Análisis de la edición “GegenStandpunkt” 1-06

La libertad de expresión

Breve análisis de uno de los top-ten de los máximos valores
de la democracia

a) 

Como cualquier libertad, también la de poder tener y expresar una opinión tiene dos lados:

– En cuanto al individuo que goza de esta libertad, se trata de veras de un “valor” bastante alto: un bien que ningún individuo de por sí llega a desear. Quien opina algo y también lo quiere expresar, quiere hacerlo y no tener derecho a ello: emite un juicio que considera correcto y suficientemente importante como para hacer a otros saberlo; o presenta un interés que quiere ver realizado y busca apoyo para ello. Se expresa lo expresado apostando por consentimiento, por que se apruebe el propósito práctico o teórico que se presenta, o por escuchar una refutación inteligente que proporcione material para una discusión – y de todas maneras no para disfrutar del hecho de haber abierto la boca sin que nadie haya puesto trabas. Un propósito como este último solo nace en circunstancias donde ya la mera expresión de una opinión está prohibida y se suprime por la fuerza; y ni siquiera en estas circunstancias es un deseo que se sobreentienda. Pues es una cosa criticar una prohibición así, organizar una menor o mayor rebelión en contra del poder prohibidor con el que uno se ve confrontado, o sea interceder por la convicción o el interés que el respectivo poder quiere hacer callar ya de antemano, antes de que se exprese – y es otra cosa bien distinta insistir en un derecho a tener una opinión y solicitar el permiso de expresarla. En este caso se supone tácitamente que una instancia superior, un poder dominante y omnipresente, concede derechos y libertades. Y no se critica nada, ni mucho menos el interés dotado de fuerza de ni siquiera querer escuchar una opinión; más bien se presenta una petición sumisa que incluye el reconocimiento de una instancia vigilante que permite y protege; y caso que se acceda a una petición así, aún no se ha logrado nada contra el interés opuesto al propio y contra la sentencia que ni siquiera quiere ocuparse de la propia. A cambio, otra cosa ha pasado desapercibida: con la opinión que el peticionario quiere expresar libremente, ha contraído una relación de sometimiento a un administrador de licencias y un asignador de libertades superior, del que no se librará en la posterior discusión de opiniones (caso que se produzca), la disputa acerca de convicciones o propósitos.

– Pues ahí estamos ante el otro lado de esta –como de cualquier otra– libertad: la expresión de opiniones de todos los que tienen una opinión por expresar es vigilada; por parte de una instancia que concentra toda la fuerza –también aquella que permite impedir que otros expresen su opinión– y se reserva a sí misma el derecho a usarla. Es que esta instancia superior califica –desde luego según sus propios criterios– algunas expresiones de infracciones verbales, las prohíbe y castiga las contravenciones. Mucho más fundamental, no obstante, es su intervención en todas las expresiones de intelecto y voluntad de los individuos vigilados, concediéndoles la libertad fundamental de expresarse, otorgando en principio vigencia igual a cualquier opinión, imponiendo también a los individuos libres que traten con respeto igual todas las expresiones de opiniones diferentes, y queriendo que esto se entienda como el cumplimiento de todos los deseos teóricos y prácticos de comunicación por parte de su gente: con esta libertad decreta de hecho la indiferencia de todos los juicios e intereses presentados, condena su respectivo contenido a la irrelevancia y a la gente, a conformarse con la licencia de practicar su derecho a expresarse, como si la causa expresada no le hubiera importado para nada. Desde luego, la preocupación de la instancia vigilante no son los pareceres insignificantes con los que la gente se entretiene. La relativización por principio de todas las opiniones y todos los propósitos, la validez indistinta y por lo tanto la invalidez de todas las opiniones que garantiza el derecho a su libre expresión, apunta a los antagonismos de intereses que caracterizan la sociedad burguesa. A todas las reivindicaciones sociales se les concede un derecho formal de existir y al mismo tiempo, como precio de este derecho, se exige que reconozcan la falta de todo carácter vinculante, o sea que se relativicen a sí mismas, dejando la “compensación” real de los intereses –es decir, la definición del contexto social productivo entre los individuos– en manos de un poder fuera y más allá del consenso que se pudiera conseguir a través de la disputa y el acuerdo sobre el asunto en cuestión, y al que apunta en el fondo cualquier expresión que toma en serio su contenido: queda en manos del poder supremo que en este sistema concede todas las licencias. Con el principio de la libertad universal de expresión el poder estatal que concede este bien sublime a sus ciudadanos, se dota a sí mismo de la libertad fundamental de determinar la cooperación social real de sus súbditos más allá de cualquier consenso o disenso al que éstos lleguen.

b)

Los aficionados de la libertad occidental de expresión –exaltados con motivo de la publicación de las caricaturas antiislámicas del profeta Mahoma– tienen por consiguiente algo de razón cuando declaran este logro como el rasgo característico de la democracia en comparación con otros sistemas de dominación; pero de otra manera que ellos mismos se lo creen. Aparte del hecho de que ni siquiera saben hacer las distinciones más sencillas, confundiendo y tomando por lo mismo el derecho de un editor de periódicos a que su publicación sea elaborada conforme al pedido, las funciones de un redactor jefe derivadas de él, el derecho humano del público que paga por un amplio ‘infotainment’, la libertad de caricaturistas independientes a una autorrealización de lo más histriónica, y un noble artículo de la Constitución: la libertad de expresarse libremente, tomada en serio como principio constitucional, forma de hecho parte de la peculiar relación de reconocimiento limitador del poder estatal moderno hacia sus ciudadanos. Les concede un derecho a su propio interés, obligándoles al mismo tiempo a que lo relativicen y a que prescindan de relacionar sus necesidades y capacidades individuales de una manera concreta y material, exige que entreguen la reglamentación de sus relaciones sociales al poder supremo que establece con la libertad general también sus condiciones materiales; concede a sus súbditos un reconocimiento haciendo por principio abstracción de todo lo que necesiten, deseen y puedan, y se emancipa de esta manera de sus intereses materiales. En esta relación de libertad abstracta va incluido gratis el derecho a expresarse libremente – inclusive la regla de que no importa el contenido y que el individuo debe darse por satisfecho con desembuchar sin que se le pongan trabas. Puede que esto de hecho sea un progreso histórico frente a sistemas de dominación en las que una autoridad basada en la descendencia y las normas religiosas asignaba a cada uno su posición social y donde el reconocimiento de un individuo dependía de que él mismo reconociera devotamente el poder dominante como voluntad divina. Lo cual no es razón suficiente para olvidarse por completo del alcance extremamente limitado de este progreso: se trata del paso a una forma moderna y superior de dominación.

c)

Lo poco que tiene que ver este progreso con una liberación de la Razón del cautiverio mental y volitivo que es la fe en un Señor del Más Allá, lo demuestra expresamente el poder estatal garante de la libertad cuando se dedica al mundo de la contemplación religiosa imponiendo la libertad de culto. Esta libertad no tiene nada que ver con una invitación a la crítica a una moralmente limitada visión del mundo, ni mucho menos con una superación del “sentimiento de dependencia absoluta“. Al contrario: en el reino de la Ilustración burguesa, el piadoso irracionalismo tiene su sitio garantizado. Desde luego, no es el mismo sitio que ocupaba la religión inclusive sus representantes profesionales en los tiempos remotos del Occidente cristiano y que sigue ocupando hasta hoy en algunas naciones orientales: el rango de una instrucción obligatoria para todos y cualquiera –ni siquiera tan solo para los gobernados, sino también e incluso para los gobernantes–, no lo tienen la fe y las normas religiosas en las naciones democráticas. En ellas, la religión comparte el destino de los intereses socialmente relevantes y de las opiniones de los ciudadanos en general: se permite que se crea y que se practique en privado; según su propio parecer, codificado legalmente y con modificaciones según las respectivas líneas gubernamentales, el Estado hasta le concede cierto grado de reconocimiento, influencia y colaboración oficiales en materias de educación y asistencia social de la nación –una soberanía democrática sabe apreciar la utilidad general de una convicción de obediencia absoluta que reconoce a un poder superior que manda sobre la propia existencia, e igualmente aprecia los servicios extra y poco costosos con los cuales la Cáritas eclesiástica alivia la política social del Estado–. Sin embargo, ningún culto tiene derecho a reclamar validez universal. Más bien, tiene que reconocer que las convicciones competidoras tienen la misma validez, incluso la convicción de no creer en Dios alguno –siendo ésta la única forma como el Estado de derecho moderno reconoce la crítica a la religión como contribución constructiva a la vida espiritual de la comunidad nacional–, o sea que no solo tiene que aguantar, sino reconocer expresamente la irrelevancia de sus imperativos para el poder terrenal. Con esta autorrelativización, una religión –sea cristiana, musulmana, o comprometida a cualquier ser supremo que fuere– merece el atributo de “moderna” (aunque este no designa precisamente una creencia determinada), o sea el aprecio de los supremos poderes terrenales: el Estado de derecho moderno distingue entre la reclamación de validez universal de la creencia en una autoridad absoluta del Más Allá –esta solo cabe en el reino de las ideas, y la niega cuando reconoce en ella una rival de su propia soberanía– y la función útil para la soberanía que tiene una convicción religiosa –esta le gusta tanto que promociona las comunidades religiosas adaptadas; los representantes del Estado gustan de adornarse con asistencia espiritual e incluyen a ‘Dios’ en su fórmula de juramento de cargo. Pero no llega hasta el extremo de obligar a sus ciudadanos a la religiosidad: la voluntad de éstos tiene que funcionar, tengan o no y sean cuales sean los motivos superiores que se imaginan para su obediencia cívica y para atenerse a las leyes.