Análisis de la edición "GegenStandpunkt" 2-98

Una crítica marxista del

Manifiesto Comunista –
mal fundamentado, algo hipócrita y políticamente más bien tramposo.

Nota preliminar a propósito del sesquicentenario del Manifiesto Comunista:
«Un fantasma recorre Europa...»

Si no estuviéramos en el año del sesquicentenario de este antiguo escrito de agitación de Marx y Engels, nadie lo lloraría. Pero el pensamiento crítico de la opinión pública democrática no podía resistir al encanto de los aniversarios, y procedió a la retrospección y valoración crítica de esa obra temprana de los «padrinos del comunismo». De las consecuencias tardías de la obra no sabe decir nada bueno, y ahora menos que nunca: desde la desaparición del poder soviético, consideran su sistema cada vez más como un crimen. Como vencedor de la historia, pero, el espíritu de Occidente sí encuentra como «interesante» alguna que otra cosa por la que tan amenazado se sentía hasta hace poco, y que, por tanto, debía tomar más en serio de lo que quería.

Con todo, los autores del Manifiesto Comunista no tenían nada «interesante» que ofrecer en ese sentido, sino otra cosa bien distinta: que la producción capitalista de riqueza conduce a la miseria mundial de los trabajadores. Según ellos, una contradicción insoportable que reclama ser resuelta. Y una tarea que, por cierto, no se resuelve por sí sola; de no ser así, obviamente bien se hubieran podido ahorrar la redacción de un Manifiesto. Estaban convencidos de la necesidad de una revolución proletaria en el sentido de que es, pues, necesario hacerla.

Pero en esto, justamente, el Manifiesto Comunista resulta un tanto criticable.

Capítulo 1: «Burgueses y Proletarios»

a) La caracterización de la burguesía

El Manifiesto arranca con una visión global de las relaciones sociales que el modo de producción capitalista arroja sobre el mundo. El motivo de los autores es evidente: determinar el enemigo de clase. Una nueva clase dominante forja un mundo «a su imagen y semejanza». Su materialismo, que es el del dinero, no sólo impulsa dicha clase al desplazamiento de las relaciones tradicionales, sino también a la revolución permanente de las relaciones que ella misma genera:

«La época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las demás por el constante y agitado desplazamiento de la producción, por la ininterrumpida conmoción de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una dinámica incesantes.»

La burguesía recibe su poder para desplazarlo todo, pues, de la fuerza del Estado, siendo ésta última a la que se refiere Marx en el Manifiesto como el «Consejo de Administración que rige los intereses colectivos de la clase burguesa». Esto sucede, además, a costa de la igualmente novedosa clase trabajadora: los asalariados son las víctimas necesarias de un modo de producción en el que la creación de una riqueza gigantesca se basa en la pobreza de aquellos que la producen. Nace, entonces, un antagonismo de clase sin precedentes, o, una forma especialmente «escandalosa» de «explotación».

Hasta aquí la referencia de los autores a los hechos. Pero para explicar éstos, ¿por qué se les ocurre dar una sinopsis de la historia humana, recogiendo todas las observaciones correctas acerca de la burguesía en una teoría sobre un principio de evolución histórica, presuntamente eterno, al estilo de «toda la historia de la sociedad humana, hasta el día, es una historia de lucha de clases»? ¿Qué sentido tiene asegurar que «la moderna burguesía es, como lo fueron en su tiempo las otras clases, producto de un largo proceso histórico, fruto de una serie de transformaciones radicales operadas en el régimen de cambio y de producción»? Aun si fuera verdad que «opresores y oprimidos [han estado] frente a frente siempre, empeñados en una lucha ininterrumpida, velada unas veces, y otras franca y abierta, en una lucha que conduce en cada etapa a la transformación revolucionaria de todo el régimen social o al exterminio de ambas clases beligerantes», ¿de que serviría señalar lo que, supuestamente, siempre ha sido así para explicar la idiosincrasia de un régimen de producción nuevo y revolucionario?

Con situar el nuevo Poder burgués en una historia general de la explotación humana, Marx y Engels ofrecen una clasificación que, de hecho, no cuadra siquiera con lo que ya sabían del asunto. No sólo que el triunfo de la burguesía capitalista sobre las viejas relaciones de producción feudales, tan elocuentemente destacado por ellos, difícilmente puede ser confundido con un levantamiento de oprimidos contra opresores, sino que también saben decir cosas muy diferentes sobre nuevo antagonismo de clase, inaugurado por la burguesía victoriosa, como para que se tratara de una reedición del viejo relato sobre «el hombre libre y esclavo, patricio y plebeyo» etcétera. Denuncian, pues, una clasificación entre pobre y rico, arriba y abajo totalmente novedosa, y una causa de pobreza que antes nadie se hubiera imaginado:

«En esas crisis se desata una epidemia social que a cualquiera de las épocas anteriores hubiera parecido absurda e inconcebible: la epidemia de la superproducción. La sociedad se ve retrotraída repentinamente a un estado de barbarie momentánea; se diría que una plaga de hambre o una gran guerra aniquiladora la han dejado esquilmado, sin recursos para subsistir; la industria, el comercio están a punto de perecer. ¿Y todo por qué? Porque la sociedad posee demasiada civilización, demasiados recursos, demasiada industria, demasiado comercio.»

El absurdo capitalista de que la abundancia producida engendre miseria de la manera más directa, lo señalan correctamente. Por tanto, saben ya en el momento de la imposición de estas nuevas relaciones de producción que la pobreza mundial, un resultado necesario de la propiedad privada, no tiene nada que ver con las hambrunas de épocas anteriores, con la penuria de alimentos. Sin embargo, subordinan esta conclusión al aserto de que esto, a fin de cuentas, siempre ha sido así, reduciéndola al tópico abstracto que sigue:

«A un cierto nivel de desarrollo […] las fuerzas productivas y las relaciones de producción se contradicen unas con otras.»

Según ellos, es esta contradicción la que hizo desaparecer al feudalismo, y que ahora, en última instancia, es la causa de la caída de la burguesía:

«Las condiciones sociales burguesas resultan ya demasiado angostas para abarcar la riqueza por ellas engendrada... Las armas con la que la burguesía derribó el feudalismo se vuelven ahora contra ella.»

Ahora, sorprendentemente, ya no es tanto la «lógica» perversa según la cual funciona el circo burgués que los autores reconocen en las crisis capitalistas, con la sobreproducción por un lado y las hambrunas por el otro sino, más bien, una obligatoriedad histórica según la cual la burguesía, con su triunfo, ya estaría preparando, ipso facto, su propia caída.

Es el mismo Marx quien, en su Crítica de Economía Política, proporciona la crítica de esta idea. Cuando analiza los términos de la crisis capitalista en el capítulo 15 del tercer volumen del Capital, ya no habla de que las condiciones se volvieran demasiado angostas para la riqueza que éstas engendran. Ahí explica detalladamente que la riqueza capitalista se destruye en tiempos de sobreacumulación para reiniciar el mismo juego con «condiciones de producción ampliadas, con un mercado ampliado y fuerzas productivas de escala mayor». Periódicamente, la sobreacumulación devalúa y destruye fuerzas productivas, poniendo así las bases para el ciclo siguiente o, en palabras del Manifiesto, para «la conquista de nuevos mercados y la más profunda explotación de los existentes». Esto, sin embargo, no es una crisis del capitalismo, ni mucho menos el principio del fin, inevitable por la inconmensurabilidad entre las fuerzas productivas y las «relaciones de propiedad burguesas».

No obstante, justamente esta afirmación de una necesidad histórica, de que el fracaso de la burguesía resulte de sus propios logros, el Manifiesto la tiene en gran estima; el mismo Manifiesto Comunista que, además, pretende dar inicio a una revolución proletaria, asumiendo, entonces sí, que el dominio de la clase capitalista no se acaba por sí solo. Sin embargo, acto seguido, los autores desmienten este punto de partida de su propia práctica también en otro sentido: atribuyen al dominio de «las relaciones de propiedad burguesas» el logro magnífico de hacer imposible tener una falsa conciencia del mismo, esto es, una aquiescencia basada en ideas falsas. Contemplando la sociedad existente –dicen–, ya no cabe hacerse ilusiones sobre el antagonismo entre explotadores y explotados.

«[La burguesía] sustituyó, para decirlo de una vez, un régimen de explotación, velado por los cendales de las ilusiones políticas y religiosas, por un régimen franco, descarado, directo, escueto de explotación... Todo lo que se creía permanente y perenne se esfuma, lo santo es profanado, y, al fin, el hombre se ve constreñido, por la fuerza de las cosas, a contemplar con mirada fría su vida y sus relaciones con los demás.»

En el campo de la formación de conciencia, atribuyen efectos a la sociedad burguesa que, simplemente, no son reales: justamente el capitalismo, es decir, la relación entre patrón y obrero, o, en jerga moderna, entre empresario y empleado, nos constriñe a ver la explotación como tal, desnuda y escueta, ¡«por la fuerza de las cosas»! Aunque bien sea cierto que la burguesía somete al mundo bajo su materialismo del dinero, y al resto de la sociedad, bajo el régimen de la servidumbre asalariada, ello no significa, pues, que desaparezcan las ideologías sobre esta relación de producción junto con sus «sociedades competitivas» y «mercados libres». Sin embargo, esto es lo que nos asegura el mismo hombre que, años más tarde, explicaría el «fetiche de la mercancía», exponiendo lo siguiente en el capítulo correspondiente del primer volumen de El Capital:

«Trasladémonos [...] a la tenebrosa Edad Media europea. Aquí [...] lo que constituye la forma directamente social del trabajo es la forma natural de éste, su carácter concreto. El trabajo del vasallo se mide por el tiempo, ni más ni menos que el trabajo productivo de mercancías, pero el siervo sabe perfectamente que es una determinada cantidad de su fuerza personal de trabajo la que invierte al servicio de su señor. El diezmo abonado al clérigo es harto más claro que las bendiciones de éste. Por tanto, cualquiera que sea el juicio que nos merezcan los papeles que aquí representan unos hombres frente a otros, el hecho es que las relaciones sociales de las personas en sus trabajos se revelan como relaciones personales suyas, sin disfrazarse de relaciones sociales entre las cosas, entre los productos de su trabajo. [...] Aquellos antiguos organismos sociales de producción son extraordinariamente más sencillos y más claros que el mundo burgués.» (El Capital, capítulo 1.4)

El «viejo» Marx, claro está, sabía más que el «joven». Pero este último tampoco era zurdo. Entonces, ¿por qué se le ocurrió afirmar que, con la victoria burguesa, a todos se les revelaría «el régimen franco, escueto de explotación» con tanta claridad como a él? Ante la exasperación de las luchas obreras, parece que él y su compañero Engels se percataron de que el proletariado sencillamente no podía sobrevivir sin rebelarse contra la burguesía. La resistencia de la clase obrera emergente fue la reacción a unas condiciones de vida que hasta los adeptos más firmes de nuestra «economía social de mercado» reprueban como «capitalismo manchesteriano». Que la soberanía de la propiedad privada no deja perspectivas para sobrevivir a los trabajadores, es decir, que su supervivencia depende de la lucha contra la burguesía, era, por tanto, una evidencia. A partir de esta observación, de que los trabajadores no sólo tenían que (sobre)vivir del trabajo asalariado sino, además, luchar por ello, Marx y Engels llegaron a la atrevida conclusión de que el proletariado, tal y como existía en aquel entonces, ya era, en el fondo, un movimiento revolucionario. Visto así, a los proletarios en lucha sólo había que informarles del verdadero sentido de su lucha y de la inevitabilidad de su victoria, también porque esta última es de su interés, pero mucho más porque armoniza con esa tendencia histórica de la autoaniquilación de la burguesía.

Es, pues, difícil imaginarse algo más contraproducente que querer incitar a una clase explotada a la revolución de esa manera. De ahí que, siguiendo en el texto, quede, asimismo, un tanto dudosa

b) La caracterización del proletariado.

«Y la burguesía no sólo forja las armas que han de darle la muerte, sino que, además, pone en pie a los hombres llamados a manejarlas: estos hombres son los obreros, los proletarios.»

Aun 150 años más tarde, este tipo de metáforas hace que los literatos unidos de todas las naciones culturales se vean obligados a elogiar el Manifiesto por la «fuerza de sus palabras» y su «prosa magnífica». Nosotros, en cambio, le perdonaríamos su lenguaje enfático si por lo menos acertara en el mensaje, es decir, si Marx y Engels pretendieran decir: 'si aludimos a una derrota de la burguesía, «inevitable» por los antagonismos que ella misma engendra, o a un «camino de la historia» hacia la revolución proletaria, es porque nos gustan los artilugios retóricos. En realidad, todo depende de que la clase trabajadora, producto propio del capitalismo, sepa tomar la decisión correcta ante esta situación, y que alcance la victoria sobre la burguesía renunciando a prestarle los servicios por los cuales ésta necesita a aquélla.' Sin embargo, así no sigue el texto. Después de concluir que el mismo proletariado, aquella clase de los trabajadores asalariados, es producto de la economía capitalista emprendida por la burguesía, señalan, eso sí, algunas de las facetas del día a día de la explotación moderna y de la clase explotada, complementando el cuadro de las actividades globales y revolucionarias de la burguesía: que esta clase obrera moderna «sólo puede vivir encontrando trabajo y que sólo encuentra trabajo en la medida en que éste alimenta a incremento el capital», que se desgasta en la fábrica como un «simple resorte de la máquina», y que su sueldo no la enriquece, sino a toda una cuadrilla de figuras bien conocidas («el casero, el tendero, el prestamista», etc.). No obstante, se refieren al estado de dependencia, en el que se encuentra dicha clase, sólo para poder afirmar que aquella clase, inevitablemente, no se conformará con dicho estado, como si Marx y Engels no hubieran sabido que el proletario moderno se dedica, primera y plenamente, a arreglárselas con los fines y causas de su dependencia. El hecho es que los autores del Manifiesto, tanto en cuanto teóricos como agitadores, aquí no se molestan en centrar su atención en el triste interés –por empleo y salario– que liga a la clase trabajadora con sus explotadores, como sí lo harían más tarde, en cambio, en la Crítica del programa de Gotha de la socialdemocracia alemana. Dicen que el salario no conviene ni siquiera como recurso para sobrevivir. Pero, paradójicamente, no ven razones algunas ni para considerar a aquellos hombres –a los que la burguesía «pone en pie»– como personas que, ante la falta de un recurso mejor, juzgan su propia situación desde el punto de vista de ganarse la vida trabajando por salario, terminando por asumir su papel de perros guardianes de la mano que las explota, ni mucho menos para criticárselo. Que el proletariado sea un producto de la burguesía lo interpretan, contrariamente, como sinónimo de que el proletario ya es por sí mismo de una naturaleza luchadora contra la burguesía. Y si no lo es en la práctica, entonces un tanto más en la retórica de esa tendencia histórica que tanto resuena en las páginas del Manifiesto. Esta tendencia les permite, pues, celebrar y justificar absolutamente todo lo que, en realidad, desaprueban:

«El proletariado recorre diversas etapas antes de fortificarse y consolidarse. Pero su lucha contra la burguesía data del instante mismo de su existencia.»

Es, entonces, inevitable que los proletarios, esos «hombres» cabales, se alcen contra la burguesía; como si estar inmerso en las relaciones capitalistas y renunciar a ellas fuera lo mismo. Los proletarios son la encarnación de aquella teoría contradictoria de que la burguesía adelanta su propia caída desarrollando las fuerzas productivas. Hemos aquí, pues, el sentido y la significación que los autores del Manifiesto otorgan a su descubrimiento de que la burguesía misma produce el proletario moderno. Todas las advertencias sobre fines y causas del perjuicio para la clase trabajadora en este sistema son sometidas a una sola idea general: el proletariado es el ejecutor de la ya inevitable caída de la burguesía.

Aquí, Marx y Engels no juegan limpio en cuanto a la categoría de la «necesidad histórica». Las circunstancias de la sociedad capitalista, claro está, actúan como leyes, independientes de la voluntad de los hombres, y éstas son, pues, las de la explotación de una clase que trabaja por el salario. Y por eso, precisamente, no existe ninguna necesidad en forma de ley que ponga fin a dichas circunstancias. En cambio, existe una necesidad práctica de la revolución proletaria, porque en este sistema la vida de la clase trabajadora significa afanarse y nunca medrar: sólo podrá liberarse de su destino político-económico de servir a la burguesía capitalista como instrumento de lucro, dependiente y explotado, si renuncia a las relaciones del trabajo asalariado. No hay nada que obligue a los proletarios a hacerlo, sólo que, para prosperar, no les queda otra alternativa. Para huir de la explotación, tienen que hacer la revolución proletaria, derrocar el régimen de producción capitalista. Para los autores del Manifiesto, sin embargo, esta necesidad no parece ser motivo suficiente; insisten en que por lo irremediable de la situación proletaria, el régimen de explotación capitalista, en su totalidad, terminará firmando su propio fin «natural», o, por así decirlo, encaminará su propia liquidación. Y aquella frase que enfatiza las «armas» manejadas por los proletarios, en realidad, tampoco se refiere a las armas que los trabajadores debieran coger sino, una vez más, al «antagonismo entre fuerzas productivas y relaciones de producción», y es ésta la idea que Marx y Engels consideran importante para el curso de las luchas proletarias. Cada vez que hacen referencia en el Manifiesto Comunista a la situación de la clase obrera, se esfuerzan en explicar la «necesidad histórica de la lucha de clases» como un mecanismo que supuestamente obliga a los proletarios a ir por el camino revolucionario. ¡Vaya mecanismo que, además, sólo puede ser obra del mismísimo enemigo de clase!

A partir de esto, el Manifiesto construye su imagen de una clase obrera «necesariamente» combativa y, por ende, triunfadora:

«Sin embargo, el desarrollo de la industria no sólo nutre las filas del proletariado, sino que las aprieta y concentra; sus fuerzas crecen, y también crece la conciencia de ellas...; Las colisiones entre obreros y burgueses aislados van tomando el carácter, cada vez más señalado, de colisiones entre dos clases. Los obreros empiezan a coaligarse contra los burguesas, se asocian y unen para la defensa de sus salarios. Crean organizaciones para pertrecharse en previsión de posibles batallas.... El verdadero objetivo de estas luchas no es conseguir un resultado inmediato, sino ir extendiendo y consolidando la unión obrera... Gracias a este contacto, las múltiples acciones locales, que en todas partes presentan idéntico carácter, se convierten en un movimiento nacional, en una lucha de clases... Esta organización de los proletarios como clase, que tanto vale decir como partido político, se ve minada a cada momento por la concurrencia desatada entre los propios obreros. Pero avanza y triunfa siempre, a pesar de todo, cada vez más fuerte, más firme, más pujante.»

El trabajo no sirve para poder vivir del mismo; aparte de trabajar, los trabajadores están obligados incluso a luchar para que los capitalistas les concedan lo necesario para vivir, no dejándoles otra que cerrar filas. Por esta razón se formaron las coaliciones proletarias, que posteriormente desembocarían en el sindicalismo, lo cual deja constancia de la finalidad de éstas: las uniones trabajadoras no tenían –ni tienen– otro objetivo que poder vivir, mal que bien, del salario. Con la perpetuación de las condiciones del trabajo asalariado, por tanto, su propósito se ha dado por cumplido, y se suspende la lucha hasta percatarse de que la misma sólo ha rendido frutos pasajeros, volviéndose a confirmar la necesidad de recurrir a la resistencia, o sea, más de lo mismo. Y no es que el Manifiesto no hable de eso. Sólo que la verdad de aquellas luchas de las coaliciones proletarias le sabe a poco, y se empeña en ver aquéllas como inicios de la revolución proletaria, de la abolición del sistema salarial. Por esta razón, a los autores les resulta imposible admitir que, después de cada lucha para defender lo logrado, continúe, acto seguido, la rutina salarial. El éxito de una lucha equivocada lo interpretan como si la organización revolucionaria, ganando terreno de forma natural y continua, «se viera minada» una y otra vez –por las razones que fueran, y en caso de duda: ¡por las del «desarrollo»!–, tan sólo para luego renacer con más fuerza. De ahí que, evidentemente, no haya necesidad de señalar algunas buenas razones por las que los proletarios, aparte de librar una y otra vez las mismas batallas necesarias para defender lo logrado y crear las correspondientes alianzas mínimas, deberían proponerse otro objetivo bien distinto y formar entre ellos la «coalición» necesaria para lograrlo. En lugar de eso, justamente el Manifiesto comunista afirma que nadie más y nadie menos que la burguesía impele a los trabajadores a la unión revolucionaria con cada vez más fuerza y a una escala cada vez mayor:

«Los progresos de la industria, que tienen por cauce automático y espontáneo a la burguesía» –¡recuérdese que, al principio del capítulo, esta clase aun se tenía por despierta y revolucionaria!– «imponen, en vez del aislamiento de los obreros por la concurrencia» –¡como si esta última fuera un asunto de la técnica de producción!– «su unión revolucionaria por la organización.» –¡como si los trabajadores no tuvieran primero que decidirse por ello!– «Y así, al desarrollarse la gran industria, la burguesía ve tambalearse bajo sus pies las bases sobre que produce y se apropia lo producido. Y a la par que avanza, se cava su fosa y cría a sus propios enterradores. Su muerte y el triunfo del proletariado son igualmente inevitables.»

La «lógica del desarrollo», que Marx y Engels aplican según les convenga a todo lo que observan en la sociedad, aparece aquí de la manera siguiente: para ellos, «los progresos de la industria» no 'desarrollan' sus fuerzas subalternas hasta convertirlas en el pelotón proletario que de hecho existe, sino «el desarrollo», tal y como lo definen, no descansa hasta llegar al momento en el que los autores aluden, finalmente, a la sentencia metafórica, tan famosa por su «fuerza poética», de los «sepultureros de la burguesía». Y ésta es, entonces, la «explicación» que el Manifiesto considera imprescindible comunicar a los trabajadores: su lucha nunca puede ser equivocada; lo único que hace falta para vencer a la burguesía es que sus víctimas se unan, y a partir de ahí, la cosa viene rodada...

Cualquier lucha trabajadora, cualquier avance en la lucha por la conservación del proletariado sólo puede ser, por tanto, un paso más hacia la abolición de la burguesía. Y es imposible que no tengan éxito ya que los proletarios son la mayoría:

«Hasta ahora, todos los movimientos sociales habían sido movimientos desatados por una minoría o en interés de una minoría. El movimiento proletario es el movimiento autónomo de una inmensa mayoría en interés de una mayoría inmensa. El proletariado, la capa más baja y oprimida de la sociedad actual, no puede levantarse, incorporarse, sin hacer saltar, hecho añicos desde los cimientos hasta el remate, todo ese edificio que forma la sociedad oficial.»

La cuestión de cómo la burguesía consigue dominar y explotar sistemáticamente esa inmensa mayoría –gobernar una minoría, huelga decirlo, sabe a poco y no es muy lucrativo– no tiene importancia alguna para estos dos teóricos de la lucha de clases. En cambio, sí la tiene el hallazgo prometedor de que la relación numérica existente favorece indudablemente al bando proletario. ¿Para qué, entonces, examinar los objetivos mezquinos por las que se «levantan» los proletarios, y preguntar si realmente hay quien persiga un levantamiento contra esta «sociedad oficial»? Porque una vez que se «incorpore» aquella «capa», «baja» y poderosa en cantidad, no tienen nada de qué reírse, entonces, las capas más finas y bien situadas por encima de ella. Y para que esto suceda, porque ha de suceder, aparece, una vez más, el «desarrollo», aquel sujeto ominoso quien con perseverancia conduce los proletarios a la revolución:

«Al esbozar, en líneas muy generales, las diferentes fases de desarrollo del proletariado, hemos seguido las incidencias de la guerra civil más o menos embozada que se plantea en el seno de la sociedad vigente hasta el momento en que esta guerra civil desencadena una revolución abierta y franca, y el proletariado, derrocando por la violencia a la burguesía, echa las bases de su poder.»

Ésta es, pues, la manera en la que propaga el Manifiesto la interpretación, revolucionaria y llena de expectación, de un error ufano, contrarrevolucionario y muy moderno: de que nacimiento y conservación del proletariado fuera lo mismo que su abolición. Los ideólogos burgueses de hoy no pueden o, más bien, no quieren encontrar ningún proletariado ya que existen trabajadores que no se mueren de hambre. Ya no manda el «capitalismo manchesteriano», al menos no en los centros capitalistas, o al menos no en sus barrios bonitos... Los autores del Manifiesto Comunista, inversamente, descartaban que el capital se dejara imponer a respetar la condición primordial de su propio éxito, a saber, la conservación de una clase obrera funcional a sus demandas:

«[La burguesía] es incapaz de gobernar, porque es incapaz de garantizar a sus esclavos la existencia ni aun dentro de su esclavitud, porque se ve forzada a dejarlos llegar hasta una situación de desamparo en que no tiene otro remedio que mantenerles, cuando son ellos quienes debieran mantenerla a ella.»

Los hechos desmienten lo dicho: esta burguesía domina el arte de gobernar expertamente, y sea de la manera que el proletariado le arranque unas pocas condiciones de supervivencia y una fuerza del orden estatal social imponga al proletariado a sobrevivir funcionalmente con ese salario que cobra. Marx y Engels, cierto es, aún no conocían esa realidad; pero de ninguna manera querían admitir en su Manifiesto que ya las luchas proletarias nunca apuntaban a ninguna otra. La supervivencia, conseguida a través de la lucha, y la victoria de la clase trabajadora sobre sus explotadores, creían, debían ser lo mismo.

De ahí que no nos quede otra que poner el dedo en esta omisión y señalar que, aquí, los compañeros Marx y Engels no simplemente no acertaron sino que, realmente, se quedaron en blanco: ellos, que en la práctica vivieron de cerca la fuerza del Estado y sus maquinaciones, versados, además, en la teoría del Estado –pues sabían, por ejemplo, diferenciar exacta y lúcidamente entre «citoyen» y «bourgeois» en las polémicas con Hegel y Bruno Bauer–, justamente ellos, y justamente en el Manifiesto Comunista, no saben decir nada inteligente acerca del régimen político burgués. Mencionan, eso sí, el Estado burgués moderno como «Consejo de Administración» que controla los asuntos comunes de la totalidad de la clase dominante. Sobre los rendimientos de dicho Consejo, precisamente en cuanto a lo que lo difiere del tenaz interés de la clase burguesa por el enriquecimiento privado; sobre el contenido de los «intereses colectivos» de la clase dominante como tal; sobre por qué su administración no puede prescindir de la fuerza; sobre los servicios del poder público para la conservación del régimen capitalista; sobre todo esto, sin embargo, guardan silencio de modo que, hoy por hoy, cualquier apóstol del Estado de Bienestar puede oponer en tono triunfante que a los trabajadores las cosas ya no les pueden ir mejor. En cambio, lo que a pesar de todo sí se les ocurre decir acerca del régimen político de la burguesía es, justamente, una pobre referencia a su teoría de la caída autoinducida: la burguesía –dicen– necesita el apoyo del proletariado para hacerse con el poder estatal contra las viejas relaciones feudales y para determinar el interés común de la nueva sociedad burguesa, y para conseguirlo, está obligada a suministrar al proletariado «elementos de fuerza» que, a su vez, fomentan inevitablemente la lucha de clases. A los autores del Manifiesto no les extraña lo más mínimo que la burguesía, de hecho, recibiera ese apoyo sin que esto hubiera puesto en peligro a su gobierno. No pierden la confianza en su propia estimación de que así, en principio, la causa revolucionaria ya estará, en mayor o menor medida, en buen camino. ¡Todo lo contrario! El triste hecho de que el proletariado se haya sacrificado a todas luces por sus nuevos señores –tal como es debido para una clase subalterna en un Estado de clase–, lo adjudican, íntegramente, a este mismo dictamen universal: la burguesía está trabajando en su propia caída.

«Las colisiones producidas entre las fuerzas de la antigua sociedad imprimen nuevos impulsos al proletariado. La burguesía lucha incesantemente: primero, contra la aristocracia; luego, contra aquellos sectores de la propia burguesía cuyos intereses chocan con los progresos de la industria, y siempre contra la burguesía de los demás países. Para librar estos combates no tiene más remedio que apelar al proletariado, reclamar su auxilio, arrastrándolo así a la palestra política. Y de este modo, le suministra elementos de fuerza, es decir, armas contra sí misma.»

Los proletarios se dejan movilizar por la burguesía contra la nobleza; como aliados de aquélla, se enfrentan con la de «los demás países», ¡y los autores del Manifiesto Comunista ilustran estas relaciones como «auxilio»! La monopolización de los trabajadores como nacionalistas por parte de la fuerza de Estado, el servicio político del proletariado al Estado burgués lo celebran como un «ardid de la razón» para fortalecer las masas en lucha a través del enemigo de clase. Esto es, al menos, una funesta confusión de quién es el tonto útil de quién en esta constelación. Pero los autores, además, ni tan siquiera se percatan de la otra contradicción, secundaria, de que sus afirmaciones sobre el desinterés absoluto de la burguesía por un sustento del proletariado no pueden ser la historia completa o que, al menos, requieren una modificación, pues las masas asalariadas no sólo importan como factor de producción y de coste, sino también como servil pueblo del Estado. De ahí que, aunque a la burguesía no le preocupe demasiado la alimentación del proletariado, ella cuida de sus perros guardianes bajo el criterio de la supervivencia nacional, es decir, en la medida que los necesita.

Por tanto, no sólo que el Manifiesto carezca de una buena teoría del Estado. El asunto es más grave: Marx y Engels saben muy bien que la burguesía instrumentaliza el proletariado para su gobierno, pero se interesan únicamente por el efecto positivo, esperado pero no alcanzado, de que aquello sólo terminaría dando más fuerza a la clase revolucionaria.

Estos errores, lejos de corregirse, determinan la argumentación en lo que sigue de esta obra.

Capítulo 2: «Proletarios y Comunistas»

Si la sociedad, la lucha de clases y el proletariado son así, ¿qué quieren, entonces, los comunistas? Extraña la respuesta del Manifiesto. Dice que quieren, primero, ¡lo mismo que todo partido obrero! Pero, si esto fuera cierto, ¿de qué serviría, entonces, abrir un partido comunista? Cuán necesaria y por qué Marx y Engels consideran, sin embargo, la formación de un partido propio –la complicidad entre los comunistas y el resto del movimiento obrero en realidad no llega a tanto–, lo dejan muy claro ellos mismos al proceder, en el tercer capítulo, a la crítica de las cabezas de otros movimientos socialistas, en aquel entonces más o menos populares.

Pero extraña todavía más la segunda aserción:

«Ellos [los comunistas] no tienen intereses propios que se distingan de los intereses generales del proletariado. No profesan principios especiales con los que aspiren a modelar el movimiento proletario.»

Los principales teóricos del comunismo escriben un manifiesto, y lo hacen porque creen tener algo importante que decir a los trabajadores, algo que éstos deben tener, pues, muy en cuenta. Y estando en ello, paradójicamente, lo primero que hacen es desmentir todas las diferencias, en cuanto a propósitos, entre sí mismos y las masas a las que dirigen su palabra. Todas las diferencias salvo una, que los comunistas «mantienen siempre el interés del movimiento enfocado en su conjunto», llevando de ventaja al resto de la tropa, además, «su clara visión de las condiciones, los derroteros y los resultados generales a que ha de abocar el movimiento proletario». ¿Qué quiere decir esto? Los unos luchan por inercia y más o menos sin cabeza, y los otros saben tocar la marcha, ¿pero lo principal es que no haya diferencias? Si se necesita a los comunistas para representar «el interés del movimiento en su conjunto», no se puede hablar precisamente de un movimiento «en su conjunto», ni mucho menos se ha dado forma al «interés» de éstos. El interés sólo existe en sus cabezas, esto es, en su programa que pretenden aproximar a los trabajadores. En cuanto a éstos últimos, cabe decir –y esto sí lo saben los autores– que sus pretensiones son más bien mezquinas, y estos militantes de la causa obrera, además, tampoco son conscientes de estar cumpliendo una misión histórica como elemento y parte de un «movimiento en conjunto». A pesar de ello, Marx y Engels insisten férreamente en que las luchas obreras que tienen lugar ante sus ojos no reflejen otra cosa que el interés por una revolución lisa y llanamente proletaria. Sin embargo, con el artificio del «interés general» con el que unifican todas las luchas, en sí intrascendentes, y cuyo guardián son los comunistas, «la parte más decidida, el acicate siempre en tensión de todos los partidos obreros», confiesan, por un lado, que éstas defendían, precisamente, intereses diferentes al de una revolución proletaria como la que ellos planteaban. Y, por otro, niegan esta diferencia entre su punto de vista y aquellos fines que defienden asalariados que luchan «solamente» para mejorar sus condiciones como asalariados. Hacen la vista gorda a que los trabajadores, ajustándose a la competencia a la que el capital los somete, quieran imponerse en ella, incluso sirviéndose de criterios nacionalistas, y afirman, con toda franqueza, que la lucha para imponer los derechos de los trabajadores es una pieza («combate parcial») dentro de la lucha por el conjunto. Con la dudosa alabanza que otorgan a los trabajadores –que dice que éstos, sin tener la más remota idea, van, en el fondo, por el buen camino– tácitamente asumen la oposición entre su programa y la voluntad y conciencia del proletariado, y, al mismo tiempo, la descalifican como irrelevante.

En el capítulo cuarto del Manifiesto, que versa sobre la «actitud de los comunistas ante otros partidos de la oposición» en diversos países, los autores ponen su error en claro:

«Resumiendo: los comunistas apoyan en todas partes, como se ve, cuantos movimientos revolucionarios se planteen contra el régimen social y político imperante. En todos estos movimientos se ponen de relieve el régimen de la propiedad, cualquiera que sea la forma más o menos progresiva que revista, como la cuestión fundamental que se ventila.»

Cuando tan necesario es poner de relieve una y otra vez el «régimen de la propiedad» porque la forma que esta cuestión reviste en los diversos movimientos de la oposición es más bien «menos progresiva», más vale darse cuenta de que dichos movimientos ventilan, pues, otras «cuestiones fundamentales» que la que se refiere a la abolición de la propiedad privada. Pero tampoco es, entonces, menos tonto hacer como si los comunistas tan sólo tuvieran que recordar a los opositores –sean cuales fueren sus fines– que la cuestión de la propiedad fuera, a fin de cuentas, también la suya.

¿A qué se debe tanta benévola abnegación por parte de comunistas? Parece que Marx y Engels, si bien no compartían los fines de las numerosas luchas obreras que observaban, perdonaban los errores de éstas como solamente transitorios. Estaban convencidos de que la experiencia de los trabajadores ya mostraría a los trabajadores mismos que las luchas equivocadas no sirven de nada, no quedándoles otra alternativa que la verdadera lucha de clases. Así, aprobaban cualquier revuelta obrera en abstracto como «lucha de clases», haciendo a los proletarios la oferta consoladora de que los comunistas ya orientarían al valiente proletariado sobre cómo y para qué luchar. No recurrían a la agitación y a la crítica sino que intentaban promover algo que podría llamarse una relación de confianza: Los comunistas confían en que el proletariado sabrá andar solo, y que los proletarios, en cambio, se fiarán de los comunistas como norte... Negar las diferencias entre comunistas y proletarios es lo que, con razón, suele denominarse hipocresía. Y justamente con dicha artimaña, los autores del Manifiesto Comunista creen poder ganarse los proletarios para hacer la revolución, ¡sabiendo, además, que éstos no tienen ni idea de los fines de la misma!

La posición que aquí Marx y Engels adoptan frente al proletariado revela qué «escuela de pensamiento» están dejando atrás. Parece que, como buenos comunistas, no sólo han descubierto la lucha de clases de los proletarios contra su explotación como una necesidad práctica para conseguir una vida mejor sino que, como idealistas del progreso humano necesario, han visto un sentido más profundo en las luchas reales y vividas. Sólo quien está cambiando «de la utopía a la ciencia» puede considerar importante la siguiente idea:

«Las proposiciones teóricas de los comunistas no descansan ni mucho menos en las ideas, en los principios forjados o descubiertos por ningún redentor de la humanidad. Son todas expresión generalizada de las condiciones materiales de una lucha de clases real y vívida, de un movimiento histórico que se está desarrollando a la vista de todos.»

Quien así se refiere a la realidad afirmando que su programa político queda justificado, comprobado e implícito en ella, no es, por un lado, muy pretencioso en la práctica, ya que entiende sus propias intenciones políticas como una mera «expresión» de algo que sucederá de todas maneras. Por otro, en cuanto a su razonamiento teórico, resulta sí serlo, pues éste no pretende ser otra cosa que el cianotipo, el plan original de lo que todo el mundo –también la clase trabajadora– está intentando a llevar a cabo. Así hablan teleólogos de la historia en busca de un órgano ejecutivo real existente de su idea. O, por decirlo más amablemente: así habla quien está llegando al terreno de la ciencia de la Economía dejando atrás la «miseria de la filosofía». Un diagnóstico comunista cuyas conclusiones no se valen de ideas filosóficas sino del análisis de la realidad social, en cambio, no necesita comprobar su cercanía a la realidad. Recomendar que los asalariados deberían derrocar al sistema salarial, ya que sin ello sus intereses materiales quedarían sin remedio alguno, no necesita ningún otro argumento «preeminente». En el Manifiesto, pero, dicho mensaje se ha sustituido por la afirmación de una misión proletaria que, según ellos, nadie puede rehuir ya que la historia humana lo dice así y, además, porque «la abolición del régimen vigente de la propiedad no es tampoco ninguna característica peculiar del comunismo». ¡Como si el proletariado sólo hubiera estado esperando que se le dijera eso para poder estar tranquilo!

Una vez así aclarada la trascendencia histórica mundial de las luchas obreras en curso, los autores se dedican a refutar las objeciones burguesas contra los comunistas. En ello no se puede negar que se enfrentan con críticas que no procedían solamente de la burguesía, con la cual polemizan directamente. Sus respuestas a las acusaciones anticomunistas comunes son, en el fondo, testimonios que confirman, punto por punto, lo poco que puede hablarse de una complicidad entre los comunistas y las pretensiones de los proletarios en lucha; y resultan ser, además, contradeclaraciones erróneas. Una de éstas se refiere a un error que ya parecía estar de moda en aquel entonces: la equiparación entre comunismo y robo. Porque con respecto a la propiedad, Marx y Engels dicen:

«Lo que caracteriza al comunismo no es la abolición de la propiedad en general, sino la abolición del régimen de propiedad de la burguesía... Ser capitalista es ocupar un puesto, no simplemente personal, sino social, en el proceso de la producción. El capital es un producto colectivo y no puede ponerse en marcha más que por la cooperación de muchos individuos, y aún cabría decir que, en rigor, esta cooperación abarca la actividad común de todos los individuos de la sociedad. El capital no es, pues, un patrimonio personal, sino una potencia social. Los que, por tanto, aspiramos a convertir el capital en propiedad colectiva, común a todos los miembros de la sociedad, no aspiramos a convertir en colectiva una riqueza personal. A lo único que aspiramos es a transformar el carácter colectivo de la propiedad, a despojarla de su carácter de clase.»

En vez de explicar que la revolución comunista no consiste en una serie de expropiaciones sino en la abolición de la propiedad privada, es decir, de todo el régimen jurídico erigido sobre la misma, Marx y Engels aseguran que esta revolución de las bases de la sociedad no significa quitar «propiedad personal», sirviéndose de una distinción entre la propiedad como tal y su carácter colectivo que, para marxistas, resulta ser más bien misterioso. Pues, lo que define la propiedad como tal, la disposición excluyente sobre la riqueza material que sólo rige por orden del Estado y que es la base de las relaciones de la producción capitalista, jamás puede ser lo que los autores querían decir al distinguir entre una propiedad prácticamente perenne y una forma social de propiedad independiente de la primera. De no ser así, no se les habría ocurrido, justamente, la antítesis de la posición «simplemente personal» y la «social, en el proceso de la producción» para caracterizar la figura del capitalista. Que la propiedad capitalista es un «producto colectivo» y que, como medio de producción, forma parte del proceso social de producción, es correcto. Pero esto significa, más bien, lo contrario de que los proletarios sólo tienen que expulsar a los capitalistas, como a un accesorio redundante de una división social de trabajo ya existente, y ya se revelaría la «verdadera» naturaleza colectiva del capital, ésta imponiéndose contra su «enajenación» debida a la apariencia de una relación personal entre el capitalista y la producción. La «posición social» del capitalista «en el proceso de la producción» consiste, más bien, en que su mismísima persona dispone de la producción, en virtud de la fuerza que la ley confiere al régimen de la propiedad. El hecho de que la producción sea «colectiva» no está en contradicción con la naturaleza privada del capital, ni revela esta última como tal. Su potencia privativa constituye, más bien, lo social de todo este modo de producción. Y es por eso que el comunismo tampoco se limita a hacer una pequeña modificación del «carácter colectivo de la propiedad» cuando reclama la «abolición de la propiedad privada», tal y como también consta en el Manifiesto. Se trata de la abolición de la propiedad privada como tal, pues ésta no tiene ningún «carácter colectivo» sino que forma el «carácter» de la sociedad entera, es decir, de su modo de producción. Entonces, ¿a qué viene en el Manifiesto el trajinar entre la «abolición de la propiedad en general», que supuestamente no interesa, y lo que sí interesa, «la abolición del régimen de propiedad de la burguesía»? No juzgamos complicado decir que derrocar el régimen de producción de la propiedad privada terminará beneficiando a sus víctimas, hasta entonces necesarias. Los comunistas, pues, no tienen por qué disimular con mitigaciones su interés de despojar a los capitalistas del poder. El Manifiesto, pues, se permite una contradeclaración sumamente complicada y bastante errónea de la opinión de que los comunistas roban «los bienes» de la gente.

Con ello se habrá pretendido calmar a todos aquellos que de antaño toman comunismo y expropiación por lo mismo. Y eso que Marx y Engels conocían muy bien la expropiación que el poder del capital realiza diariamente sobre los trabajadores. Pero, en vez de detallar esto, hacen difusión de una mala teoría sobre el salario:

«El precio medio del trabajo asalariado es el mínimo del salario, es decir, la suma de víveres necesaria para sostener al obrero como tal obrero. Todo lo que el obrero asalariado adquiere con su trabajo es, pues, lo que estrictamente necesita para seguir viviendo y trabajando. Nosotros no aspiramos en modo alguno a destruir este régimen de apropiación personal de los productos de un trabajo encaminado a crear medios de vida: régimen de apropiación que no deja, como vemos, el menor margen de rendimiento líquido y, con él, la posibilidad de ejercer influencia sobre los demás hombres. A lo que aspiramos es a destruir el carácter oprobioso de este régimen de apropiación en que el obrero sólo vive para multiplicar el capital, en que vive tan sólo en la medida en que el interés de la clase dominante aconseja que viva. […] El comunismo no priva a nadie del poder de apropiarse productos sociales; lo único que no admite es el poder de usurpar por medio de esta apropiación el trabajo ajeno.»

Esto suena otra vez a consuelo: ¡los comunistas no van a robar nada a los trabajadores! Y para demostrarlo, inventan una teoría sobre el salario como una apropiación restringida. Si los autores sólo se hubieran decidido con más claridad: ¿Significa el salario apropiación de lo necesario –algo de lo que los comunistas tampoco quieren desproveer a los trabajadores–, o acaso significa trabajar por un salario que «el obrero sólo vive para multiplicar el capital» y «tan sólo en la medida en que el interés de la clase dominante aconseja que viva»? Si se trata de esto último, el salario es un medio para el trabajador sólo en un sentido bastante cínico porque no es medio suyo, sino del capital. Y a los trabajadores, entonces se les puede comunicar en un manifiesto comunista tranquilamente el mensaje que sigue: los comunistas, claro está, suprimirán el salario.

No es que el Manifiesto no lo diga: «que, al desaparecer el capital, [desaparezca] también el trabajo asalariado» es, para el Manifiesto, «una verdad que no necesita de demostración». Y, sin embargo, no fue antes de la «Crítica de la Economía Política» que Marx demostró por qué el salario no se divide, por un lado, en una apropiación habitual en la que el trabajador obtenga lo necesario para vivir y, por otro, en un «carácter oprobioso de este régimen de apropiación» que la burguesía le imponga. El salario forma parte del capital –¡«capital variable»!–, requiere la falta de propiedad por el lado del trabajador como condición previa y reproduce dicha falta. El asalariado no se apropia de absolutamente nada del producto de trabajo. Los productos que produce, sencillamente, no le pertenecen. Todas las mitigaciones de las que abusa el Manifiesto son, por tanto, falsas: con la abolición del capital no se sustituye «solamente» una forma «oprobiosa» de apropiación de los productos de trabajo por otra. Se suprime un modo de trabajo cuyo único fin es producir propiedad privada capitalista: el trabajo asalariado mismo. Y, por esta misma razón, no es verdad que «el comunismo no [prive] a nadie del poder de apropiarse productos sociales» sino solamente del «poder de usurpar por medio de esta apropiación el trabajo ajeno»: el «carácter colectivo» de los productos del capital consiste, precisamente, en que no están disponibles para apropiarse de ellos, siendo propiedad privada capitalista; producción hecha por asalariados y apropiación hecha por el capital son lo mismo; «el poder de usurpar […] el trabajo ajeno», por tanto, no se une a un proceso de apropiación que existiera previa y separadamente sino que es, de principio a fin, contenido económico del mismo, inicio y final de toda producción. Por tanto, no se trata de eliminar «solamente» una forma degenerada de aprobación, ni tampoco de mantener una apropiación «personal», supuestamente tradicional, de «productos sociales». Es, más bien, el comunismo el que establece esta última relación…

Las anotaciones del Manifiesto acerca de la personalidad y la libertad tampoco son grandes momentos de la teoría marxista. Dice que los comunistas, supuestamente, no tienen nada en contra de estos altos bienes sino que aspiran solamente «a ver abolidas la personalidad, la independencia y la libertad burguesa». Los autores del Manifiesto, por lo visto, aún no habían llegado a la conclusión de que el valor de cambio, más que agradar a la burguesía, constituye el contenido único de la libertad burguesa, o, más exactamente, que la libertad burguesa en sí, reconociendo plenamente al valor de cambio, consiste sólo y únicamente en obligar a la «personalidad» a respetar el régimen de la propiedad como medio único para vivir. En el capítulo segundo del primer tomo de «El Capital», en cambio, no podían haberlo dicho más claro: la persona no es otra cosa que el «guardián de las mercancías», el paladín de la forma de precio; el reconocimiento mutuo como propietarios privados lo da la relación económica que, a su vez, es dada, de manera real y práctica, por el carácter de mercancía que la riqueza tiene:

«Aquí, las personas sólo existen las unas para las otras como representantes de su mercaderías, o lo que es lo mismo, como poseedores de mercancías. En el transcurso de nuestra investigación, hemos de ver constantemente que los papeles económicos representados por los hombres no son más que otras tantas personificaciones de las relaciones económicas en representación de las cuales se enfrentan los unos con los otros.»

Ésta es la personalidad tal como la conocemos en la sociedad burguesa: sus miembros, al enfrentarse los unos con los otros, son, sin duda, meras personificaciones de la forma de precio. Cada uno, de antemano, responde por sí mismo intentando a hacer, pues, lo mejor de sí mismo y de su vida según los medios de los que dispone. Cada uno, también el proletario, se halla en una relación de mercancía con el resto de la sociedad, y así, también con el empresario que le da trabajo. Aquí ha de decirse que las personalidades modernas son representantes de la forma de precio hasta la médula, y lo son tanto que la aplican, unos contra otros, en cada situación de su vida. Todo –hasta la vida amorosa– se convierte en una cuestión de conseguir la aprobación de otros y evaluar la otra apreciada personalidad preguntándose: «¿qué me da por lo que le doy?». Así, los miembros de la sociedad burguesa, conscientes de sí mismos, se relacionan los unos con los otros sin tener la más mínima conciencia de que, en suma, representan «personificaciones de las relaciones económicas». Tampoco los asalariados van a la fábrica para servir al capital, sino para buscarse la vida. La clase trabajadora, por tanto, existe en el capitalismo como un conjunto de personalidades que, siendo libres, piensan en sí mismas. De ahí que el comunismo no sólo suprima la «personalidad burguesa» sino también, la proletaria, pues todos los queridos personajes de la sociedad burguesa desaparecerán junto a las relaciones económicas que representan.

En lo que se refiere a la familia, puede que sea entretenido desenmascarar la hipocresía de la burguesía, que se jacta de salvaguardar los valores familiares, en cuanto a fidelidad y moral matrimoniales. Sin embargo, los límites de esa manera de polemizar quedan desveladas cuando surge la duda de quien echa en cara la hipocresía acaso lo hace en pos de los ideales que los «hipócritas» pisotean. Y puede que sea encantador que el Manifiesto Comunista se pronuncie en favor de la promiscuidad alegre y abierta. Pero no está bien si esto se hace de la manera que sigue: Nosotros los comunistas «sólo» estamos terminando una demolición de la moral y decencia que la burguesía emprendió –aunque en secreto– hace tiempo. Al final, uno puede pensar que, justamente, la mente burguesa, con su amoralidad que camufla con la moral, es ideal y precursor de la crítica comunista de la vida familiar.

La desgracia de esta línea de argumentación se pone de manifiesto especialmente cuando polemiza contra el reproche de que los comunistas «queramos abolir la patria, la nacionalidad». Una manera de contestar sería: «¡pues sí, eso queremos! ¡Y buenas razones no nos faltan!» Pero el Manifiesto Comunista aquí también intenta demostrar que la burguesía misma(!) encomienda la desaparición de las naciones:

«Ya el propio desarrollo de la burguesía, el librecambio, el mercado mundial, la uniformidad reinante en la producción industrial, con las condiciones de vida que engendra, se encargan de borrar más y más las diferencias y antagonismos nacionales. El triunfo del proletariado acabará de hacerlos desaparecer.»

La generalización mundial de la condiciones de vida a mano del capital es una cosa; Marx y Engels tienen razón en lo que respecta de «las diferencias nacionales». Pero otra cosa bien distinta son los «antagonismos». Éstos no desaparecerán con el «desarrollo de la burguesía», sino que obtienen su sólida razón de ser, precisamente, de la creciente competencia entre las potencias nacionales cuya riqueza se basa en sus respectivas economías capitalistas. El Manifiesto, incluso, lo insinúa unas líneas después:

«En la medida y a la par que vaya desapareciendo la explotación de unos individuos por otros, desaparecerá también la explotación de unas naciones por otras. Con el antagonismo de las clases en el seno de cada nación, se borrará la hostilidad de las naciones entre sí.»

Si se dice que la suspensión del antagonismo de las clases en el interior –esto es, hacer no más ni menos que una revolución– es necesaria para poner fin a las hostilidades entre las naciones, entonces se afirma, al menos indirectamente, que la nación moderna es el modo político en que la burguesía gobierna, y que este régimen de gobierno implica pelea entre las naciones. Pero entonces, no es una buena idea afirmar que los comunistas también aquí «sólo» pretendan cumplir una tendencia histórica ya encaminada por la burguesía.

Por último, el problema de las «verdades eternas». Entre ellas, «la libertad, la justicia, etc.» cuya socavación se achaca a los comunistas. Es una respuesta bastante floja asegurar que los nuevos gobiernos siempre se han deshecho de las ideologías anteriores y que el transcurso de la lucha de clases, por tanto, sólo termina la obra de destrucción que la burguesía había comenzado contra el mundo de las ideas pertenecientes al feudalismo. Introducen esa respuesta con una teoría de la falsa conciencia que resulta ser más bien burda:

«Las ideas imperantes en una época han sido siempre las ideas propias de la clase imperante.»

Al contemplar el mundo de las tonterías profundas, uno se da cuenta de que esto no puede ser toda la verdad. De todos modos, las ideas imperantes de hoy son tan enrevesadas que la clase imperante tiene sus problemitas en comprenderlas. No obstante, si se trate de las ideas dominantes, justamente Marx y Engels podrían haber ofrecido algo más crítico que la fórmula «la conciencia social de todas las épocas se atenga […] a ciertas formas comunes» –como lo hicieron en otros escritos–. Y decir que la revolución comunista rechaza la religión y la moral porque, al «romper de la manera más radical con el régimen tradicional de la propiedad», se ve «obligada a romper, en su desarrollo, de la manera también más radical, con las ideas tradicionales» suena más a una excusa que a una contribución a la lucha contra la falsa conciencia.

*

«Pero no queremos detenernos por más tiempo en los reproches de la burguesía contra el comunismo.» En el último apartado del segundo capítulo se formula una lista de reivindicaciones parciales y muy concretas:

Leemos que el proletariado, primero, debe conquistar el poder. ¡Bien! Aunque, teniendo en cuenta nuestros conocimientos de la democracia moderna, esto jamás sería para nosotros «la conquista de la democracia». Pero en fin, así sea.

En cambio, la programación económica que sigue es, más bien, ambigua. Cuando dicen que

«el proletariado se valdrá del Poder para ir despojando paulatinamente a la burguesía de todo el capital»,

uno quisiera insistir, pues, en que «despojar» y «abolir» no es exactamente lo mismo. No cabe duda de que el derrocamiento de la burguesía

«sólo podrá llevarse a cabo mediante una acción despótica sobre la propiedad y el régimen burgués de producción.»

Sin embargo, ¿por qué, según ellos, parecen, entonces, las «medidas» como «económicamente insuficientes e insostenibles», justificándose sólo por el hecho de que «serán un gran resorte propulsor y de las que no puede prescindirse como medio para transformar todo el régimen de producción vigente»? El poder, conquistado por el proletariado, ¿en serio debe volver a instaurar un automatismo económico, un mecanismo histórico que, «a espaldas» de los actores, coadyuve a la revolución proletaria? La abolición del capitalismo, el objeto final que nadie persigue, –dicen– debe ser encaminada con muchas «victorias parciales» que, claro ésta, no tienen nada que ver con una revolución comunista, pero para los cuales se ve algún que otro aliado, al menos en los «países más avanzados».

Las diez reivindicaciones al final del segundo capítulo son construidas conforme a esta idea. No tiene nada de extraño que los ideólogos de la «economía social de mercado» se remitan a ellas con entusiasmo, pues las ven realizadas en el capitalismo moderno – por supuesto, con las necesarias concesiones «realistas»–. Todas estas reivindicaciones tienen un regusto desagradable porque apuntan hacia el Estado, aquél «Consejo de Administración» de la burguesía, solicitando a éste que se interese también por el bienestar del proletariado:

«1ª Expropiación de la propiedad inmueble y aplicación de la renta del suelo a los gastos públicos.
2ª Fuerte impuesto progresivo.
3ª Abolición del derecho de herencia.
4ª Confiscación de la fortuna de los emigrados y rebeldes.
5ª Centralización del crédito en el Estado por medio de un Banco nacional con capital del Estado y régimen de monopolio.
6ª Nacionalización de los transportes.
7ª Multiplicación de las fábricas nacionales y de los medios de producción, roturación y mejora de terrenos con arreglo a un plan colectivo.
8ª Proclamación del deber general de trabajar; creación de ejércitos industriales, principalmente en el campo.
9ª Articulación de las explotaciones agrícolas e industriales; tendencia a ir borrando gradualmente las diferencias entre el campo y la ciudad.
10ª Educación pública y gratuita de todos los niños. Prohibición del trabajo infantil en las fábricas bajo su forma actual. Régimen combinado de la educación con la producción material, etc.»

Más tarde, Marx y Engels se distanciaron de este «programa instantáneo».[ 1 ] Al redactar el Manifiesto, no obstante, estaban convencidos de que sólo las reivindicaciones que intentaran acoplarse y corregir las condiciones dadas desembocarían, oportunamente, en un cambio radical de la sociedad. Las reivindicaciones –en parte extremistas aun para una sociedad burguesa moderna y, en todo caso, revolucionarias para las circunstancias del año 1848–, por muy radicales que fueran, resultan ser oportunistas. Dan la razón a movimientos reformistas existentes estando, además, convencidos de que cada reforma burguesa fuera sólo un paso más hacia la abolición de la sociedad burguesa. Un «fuerte impuesto progresivo» sobre la riqueza capitalista, sin embargo, ni siquiera es una medida adecuada para «ir despojando paulatinamente a la burguesía de todo el capital», ni mucho menos se sustituye así el modo de producción capitalista por un plan social razonable. Como mucho, así se consigue que el Estado asuma el papel de los capitalistas, cosa a la que apunta, de hecho, la mayoría de las otras reivindicaciones. ¡Como si el Estado, cuando centraliza en su seno la riqueza social y reemplaza a los capitalistas, fuera, en mayor o menor medida, lo que los comunistas pretenden realizar con su Crítica de la Economía Política! ¡O como si éste fuera, al menos, una buena condición para ello y, además, exactamente lo que un proletariado victorioso debe hacer con el Poder conquistado!

En suma, nos enseñan «resortes» que no «propulsan» ninguna revolución en absoluto, porque el destino final del «desarrollo» –que explican así:

«Tan pronto como, en el transcurso del tiempo, hayan desaparecido las diferencias de clase y toda la producción esté concentrada en manos de la sociedad, el Estado perderá todo carácter político. […] Y a la vieja sociedad burguesa, con sus clases y sus antagonismos de clase, sustituirá una asociación en que el libre desarrollo de cada uno condicione el libre desarrollo de todos.»

es la etapa de la historia mundial que seguramente no se da «a espaldas» de los papeles económicos de los actores sociales, sino únicamente cuando los individuos «se asocian», con voluntad y conciencia, de acuerdo con sus intereses. Esta asociación, en la que «el libre desarrollo de cada uno condicione el libre desarrollo de todos» –dejémoslo valer como «respuesta» comunista al ideal burgués de la «personalidad libremente desarrollada»…–, no es posible como un «gran resorte» que propulse de manera inconsciente el «desarrollo» de la historia, sino sólo como un plan común de gente consciente de lo que hace.

Capítulo 3: «Literatura socialista y comunista»

Justamente en su crítica de la superestructura socialista de aquel época, Marx y Engels no se cortan. En el ajuste de cuentas con sus contemporáneos «socialistas», tanto reaccionarios como progresistas, no tienen nada bueno que decir sobre sus teorías. Entonces sí, saben distinguir muy bien entre integrar la clase trabajadora en el seno de la sociedad burguesa y despojar la burguesía del poder. En cuanto se dedican a su 4º capítulo, lamentablemente se han olvidado de esta crítica:

Capítulo 4: «Actitud de los comunistas ante los otros partidos de la oposición»

Apenas retratan otros partidos socialistas, ya vuelven a su actitud afirmativa y oportunista con la que se prestan a cualquier disparate y descubren en un país tras otro aliados que, entonces, podrán contar con el firme apoyo de los comunistas.[ 2 ]

*

A la última parte del texto le hubiera servido un poco menos de teatralidad. Los que representan las «ideas imperantes», tanto los actuales como los de entonces, así al menos no hubieran podido edificarse con la retórica placentera en vez de temblar «ante la perspectiva de una revolución comunista». En cuanto al contenido, pero, esta adhesión final a la causa comunista es impecable. No hay nada que desmentir ni que paliar:

«Los comunistas no tienen por qué guardar encubiertas sus ideas e intenciones. Abiertamente declaran que sus fines sólo pueden alcanzarse derrocando por la violencia todo el orden social existente. Tiemblen, si quieren, las clases gobernantes, ante la perspectiva de una revolución comunista. Los proletarios, con ella, no tienen nada que perder, como no sea sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo entero que ganar.»

¡Ojalá los autores hubieran cumplido estos propósitos en las páginas anteriores de su Manifiesto!

Posdata: La carrera de los errores del Manifiesto Comunista en el socialismo real.

Los autores del Manifiesto Comunista, como ya veníamos diciendo, corrigieron la mayor parte de las faltas y errores de su escrito prematuro en publicaciones posteriores.

Pero, lamentablemente, no son sólo los actuales amantes de las bellas letras los que adoran al Manifiesto Comunista. Un tanto peor es que este escrito haya tenido mucho éxito en los últimos 150 años entre los que han hecho suya la «causa del movimiento obrero». Los puntos débiles y los errores de la argumentación del Manifiesto fueron acogidos, por desgracia, como el guión más popular no sólo para dirigir las actividades comunistas de las últimas décadas, sino incluso la creación de los antiguos estados comunistas. Es que los partidos comunistas que se basaban en Marx y Engels se inclinaron mucho más por las debilidades del Manifiesto que por la Crítica de la Economía Política y del Programa de Gotha de la Socialdemocracia. Propugnaban como dogma la idea de que el comunismo no es más que una síntesis, «la expresión más firme» de todos los anhelos del «proletariado esclavizado y sin derechos», sacando consecuencias en todos los ámbitos que son radicalmente falsas.

– Por el lado de los «movimientos sociales», que como comunistas han buscado y encontrado en el pueblo y, especialmente, en el proletariado, al enlazarse con éstos, son oportunistas hasta la abnegación.

– Sin escrúpulos y sin vacilar escogen aliados cuyos fines interpretan como parte y fase previa del propio programa.

– Son afirmativos en cuanto a la familia, la costumbre, las normas y valores, la patria, etcétera, o sea todo lo que, según la crítica favorable para con la cultura, en el capitalismo se viene abajo,

– Y por el lado de los comunistas, son totalmente desinteresados en las criticables, pero también correctas necesidades e ideas de la práctica revolucionaria comunista en la sociedad capitalista.

En resumen, justamente los partidos seguidores de Marx practicaban la contradicción de renunciar a la agitación de sus destinatarios acerca de los fines y causas de su miseria, a la crítica de los reclamos por justicia inmanente al sistema, en fin, a la crítica de cómo los asalariados se conforman con las condiciones que les brinda el régimen del capital, sustituyéndola totalmente por el reconocimiento, en particular, del proletariado y, en general, de los pueblos en su situación desconsolada en la que los comunistas los encuentran. La «vanguardia» –los comunistas– saludaban a las «masas populares» como los agentes de una misión ficticia de la historia que ni siquiera hacía falta conocer ya que ésta, presuntamente, existía y lograba efectos independiente de ellos.

Dónde conquistaron el poder, los partidos comunistas del socialismo real existente decretaron la «unidad indisoluble» de gobierno y pueblo. Como «estados obreros», llevaron el culto proletario al extremo; escenificaron en virtud de su poder la identidad entre el partido y las masas, de manera que los compañeros en las «palancas del poder» desconfiaban de cualquier posicionamiento crítico, hecho desde las masas queridas, sospechando que saliera de la «línea del partido». Como una contingente desviación, dichas opiniones fueron observadas y no pocas veces perseguidas. Al revés, los partidos comunistas en el poder no lucharon contra las actividades dadas en el pueblo –desde la religión, el folclorismo y hasta el nacionalismo– sino que, más bien, las consintieron como una expresión –que, en el mejor de los casos, fue calificada como insuficiente– de una tendencia en sí correcta, aproximadora y solidaria de los pueblos.

En lo que a la economía se refiere, los discípulos del Manifiesto Comunista, una vez en el poder, llegaron incluso a instalar un sistema de «medidas económicamente insuficientes e insostenibles» en términos de un capitalismo radicalmente mejorado, en vez de imponer la transición hacia una economía planificada para la producción de valores de uso.

Según ellos, tanto el dinero como el salario eran imprescindibles –en oposición a la crítica de estos logros capitalistas expuesta por Marx y Engels en sus escritos posteriores al Manifiesto–. Incluso, estaban convencidísimos de que sólo en el socialismo luciría su verdadera gloria como «palancas de la planificación de la producción y del consumo».

De cara a este programa, eran muy conscientes de que el «poder público» así jamás iba a perder su «carácter político». O también, en un momento dado, proclamaron mediante decreto que había terminado la «sociedad de transición» y que ahora reinaba el comunismo en sus territorios.

A nivel mundial, además, el eslogan «¡proletarios de todos los países, uníos!» poco les importaba. Sustituyeron íntegramente la lucha de clases por una política del enfrentamiento militar y del mantenimiento de la paz.

Tampoco tenían que echar en menos una «superestructura intelectual» para su afán revolucionario. Se enamoraron de la idea de que ellos y su programa sólo podían ser la «expresión de los términos de la historia». En ese sentido, sedimentaron toda una tradición de teorías epistemológicas de izquierda que, siguiendo estrictamente las pautas del materialismo histórico y dialéctico, se esforzó en desarrollar y consolidar, con elaboraciones cada vez más complejas, la idea profundamente filosófica de que todo lo que es – y sobre todo lo que hace el partido – tiene que ser así por dictamen de la historia.

Por último, en referencia a los epígonos del «movimiento» que, por ejemplo, alzaron en los años 70 «la bandera del comunismo» en las universidades de la Alemania Occidental, éstos no se abstuvieron de llamar como «movimiento social» y «paso positivo» cualquier murmullo popular y conflicto laboral, por muy conformista que fuera éste último con los preceptos de la paz social. Así, se engañaron a sí mismos, inventándose actividades revolucionarias para poder concebirse como expresión de las mismas. Repugnaron con vehemencia las críticas que cayeron sobre sus destinatarios, y escribiendo cartas de saludo a las «plantillas en lucha» se pusieron en la primera fila para encabezar el descontento, real o ficticio, del pueblo.

Algunos de los viejos amigos del Manifiesto Comunista incluso entonaron el canto de cisne sobre el comunismo, deduciendo que tuvieron haber entendido mal algún detalle en el curso inevitable de la historia mundial. Críticos consigo mismos, dieron a conocer que, al parecer, con su «experimento comunista» –visto desde la historia humana– se precipitaron unos cuantos siglos, siendo la manera en la que la renuncia a las ideas comunistas se vende como la comprensión de la necesidad histórica.

Todos aquellos que ni siquiera llevaron a cabo un «experimento comunista» –los grupúsculos comunistas en las metrópolis capitalistas– han encontrado así su manera de renunciar al comunismo. Después de convertir el Manifiesto en un manual de instrucciones para el culto proletario y erigirse como una «vanguardia» que no se distingue en nada del «movimiento real», en algún momento hubieron de darse cuenta de que el proletariado real existente tenía muchas cosas en mente, pero jamás un movimiento comunista. Así, retiraron su aprecio al proletariado al que hasta entonces tanto amaban. Esto, sin embargo, no quiere decir que ahora se dediquen a criticar a las masas por sus errores. Ahora creen saber que esta gentuza –y especialmente el proletario en su versión alemana– es la «peor raza de hombres» que el mundo jamás ha visto. Según el parecer de estos amigos decepcionados de los trabajadores, este tipo de gente se merece desdén, y no agitación para la revolución.

De todo esto, a pesar de sus errores, al Manifiesto Comunista no se le puede inculpar. Porque, en primer lugar, la obra misma da cuenta de que Marx y Engels querían hacer un panfleto contra el capitalismo. En segundo lugar, esta obra temprana es, al fin y al cabo, la «fase previa» de las obras tardías, más logradas. Los amigos del socialismo real, en cambio, han optado por el camino contrario: sometieron los conocimientos de los «antiguos» a una revisión, y decidieron quedarse, pues, con sus inicios histórico-filosóficos.

 


[ 1 ] «Si tuviésemos que formularlo hoy, este pasaje presentaría un tenor distinto en muchos respectos. […] La comuna [de París] ha demostrado, principalmente, que “la clase obrera no puede limitarse a tomar posesión de la máquina del Estado en bloque, poniéndola en marcha para sus propios fines.» (Prólogo de Marx y Engels a la edición alemana del Manifiesto de 1872)

[ 2 ] La posterior distanciación de Marx y Engels no fue suscitada por una crítica de este error oportunista sino que se debió, más bien, al hecho de que los partidos, previstos en 1848 como aliados, simplemente habían dejado de existir:

«Huelga, asimismo, decir que la crítica de la literatura socialista presenta hoy lagunas, ya que sólo llega hasta 1847, y, finalmente, que las indicaciones que se hacen acerca de la actitud de los comunistas para con los diversos partidos de la oposición (capítulo IV), aunque sigan siendo exactas en sus líneas generales, están también anticuadas en lo que toca al detalle, por la sencilla razón de que la situación política ha cambiado radicalmente y el progreso histórico ha venido a eliminar del mundo a la mayoría de los partidos enumerados.» (Ibídem.)

 

(Artículo publicado en 1998)

 


© GegenStandpunkt Verlag 2014