Análisis de la edición "GegenStandpunkt" 3-09

Anotaciones sobre la crisis 2009

Lecciones de dos años de crisis mundial

El negocio capitalista global ya lleva tres años estando en crisis. Lo que en el verano del año 2007 había comenzado como una perturbación en una subdivisión del sector crediticio de EEUU –la desvalorización de títulos de valor derivados, entre otras cosas, de deudas hipotecarias privadas convertidas en artículos de especulación, y la consiguiente insolvencia de las sociedades de propósito específico (SPEs) fundadas para crear y comercializar estos productos– ha seguido desarrollando sus consecuencias. El colapso del comercio en este solo sector del mercado de derivados y la quiebra de los SPEs emisores de los correspondientes títulos ha perturbado tanto su clientela como los bancos constructores de los SPEs. Las pérdidas de muchas y la bancarrota de algunas instituciones financieras han paralizado demás sectores del mercado de capitales; la paralización del comercio en estos mercados ha arruinado demás inversores y emisores. Mientras tanto, grandes empresas del sector financiero en todo el mundo están prácticamente en quiebra, algunas incluso liquidadas. La desvalorización de los títulos de valor de las empresas afectadas se cifra en miles de millones; se estima que la posible desvalorización en curso de valores –títulos que ‘intoxican’ los balances de sus poseedores– multiplica esa suma, siendo que ésta no realmente desciende con las desvalorizaciones ejecutadas, más bien tiende a aumentar porque con los títulos de valor también disminuyen la capacidad y voluntad de las empresas crediticias de reanudar el comercio con estos artículos de especulación y volver a proporcionarles un valor de mercado. La esperanza evocada durante más de un año de que las consecuencias de este proceso continuo de desvalorización pudiesen ser limitadas a ciertos segmentos ‘altamente especulativos’ del mercado financiero mundial, o por lo menos ser apartadas de la ‘economía real’, ha resultado ser una ilusión desde hace tiempo: la ‘recesión’ ha llegado, y tiempo hace que no había ninguna tan masiva. También importantes empresas tradicionales, procedentes de las patrias líderes del capitalismo global, se declaran en quiebra; donde existen oficinas de empleo y asistencia social, éstas registran una afluencia incesante de despedidos, organizan ampliamente –en España– expedientes de regulación de empleo (EREs) y apuntan un incremento repentino de ‘precariedad laboral’.

A mediados del año 2009, el panorama es, en el mejor de los casos, moderado. En las grandes Bolsas suben las cotizaciones de las acciones hasta por semanas, y los bancos más grandes entre los sobrevivientes hacen un balance de miles de millones de dólares o euros respectivamente, y ya hay nuevos encargos para varias empresas de la industria exportadora. Por otra parte, amenazan insolvencias de la clientela de crédito particular como comercial, significando no sólo nuevas pérdidas para los prestamistas, sino también más confesiones sobre la nulidad de títulos derivados. Por eso es que, al revés, los prestamistas endurecen las condiciones de los créditos que conceden y los inversores aumentan sus exigencias; con la consecuencia previsible de más quiebras que a su vez repercuten en el sector financiero perjudicando potencia y volumen y así sucesivamente. Cierto es que, a fin de cuentas, el circuito económico sigue sosteniéndose únicamente por la intervención de los gobiernos de las grandes potencias económicas mundiales que han preservado sus industrias financieras de la insolvencia, gastando cantidades arriscadas de miles de millones para avales e ‘inyecciones de capital’, y garantizando así la continuación del servicio de pago en la sociedad. Si es que en algunos segmentos de la economía crediticia vuelven a forrarse, entonces sólo porque los estados –los que se lo pueden permitir– han procurado las oportunidades comerciales, con programas de coyuntura a base de deudas y la emisión de empréstitos estatales. Las dos cosas, tanto el rescate del sector de crédito como el “relanzamiento de la coyuntura” mediante la deuda pública, se consideran altamente necesarias, pero sólo parcialmente útiles. Por otra parte, el éxito no está garantizado, pero sí el problema siguiente: los miles de millones –que los estados crean o en forma de empréstitos para la financiación de sus presupuestos en crisis o directamente por la compra de deudas sin valor por medio de sus bancos centrales–, arriesgan el rating de los emisores, motivan preocupaciones por la solidez de estas monedas tan infladas, hasta suscitan pensar en una reforma de la moneda para reducir radicalmente las deudas. Mientras, con los importes garantizados por el Estado, las empresas sobrevivientes del sector siguen haciendo lo mismo que antes de la crisis. Lo cual se lo recrimina sin que nadie supiera objetar qué otro tipo de negocio tendrían que hacer que éste de la especulación sobre los importes prometidos, oscilaciones del valor y la demanda de dinero de sus socios comerciales. E igual que hace un año, el hambre recorre el mundo –otra vez y con más velocidad– porque la especulación ha vuelto a descubrir la demanda de energía de las grandes potencias económicas mundiales y la economía agraria industrializada como medio para su aprovechamiento comercial, y con sus operaciones a plazo disparan los precios de alimentos, exorbitantes para los países pobres del planeta.

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Todo eso es tan asqueroso como instructivo. El transcurso, el estado actual, el tratamiento político de la crisis y la corresponsalía sobre ella, ponen extraordinariamente de relieve las prácticas, exigencias y necesidades de la vida ordinaria de la economía de mercado, y así los absurdos y –para la gente de a pie– ruinosos principios constructores del sistema de afán de lucro: contextos que en caso normal se cancelan como ‘el rumbo de las cosas’, si es que se les da importancia alguna. Sin embargo, la crisis por sí sola no surte un efecto educativo, por decir automático, tan poco como lo hace el día a día del sistema económico libre al que la crisis acaba de desconcertar de manera tan reveladora. El cuarto poder del estado, la Prensa libre, mantiene su público con interpretaciones tales de que el acontecimiento económico actual es consecuencia de la imprudencia o también de infracciones, certificando así al caso normal de la economía del mercado –que de momento está perdiendo el rumbo– de estar por encima de toda crítica sólo porque todo funciona como debe funcionar en el capitalismo. Ese punto de vista sumamente afirmativo convence porque se funda en la habitualidad práctica de una vida adaptada, y deja parecer la cotidiana de practicar un oficio, comprar, ahorrar y endeudarse como sin alternativas y natural, y la crisis, complementariamente, no como consecuencia sino anomalía. El descontento que suele acompañar los esfuerzos normales de la adaptación habitual se olvida fácilmente ante el mayor deterioro por la crisis. Se respalda moralmente la rabia sobre los efectos de la crisis, con la exitosa búsqueda por culpables que supuestamente nos hundieron en la miseria –¡por suerte transitoria!– “a todos nosotros”, la ficticia sociedad solidaria de las víctimas de la crisis, desde los institutos de crédito serios hasta abajo a los recién despedidos. A quien quiera abundar en detalles se le facilita información sobre la técnica de los negocios financieros más elevados que, en cuanto a su causa y su fin, resulta ser lo contrario de una aclaración. De hecho no se explican ni la regla ni la excepción, ni mucho menos la relación de las irregularidades deploradas y reprendidas con las reglas que procuran que ya la normalidad de la economía de mercado va a costa de la mayoría dependiente del trabajo asalariado, y que regulan el mismo transcurso de la crisis.

Entonces, todo eso queda por explicar. Por muy instructivo que sea la crisis, no ahorra a sus víctimas el esfuerzo de hacer el aprendizaje.

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Para llegar ya a lo principal, la base de subsistencia de la que la gran masa en el sistema de la economía del mercado depende de hecho sin alternativas: en la crisis, mucha más gente de lo normal experimenta –y a los demás también se lo presencia muy de cerca– qué cosa tan insegura es esa vida que uno se gana trabajando para un empleador por un pago. Obvio que en tiempos normales tampoco es nada desconocida esa situación; y la razón de ella tampoco es un misterio: dinero sólo se da si gastarlo resulta rentable para el patrón – para la ganancia de la empresa, pero a fin de cuentas las empresas públicas tampoco calculan de otra manera. Por eso se exige un rendimiento máximo a cambio de menos dinero posible; y donde un puesto de trabajo a pesar de todo no es rentable, se recorta el hombre, es decir, el dinero que ha ganado. Este cálculo lo conoce todo el mundo y lo toma prácticamente en cuenta – de alguna manera, y siempre en detrimento propio. Pero cuando incrementan los despedidos –como ahora–, no hay contrataciones, y ya no ayudan renuncias al salario y hacer horas extra en el marco de acuerdos para la protección del empleo y se destruye la existencia económica lograda a duras penas, entonces es grande la indignación privada, y alto el lamento público. Y se pone en evidencia que la humanidad dispuesta a adaptarse no realmente cree, en todo caso no toma bien en serio, lo que en realidad todos experimentan y saben: un ingreso por trabajo propio de veras hay sólo mientras que salgan bien las cuentas del empresario. Todos confían en el “mientras”, como si existiera realmente esa cuerda de la que tiran juntos la empresa y sus empleados, y no quieren notar que el “mientras” sugiere un “por” y un “para": dinero por trabajo hay sólo por y para que la empresa haga dinero; la oportunidad de ganarse la vida con el trabajo asalariado, en la economía del mercado no es el fin sino una vez por todas sólo un medio – para que salgan exitosos los fines del empresario. Con las quejas sobre los “trabajos perdidos” y graves “destinos particulares” que están “detrás de las estadísticas”, se mantiene el autoengaño que pertenece al equipamiento básico de una vida decente en el capitalismo: de una forma o de otra, los intereses de los trabajadores y la oportunidad de ganarse el salario del que dependen también tendrían que figurar entre los objetivos vigentes del sistema económico de mercado. Sin embargo, la lección no puede ser más clara: la crisis no se define por el hecho de que gran parte de los trabajadores se encuentran en apuros existenciales y el resto tampoco tiene fuentes de ingreso seguras; hay crisis cuando no funciona hacer ganancias. Entonces se sacrifican a gran escala las existencias porque de todas formas no tienen otro derecho a existir en el mercado libre que no sea el provecho que una empresa saca de ellas empleando su trabajo. En la crisis esto ni siquiera se disimula, pero tampoco nadie acepta esta aclaración.

Y menos justamente los representantes de los intereses de los trabajadores, los sindicatos. Ellos ofrecen maneras cómo reanimar el empleo lucrativo de los asalariados y poner límites al despido masivo, a saber con renuncias al salario, ofertas de trabajo no pagado y sacrificios de tiempo libre – y nadie se da cuenta, ni mucho menos los sindicatos, que esas ofertas sólo corroboran lo que nadie quiere admitir: los intereses comerciales de los patrones, agudizados en la crisis, se encuentran en una oposición irreconciliable con las necesidades existenciales y los deseos de seguridad de los empleados. Con sus ofertas, los sindicatos declaran su disposición a conciliar en nombre de los representados esta oposición a pesar de todo – a cargo de los asalariados. Y ni siquiera con eso logran causar impresión: la crisis desbarata la última esperanza de poder conciliar la necesidad de trabajar por dinero con las leyes económicas de la producción capitalista. Es cierto que una empresa exige renuncias al salario y plustrabajo de sus empleados cuando tiene problemas; y aprovecha con gusto las ofertas correspondientes. Pero así no se “crea empleo” ni siquiera en tiempos normales, sino que se bajan costos y se crea un exceso de mano de obra. Y cuando las ganancias se paralizan a nivel general, se cortan ingresos y a la vez oportunidades de ingreso – el empobrecimiento voluntario no “salva” nada.

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Claro que no – ya que no fueron los empleados quienes provocaron la quiebra de la vida comercial capitalista con salarios exagerados, rendimiento insuficiente o incluso con una negativa a trabajar. Los anfitriones y beneficiarios del sistema la consiguieron a solas. En esto ni siquiera estuvieron en el centro de los acontecimientos las empresas que tienen la reputación (erróneamente considerada positiva, y encima equivocada) de crear empleo para todo el mundo. Primero y sobre todo se paralizaron los negocios que suelen efectuar los bancos, fondos de inversión, seguros y otras empresas del sector financiero: negocios con títulos de valor cuyos emisores prometen rendimientos futuros de las más diversas formas (desde el pago de intereses hasta ganancias que provienen de las llamadas apuestas financieras), títulos en los que los inversores invirtieron mucho dinero propio y ajeno. Tales títulos normalmente las empresas financieras los venden como objetos de inversión a sus iguales y al resto del mundo comercial adinerado. Esa contratación se vino paralizando o retrocediendo, y la mercancía al no comerciar con ella perdió su valor porque con ello a los especuladores se les perdió una condición bastante imaginaria pero aparentemente decisiva: perdieron la confianza en la capacidad y voluntad de sus socios comerciales de cumplir las obligaciones contractualmente garantizadas en los objetos de inversión emitidos y comercializados. La desconfianza perjudica el negocio y desvalora el objeto de negocio; títulos desvalorizados y mercados quebrados incrementan la desconfianza; el espiral bajista no se puede frenar realmente; la cantidad de inversiones “tóxicas” difícilmente se puede calcular. ¿Y qué aprendemos de ello? Posteriormente, los expertos pretenden siempre haber sabido que desde el principio no fue posible sostener esas cantidades de contrataciones financieras efectuadas exitosamente durante años y que no podía salir bien; al público se le entretiene con reportajes de fondo sobre prácticas más o menos estafadoras. Pero principalmente se mira “pa’ lante”, interesado en nuevas inversiones de capital más seguras, y se exige a la supervisión estatal que garantice más solidez de los objetos de especulación...

Se debería constatar otra cosa bien distinta. A saber, la naturaleza del negocio que debe haber vivido un espiral alcista antes de torcer consecuentemente hacia abajo en los últimos dos años. Al parecer en el caso normal de la economía del mercado hay un enriquecimiento profesional sin que las empresas que lo practican tuvieran que ocuparse –empleando mano de obra– de la fabricación y distribución de bienes útiles. El artículo de negocio es únicamente la potestad dispositiva sobre todo lo comprable, el poder privado de mando inherente en el dinero, sobre mercancías y personal asalariado. El que toma un préstamo comercial va por ese poder de acceso; paga por ese poder para adelantar su negocio con una cuantía mayor de éste. El prestamista que brinda crédito a la empresa lo hace para acceder a los beneficios que genera su cliente. O sea, ambos lados ponen de manifiesto la “lógica” de la economía del mercado: toda su finalidad es la acumulación de dinero; su medio necesario y –en las condiciones imperantes– suficiente para ello es tener suficiente dinero. El prestatario lo toma prestado para dejar actuar sus fortunas a escala mayor y así con la fuerza deseada como fuente de dinero; el prestamista hace productivo su dinero sólo por prestarlo, convirtiéndolo en una fuente de más dinero. En eso no se espera qué hará el deudor con el dinero transferido para luego repartir lo que genera de ganancia. El prestatario se obliga de antemano a pagos que efectuará con la ganancia del dinero cuya productividad presupone; el acreedor contabiliza el crédito otorgado no como dinero gastado, sino como fortuna creciente. De esta manera, ambos lados tratan deudas como capital; y esa metamorfosis no es una sola promesa y mera esperanza, sino que posee en la contratación de valores por los institutos financieros su propia constancia. El dinero enajenado existe en manos del prestamista verdaderamente como objeto de valor con el valor de uso de ser fuente de dinero, como un trozo de platal con capacidad de crecer; se puede guardar o vender llevándose rentas acumuladas y subidas de valor. A la inversa, también el prestatario sale de la posición de ser sólo el deudor: no simplemente demanda dinero, sino que tiene una oferta que hacer: su propio interés en dinero ajeno aparece como la oferta de participar en el crecimiento que él pretende sacar del dinero que cobra a cambio. Así, los dos lados se enfrentan como emisor e inversor: dos figuras económicas que parten firmemente de que el mismo dinero trabaja en las manos de ambas como capital-dinero. La desvergonzada confianza especulativa de que las promesas de crecimiento se cumplen, convierte la transacción en un acto de creación de capital – la crisis lo comprueba en la práctica de manera negativa, destruyendo con el acto de confianza también el capital.

Los institutos financieros hacen su negocio con la otorgación de crédito y la transformación de deudas ajenas en capital-dinero propio; y por eso no tienen miedo de endeudarse. Todo lo contrario: su negocio se impulsa realmente por el hecho de que se hacen con dinero ajeno para su prestación de créditos e inversión financiera; dinero de pequeños ahorradores que ceden el derecho de disposición sobre su dinero a cambio de bajos intereses, pero sobre todo de inversores mayores a quienes las empresas financieras venden sus títulos de valor u ofrecen las emisiones de sus gran clientes que ellas comercializan. Lo que la crisis que vivimos evidencia drásticamente, son las absurdas dimensiones que alcanzó ese negocio: la contratación a nivel mundial de inversiones, títulos especulativos de todo tipo, que efectúan empresas financieras que alternativa o simultáneamente aparecen como prestamistas y emisores, como intermediarios e inversores. Y en eso tenemos un material didáctico con una cierta relevancia instructiva, también y sobre todo para la gente normal raramente capaz de participar en ese circo. Es que en el cómo los magnatos de la economía monetaria manejan el dinero se puede notar para qué éste existe en realidad, y dónde reside su propio y verdadero uso. Para la élite experta del sistema, el dinero lisa y llanamente está para ser más; consiste en el poder de actuar como su propia fuente sólo por prestarlo; el uso más adecuado que se le puede dar es invertirlo en objetos de valor que no tienen otra característica que la de ser el derecho a más dinero y que objetivan ese derecho como un hecho consumado. En el reino del comercio financiero, esa finalidad rige de una manera tan radical que el dinero o es fuente de dinero o no es nada: cuando la transformación de deudas en capital los autores de esa maña ya no pueden presentarla de forma convincente por falta de éxito de sus negocios, cuando la cuestionan mutuamente o incluso la anulan explícitamente –como ahora es el caso a gran escala–, el dinero deja de existir. Entonces las deudas de veras no son nada más que dinero enajenado, o sea que ya no existe; donde operaba capital ahora se abre un déficit. La misma existencia del dinero –así nos enseña la crisis– depende de la continuamente reiterada confianza en su poder de autoacumulación, liberado por el acto de prestarlo.

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Y no es así en absoluto que esa relación entre el crecimiento y la existencia de una suma de dinero sólo fuera válida para los productos artificiales y la espiral de la conducta comercial de la industria financiera. Así es con el dinero de la sociedad en general y en su totalidad; algo que la crisis financiera ha evidenciado al público, chocándolo por un instante. En estos días de incertidumbre, después de la quiebra de Lehman en el otoño del año 2008, los actores principales del comercio crediticio alemán y los políticos que se ocupaban de la situación debatieron el futuro destino del banco alemán HRE. De hecho, en ese debate estaban en juego no sólo otras partes de la riqueza de valores financieros sino la credibilidad y solvencia de los institutos más importantes del sector –ni siquiera sólo en Alemania–, es decir, la continuidad de la fortuna y circulación monetaria en el país y más allá. Gracias a una intervención masiva del poder público de la que aún hoy están orgullos sus procuradores, se ha podido evitar un caso que superaría el máximo accidente previsible del capitalismo. Más en adelante hablaremos de lo que revela eso sobre la relación íntima entre el poder privado del dinero y la fuerza del Estado de derecho. De todas formas, esa casi catástrofe demuestra insistentemente que el negocio crediticio de hecho hace uso de todo el dinero que se gana en la sociedad –guardado temporalmente de una u otra forma en cuentas corrientes, de ahorro, de mercado monetario etc.– como materia prima para sus negocios de crédito e inversión. Los abonos en cuenta que hace a sus clientes y que deja circular por encargo de éstos para hacer pagos de todo tipo, no son nada más y nada menos que signos representantes de su propiedad monetaria – el dinero mismo, medio universal de apropiación, ya está corriendo en misión capitalista, siendo capital circulante del mundo financiero, justo para aquel tipo de negocios cuya brusca y completa anulación en el caso de una quiebra de HRE hubiera sido inevitable. Para todo el dinero que pasa por las manos del comercio financiero –es decir para poco menos que todo el dinero– vale que para este sector el dinero existe sólo y mientras vayan bien los negocios basados en la confianza especulativa entre los institutos financieros. Por mucho que la gente común crea que tiene seguro su dinero ganado, por lo menos éste, y que recibe intereses como premio cuando ahorra: en su auge, la crisis muestra que todo, y también el dinero suyo, hace tiempo se convirtió en un derivado de una exitosa economía de deudas, y que simplemente desaparece cuando las dudas de las empresas financieras en cuanto al éxito de sus inversiones aumentan excesivamente. El dinero o es su propia fuente o desaparece – al final eso también vale para ese poco dinero que la humanidad asalariada se ha ganado para su vida.

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Claro que eso vale ante y sobre todo para el mundo empresarial, en cuyo servicio los asalariados se ganan el dinero. Allí, si los bancos no dan crédito y el mercado de capitales no está interesado, ningún negocio se inicia, y los que se iniciaron se paran; eso lo atestiguan las preocupaciones por una segunda ola de quiebras en la “economía real” si no hay inversiones financieras, tanto como las exhortaciones de las instancias políticas hacia la banca de no retener la financiación. Aparentemente, no sólo para la industria financiera, sino para la economía de mercado en general, deudas son el medio de producción imprescindible por antonomasia. Pues los medios materiales de producción –fábricas y máquinas, y también empleados que saben manejar las plantas, computadoras y cadenas de fabricación– puedan abundar, pero: sin dinero, y más exactamente, como enseña la crisis y proclaman los expertos unánimemente, sin dinero prestado que los encamine, éstos no sirven de nada, y son condenados a la inactividad, los elementos objetivos se rompen por no usarse, y el factor humano de la producción cae en la miseria. Pues la economía de mercado no está para producir los objetos útiles con cuyo uso la humanidad va tirando, sino lo que importa es la potestad dispositiva de la propiedad privada sobre éstos: lo que se produce es el poder de mando objetivado en el dinero y que no empieza a desarrollar sus potencias de verdad hasta que la industria financiera lo proporcione en las cantidades debidas. Con ello ya está decidido que los créditos y los instrumentos de inversión no son de ninguna manera medios auxiliares en función de la producción y del consumo, sino las determinantes decisivas. Definen y predeterminan la finalidad económica de todo ese acto llamado ‘economía de mercado’ por el simple hecho de que al crédito le es inherente el derecho al crecimiento del importe mediante el pago de intereses, y que la inversión posee con el derecho al incremento la cualidad económica de ser capital. Los materiales y los seres humanos se ponen en funcionamiento por medio de un dinero que ya trae en sí la cualidad de crecer; y esto significa que se ponen en funcionamiento para que sirvan a la preprogramada acumulación del poder de mando del dinero. De este modo, para la “economía real” vale la misma “ley” como para el capital financiero con su contratación de valores, es decir el mismo interés convertido en coacción objetiva: aquí se convierten deudas en capital, o si no la producción no tiene lugar. Todo conduce una y otra vez a la misma aclaración: el trabajo se efectúa para dejar actuar el crédito como capital, i.e. para poner en marcha el poder del dinero invertido y su derecho a la acumulación, para confirmarlos y para reproducirlos en dimensiones crecientes. El proceso material vital para la sociedad es instrumento del régimen del dinero sobre el trabajo y sólo tiene lugar para y en la medida que sirva para que crezca el régimen del dinero.

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Si el trabajo sirve para eso y en qué medida, eso no depende del trabajo, ni mucho menos está en manos de los que trabajan –exceptuando el caso por el que los “proletarios del mundo” nunca se decidieron: arrancar el mando sobre sus vidas y su trabajo de las manos del capital–. Mientras que el mundo esté en buen orden capitalista, el poder del dinero decide sobre si y en qué medida sirve el empleo del trabajo social como fuente de dinero. La situación de la crisis pone de relieve también esa regla de la economía de mercado. Es que el colapso pasajero de la economía global de deudas demuestra por un lado la absoluta dependencia de las empresas comerciales del éxito de los prestamistas y del funcionamiento de los mercados de capitales; las consecuencias negativas atestiguan la identidad fundamental de los intereses de la “economía real” y de la industria crediticia. A la vez, esa bonita relación es interrumpida por la crisis, y queda reventada la identidad de intereses: la simbiosis entre empresas que necesitan dinero ajeno para ganar la competencia en los mercados de productos, y los institutos que ganan dinero satisfaciendo esa necesidad, termina por convertirse en escasez de dinero por un lado, en un endurecimiento de las condiciones de los préstamos por otro, lo último sea de manera calculada o por falta de medios o recursos movilizables. Hay un conflicto que se agudiza en la crisis que vivimos, hasta la quiebra de compañías importantes de la producción y del comercio mercantil por negativas del capital financiero. Así la excepción confirma la regla de que es el accionar de los prestamistas e inversores que habilita a las empresas de industria y comercio a hacer uso de los medios de producción y mano de obra para competir por la cuota de mercado. Y añade una lección fulminante: en tiempos de crisis, el ramo financiero declara a sus deudores comerciales insuficientes ante sus exigencias. El capital financiero considera que la utilización, tanto la pasada como la corriente, del trabajo social como fuente de ganancia no satisface sus demandas y previsiones de rendimiento contabilizadas como inversión de capital; imputa sus criterios no alcanzados al capital industrial y comercial como fracaso de los últimos, y decreta la reducción o paralización de la actividad empresarial. Al mismo tiempo, el antagonismo de los intereses que divide a los financieros y las empresas acreditadas manifiesta el hecho de que y en qué sentido se trata de un antagonismo (y en tiempos de crisis, de una ruptura) dentro del mismo bando capitalista, y de un interés común que une ambos lados. Es que los prestamistas e inversores evalúan críticamente y de manera exigente –y en caso de urgencia dando la negativa– las actividades que las empresas empeñadas por financiación suelen ejercer desde siempre y aún con más esfuerzos cuando se encuentran en peligro de quiebra. Ambos lados miden con el mismo patrón el rendimiento que los empleadores de trabajo son capaces de sacar a cambio de un salario de sus empleados; ambos lados llegan con una seguridad intuitiva a la conclusión de que la empresa de todas formas se permite emplear demasiada gente; asimismo, los dos lados tienen claro que la reorganización de la empresa sólo es posible a través del factor ‘trabajo’ o no es posible – en la crisis se opta más por lo último. De todos modos, es ese ‘factor’ que no satisface la demanda de ambos capitales: El trabajo asalariado fracasa ante la demanda de crear suficiente ganancia monetaria para lograr debidamente la conversión de deudas en capital que se creía asegurada. De esta manera, precisamente el conflicto de los institutos financieros con los capitalistas comerciales e industriales en cuyas empresas invierten su dinero destaca el papel del trabajo en el sistema de la economía capitalista: su uso tiene que rendir lo que los empleadores y sus financieros esperan y necesitan. Si esto no puede ser, no es que el bando del capital, ni mucho menos el grupo de los prestamistas e inversores, reduzca sus exigencias a lo que realmente –según la situación del mercado– se puede sacar del trabajo. Es al revés. El capital financiero con sus demandas y los empleadores responsables con sus cálculos reducen el uso del trabajo pagado, es decir la dimensión en la que realmente se emplea trabajo, a una medida en la que el trabajo puede justificar su finalidad: es obligado a contribuir a que las deudas de sus usuarios se conviertan en poder monetario creciente, en capital.

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Con respecto a ese fin del negocio en la economía capitalista, en la crisis mucho se pone en duda –pues en esto consiste la crisis–; no sólo lo que tiene que ver con la capacidad limitada del factor ‘trabajo’, sino sobre todo en cuanto a los títulos de fortuna que las empresas de crédito crearon, pusieron en circulación y acumularon en sus propias carteras y en las de su clientela, no para financiar las empresas en la “economía real”, sino para una especulación de un tipo más elevado y derivado. Gran parte de esos valores se desvalorizan, y aún más corren el peligro de serlo. Pero de esto nada se tira sin más – a diferencia del inventario de las empresas de la industria y comercio en quiebra y muy distinto a la mano de obra cuyo trabajo ya no sale suficientemente rentable. El capital no se deshace tan fácil de una riqueza que estriba en un derecho titularizado a un beneficio originado de deudas, como de valores de uso cuyo valor de cambio previsiblemente no puede cumplir su realización en una suma de dinero, y como de factores de producción, sobre todo del factor humano con sus exigencias de pago, que no rinden beneficio. Son los títulos especulativos que han perdido su valor de mercado porque ya nadie los quiere comprar lo que más vale guardar para el futuro, cuando un reanimado interés especulativo vuelva a hacerlos “tener valor”; incluso en medio de la crisis se hallan especuladores que esperando por ese momento compran a precios bajos valores clasificados de “tóxicos”.

Y antes de que se anule la riqueza acumulada en forma de papeles por el ramo financiero y se juegue la fortuna monetaria de la sociedad que el ramo financiero invirtió en ellos –eso también nos enseña la crisis– entra en acción el poder estatal.

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Pues extraño sí es: en todas partes del mundo, la crisis en el sector financiero se empeora cada vez más; los grandes bancos prácticamente están en quiebra, algunos de hecho se declaran en bancarrota; la economía de mercado globalizada corre el peligro de insolvencia... – y de repente basta una reunión entre los líderes políticos con las directivas de diversos institutos de crédito y representantes del banco central, basta un acuerdo comunitario, unas garantías del gobierno y un par de firmas – y hay dinero en abundancia, la solvencia del sector bancario y la liquidez del comercio quedan aseguradas; y se puede continuar con el prestar y ganar dinero, con el invertir y especular, incluso con el producir, aunque a escala menor. Se precisa la autoridad de la instancia a la que los expertos de la economía de mercado tachan de incompetencia económica, recomendándole que no se meta en la economía; y ésta sencillamente es capaz de sustituir la confianza perdida de los especuladores en el futuro del negocio, de salvar la desvaneciente riqueza capitalista de que los actores del mercado la aniquilen por completo – actores que la crearon y que se enriquecieron en su acumulación.

¿Y qué nos enseña esto?

Aparentemente, ante todo un profundo sentimiento de injusticia. De repente bullen en el público abogados del hombre de la calle que preguntan en un tono de queja y por supuesto sin exigir nada en serio por qué la soberanía no se permite un poco de esa generosidad también en sus demás tareas importantes, cuyos recursos los tiene restringidos desde hace años: educación, “futuro”, quizás un poco más de ayuda social... Amigos expertos de la justicia capitalista cuentan historias del “moral hazard”, de la irresponsabilidad sistemática de los gerentes decisorios en los establecimientos bancarios, supuestamente respaldada por el gobierno con su plan de rescate. Otros ya piensan en el próximo auge coyuntural en el que los miles de millones ahora creados aumentarán sin falta la inflación –con lo cual desde luego nadie pretende criticar las empresas que para eso primero tendrán que aumentar los precios–. Los políticamente responsables se defienden con la palabra clave “sistémico": “sistémicamente relevante” es según ellos el sobrevivir de los institutos de crédito a los que se facilitan esas fianzas y recursos enormes –con lo cual nadie pretende descalificar el “sistema” cuya manutención cuesta tanto, sino esta relevancia justifica los gastos–. Con respecto al sistema del capitalismo, tienen mucho más la razón que ellos mismos creen. Al fin y al cabo, lo que ponen en claro frente a sus críticos y a su pueblo es de qué va la sistemática de su sistema de “democracia y economía de mercado”: va por el estupendo “crecimiento” de capital de cualquier tipo, y por asegurar que todas las demás esferas de la vida social sirvan para tal finalidad. Es por eso que la política no sólo permite el grado sistémicamente necesario de la depauperación, sino que organiza junto al rescate del capital financiero también el sistema de la pobreza útil, igual de relevante.

Ahora lo que está en la agenda política que la política se deja dictar por la crisis es la recuperación del negocio con el crédito –que es la particularidad del programa de rescate–: un esfuerzo que aparentemente ni el mercado ni la opinión serían capaces de hacer, ni la autorregulación del mercado, ni el expertismo empresarial, sino que los únicos capaces son exclusivamente los procuradores del poder político. Pues cuando los jefes de gobierno se reúnen con los del banco emisor para pactar en acuerdo con las cabezas del ramo crediticio privado un programa de rescate que asciende a miles de millones para el mundo financiero, entonces no es que accione sólo la buena voluntad de un par de expertos y del equipo líder de la democracia. Las decisiones tomadas entran en vigor porque detrás está toda una maquinaria estatal de poder. Para impulsar al mundo libre del comercio cuando éste en vez de avanzar se arruina a sí mismo, toma las cartas la fuerza mayor a cuyo mando acata el mundo entero, incluso la élite de los superricos que normalmente suele rechazar cualquier intromisión del Estado en su enriquecimiento privado. Y eso da que pensar, a saber sobre los fundamentos reales del sistema entero de la libertad económica de mercado: si esta libertad sólo puede ser rescatada con un acto del poder soberano, pero con éste sí, entonces también tiene su fundamento en el poder estatal. Ese acto excepcional de los Estados nos pone de manifiesto cómo y en qué se basa el funcionamiento del caso normal de la economía de mercado. El sistema necesita de una máquina de poder impecable que no sólo prescriba a la sociedad cómo sustentarse, sino también “la materia” para tramitar su sustento: el dinero, que de momento está siendo estropeado por sus grandes consumidores profesionales en vez de ser acumulado. El poder privado de la propiedad, cosificado en el dinero, esa encarnación de la libertad de la economía de mercado, requiere de una habilitación por un soberano: eso es lo que evidencia la rehabilitación de la industria monetaria en vías de quiebra y el rescate de su solvencia por decreto ley. Y entonces también queda claro que la misma riqueza capitalista, contada y realizada en forma de dinero, no es por naturaleza nada más que una materialización de poder, y la actividad comercial, nada más que el ejercicio del poder de disposición y de mando que el poder estatal otorga con su soberanía a la propiedad y su forma objetiva, el dinero legal. “Relevancia sistémica” no es simplemente que a los administradores de la nación el sector bancario les parezca de más importancia que otros sectores y demás necesidades vigentes de la sociedad. Con su acción de emergencia, el gobierno está impartiendo una lección que él mismo seguramente no entenderá, pero cuya claridad no deja nada que desear: la economía de mercado es la ejecución de relaciones de fuerza, garantizadas por el Estado, codificadas en el derecho de la propiedad, cosificadas en el dinero y puestas en escena y administradas por el sector crediticio.

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A esa lección pertenece una segunda parte igualmente instructiva (con la que tampoco saben qué hacer los residentes insertados en un sistema para cuya existencia los negocios de deuda tienen una “relevancia sistémica”). El que el dinero que hace rodar la economía representa en forma material una relación de poder creada por el Estado, es la primera parte. A la inversa, el poder estatal que somete mediante instrucciones y definiciones la vida económica de los ciudadanos, existe en el dinero, es decir, en forma de un poder de disposición privada sobre el trabajo y la riqueza con la determinación de operar como fuente de su propia acumulación. La validez de ello es tan estricta que el mismo poder estatal al ejercer su soberanía sigue las reglas de la propiedad privada y de su uso capitalista a las que hace respetar. E incluso cuando salva el dinero y el crédito de su autodestrucción en medio de una crisis agudizada mediante un decreto soberano, espera del negocio capitalista (y hasta lo deja en su criterio) que haga uso de las garantías y fondos estatales según sus propios cálculos. Ni siquiera cuando la fuerza del Estado entra en acción de forma directa como condición y medio del negocio, tiene éste otro fin que rehabilitar el poder del comercio financiero y el de los demás; a saber, para que finalmente saquen con éxito capital de las deudas que él respalda, mediante sus propios cálculos, sus técnicas comerciales, su especulación y su poder de mando. Si no hay más remedio, los bancos incluso se nacionalizan, procurando así con la fuerza política que el poder de la propiedad de conseguir su propia acumulación vuelva a ser productivo y a activar la economía corriente basada en deudas.

Cuánto a un Estado moderno toma en serio ese objetivo, se puede notar en el momento considerablemente grande de impotencia al cual se condena: efectivamente no domina las consecuencias económicas de su intervención –y mucho menos las de su obrar diariamente como garante de las condiciones de la economía de mercado y del medio de producción capitalista n°1, el dinero–. Puede que las figuras políticas que compiten por el liderazgo en las naciones líderes de la economía mundial tengan diferentes opiniones sobre hasta dónde debería actuar la competencia reglamentaria de la política: unos se gustan en la postura absurda de que el rescate de los bancos por el Estado es casi socialismo, proclamando abiertamente la incompetencia del Estado para los apuros existenciales en las que la crisis hunde a grandes partes del peonaje capitalista, y la incapacidad de la política de luchar contra la miseria de otra forma que no sea incentivando la economía que la produce y agudiza en la crisis. A otros les gusta más ponerse en la pose de un poder directivo político que también llama al orden a los agentes del capital muy bien remunerados, pero con ello tampoco pretenden cambiar la destinación de la acción estatal de rescate que es el saneamiento necesario de la economía financiera. Porque con su intervención, el Estado –bajo la dirección de quien sea– no se equivoca de la diferencia fundamental entre la verdadera riqueza capitalista que corresponde a su finalidad “sistémica” con crecer de forma capitalista por medio de deudas, y una garantía monitoria para patrimonios monetarios que más bien camufla que compensa el fracaso momentáneo de esa economía mediante una especie de sustituto para su acumulación verdadera. El Estado puede delimitar las consecuencias negativas de una desconfianza general en la especulación financiera e impedir la inminente anulación de la riqueza capitalista por la crisis, haciendo uso de su fuerza y de las disposiciones adecuadas. Pero no quiere cambiar sino volver a ratificar el caso normal que el capital financiero sea la fuerza motriz de su economía, a saber, especulando en libertad y confiando en el éxito de la especulación. El Estado quiere que siga imperando y que vuelva a imperar el principio de que sólo será riqueza social la que deriva la industria financiera de futuros incrementos inseguros de dinero invirtiendo en los correspondientes títulos, porque sólo de esa manera el dinero cumple conforme al sistema su poder de autoacumulación. Por eso bien es verdad que la fuerza del estado puede garantizar el poder de mando del dinero, pero no sustituir su empleo productivo.

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El Estado moderno está tan interesado en una economía monetaria que funciona según sus propias reglas que activa su poder soberano para establecer el sistema de enriquecimiento privado como la economía política reinante: eso es lo que se puede estudiar en la política de crisis de los poderes líderes de la economía mundial. El fundamento para este empleo de su poder –que afirman a su manera los competentes políticos de economía y del orden público cuando una por otra vez confían en la economía de mercado como el sistema económico superior– es la razón objetiva que tiene este Estado para su constitución económica. Son las prestaciones del capital por las que rabia el Estado –la explotación de cualquier actividad económicamente relevante para el crecimiento de la riqueza abstracta, el poder de disponer del trabajo y de bienes de consumo de todo tipo, y el perseverante empleo incondicional de esa riqueza como su propia fuente–, porque ellas le proporcionan sus medios de poder con una eficiencia incomparable. Se alimenta de la riqueza capitalista; y como la acumulación de ésta parte del comercio financiero que la impulsa y dirige, el poder político no conoce otra manera mejor de “crear valor” –y mucho menos otra más estable– que la que se lleva a cabo mediante el crédito en todas sus formas que la comunidad de los especuladores ha ido desarrollando. Para su provecho que saca de ello, la soberanía asume ciertas contradicciones sin problemas. En la actual crisis no ve ningún problema en rescatar el capital financiero con un presupuesto de unos miles de millones y facilitar los gastos que se permite –es decir las deudas que deben ser contraídas para el presupuesto nacional– al mismo capital financiero como fuente de ingresos: el dinero no se crea encendiendo la máquina de imprimir – por lo menos no sin que el sector crediticio privado haga su negocio entre el Ministerio de la Hacienda que vende en masa papeles que prometen intereses, y el banco central que en dimensiones igualmente tremendas transforma títulos “tóxicos” de las carteras de valores de los bancos en dinero nuevo. De esta manera el comercio financiero es habilitado y estimulado de ganar dinero con su rescate. Lo que está incluido en esa habilitación es la autorización de evaluar las deudas de miles de millones que se presentan por el rescate en los presupuestos nacionales, y la moneda en la que se han contraído, según las reglas del oficio de la crítica estimación especulativa. Y las empresas financieras no tardan en hacer lo que se les permite y lo que de ellas se espera. No se pierden el negocio con las deudas públicas; pero en la dimensión de éstas y aún más en su empleo improductivo desde el punto de vista capitalista –porque la intervención se dirige a prevenir a la quiebra del negocio y no a empujar el crecimiento– encuentran acto seguido muchas razones para dudar justamente la solidez capitalista de esa abundancia de títulos públicos, cuyo comercio les hace ganar tanto como en los mejores tiempos antes de la crisis. El Estado rescata la industria financiera; ésta aprovecha la facilitación de los medios necesarios como fuente de dinero, advirtiendo al mismo tiempo de no exagerar la extensión del volumen de un artículo comercial basado únicamente en la voluntad soberana de rescatarla: de esta manera, la lección sobre la profunda unidad de la soberanía estatal y el negocio financiero, es decir sobre lo que significa economía política, gana una cierta gracia.

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El que el Estado habilite el comercio privado, dota a éste con la licencia de comparar las deudas de las diferentes naciones según rédito y solidez –como lo hace con todos los valores–, y evaluar en el mercado monetario críticamente las monedas nacionales en cuanto a su idoneidad para negocios financieros. Ya que esa evaluación en tiempos de crisis y ante la masa de crédito y dinero nuevamente producido por el Estado resulta especialmente crítico, los responsables políticos, con los expertos y la opinión pública inclusive, se interesan por el estado alcanzado en el transcurso y los resultados de esta evaluación, o sea por la importancia y la posición que se asignan al crédito y al dinero de la propia nación. No parece haber nada más lógico que adoptar el punto de vista de la competencia, de la cual todas las naciones se saben afectadas y no quieren saber que son ellas mismas que se la hacen.

Examinada la cosa con menos entusiasmo patriótico, la comparación que hace el capital financiero (siempre, y de forma agudizada en tiempos de crisis) entre los países y entre los esfuerzos de los gerentes de las naciones capitalistas, abarca ciertas indicaciones notables. Por una parte –otra vez más– una lección sobre el papel que desempeña la mayoría asalariada en la competencia entre las naciones en tiempos de crisis: como material humano a disposición de los gobernadores, en gran parte marginado como mano de obra sobrante y reintegrado bajo condiciones agravadas siempre y cuando haya necesidad por parte del capital. Aparte de este sentido de vida en términos económicos, estas existencias precarias tienen un buen sentido en términos nacionales, una utilidad para la comunidad política, que en la crisis se enfatiza expresamente: de los apuros económicos surgen –según las pautas de los forjadores de la opinión de las masas– virtudes como la disposición a adaptarse y a renunciar y la lealtad por la patria – en realidad todo un motivo para renunciar a cualquier forma de patriotismo. Sobre todo porque particularmente la comparación ofensiva de las naciones por la que tanto abogan los políticos revela el beneficio que éstos esperan de los negocios creadores de valor de su élite monetaria y exigen de una población nacionalista. Cuando los gobiernos de las naciones líderes del mercado mundial proclaman que en la actual crisis no hay nada peor que el mutuo “aislamiento” y nada más importante que mantener las fronteras abiertas –para mercancías y capital, por supuesto, y no para el número creciente de hambrientos–, bien es verdad que éstos se llenan de hipocresía; donde les conviene, los Estados que se lo pueden permitir hallan medios para alejar o eliminar la competencia no deseada. Sin embargo, les va muy en serio que sus financieros y demás industriales sigan ganando dinero en otros países, acaso sacar provecho de la crisis a largo plazo si aguantan más tiempo que la competencia. Sobre todo les va en serio su poder de entremeterse en países ajenos, basándose en sus propias potencias económicas y las debilidades de los otros, para tutelar sus gobiernos y ganar el control sobre mercados y recursos materiales. Todo ello de ningún modo debe correr peligro de ser perjudicado por un “proteccionismo” ajeno. En este sentido, “nosotros” –proclama por ejemplo la canciller alemana en la primera persona plural por su Alemania– estamos ferozmente decididos a “salir más fuerte de la crisis que cuando entramos en ella.” Considerar la contracción de la riqueza capitalista junto con la depauperación de significantes partes de la población como una oportunidad para el éxito de la nación contra otras: tal aviso demuestra, por una parte, la desvergüenza de líderes democráticos. Pero también en este caso el carácter del personal dirigente de una potencia económica global es consecuencia de la razón de Estado que ejecuta. Y es esta razón de Estado la que al parecer requiere hacer el paso más directo de una situación crítica de la nación a atacar el terreno que otros países se han ganado en la competencia. Pues aquí puede encontrar el que busque las razones objetivas de la desconfianza y rivalidad entre los miembros de la “comunidad global” de las naciones. De todos modos, la crisis manifiesta más que claramente que esta hermandad de los pueblos que caracteriza esta “comunidad” no es más que un falaz ideal que forma parte de la implacable competencia de los Estados por la fuente y el alcance de su poder. Así pues, un poco de aprendizaje sobre el imperialismo también está incluido en el precio.

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La crisis del año 2009 – muchas oportunidades para conocer sus tierras un poco mejor.

Parece que éstas permanecen desaprovechadas.