, sólo porque hay quienes lo tienen en suficiente cantidad.

Estar afectado por las circunstancias capitalistas no es un privilegio de pocos. Pero no es esto lo que importa, sino las conclusiones que uno saca de ello. Y sólo hay un criterio que se debe aplicar para juzgar las conclusiones derivadas: las afirmaciones críticas deben ser correctas. 

En este aspecto, todo depende de si uno piensa limitar la reflexión necesaria sobre el mal que le molesta a condenarlo ante la norma de lo moralmente debido y encima cree que no hay razón de ser para lo que no debería ser si sólo la gente se esforzara y frenara su egoísmo. Abundan los llamamientos a la solidaridad y las reivindicaciones de lo que debería ser y lo que no; llevan acompañando la sociedad capitalista desde sus inicios y sólo sirven para una cosa: con ellos el crítico proclama estar en lo firme. Él mismo está lleno de buenas intenciones, mientras que los demás echan a perder la convivencia.

La crítica marxista no lamenta que el mundo no es como debería ser, sino que explica por qué es como es. Reduce los mismos males que todos lamentan a sus causas y comprueba su necesidad a base de cómo funciona esta sociedad. Esto sirve por lo menos a que los que se molestan de estos males sepan qué hay que combatir y qué hace falta para acabar con ellos.

En esta reflexión nos dimos cuenta de una cosa: puede que haya diversos individuos que quieran acabar con el capitalismo, pero sólo los asalariados pueden hacer lo necesario para llevarlo a cabo: con su trabajo sostienen y reproducen continuamente el poder económico y político que les obliga a rendir sus servicios. No sólo tendrían buenas razones, sino también los medios para acabar con el sistema que nos disgusta. Ahí tienes la razón por la cual “siempre” hablamos sobre la situación económica de los obreros y no paramos de intentar convencerlos.