Teoría marxista. Crítica al capitalismo. |
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Las razones para la guerra nacen en tiempos de paz –naturalmente–. Y al revés, la paz es lo que resulta de la guerra, y no existe sin la capacidad y disposición para la guerra. Esto ya lo sabían los antiguos romanos; y su principio –Si vis pacem, para bellum: si quieres la paz, prepara la guerra– sigue siendo la directriz de la OTAN del siglo xxi que se compromete, a fin de mantener la paz mundial, a ser capaz y estar dispuesta en cualquier momento a no menos de seis campañas militares al mismo tiempo –dos guerras mayores con 60 000 soldados y hasta cuatro menores con entre 20 000 y 30 000 soldados en armas–.
Claro está que a lo largo del tiempo las dimensiones en las que piensan y actúan los estrategas competentes no son lo único que ha cambiado. El hecho de que las grandes potencias mundiales quieran asumir la responsabilidad de nada menos que la paz mundial, que no dejen desatendido ningún conflicto armado, que puedan intervenir en cualquier sitio y también lo hagan en cuanto les parezca oportuno, todo esto está cuando menos relacionado con que han conseguido establecer un capitalismo verdaderamente mundial y con que dependen en su existencia económica depende del provecho que logren sacar de este mundo abierto al capitalismo. Una dependencia tan existencial comprende para los grandes usufructuarios la necesidad –la cual equivale para sus gobernantes a una obligación– de garantizar que los potentados del mundo reconozcan la participación en el negocio mundial como la base material, el contenido esencial y la directriz obligatoria de su soberanía, y de ocuparse de que nadie haga rancho aparte. Distan mucho los gobernantes de las naciones potentes de fiarse solamente de las coacciones provenientes de las leyes económicas del mercado mundial, que según la interpretación de los teóricos modernos de la globalización han degradado hasta los Estados más potentes a títeres impotentes a merced de las circunstancias económicas imperantes. En su práctica son conscientes de que hasta las más restrictivas leyes económicas y los imperativos de la razón del mercado sólo tienen efecto caso que y mientras un poder estatal soberano dedique su fuerza y obligue a su sociedad a que ganar dinero sea la única manera de sobrevivir. Entonces, obviamente, la coacción es inherente a cualquier elemento del capitalismo, y cada parte del proceso de la reproducción social es una oportunidad de chantaje para el poder privado del dinero y los plenos poderes de sus creadores, los poderes estatales. Pero para poder tratar de esta manera –es decir, según las reglas del chantaje comercial– a sus iguales y al resto del mundo, las potencias capitalistas necesitan de un argumento que convenza a los soberanos, quienes en última instancia sólo entienden su propia lengua, “el idioma de la violencia”, de que no hay alternativa a la opción del sistema mundial capitalista, en que las potencias mundiales tienen la competencia con respecto al orden y la seguridad de los negocios mundiales, y de que es imprescindible “gobernar bien” según el modelo democrático-capitalista. Nadie duda de la necesidad de la violencia para imponerse, porque los políticos responsables siempre conocen a perturbadores contra quienes hace falta defender su pacífico orden comercial. Durante décadas fue el poder soviético con su campo socialista el perturbador que imponía límites al universalismo de la libertad de la propiedad y sus leyes económicas y contra el cual, por consiguiente, se tenían que defender el orden y la paz; ha hecho falta nada menos que una Guerra Fría con una amenaza de la destrucción nuclear, continuamente perfeccionada, y muchas guerras regionales para llegar hasta la mundialización del idilio capitalista que conocemos hoy día. Como es sabido, el sistema de guerra mundial organizado para este fin por la potencia directora del Mundo Libre, con sus preparativos de guerra y su red de alianzas, no ha resultado superfluo, sino que se ha aproximado a su verdadera razón de ser: sin estar paralizado por la “intimidación contraria” y el “empate nuclear”, “Occidente” confronta el mundo con su voluntad y su capacidad de intimidación militar total, procura dar credibilidad a las dos con amenazas y campañas militares “asimétricas” dondequeria contra adversarios reales y posibles; y la distinción tradicional, la clara distinción entre guerra y paz, se hace obsoleta. Es que las apreciadas reglas de la competencia libre en el mercado mundial sólo entran en vigor y en vigor permanecen si se solucionan continuamente pequeñas y grandes cuestiones de seguridad mediante la fuerza. De este modo, a base de consecutivas campañas bélicas, queda garantizada la oportunidad para aprovecharse pacíficamente de estas reglas del comercio entre las naciones. Como es sabido, este aprovechamiento emplea bastante chantaje, genera dependencias interesantes y una llamativa distribución de la riqueza.
Sin embargo, este bonito éxito del imperialismo del Mundo Libre tiene un inconveniente, pues socava la cooperación a la que se veían obligadas las potencias capitalistas en su enfrentamiento con el poderoso enemigo común de Moscú. Ya en tiempos de la Guerra Fría, para la cual EEUU necesitaba y hacía útiles a sus aliados de Europa y otros lugares y durante la cual éstos se aprovechaban de la potencia americana para resguardar sus asuntos nacionales, todos los participantes calculaban continuamente de manera extremamente crítica la relación coste-beneficio de la política de seguridad común: los costes no sólo respecto al dinero para el armamento, sino a la disciplina dentro de la alianza, a la consideración de los intereses de los aliados, al renuncio a iniciativas particulares y a derechos exclusivos (al fin y al cabo, el fin de los imperios coloniales de dos naciones europeas que salieron victoriosas de la Segunda Guerra Mundial también se debió a que ya no servían para el nuevo orden mundial americano); y por el otro lado el beneficio, medido en libertades en la competencia y en el acceso comercial, en la influencia política sobre los aliados, en el peso estratégico en general, etc. Desde la autoliquidación de la potencia soviética, los esfuerzos de revisión por parte de los aliados recelosos, procurando mejorar su estatus, han dejado de estar decididos de antemano por la opción común a la guerra mundial: todos los participantes empiezan a calcular en las nuevas condiciones. Ninguno de ellos quiere prescindir del beneficio colateral que la alianza bélica les ha proporcionado: el poder de control común, el reconocimiento de su tutela sobre otros soberanos, la obligación de los aliados al compromiso, la libertad de aprovecharse del mundo entero para el provecho comercial; ningún imperialista moderno quiere volver a los tiempos de la división del globo en sectores de influencia exclusiva. Por otra parte, nadie está contento, ni la nación dirigente ni sus aliados, ni con el nivel alcanzado en cuanto a su poder nacional de control, ni con las perspectivas de éxito de su economía nacional, ni con los frutos políticos y económicos de la paz mundial, ni con los gastos políticos y económicos del régimen de la intimidación universal necesario para mantenerla. Los servicios estratégicos y militares que requiere EEUU de las demás potencias no se corresponden ni con los intereses económicos ni con las ambiciones de poder de éstas, ni tampoco con su voluntad de ser respetadas como socios iguales por parte de la potencia mundial estadounidense; ambos lados luchan por corregir la definición de su alianza; esto destruye la voluntad de acuerdo político que constituye la base de la consuetudinaria competencia pacífica, y que ninguno de los poderes competentes quiere romper.
Así funciona el imperialismo hoy.
Quienes compiten por la riqueza capitalista son sus propietarios y gerentes; según la lógica absurda de la razón capitalista y de acuerdo con las reglas y los permisos de sus legisladores nacionales y tutores políticos. Éstos por su parte aspiran al éxito general de la economía que gobiernan: a la exitosa acumulación de capital en general y a balanzas positivas del comercio exterior en particular. Pues de él dependen su poder estatal y su influencia internacional. Por ello una soberanía moderna no sólo registra los resultados de la competencia que consiguen sus comerciantes exteriores y sus empresas multinacionales. Mediante el poder estatal compite con sus iguales por el beneficio nacional.
a)
Los pueblos modernos necesitan trabajo. No en el sentido banal de que naturalmente hace falta cierto esfuerzo para satisfacer la necesidad social de productos de consumo y disfrute y para fabricar los medios de producción para ello: si fuese ésta la finalidad de la producción, es decir, si se tratase de planificar cómo satisfacer las necesidades materiales de la gente, el esfuerzo laboral sólo sería medio para este objetivo, y se intentaría reducir este esfuerzo y ganar tiempo disponible para actividades libremente elegidas; pero en la economía de mercado libre, las cosas no son tan fáciles. Una nación capitalista sólo está bien si sus habitantes, a ser posible en su totalidad, gastan la vida desde su juventud tardía hasta la vejez temprana cada día laboral desde la mañana hasta la tarde, o en continuos turnos, en oficinas, fábricas u otros puestos de trabajo flexibles; y los pueblos capitalistas no sufren carencias por una escasez de bienes materiales –problema que se resolvería empleando trabajo y máquinas–, sino que su miseria consiste precisamente en que, debido a estanterías repletas de mercancías en los almacenes del mundo, para ellos no queda nada por hacer.
A los contemporáneos, la lógica inherente de esta locura les resulta tan normal que nadie se da cuenta de lo absurdo que es trastrocar medio y fin ni siquiera cuando se propaga (tanto por parte de sindicalistas como por parte de presidentes) desarrollar nuevas mercancías y despertar nuevos intereses con el objetivo de “crear trabajo”. En el capitalismo hasta las mismas necesidades dirigidas a los productos del trabajo, tanto las necesidades naturales como los deseos despertados por el avance de la tecnología, sólo son medios para otra finalidad: la de emplear el trabajo para ganar dinero. En este objetivo, el esfuerzo laboral y el rendimiento en dinero de hecho son tan equivalentes que una sociedad organizada según principios capitalistas conoce el absurdo de una demanda de trabajo; demanda que resulta, como también todo el mundo sabe y desgraciadamente tiene por normal, precisamente de que la equivalencia imperante entre trabajar y ganar dinero tiene dos significados contrarios y complementarios, que divorcian la sociedad en clases.1
— “Las masas” necesitan de alguien que les pague por su trabajo: un empleador con dinero. Para ser preciso, no es tanto el trabajo lo que necesitan, sino el dinero que se les paga. Los que viven del salario ni disponen siquiera de la oportunidad de trabajar por iniciativa propia y ganar dinero con la venta de los productos. Dependen de que un empresario les proporcione trabajo: la ocasión de ganar dinero trabajando es objeto de un poder de disposición exclusiva y está, como un inasequible artículo de necesidad básica, fuera de su alcance. De ahí que la miseria haga que trabajar se convierta en su elemental interés económico. Teniendo la suerte de tener un puesto de trabajo, la persona dependiente del salario sólo puede aumentarlo –dada la equivalencia entre trabajar y ganar dinero– gastando más esfuerzo y más tiempo laboral; e incluso esta oportunidad no está a su libre disposición, sino que existe si la parte contraria la ofrece, y se “demanda” como un artículo de consumo.
— El otro lado, que comúnmente suele llamarse simplemente “la economía”, por su parte necesita del trabajo de personas ajenas, de servidores que contrata. No es que lo necesite para que se le satisfaga cómodamente una necesidad determinada a cambio de dinero, sino como fuente de dinero: como fuente de propiedad nuevamente creada en forma de mercancías vendibles de cualquier tipo. De veras demanda trabajo; bajo condición por un lado, pero a la vez esta demanda es insaciable. La condición consiste en una relación entre el precio para comprar el trabajo y el dinero adquirido mediante un resultado del trabajo que enriquezca al ‘empleador’; y que no solamente le enriquezca de forma cualquiera, sino que lo haga en dimensiones que le permitan imponerse entre sus iguales, “en el mercado”, o sea contra sus competidores, con éxitos de ventas a buen precio. Por lo tanto calcula con el trabajo como medio para su fin: como un esfuerzo necesario; un esfuerzo, claro, no medido en tiempo y fuerza gastados, sino en dinero que se tiene que pagar a personas ajenas para sacar el máximo rendimiento posible de su trabajo. Este cálculo exige ahorrar en un doble sentido: la cantidad de trabajo que se necesita tiene que ser barata, es decir que el salario por cada unidad laboral tiene que ser bajo; y en relación al producto vendible la cantidad de trabajo necesaria tiene que minimizarse – o a la inversa, cada hora de trabajo pagada tiene que producir el máximo rendimiento posible, medido en dinero. Esta economía es extremamente derrochadora con respecto al esfuerzo, el tiempo laboral y la intensidad del trabajo que se exige de los trabajadores; a la vez muy despectiva en cuanto al valor de la mano de obra que se tiene que pagar en dinero. Estos dos aspectos hacen que el trabajo sea rentable; y ésta es la condición imprescindible, pero a la vez la única condición que tiene que cumplir el trabajo para servir como medio a “la economía” y ser empleado: la demanda de trabajo rentable de “la economía” es realmente insaciable. No conoce necesidad cuya satisfacción constituyera un límite para la demanda: la lucha competidora de los empresarios va por el mando sobre un máximo cada vez mayor de trabajo rentable; cada vez más trabajo rentable es de por sí la definitiva finalidad económica de la sociedad. Este deseo ilimitado agudiza a su vez el empeño de los actores competidores en el capitalismo por restricciones cada vez más duras respecto al pago y al empleo del trabajo pagado, o sea por un mínimo cada vez menor del trabajo absoluto en relación con el valor creado y de la cantidad del salario que se tiene que pagar: precisamente ésta es el arma en la lucha por la riqueza capitalista, que tiene su fuente en el trabajo rentable, y su medida en la cantidad de éste.
La paradoja de esta lucha competidora tiene consecuencias muy diferentes para los dos lados opuestos que en el idilio capitalista muy en serio necesitan trabajo. Con respecto a su tiempo laboral, su capacidad física y el salario que ganan con ella, las masas asalariadas se encuentran restringidas en los dos sentidos mencionados por el imperativo a la rentabilidad, y por lo tanto a lo largo del progreso capitalista ni logran escapar de la pena del trabajo y los prolongados tiempos laborales, ni se hacen ricos, por no hablar de hacerse suficientemente ricos como para liberarse de esta obligación; con sus avances tecnológicos que aumentan la productividad y “ahorran trabajo”, “la economía” hace que la demanda de oportunidades para trabajar por parte de los obreros quede continuamente insatisfecha a gran escala –ya sea porque las empresas exitosas consiguen sus éxitos en la competencia con una plantilla reducida en cifras absolutas, o porque los perdedores por consiguiente sólo logran una explotación rentable a escala reducida o ninguna en absoluto y por lo tanto despiden a sus empleados–. A lo largo de su crecimiento, “la economía” en total obtiene y conserva de esta manera una reserva de mano de obra disponible con la que siempre puede satisfacer su demanda de trabajo barato. A cambio, su propio crecimiento genera con las dos características de la demanda de trabajo, la condición restrictiva y la dimensión insaciable, un límite del crecimiento del tipo más absurdo: en su infinita caza de dinero, las empresas capitalistas suelen producir más productos vendibles de los que se puedan vender con beneficio –sobre todo considerando la cantidad extremamente limitada que los asalariados son capaces de gastar en su calidad de consumidores finales–. Las exigencias de los empresarios de ganar cada vez más dinero empleando de forma insaciable cada vez más trabajo rentable sobrepasan la cantidad de dinero que se puede ganar en sus mercados; es ésta la razón por la que la lucha competidora es tan agudizada. Y esto a veces lo pagan no sólo las empresas con los puestos de trabajo menos rentables con una quiebra; periódicamente “la economía” en su totalidad sufre una crisis y no hay alternativa a tirar buena cantidad de la riqueza social; sólo para luego poder seguir con la misma locura.
b)
El Estado moderno cuida de estas circunstancias económicas mediante el derecho que emana de su poder y que se respeta debido a su fuerza. El hecho de que lo que hace ante todo es imponer las circunstancias contra sus súbditos sujetos al derecho, y que su economía política es un asunto violento en su totalidad, no lo admitiría ninguno de los que están en el poder. Los que llevan la batuta en la sociedad libre no encuentran nada sospechoso en forzar la existencia de los ciudadanos en un corsé de prescripciones que hacen que el trabajo a cambio de dinero sea el único medio y la única finalidad de la vida social; esto, al contrario, les parece un servicio que los gobernadores les deben a sus súbditos autónomos y con el cual corresponden a lo que exige la economía de mercado, alias “la realidad”, para que pueda funcionar. De esta manera, la política moderna hace asunto suyo la básica necesidad de trabajo de su sociedad, con sus dos sentidos claramente opuestos. A los empresarios, que debido a su propiedad legalmente protegida disponen de la licencia de usar y explotar el trabajo social, les apoya mediante un catálogo continuamente refinado de prescripciones, reprensiones y asistencias, para que el ejercicio del poder privado de mando sobre las fuentes de la riqueza capitalista, tanto en general como en particular, sea lo más redituable posible. No es tarea fácil ya que nunca es posible gestionar la lucha competidora universal de los propietarios capitalistas y la correspondiente anarquía de los mercados al contento de todos los usufructuarios afectados. Por lo menos los responsables políticos no tienen mayores problemas con el hecho de que siempre haya quien rechace su asistencia a un crecimiento exitoso del capital considerándola una privación de libertades y del derecho a la propiedad, y con que a la vez se reclamen reformas estatales en interés de la razón económica: integran las reivindicaciones contradictorias de “la economía” en la competencia de sus partidos – y dicho sea de paso, no pueden equivocarse siempre que se adhieran a la directriz principal y general: primero, el trabajo tiene que ser rentable, y segundo hace falta que la mayor cantidad de trabajo posible, y cada vez más, se efectúe bajo el mando y en beneficio de la clase nacional de empresarios. Abogando esto, una debida política económica no sólo asume su responsabilidad para la “economía”, sino igualmente para el ansia y derecho moral de las masas populares de “tener un empleo”: el Estado clasista moderno da completa razón a la reivindicación de un puesto de trabajo, ateniéndose firmemente a que tal bien costoso está en manos de una minoría de empleadores, y patrocina a base de esto la disposición general de los asalariados activos y sobre todo de los desempleados de reducir, a fin de conseguir empleo, los gastos de su sustento y ofrecerse con más flexibilidad y más voluntad a gastar sus fuerzas. De esta forma los poderosos sirven a su sociedad y toman a la vez en consideración la base material de su soberanía. Pues ésta consiste en el dinero –la materialización del poder sobre el mundo entero de mercancías capitalistas y el trabajo que las produce– que se crea bajo el mando de empleadores competitivos en puestos de trabajo rentables y que se acumula en manos de los propietarios capitalistas.
Como tal interesado y por eso tanto más categórico amigo y patrocinador del crecimiento económico, o sea del infinito esfuerzo de su clase de propietarios de enriquecerse, el Estado descubre en el terreno y sus habitantes, que ofrece para este fin, una falta decisiva: para el afán infinito a la expansión que tiene el capital que él patrocina, su territorio, por muy extenso que sea, es por principio demasiado pequeño: la solvencia de la sociedad, destinada a convertir los productos del trabajo social en riqueza real, abstracta, o sea en dinero, tiene sus límites en lo que gastan las personas que viven en el territorio nacional –y cuya solvencia además está limitada por el hecho de que la mayoría asalariada sólo dispone de un poder adquisitivo dentro del margen de su salario, que se paga según criterios de la rentabilidad–; y esta limitación va por principio en contra de las necesidades básicas de la acumulación capitalista –aunque sigan abundando por un lado precariedades sociales y por otro se logre despertar y estimular un sinfín de nuevos deseos para sacar dinero con mercancías y servicios extravagantes; y tengan los productores y comerciantes buena salida para sus mercancías o no–. Lo mismo vale para los recursos naturales que necesita y consume la economía de una nación para su crecimiento: lo que encuentra dentro del territorio nacional siempre está limitado, por lo tanto en principio una restricción para la acumulación de la riqueza. Y aunque en el mercado laboral nacional se acumulen los parados, las potencias que “la economía” tiene y que se espera que desarrolle van más allá de los límites de la mano de obra nacional; también en este aspecto, las fronteras del poder nacional son incompatibles con el afán expansionista del capital. Por consiguiente, los responsables políticos emprenden todo para hacer “transitables” las fronteras de su nación, o sea las de sus vecinos y en general todas las fronteras de este mundo, para el poder conquistador del capital que habita la nación.
— Un poder estatal consciente de su base económica capitalista abre a sus comerciantes el acceso a los recursos naturales del extranjero: a las riquezas mineras, que escasean en el propio territorio o que allí sólo se pueden extraer con costes muy elevados, y productos agrícolas de otras zonas climáticas o de países que logran producir tales productos a mejor precio que en la propia nación. Al comienzo de la historia reciente del capitalismo sobresalió sobre todo la necesidad más absurda propia de este sistema de producción: a gran escala y sin consideración ni miramientos se traía oro; no porque fuese útil para algún deseo material o porque fuese imprescindible como medio de producción, sino porque representa de forma material, debido a la obligación estatal y la costumbre social, el poder de la propiedad sobre todas los bienes de uso y su producción: como “fetiche” del mundo burgués que literalmente encarna sus relaciones de poder económicas en unidades de peso. El provecho de esta gran campaña de adquisición no lo acumularon los señores coloniales robadores que sólo gastaban el oro, sino, muy de acuerdo con los principios del asunto, las naciones comerciantes que lo ganaban, lo usaban como base de crédito y el crédito como capital, y de esta manera impulsaron su enriquecimiento comercial aprovechando los rendimientos y productos del trabajo de las fuerzas productivas propias y ajenas. Las naciones que de esta manera –no robando la materia de dinero como tal, sino empleándola de forma capitalista– se convirtieron en los centros de la acumulación capitalista, llevan ya tiempo desarrollando ansias de disposición mucho más ambiciosas: hoy día riñen tenazmente por las fuentes de la materia prima para su industria y sobre todo por la disposición asegurada de energía, materialmente imprescindible para su economía, parte integrante de cualquier cálculo de costes en el capitalismo y por esto decisiva para las potencias del crecimiento nacional.
— Su papel decisivo lo tiene el precio barato de las materias primas del mundo entero, que mantiene bajos los gastos de material y energía en las empresas, por el hecho de que los capitalistas de hoy compiten con los precios de sus mercancías en todas partes del planeta. Pues el Estado moderno apura todo recurso, y ha conseguido mucho, en el asunto de abrirles a sus capitalistas el acceso a los mercados de consumo ajenos, donde puedan aprovecharse del trabajo rentable bajo su mando contra los rivales extranjeros y ganar dinero. A cambio, abre el propio territorio nacional a los oferentes foráneos como mercado, expone a los empresarios nacionales a la competencia extranjera, arriesga que salga riqueza realizada en su forma capitalista al extranjero. Por esto no puede prescindir de comparar de manera crítica el nivel de los costes del comercio que habita su territorio con el de otras naciones. Está claro para un poder burgués moderno que en cualquier caso lo que tiene prioridad es quitar el límite que imponen las fronteras del mercado nacional al crecimiento de la economía nacional y a su afán infinito de sacar beneficio del trabajo rentable; pero no es que con esto terminen los cálculos críticos de ventajas y desventajas, sino que con esto se inician de verdad. Evidentemente los cálculos no sólo se refieren al precio de los recursos importados, sino a las condiciones de la competencia en general. A las empresas extranjeras con una rentabilidad y una potencia al crecimiento superiores se les dificulta o se prohíbe agitar el mercado nacional en detrimento de los oferentes nacionales mediante derechos de aduana, contingentaciones y otras restricciones más; vice versa, se les obliga a otras naciones a someterse a las estrategias competidoras de las propias empresas con las que éstas aspiran a conquistar mercados ajenos. Bajo la condición previa de que en todo caso es preciso y debido ganar dinero a través de las fronteras, los inter-nacionalistas en el poder combinan proteccionismo y librecambio y han establecido el mercado mundial moderno, que no deja de lado ningún lugar remoto de la tierra con su aluvión de mercancías y la competencia por el dinero que se emprende con ellas.
— Esta competencia global por el mando sobre el máximo de trabajo que proporcione dinero, la realizan los empresarios mediante la lucha por el trabajo más rentable; y por esto no se limitan al comercio con las mercancías, sino que a fin de dominar los mercados globales usan el trabajo dondequiera que se les presente la oportunidad para explotar este factor de producción a niveles competitivos de rentabilidad. Este afán también lo entiende bien el soberano moderno que se presenta tan abierto al mundo; y esperando que el enriquecimiento comercial de los empresarios nacionales, dondequiera que se realice, también sirva sin falta al propio crecimiento económico nacional, les abre el camino a sus empleadores para que “salgan” con su poder de mando prometedor de beneficios y se aprovechen del trabajo barato en otras naciones; vice versa invita empresas extranjeras al propio país para satisfacer allí el deseo de sus masas y sobre todo su propio deseo estatal a que haya trabajo. Las expectativas de un provecho nacional sin falta distan mucho de hacerse realidad en todos los aspectos, y es imposible que se cumplan por el simple hecho de que las estrategias competidoras de las empresas y las maniobras de los interesados Estados involucrados se estorban continuamente. Pero hasta hoy todas las malas experiencias no han conducido a una ruptura total, sino a varios avances y nuevos logros de una política que toma en consideración a la nación como una sede nacional de capital.
c)
Las potencias estatales modernas sacan una conclusión práctica de la competencia mundial a la que autorizan y obligan a los empresarios que efectúan sus negocios bajo su soberanía: los Estados se ven obligados –sin que hicieran falta para este juicio balances negativas– a impulsar con todas sus fuerzas la potencia competitiva de su empresariado nacional y a fomentar el atractivo de las condiciones de los negocios en la propia nación. Para este fin, inspeccionan de manera crítica y reforman todas las condiciones que enfrenta la explotación del trabajo social y todas las asistencias que de oficio prestan para ello, bajo el aspecto de lo que sirvan como armas en la competencia internacional. En este sentido se dedican al factor trabajo: al nivel nacional de salarios con los gastos para ‘asuntos sociales’ incluidos por un lado, a su utilidad según los criterios actuales por el otro, es decir a la formación general y superior, la sanidad popular, la moral y la flexibilidad y a la vez a que los costes para todo ello se mantengan bajos. Todo esto ya forma parte del catálogo habitual de las tareas que asume un gobierno responsable en la sociedad clasista; pero los solícitos responsables con gusto se hacen retar a la dureza resuelta por la coacción autocreada de la competencia internacional, y ante las víctimas de su política invocan de forma ofensiva su impotencia con vistas a una competencia extranjera que con todas las fuerzas se tiene que tener a raya. Para la infraestructura y el progreso tecnológico en el vasto ámbito de los productos y métodos de fabricación “innovadores”, del intercambio comercial de mercancías, de la comunicación, de la circulación de dinero etc. los políticos sí gastan dinero con generosidad. Es cierto e inevitable que con ello también cargan “la economía”, a cuya competitividad global va dirigida toda su preocupación; pues de algún sitio se tiene que sacar el dinero, e incluso el mayor ahorro en asuntos sociales es una fuente limitada. Pero con las artimañas de la creación estatal de crédito es posible aliviar bastante esta contradicción y hasta convertirla en una fuente de ingresos para inversores. Y además un gobierno moderno sabe dotar a las empresas importantes, a pesar de los impuestos que tienen que pagar, de un tamaño que les permita explotar plenamente las ofertas estatales con respecto al uso rentable del trabajo social y desarrollar un poder competidor aplastante a nivel global.
Por el otro lado, el resuelto rearme de la economía nacional a fin de conquistar el mercado mundial lleva aparejada la necesidad de insistir tanto más y con aún más firmeza en que haya un mercado mundial que funcione bien, es decir en que todas las naciones expongan su economía sin restricciones e irrevocablemente a la competencia. Al fin y al cabo son precisamente las naciones capitalistas más exitosas, cuyos empresarios ganan dinero en el mundo entero y aumentan así la riqueza nacional, las que dependen fundamentalmente de que quede asegurada que sus propias multinacionales dispongan del dinero de otras naciones –de todas las demás, para ser preciso–: la acumulación de capital en estos países es “globalizada”; necesita a medida de su potencia y tamaño del perfecto mercado mundial como medio suyo para el éxito. Y asegurar esto requiere el cuidado permanente. Porque una cosa está clara: la alentadora noticia del crecimiento universal a través del comercio libre, que continuamente se propaga, es una palabrería que glorifica el éxito de los exitosos y que no tiene en cuenta las víctimas que produce la lucha competidora global sin falta también entre sus actores, los protagonistas de la lucha por la supervivencia capitalista. El cálculo de que todas las naciones incentivan mutuamente con sus actividades en el mercado mundial la acumulación de la que benefician, y que benefician del crecimiento que impulsan en los países de sus socios, no se realiza ni siquiera en las fases de un crecimiento general de la economía mundial: los mercados mundiales, que son demasiado pequeños para el capital nacional, no son automáticamente lo suficientemente grandes para proporcionar además un crecimiento al capital extranjero que se despliega en ellos; o a la inversa: los mundos comerciales nacionales, de los que cada uno percibe su territorio de origen como un conjunto demasiado limitado de oportunidades para expandir, no consiguen sin reparo expandir todos a la vez y con prosperidad el uno al lado del otro, si su expansión les lleva al área de sus competidores. La otra cara de la moneda de que los capitalistas de un país participen en el crecimiento de otro y además contribuyan a él, siempre es que disputan el crecimiento de sus rivales; lo cual no queda sin efectos negativos sobre las balanzas nacionales. Por esto hace falta tomar precauciones contra que las naciones que durante un tiempo o continuamente cuentan entre los perdedores de la competencia por la riqueza capitalista y sus potencias al crecimiento, rehuyan “demasiado” la libertad de hacer beneficios en el mundo entero. A la inversa, también hay que cuidar de que los vencedores no se aprovechen “demasiado” de su poder en el mercado: el capitalismo moderno tiene que continuar en forma de negocios mundiales, porque no continuará si no.
Hay mucho que hacer, pues, para los políticos abiertos que administran una nación capitalista.
d)
De manera pragmática los jefes de las grandes potencias capitalistas reconocieron después de dos guerras mundiales por repartir el mundo –o se adaptaron forzosamente a la comprensión estadounidense– que un crecimiento de capital que sea pertinentemente ilimitado no funciona con esferas comerciales separadas y monopolizadas, sino que requiere asegurar el libre intercambio de mercancías y dinero en el mundo entero, requiere una libertad universal del acceso capitalista a mercados, recursos y mano de obra alrededor del globo. Tampoco basta con servirse de una superioridad competitiva bilateral y sacar beneficios: para aprovecharse de los socios comerciales de manera segura y continua como fuente de dinero y esfera de expansión del propio capitalismo, las naciones importantes tienen que hacer ofertas, mutuamente y al resto del mundo, presentar oportunidades de ganar dinero, y dejar entrever contribuciones al crecimiento en estos países. Es ésta la única manera de envolver a los rivales en dependencias que tampoco en el caso de balanzas negativas puedan cortarse así por así y que permitan amenazar con retirar permisos y denegar oportunidades comerciales. Los avances decisivos en este asunto los llevaron a cabo los estadounidenses en las décadas de la Guerra Fría en su alianza con los europeos occidentales: el Tratado de Atlántico Norte aspiraba a ser no sólo una alianza bélica antisoviética, sino un bloque capitalista, determinado en “el imperio del Derecho” con el contenido de la completa economía política de la propiedad, obligado a la cooperación económica y la mutua asistencia. La competencia de las naciones con papel decisivo en la economía mundial fue liberada, a la vez puesta bajo la provisión de fortalecer todos los aliados contra el enemigo común en el Este, y entregada al ansia expansionista del capital, del capital estadounidense sobre todo, cuyos rendimientos debían procurar y asegurar la base material de la alianza. Entre las importantes naciones capitalistas, desde allí también con los miembros de sus imperios coloniales que poco a poco se independizaron, y finalmente en el mundo entero, hasta adentro del bloque de los “países socialistas con comercio de Estado”, se impulsó de esta manera un competir bajo reglas multinacionales, una anarquía de los mercados acordada y regulada a nivel supranacional como reglamento para un medir fuerzas político-económico con el cual estaba metódicamente consensuado el éxito del competidor más fuerte. La mutua dependencia de rivales de potencias diferentes que de esta manera se impulsó ha proporcionado un punto de ataque y palancas para una influencia decisiva de los más potentes sobre la política comercial y nacional de los socios inferiores en fuerza; una influencia que dista mucho de limitarse a la coacción del rival a concesiones calculadas, sino que se refiere a la razón de Estado del rival en lo que concierne la administración de su nación como sede nacional de capital. Partiendo del principio de la “cláusula de la nación más favorecida” –según la cual se prohíbe excluir a otras naciones de la supresión de barreras para el comercio acordada bilateralmente– se desarrolló un reglamento y se institucionalizó con la OCM un catálogo de derechos a la intervención y de obligaciones a buenos modales que hacen que un fundamental y parcial reglamento de chantaje internacional aparezca y hasta tenga el carácter de un gran consejo dirigido al acuerdo: una continua consultación colectiva con el fin de tomar acuerdos en beneficio de todos sobre el progreso del bienestar universal a través de la libertad del comercio mundial. Dentro de este sistema, las naciones de la Europa occidental empezaron la empresa de someter su competencia y su mutuo influjo a una directriz política común para poder asumir la competencia con el superior capitalismo estadounidense mediante una explotación parcialmente común de sus territorios y pueblos: tanto en el ámbito de la comparación directa luchando por la concentración de trabajo rentable en su propio territorio como ocupando los mercados, recursos y oportunidades de explotación en tierras ajenas. En la lucha continua sobre las reglas correctas para la libertad del comercio mundial la UE se manifiesta como potencia económica colectiva; y para los actores responsables no hay nada más evidente que concluir de su potencia común en la competencia a que hace falta no sólo imponer las condiciones comerciales adecuadas en las relaciones con su alrededor, sino también garantizar militarmente la seguridad...
El resultado de esta política referente al comercio mundial de las últimas décadas no sólo es el enorme aumento en el volumen del intercambio global de mercancías y dinero. Con la acumulación de éxitos y fracasos en la competencia en diferentes lados –es éste el verdadero contenido político-económico de la “impactante” expansión del comercio mundial– y con la asistencia política de los inevitables antagonismos, las naciones participantes –y hoy día lo son todas– han llegado a tener un estatus, una clasificación de su capitalismo nacional, que define su importancia dentro de un sistema de relaciones internacionales de aprovechamiento y dependencia, y que determina su posición en una jerarquía de las potencias comerciales que resulta notablemente duradera.
— Los Estados Unidos, la Unión Europea y Japón con su alrededor en el oeste del Pacífico son las determinantes potencias comerciales. Sirven unas para las otras como los mercados decisivos donde se puede ganar dinero a gran escala y donde por lo tanto es preciso mantener la competencia; lo que significa: sus empresas compiten una contra otra a nivel mundial, con su potencia económica establecen los niveles para lo que es un trabajo rentable y un negocio exitoso y los aumentan cada vez más, examinan con este criterio las otras naciones como emplazamiento y, dado el caso, las aprovechan, y concentran en sus propias sedes de capital las potencias del capitalismo global al crecimiento. Como beneficiados de la competencia internacional, estos tres centros del negocio mundial mantienen, a pesar de toda su rivalidad, un consenso fundamental sobre las condiciones de la competencia que imponen contra el resto del mundo de forma más o menos común; y su concordia es hasta ahora suficiente como para asegurar la anarquía reglamentada que les permite salir beneficiados de la competencia entre ellos y contra el resto del mundo.
— En la competencia de las grandes potencias comerciales participan, aparte de ellas mismas, un par de países emergentes –la mitad de Latinoamérica, la mitad de la Asia meridional y la mitad de la Asia oriental–: naciones que se caracterizan por ser esferas interesantes para la inversión de capital porque bajo las condiciones imperantes de la competencia, preestablecidas desde fuera, por un lado no hay nada que necesiten más que capital, y por otro lado tienen oportunidades de crecimiento bien útiles que ofrecer –sobre todo mano de obra para un uso rentable, unas relaciones de clases que funcionan lo suficientemente bien bajo un control estatal fiable, una infraestructura tal y como la necesita y reclama el negocio moderno para su comodidad, y la perspectiva de un mercado interesante: clientes públicos y particulares que permiten negocios–. La etiqueta de “país emergente” –o “emerging market” en inglés– caracteriza la posición precaria de estos países entre la falta de capital y el éxito capitalista, posición que tiene para las grandes potencias comerciales y las naciones afectadas un significado bien diferente: las últimas se esfuerzan de “emerger” hasta el nivel de las grandes potencias comerciales, es decir de conseguir una acumulación de capital en sus propios países que les permita co-gestionar el curso del comercio mundial y ser también foco de la exportación de capital y del correspondiente aprovechamiento y acondicionamiento de otras naciones. Las grandes potencias establecidas en cambio se esfuerzan en conservar el avance de sus empresas multinacionales, de impedir una potencia competidora de estos nuevos socios útiles para el negocio, o sea que aspiran a fijarles en la posición contradictoria de un mercado abundante por un lado y una esfera de inversión que necesite capital por el otro. La contienda inevitable va por cosas como el acceso libre de bienes agrícolas y otras desde las emergentes naciones casi-industrializadas a los mercados del Norte por un lado; el otro lado lucha sobre todo por la “protección de la propiedad intelectual” y tiene como objetivo la soberanía de sus propios comerciantes sobre todas las secciones elevadas de la producción capitalista de mercancías y las otras oportunidades de negocios en “sus” “mercados emergentes”.
— La mayoría de las demás naciones forman parte del mercado mundial moderno como países suministradores de materias primas. Los apologetas de la riqueza capitalista suelen atribuirles una “contradicción” entre “riquezas naturales” –recursos mineros, favorecidas condiciones climáticas, una naturaleza preciosa...– y la pobreza real de las masas populares: en este contexto, los expertos ya no quieren saber nada de que la riqueza, en el mundo moderno, consiste y se mide en la cantidad del trabajo rentable empleado y para nada en ningún tipo de materias naturales, ni mucho menos en lo cómodo que es suministrarlas: los recursos naturales en sí no son riqueza alguna en el sentido estricto, y sólo valen lo que los empresarios capitalistas están dispuestos a pagar para que les enriquezcan. Y en cuanto a la miseria, primero, forma parte del concepto de la riqueza capitalista que a ésta le corresponde una pobreza en su forma igualmente moderna: la exclusión de una mayoría de gente de la abundancia producida; ni mucho menos, la miseria drástica de las masas en los países que tienen el papel político-económico de exportadores de materias primas tiene que ver en absoluto con que escaseen condiciones de supervivencia, precisamente donde la naturaleza es abundante. Más bien se caracteriza por la exclusión forzada por la economía monetaria global de una superpoblación capitalista: la gente que no sirve de mano de obra es excluida de montañas de mercancías producidas en abundancia. De hecho ya el término “países exportadores de materias primas” expresa que bajo las condiciones imperantes del mercado global no saben aprovecharse de sus propias condiciones naturales y que están reducidos a un servicio auxiliar para las naciones capitalistas productivas. Por lo menos se ha segregado de entre estos países una élite: los países petroleros ganan mucho dinero vendiendo su recurso natural. No es que éste por lo tanto ya tenga calidad de capital, fuente de riqueza nacional en forma de dinero. La utilidad de estos países, en un doble y verdadero sentido capitalista, está en que “reciclan” (¡nótese el partidismo que revela este término!) sus “petrodólares”: invierten sus ingresos en los centros capitalistas del negocio financiero, donde se sabe crear dinero con ellos; o compran artículos de lujo en el mercado mundial y gastan todo en el equipamiento para un completo circuito de capital con fábricas e infraestructura en su afán de desarrollarse en país emergente o algo superior, convirtiendo así en dinero el trabajo rentable de las verdaderas “naciones industrializadas”. El gran resto se reparte entre aquellos países que con sus condiciones naturales y gracias a un capricho de su historia colonial y postcolonial encontraron un nicho en el negocio mundial –como suministrador privilegiado de azúcar bajo la tutela de la Unión Europea por ejemplo, o como destino caribeño del turismo– y los demás para cuyo desmoronamiento el responsable Primer Mundo está desarrollando el estatus del “failing” o “failed state” respectivamente (Estados fracasados o en vías de fracasar) y se limita a prestarles atención bajo el aspecto cínico de protegerse contra peligros que les emanen de su ruina: SIDA, terrorismo, olas de inmigrantes...
e)
Los éxitos y fracasos económicos de las naciones se realizan –como cualquier resultado comercial– en dinero: en la cantidad del dinero adquirido por la nación y en su uso como medio para aún más crecimiento económico. La cantidad y la potencia del dinero adquirido son el resultado decisivo de los rendimientos y los actos fallidos político-económicos de una nación, la muestra de su estatus en la competencia y la vigente decisión previa sobre sus perspectivas de éxito político-económico. Lo cual es consecuente y justo, pues si todo se trata y debe tratarse de dinero –y esto es decisión de los Estados del mundo, que someten el proceso de la reproducción social al objetivo de aumentar dinero, imponen que la gente y la naturaleza, las fuerzas productivas y los artículos de consumo, el trabajo y las riquezas materiales o sirvan como fuente de dinero o no sirvan de nada–, entonces el destino económico de las naciones también se decide en la materia de dinero: entonces las naciones, con la manera de cómo usan el dinero como medio para su propio aumento, son juzgadas según lo que sirven ellas, y son confrontadas con un ajuste de cuentas que fija inexorablemente su posición en el sistema del capitalismo global y que la determina –para mejor o para aún peor– para el futuro.
Y entonces tampoco sorprenderá que un ramo de negocios se encarga de este ajuste de cuentas.
El dinero es el poder de mando, materializado y cuantificado, sobre productos y trabajo: la irracional encarnación objetiva de la relación de exclusión y poder en la que se basa la economía política del capitalismo. Por su parte, este poder de disposición y mando, inherente en el dinero gracias al decreto estatal, tiene mucho que ver con lo que la nación que lo usa rinde como fuente de dinero: el rendimiento capitalista nacional, su posición en la competencia de las sedes nacionales de capital, se manifiesta en la fuerza de su moneda nacional. Evaluar y establecer este resultado de la competencia como cualidad de la moneda nacional es asunto de un particular ramo de negocios que no se dedica a comprar y vender mercancías, tampoco a invertir y explotar el trabajo; en él más bien se gana dinero comparando críticamente las monedas nacionales. Con el curso de sus negocios, este ramo comercial ejecuta la decisiva clasificación político-económica de los Estados.
a)
Las monedas tienen tipos de cambio; y el que éstos tienen mucha importancia ya se nota por el hecho de que se evalúan y publican varias veces al día; en las noticias de la tele incluso ante millones de espectadores que no hacen uso de esta información en la práctica. Y sean cuales sean las conclusiones que sacan los demás –comerciantes de exportación, asesores de inversiones, gerentes del banco emisor ...–: lo único que les interesa son las relaciones cuantitativas, x libras británicas = z francos suizos o 1€ = 1,28$. El hecho de que en el mundo entero haya una intensa compraventa de monedas es evidente y no se considera digno de una reflexión.
Esto no es justo. Pues se trata de la materia decisiva de la vida económica de las naciones modernas: mide y media tanto el modesto bienestar de las masas, desde el sueldo normal hasta el mínimo de existencia, como la riqueza de cuyo crecimiento depende todo, la inversión y el empleo, la vida privada y el presupuesto estatal. Y esta encarnación de toda fortuna social –esto es lo primero que evidencia la industria del intercambio de monedas– tiene fin en las fronteras estatales. La riqueza a la que van destinadas las actividades económicas en las naciones modernas, en su forma más adecuada, como medio de acceso universal, o sea el medio de la vida social y la materia económica en sí, ya no vale nada donde la autoridad del poder estatal competente no tiene vigor legal. La materia de la economía nacional, lo que produce en resumidas cuentas en términos capitalistas, el poder de mando de “la economía” sobre el trabajo social, los frutos de la explotación, los medios de vida de la gente, la materia con la que gobierna el Estado, todo esto revela ser un producto estatal que depende de la soberanía del Estado, que tiene límites territoriales.
Esto constituye una contradicción que requiere ser resuelta –esta es la segunda cosa notable en el comercio con divisas con su continua evaluación del tipo de intercambio de monedas–. Pues si los Estados obligan sus sociedades a que ganen dinero, la idea no es que este bien costoso sea la finalidad de las actividades económicas sólo en el interior de las naciones mientras que entre ellas valga otra definición de la riqueza. El poder particular de disposición sobre bienes y trabajo, que existe materializado en la moneda nacional, tiene vigor universal según la voluntad del Estado que lo garantiza por ley; no es que sea mera parte de un reglamento interno, sino la definitiva encarnación de la riqueza, de vigor ilimitado y exclusivo en todos los aspectos. Un poder estatal que no sólo obliga a sus ciudadanos a que ganen y que acumulen dinero como medio y condición de su existencia, sino que él mismo, cuando gobierna a su sociedad, en su calidad de gerente presupuestario, se atiene a esta regla como si fuese preexistente a su poder, insiste en que el dinero que administra es la riqueza definitiva y por lo tanto tiene que reconocerse como tal en el mundo entero.
La pega que tiene la cosa es la siguiente: lo que desmiente cada poder estatal con toda su fuerza respecto a su propio artilugio –que la “naturaleza” de su riqueza social se basa en nada más que su disposición forzada sobre la vida y la reproducción material de sus ciudadanos y su facilitación de un instrumento del poder privado de mando– lo ve bien claro en las obras de otras naciones. En un principio, las monedas ajenas no las reconoce como dinero en el sentido exigente en el que quiere que se reconozca la suya. Para cualquier soberano, lo que sus homólogos ponen en circulación como moneda legal, no es más que un papel multicolor; como máximo, un sustituto de dinero; un signo de dinero que en todo caso necesita de la acreditación por parte de una materia de dinero “real”, es decir una que él mismo también reconozca.2
Tal es la mutua relación de soberanías burguesas: reclaman que se reconozca su propia moneda, y se muestran extremamente críticas y a la vez exigentes en cuanto a la cuestión de si la moneda extranjera merece ser reconocida como dinero en el sentido en el que a todas las soberanías les importa: como la materialización del poder de disponer sin restricciones sobre productos y servicios, o sea sobre el trabajo de cualquier tipo. Hace falta un compromiso y no es que no se pueda encontrar. No hace tanto tiempo que las instancias imperantes declaraban sus medios de pago autocreados como signos de dinero, o sea promesas de pago, expedidas en el metal precioso atesorado en el banco emisor estatal y reconocido como encarnación de la riqueza por todas las naciones modernas; el acuerdo internacional sobre el fetiche material portador del poder de la propiedad privada y una garantía del reintegro –bajo todo tipo de cautelas– eran la base del comercio con papeles-moneda nacionales. Hoy los Estados han superado el recurso a oro y plata, tanto dentro de su economía nacional como en sus relaciones internacionales. No permiten en su propio territorio ninguna diferencia entre los billetes de su banco nacional y dinero “verdadero”, exigen de las otras naciones que reconozcan sin restricciones su moneda nacional como dinero, y a la inversa insisten frente a los otros soberanos en que hagan que sus monedas estén disponibles para los fines comerciales de cualquier interesado extranjero y que garanticen que la riqueza abstracta de su nación pueda llevarse afuera sin restricciones. Y se ha conseguido un acuerdo: que en principio la moneda de cualquier nación capitalista sea convertible, es decir una variante reconocida del idéntico poder universal en manos privadas, medido y denominado en unidades nacionales.
Quedan por determinar las proporciones en las que se equiparan las diferentes unidades nacionales de dinero. Este es un asunto muy debatido entre negociantes y políticos, porque es sumamente decisivo: ¿Seguirán saliendo bien los cálculos de precio por parte de productores y comerciantes capitalistas cuando en su calidad de exportadores tengan que competir en los mercados extranjeros? ¿A qué medida a los negociantes importadores les resultará fácil o difícil competir debido al cambio de monedas? Dado por supuestas todas las demás condiciones, ¿será rentable una inversión en el extranjero con su moneda distinta?, o a la inversa, ¿parecerá atractiva la nación a los propietarios de monedas extranjeras dispuestos a invertir? ¿Cuál es, a fin de cuentas, el valor de la riqueza capitalista de la nación y cómo serán sus potencias de crecimiento si se miden, en vez de en la moneda nacional, en una moneda extranjera? En todos estos asuntos ya dentro de la nación se enfrentan intereses opuestos, y con más razón se enfrentan entre las naciones los más diversos cálculos y exigencias opuestos que hay que reducir al abstracto denominador común de una paridad de moneda. Con el acuerdo de que las soberanías nacionales se reconocerán unas a otras como creadores, en principio igualmente competentes, de un dinero para el uso capitalista, se ha iniciado una contienda permanente y bastante compleja sobre el valor relativo de las monedas declaradas convertibles. Y la reserva básica que tienen los guardianes estatales del dinero contra la materia del dinero en sus países socios tampoco se ha perdido una vez acordada su convertibilidad: el que los Estados se aseguren unos a otros cuánto les importa su moneda incluye que cada uno comprometa a los demás a que garanticen el derecho universal del propietario a disponer sobre el mundo de las mercancías, derecho quieren ver representado en sus billetes, no solamente permitiendo formalmente y en principio que se pueda intercambiar su moneda por cualquier otro uniforme de dinero, sino respondiendo materialmente de esta garantía. Lo tienen que hacer sus bancos emisores –en el fondo como en la época del metal precioso– con una reserva de divisas en dimensiones apropiadas: con un tesoro, que sigue conteniendo reservas de oro almacenado, a pesar de la degradación del dinero-mercancía definitivo en un simple valor fácilmente liquidable, su “desmonetarización”.
b)
La internacionalización práctica del dinero, la verdadera “conversión” de las monedas convertibles –aceptar divisas adquiridas en el extranjero y abonar en cuenta el valor correspondiente en las unidades nacionales, suministrar y vender monedas para negocios con el extranjero– es el oficio de los comerciantes de dinero y crédito. Este sector ya tiene concentrado en sus manos el dinero de la sociedad, organiza todas las transacciones importantes y aprovecha esto como base para crear crédito, para acreditar en cuenta a los negociantes y para beneficiarse del curso de los negocios de todos los demás para su propio éxito económico. Si el Estado decreta y garantiza el reconocimiento de una moneda extranjera, este ramo comercial no duda en utilizar sin prejuicios como dinero y medio de crédito también medios de pago, deudas y obligaciones denominados en moneda extranjera: al servicio del negocio a través de las fronteras, como parte de su propio curso económico. Y no podría ser la industria monetaria y crediticia capitalista si no supiese sacar directamente un provecho extra del uso del dinero extranjero, y crear del provecho extra un ramo económico completamente nuevo.
Este negocio empieza muy sencillo con que los comerciantes de dinero cambian cantidades de una moneda, a base de los tipos de cambio que establecen los creadores estatales y guardianes del dinero, por las correspondientes cantidades de otra moneda y que exigen una tarifa para este trabajoso servicio. Con ello ya hacen más que satisfacer a clientes individuales: resumen ofertas y demandas, forman con su cambio de monedas magnitudes agregadas, una demanda total por la moneda nacional por un lado, por diversas divisas extranjeras por el otro; y sacan de la confrontación comercial de estas magnitudes, motivados por su simple afán de lucro, sus primeras conclusiones prácticas. Algunas monedas entran en grandes cantidades y salen también en grandes cantidades. Comerciar con ellas ya sale beneficioso con tarifas bajas: tener esta moneda resulta igual de beneficioso como un depósito en la moneda nacional; y sirven para negocios en cualquier moneda, ya que se pueden cambiar fácil y rápidamente por cualquier medio de pago siempre que haga falta. Las divisas que se necesitan en grandes cantidades, pero que apenas entran, permiten y requieren una tarifa mayor en detrimento del cliente: lo que solicitan los clientes no se puede tomar de lo que entra y sale de las cajas de divisas del banco, sino que se tiene que comprar o tomar prestado de socios extranjeros. El caso de que tal cosa pase con varias o incluso con todas las divisas, manifiesta que la propia moneda no sirve mucho: al parecer no hay demanda por ella. Vice versa, cuanto más fuerte y unilateral la demanda de clientes y comerciantes foráneos por la moneda nacional, tanto mayor el margen para venderla cara; así perciben los negociantes de divisas su buena calidad. Finalmente, con divisas que llegan, pero para las que apenas hay demanda, no se pueden hacer negocios, aparte de comprarlas a precio barato: no sirven ni de seguridad para la creación de crédito, ni como medio de crédito; el comerciante de divisas tiene que apurarse en encontrar a alguien que se las compre; la molestia la carga en la cuenta de sus clientes. Etcétera.
Con las relaciones entre demanda y oferta que crean, los comerciantes de divisas entran en una relación crítica con los bancos centrales cuyos productos intercambian, y con los guardianes de las respectivas monedas que establecen los tipos de cambio con su autoridad legal. Si a base del nivel establecido del tipo de cambio la moneda nacional se cambia continuamente y en grandes cantidades por moneda extranjera sin que exista la correspondiente demanda por ella, el banco emisor correspondiente, respondiendo de la convertibilidad de su moneda, tiene que gastar sus reservas de divisas y se tiene que preguntar cuánto tiempo querrá y podrá seguir aguantando la salida de riqueza nacional en forma de divisas extranjeras; de todas formas, el mundo comercial autorizado a negociar con divisas le da a entender que la moneda nacional es demasiado cara y que “en realidad” vale muchísimo menos de lo que indica el tipo de cambio oficial. Si a la inversa los comerciantes de divisas acumulan monedas extranjeras y las llevan en grandes cantidades al propio banco central sin poder proporcionarles a sus clientes las cantidades demandadas de medios de pago nacionales, pidiendo al emisor de los billetes nacionales cada vez más de sus productos impresos, entonces los responsables en cuestiones de la política monetaria llegan a la conclusión de que están “malvendiendo” su moneda, a cambio de divisas evidentemente de escaso valor, o sea de que en última instancia están regalando dinero. Por supuesto que en ambos casos hay importantes beneficiarios de las circunstancias existentes, e importantes intereses en el mundo comercial dentro y fuera de la nación en no cambiarlas. Pero para las autoridades políticas los comerciantes de divisas crean, ya por la marcha de sus negocios, la coacción de corregir el tipo de cambio establecido – y para ellos mismos, una nueva oportunidad comercial en un nivel superior: especulan sobre las correcciones que consideran necesarias; es decir que compran, por su cuenta, con dinero propio o prestado, en todo caso independientemente de los negocios en el comercio exterior a los que sirven con su compraventa, divisas “infravaloradas” y venden grandes cantidades de divisas que consideran “sobrevaloradas”, con el único objetivo de beneficiarse de los cambios esperados en el tipo de cambio. Con ello multiplican la presión sobre los correspondientes políticos monetarios de tomar precisamente estas correcciones. De esta manera los Estados que optaron por establecer un sistema capitalista, declarar convertibles sus monedas y autorizar el comercio con ellas, obtienen la reacción adecuada: el negocio especulativo que impulsaron con su autorización, les obliga a adaptar continuamente las valoraciones relativas de sus monedas nacionales.
Estas penas que constituyen para ellos el ir y venir entre las coacciones objetivas del mercado internacional de las monedas, los cálculos políticos de los respectivos Estados y los intereses opuestos de las correspondientes economías nacionales e internacional, las superaron las decisivas potencias comerciales mediante un paso radical: decidieron autorizar a los comerciantes de divisas, que ganan dinero comprando y vendiendo sus monedas nacionales, de fijar ellos mismos los tipos de cambio. Si en última instancia lo que determina los tipos de cambio es la relación entre oferta y demanda establecida por los especuladores, entonces al parecer no hay necesidad de una fijación estatal; al revés: entonces contradice a la lógica económica querer prescribir el resultado de sus negocios a los competidores liberalizados que usan el dinero y comercian con él: Con esta perspectiva y con la decisión de permitir la “fluctuación” de los tipos de cambio, los guardianes de la moneda nacionales han responsabilizado el capital financiero en este ramo comercial de la valoración de las unidades de medida de la riqueza nacional, y con ello de la valoración de la riqueza total de la nación en relación con otras naciones. Por supuesto que los bancos emisores siguen respondiendo de la convertibilidad de la moneda con su tesoro de divisas; pero ahora a base de las condiciones que les exige la industria financiera, legalmente autorizada, con sus estrategias y maniobras de comprar y vender. Y con estas exigencias ésta enfrenta a los Estados con una balanza de sus negocios nacionales y transnacionales que establece condiciones decisivas para su continuación.
c)
La primera balanza que establecen “los mercados monetarios” en la simple forma de una paridad monetaria, resultante del curso de sus negocios, para la nación cuya moneda valorizan así, se refiere a su comercio internacional de mercancías. Ganen en él los productores capitalistas y comerciantes de exportación e importación lo que puedan: en el intercambio con la moneda que ganan y gastan en el extranjero se suman los éxitos y fracasos del empresariado nacional para la nación a una entrada o salida de la riqueza abstracta. Una balanza comercial es positiva, en un sentido no solamente técnico, sino económico, no si una nación se dé la gran vida con los productos de esfuerzos ajenos, sino al contrario si “provee” al mundo entero de sus productos ganando así más dinero de lo que tiene que pagar a los suministradores de materias primas imprescindibles y a productores extranjeros de mercancías con mayor competitividad. Y vice versa. Entre las naciones capitalistas el pacífico comercio no tiene otro objetivo que ganar dinero en detrimento del socio; siendo el dinero la potencia económica para conseguir, en competencia a los demás, más crecimiento económico. Si esto se logra o no; si en resumidas cuentas se gana dinero en el extranjero que luego forma parte del crecimiento nacional, o si a la inversa solvencia creada dentro de la nación (o sea, potencia de crecimiento o incluso parte de la fortuna nacional) sale al extranjero: esto es lo primero que el capital monetario operando a nivel internacional no sólo refleja, sino fija de forma práctica cuando hace de la mediación entre la demanda total a la moneda nacional y aquella a divisas extranjeras su negocio. Efectúa la distribución de la riqueza abstracta del mundo, y lo hace mediante los dos efectos que causa: disminuye las reservas de divisas y demás “objetos de valor” que posee el banco nacional responsable de una nación que tiene continuamente una balanza de comercio negativa –a la inversa hace que acreciente el tesoro nacional de naciones exitosas–; y saca la conclusión práctica del uso deficiente o vivo de una moneda a cuánto vale, o sea la conclusión de la cantidad de las monedas inútiles o necesitadas a su unidad de medida, la desvaloriza o revaloriza y disminuye o aumenta así la potencia y el empuje internacionales de la fortuna capitalista acumulada en la respectiva nación.
El dinero fluye entre las naciones no solamente en los negocios de importación y exportación, sino también –y de esto también hace balanzas a diario y a su manera el comercio monetario internacional– como medio de negocios para créditos e inversiones: para el tráfico de capitales. Los capitalistas de este sector aspiran simplemente a acrecentar su fortuna en otros países de la misma manera como lo hacen en su emplazamiento original; aprovechan recursos y manos de obra extranjeros, contribuyen por razones egoístas a la producción y la circulación en otro país, adquieren partes de la acumulación capitalista que existe allí, se enriquecen aprovechándose de la necesidad de crédito que sienten empresarios extranjeros y de las deudas de Estados foráneos. El hecho de que para ello metan dinero en la nación que consideran que les proporcione éxitos para sus inversiones, amplifica, si se trata de naciones ya exitosas, los efectos positivos de la balanza comercial sobre el intercambio de monedas y con él sobre la distribución de los medios de crecimiento entre las naciones; y puede corregir “desarrollos” negativos si los empresarios invierten dinero “bueno” en naciones económicamente menos potentes: su exportación de capital tiene efectos positivos sobre las reservas de divisas y posiblemente también sobre los tipos de cambio de la moneda de la nación destinataria, frena o hasta impide la salida de reservas nacionales, aumenta el volumen y la potencia al crecimiento del capital en aquel país. Para el país exportador de capital, es consecuencia y una prueba del éxito comercial de la nación que las empresas autóctonas se aprovechan además con sus excedentes acumulados en la moneda nacional de lugares de inversión extranjeros; y si resulta exitoso para su propio crecimiento el aprovecharse de las potencias al crecimiento en otras naciones, no sólo tiene efectos positivos para las balanzas de la empresa, sino también para la nación de origen, cuya moneda sirve para tal negocio.3 Pues el soberano competente es afirmado por tales inversiones transnacionales en su función de creador de dinero, deudor y fuente de crédito del mundo del negocio capitalista: por razones meramente económicas su dinero-crédito se usa en mercados extranjeros para todo a lo que dentro de su territorio nacional obliga a sus súbditos por mando soberano. La gran importancia de este aspecto yace en que los Estados modernos no sólo responden con el dinero que emite su banco central a una demanda comercial “natural” de medios de pago, lo que ya sería extremamente útil para el progreso y el crecimiento de la acumulación capitalista nacional; más bien introducen el dinero del banco central en su economía nacional como medio de crédito, para iniciar un crecimiento que de no ser así quizá haría esperar, y financian con él además sus propios gastos, que en su calidad de demanda solvente adicional avivan las oportunidades de ganar dinero en la nación. De esta manera los Estados hacen que la función de medio de crecimiento la tiene un dinero que no resulta del trabajo rentable, y que aún no ha sido ganado por nadie, sino que más bien no representa nada más que un crecimiento anticipado: una operación cuyo éxito programado depende de que una marcha exitosa de los negocios nacionales la justifique –así lo tienen calculado los creadores políticos de dinero– e impida que una subida general de precios, o sea la devaluación inflacionista de las unidades monetarias, desenmascare su dinero-crédito como una ficción. Este cálculo resulta justificado, el dinero creado por el soberano político se acredita de útil para el uso capitalista, si se exporta y funciona en el mundo entero de acuerdo con su intención y su necesidad económica, o sea como punto de salida y de destino, como instrumento y resultado objetivo de la producción, circulación y acumulación capitalistas y como medio financiero de otros poderes soberanos servidores al valor del dinero. En su calidad de medio comercial de los exportadores de capital se convierte en medio de crédito y materia de la riqueza capitalista mundial; y esto, su uso global, justifica cualquier cuantía que sus creadores crean como medios financieros para su sede nacional de capital y su consumo estatal, la acredita como riqueza real en precisamente aquella forma en la que todo el mundo quiere ganarla y aumentarla, y revalida al Estado competente su poder financiero que éste se adjudica en su creación de dinero. Un Estado así dispone de la riqueza capitalista del resto del mundo no sólo en la medida que exitosos exportadores le ingresen la moneda formalmente convertible o las divisas de otras naciones y refuercen el poder adquisitivo internacional de su moneda, sino de tal modo que el dinero que él garantiza funciona, en la medida en que lo crea, en que se usa y en que lo usa él, como poder de mando sobre la riqueza del mundo, o sea que es esta riqueza. Tan fundamental y de un nivel tan elevado es el beneficio que tiene una nación de la exportación de capital de sus capitalistas exitosos.
No obstante, este éxito tiene su precio. Lo pagan aquellos países que para las que cuantiosas importaciones no suponen un beneficio –en mayor o menor grado, dependiendo del nivel de la competencia entre las empresas autóctonas y extranjeras–, sino una dependencia; países que por tanto no impulsan –como las naciones “desarrolladas”, en su calidad de inversores tanto como en su calidad de lugares de inversión– el crecimiento del mercado mundial de capital, sino que tienden a sufrir falta de capital. En países donde la cantidad y el rendimiento del dinero, creado de forma autónoma y emitido mediante deudas estatales como medio de crédito en la circulación nacional, resultan insuficientes para conseguir impactantes éxitos en la competencia del mercado internacional; donde el crecimiento nacional depende de que entren capital y crédito en forma de divisas extranjeras, allí la moneda extranjera compite con la moneda nacional por cuál de las dos será el medio de crédito y de pago decisivo para la nación. Es inminente el paso a que la moneda extranjera mengüe el rango de la moneda nacional como medio comercial y como “sustancia” de la riqueza nacional, y que la sustituya en esta función. Quizás la moneda importada termine rebatiendo de forma práctica, o sea con el uso que el mundo comercial hace de ella, al soberano competente que prometía crear con su medio de pago legal un dinero-crédito apto. En su calidad de potencia garantizadora del dinero usado para fines capitalistas, de fuente de los medios financieros necesarios para que este dinero acreciente, al final incluso como patrocinador de la solvencia del mismo poder estatal, el soberano emisor del dinero del país exportador de capital sustituye poco a poco al guardián de la moneda nacional. Éste se verá reducido a un agente dependiente del poder financiero de aquellos Estados cuyas empresas multinacionales invierten en su país – y que continuamente reflexionarán sobre sacar su buen dinero del país que de por sí resulta incapaz de ofrecer una moneda que puedan percibir como un buen garante del valor de su riqueza capitalista.
La clasificación de las naciones cuyo objetivo y medio de vida es ganar dinero según su calidad de fuente de un dinero que se use con éxito como medio de crédito y que por lo tanto suscite demanda a nivel mundial: tal es el asunto y el contenido de la balanza resumida que la internacional de los comerciantes de divisas presenta a los creadores estatales de dinero en su especulación con, en y contra sus monedas nacionales. Pues comprando y vendiendo por su cuenta divisas, deudas estatales, títulos de valor de todo tipo y de los diferentes países, transfiriendo cantidades de dinero en cuantías inimaginables para la gente de a pie con el “mero” objetivo de aprovecharse de los más mínimos cambios de valoración, los capitalistas financieros en este sector tasan en crítica comparación la rentabilidad capitalista de naciones enteras; según los dos criterios encontrados (y tan estrechos como adecuados) del rédito y la seguridad que prometen para sus deudas y para las divisas que representan estas deudas. Para sus conclusiones al respecto recurren a datos y valoraciones de todo tipo: tiene mucha importancia si la nación tiene deudas en su propia moneda o en moneda extranjera, y además la cantidad de estas deudas; los dos lados del resto de las balanzas externas; el producto nacional y su crecimiento; medios y perspectivas de la promoción política del crecimiento y de la exportación; tasas de inflación y el presupuesto de los gobiernos; su previsible necesidad de crédito; su poder de influenciar la política comercial, crediticia y monetaria de otros Estados y las condiciones del comercio mundial en su totalidad; por lo tanto también cuestiones de poder de todo tipo, desde la estabilidad de un gobierno hasta la seguridad con la que la nación se aprovisiona con recursos; etc. En las valoraciones de la comunidad de los especuladores, todo esto se hace conmesurable y forma uno de los factores que constituyen el tipo de cambio que “los mercados” “determinan” para la moneda nacional y los títulos crediticios de las diferentes naciones, para luego cuestionarlo de seguida con su especulación a cambios.
Por esto dichos “mercados” llevan tiempo habiendo tomado una diferenciación fundamental y cualitativa: distinguen entre aquel par de divisas que les permiten seguridad para su especulación y que por lo tanto sirven de destino y medio indispensable para sus negocios, y aquellas deudas y monedas nacionales que sólo compran con la perspectiva de venderlas con mucho beneficio. Les gusta hacer excursiones en áreas de alto riesgo especulativo, para luego volver, en busca de seguridad para sus adquisiciones, a las monedas en las que ya llevan tiempo confiando, elevándolas así al rango de una moneda sólida para la especulación. De esta manera, unas pocas divisas se acreditan de “duras”. Muchas otras monedas se descalifican en diferente medida de “débiles” y no son más que sustitutos de dinero real (que sirve para las virtuosas operaciones financieras), y hasta esta cualidad sólo la tienen con reservas: se paga con intereses particularmente elevados y todo tipo de negocios para asegurar el riesgo. Otras monedas nacionales ni existen siquiera para los especuladores internacionales y por lo tanto tampoco para el mercado monetario mundial. El acuerdo inicial fue que todas las monedas nacionales fueran convertibles, o sea expresiones de la misma riqueza en diferentes unidades de medida nacionales – al final se distinguen no sólo en su capacidad adquisitiva y en los respectivos cambios de ella, sino en su cualidad como garantes de la seguridad que en ellas ve el capital financiero para su especulación con las deudas de las naciones. De esta forma, o sea en el “idioma” del dinero (la única forma adecuada), el comercio monetario les da el certificado vigente a las naciones sobre lo que sirven para los fines de la acumulación especulativa, y por lo tanto lo que sirven en total como sedes nacionales de capital. Informa a los Estados sobre el nivel de su potencia real de generar un crecimiento capitalista con su moneda nacional como medio de crédito, y cómo seguirán estando, por lo tanto, al juicio de la especulación.
d)
Los Estados capitalistas decisivos han otorgado a los comerciantes de dinero y crédito el poder de determinar mediante su especulación la utilidad de las naciones capitalistas, pero con ello no cedieron para nada su soberanía. Mantienen el curso de los negocios mundiales bajo su control – y así permiten desde siempre que pueda funcionar y garantizan que siga funcionando. Así los Estados Unidos, exportando capital y acreditando nuevas monedas, procuraron en aquellos lugares devastados por la Segunda Guerra Mundial que llegaban a estar bajo su dominio la refundación de un capitalismo global a base del dólar; en contienda y en acuerdo con sus rivales aliados se despidieron un cuarto de siglo más tarde de la ficción de que sus billetes estaban cubiertos por reservas de oro que los acreditaban como dinero universal, y concedieron a las otras monedas nacionales, hasta entonces llegadas a ser exitosas, que éstas equivalían en principio al greenback estadounidense. El divorcio de las naciones en vencedores y perdedores del nuevo mercado mundial lo tenían en cuenta sus iniciadores políticos desde el principio: en la forma minimizante de que habría que calcular de vez en cuando con “problemas de liquidez” entre las naciones y por parte de ciertos participantes y que se tenían que tomar precauciones para que se pudiera seguir ganando dinero a través de las fronteras sin molestias; así nacieron el Fondo Monetario Internacional (FMI) como la garantía política supranacional para que los deberes de pago se cumplieran aunque se hubiera acabado la solvencia de las naciones correspondientes, y el Banco Mundial como institución para conceder crédito político para que estos países volvieran a estar en condiciones de formar parte del mercado mundial. De esta manera se garantizaba que estuvieran dignos de crédito todos los Estados en los que capitalistas encontraran oportunidades para ganar dinero, y como además el mercado mundial era inundado de fiable dinero universal procedente sobre todo de EEUU, el sector financiero internacional pudo expandirse a las inmensas dimensiones tan admiradas hoy en día. Cuando este sector con sus inversiones especulativas arruina Estados y les priva de solvencia y dignidad de crédito, planteando también para los vencedores del mercado mundial la pregunta de cómo piensan seguir con el lucrativo negocio global, los dueños políticos del asunto –con todo respeto hacia el “juicio de los mercados” que tiene tanta vigencia como ellos quieren que tenga– siempre encuentran una forma para seguir o empezar de nuevo, con garantías de crédito, para impedir que se eliminen participantes del mercado mundial. Es imposible excluirse de la competencia de las naciones: esta decisión la ejecutan las instituciones financieras internacionales al salvar las naciones insolventes hasta abajo a los candidatos a la condonación de sus deudas. Así que las patrias de las monedas fuertes vigilan de forma organizada sobre las deudas de las naciones, y se mantiene institucionalmente el vigor de la acumulación de obligaciones y deudas imposibles de cobrar. Y el capital financiero internacional registra los resultados a su característica manera práctica: resulta una jerarquía de las monedas que refleja y expresa en resumidas cuentas el estatus de las naciones en la economía mundial, y lo fija tanto que –mientras que se siga respetando el orden mundial imperante– resulta difícil de corregir o, en cuanto a los grandes usufructuarios, se mantiene a prueba de crisis.
— Para la mayoría de los pueblos modernos resulta el diagnóstico aplastante que no tienen dinero alguno – aunque su moneda nacional, en un sentido técnico, sea convertible e incluso aunque se cambie. El dinero que crean estas naciones no se usa como medio de negocios de pleno vigor, no cuenta como dinero universal, o sea que tampoco proporciona libertad financiera a su creador; en cuanto el poder estatal conceda créditos a sí mismo, en su moneda nacional, para procurar con su propio poder un crecimiento y para financiar su presupuesto nacional (lo que hace como cualquier otra soberanía capitalista), la desvalorización del dinero perturba y destruye los negocios acreditados así, perjudica las finanzas estatales, y resulta la declaración que la propia moneda en el fondo no sirve de nada. A países así esto les hace retroceder a la necesidad de ganarse, para todo lo que necesiten importar y reembolsar en cuanto a sus deudas acumuladas, el dinero universal de otras naciones, dólares sobre todo – y no es cosa fácil tomando en consideración que les falta capital y que su moneda no sirve como medio de crédito para impulsar un crecimiento capitalista. Sólo unos pocos candidatos de este tipo pueden plantearse (y sólo en casos singulares quizás logren) conseguir con una importación masiva y exitosa de capital una balanza comercial tan positiva que el tesoro de divisas que acumulan les permita cierta libertad financiera; sin que su moneda nacional ya hubiese logrado con ello alcanzar el rango de dinero universal que impulsara negocios dentro y fuera de la nación, cuyo éxito luego lo acreditara como medio de crédito.
— A principios del siglo xxi, tal éxito queda reservado para unos pocos Estados. Son las potencias financieras mundiales, que no sólo satisfacen la necesidad de dinero y crédito de sus propios empresarios, sino del mundo capitalista entero, y ocupan a la inversa los negocios mundiales en su totalidad para acreditar que sus billetes y deudas nacionales sean equivalentes de dinero: que sean la encarnación de la verdadera riqueza capitalista, como si detrás de cualquier billete o deuda nacional no sólo estuviera la autoridad del soberano competente, sino de hecho un valor creado y realizado. Estas potencias y sólo ellas disponen de la libertad de autoabastecerse con crédito en su propia moneda nacional y de transferir el cargo para el valor de esta moneda –aunque sólo representa, cualquiera que sean sus dimensiones, nada más que la deuda nacional– enteramente al resto del mundo capitalista con sus medios comerciales y sus reservas nacionales. En esto consiste su poder financiero; y los soberanos competentes hacen el uso de él que puedan. Cuando apoyan con créditos a otros Estados, a aquellos sin dinero universal en el sentido estricto, entonces conservan el mundo como esfera comercial para los negocios de sus multinacionales, y a la vez obligan a los soberanos ajenos a someterse a numerosas ‘leyes’ económicas, que respetarlas incluye el reconocimiento de la jerarquía de los estatus en la economía mundial, incluyendo el papel dominante de las potencias financieras; consecuentemente reclaman la competencia y el derecho de vigilar que en el mundo entero se gobierne bien. Están afectadas y alarmadas cuando, quizá como consecuencia de las relaciones internacionales de aprovechamiento establecidas por ellas, se vislumbren desplazamientos, quizá fuera de su control, en un lugar no previsto en el sistema global de poderes y en la jerarquía de las naciones; entonces se ven retadas a volver a imponerse con todo su poder financiero –y si no basta con éste, entonces con pasos al capítulo siguiente: actuando sobre los cálculos de seguridad del Estado que les causa problemas– como los dueños y usufructuarios del desarrollo. No sólo en esto, sino en toda su política monetaria y de deudas las potencias mundiales se contrarian unas a otras. También para ellas la lucha competidora por la riqueza mundial se ha hecho total; y precisamente entre ellas tiene forma de competencia salvaje entre sus monedas. Dondequiera que se necesite crédito y que se necesite dinero como medio comercial, como moneda para la especulación y como reserva, o sea: por todos lados, los grandes creadores de dinero universal se esfuerzan por obtener la aprobación para su moneda en detrimento de los demás. Explícitamente para este fin las naciones de la zona euro anularon, lo que no es poco, una parte esencial de su autonomía financiera y de su competencia por el rendimiento capitalista, y juntaron la quintaesencia de su poder económico nacional, sus monedas nacionales (algunas exitosas, otras amenazadas por ablandamiento y degradación) en un medio de pago y crédito común: están decididas a hacer una oferta irrechazable a la industria financiera internacional en su eterna búsqueda especuladora de seguridades, y a convencer a los guardianes de las reservas de divisas nacionales en el mundo entero de la calidad de su dinero universal para disputar al dólar estadounidense la primacía que tiene hasta ahora como la moneda universal – un ataque contra el ‘American way of life’ no sólo en el sentido de una conducta de vida privada en la madre patria del capitalismo mundial, sino contra las condiciones del éxito y de la existencia económicos del poder mundial.
e)
Los Estados capitalistas compiten por la riqueza del mundo; y lo hacen en la forma absurda de competir por la confianza y la aprobación de la clase de propietarios que a nivel mundial se dedica a aumentar el poder de disposición y mando que el poder estatal atribuye a la propiedad. Para impresionar a inversores y especuladores, que ellos mismos autorizaron (y podrían cancelar su autorización en cualquier momento) a juzgar sobre el valor y la utilidad de su moneda nacional, emprenden todo para convertir su nación en una fuente rica de dinero y su moneda en un medio de negocios solicitado o por lo menos reconocido para la élite adinerada y sus gerentes. De acuerdo al “juicio de los mercados”, al que no se somete ningún gobierno si no corresponde a sus exigencias en cuanto a riqueza y poder, son tan brutales contra su propio pueblo y contra sus iguales como lo consideran necesario para asegurarse del mundo de negocios internacionales como base material de su soberanía.
Hacia el interior, organizando a la sociedad, todos los poderes estatales siempre vuelven, en cada vez nuevos esfuerzos, según la posición de su nación dentro de la competencia internacional, a la quintaesencia banal de toda sabiduría político-económica: trabajo rentable, y de él lo máximo posible. Aquellos Estados que compiten por el dinero de otras naciones someten a sus masas, correspondiente al bruto nivel del desarrollo de las fuerzas productivas nacionales, a un régimen de explotación que a los observadores críticos del Primer Mundo les recuerda de los tiempos del “capitalismo salvaje” felizmente ya superados en su propia patria. Con ello no es que quieran haber lanzado una crítica contra el capitalismo, sino que quieren denunciar –incluso bajo títulos como “dumping social” o “ecológico”– ventajas injustas en la competencia; y una vez que tales críticos se hayan quejado suficiente tiempo sobre los acérrimos explotadores en otros lugares, o sea hasta que quede claro que ellos nunca dejarán esta costumbre malvada, alientan al mundo comercial nacional a más esfuerzos en un ámbito que nunca se pierde de la vista de los empresarios, con o sin la competencia de países subdesarrollados: a que se aproveche de la superioridad del capitalismo nacional no sólo en el ámbito de la productividad del trabajo, sino también en el del tratamiento y pago de la mano de obra. Pues a diferencia de países con explotación extrema, en las naciones avanzadas hay muchos “derechos adquiridos” tradicionales que abolir, que con vistas a la competencia con bajos salarios proveniente del extranjero al fin y al cabo sólo ponen en peligro el único “derecho adquirido” verdaderamente importante del trabajador moderno, que además ya está continuamente en peligro: su puesto de trabajo. En este sentido se propaga y practica como la llave al éxito todo aquello que gente de izquierdas solía criticar en el modo de producción capitalista como técnicas de explotación, y se desecha y se combate como debilitamiento en la competencia internacional y origen del ocaso nacional todo aquello que los reformadores sociales, sean socialistas o cristianos, se han inventado para que las víctimas útiles pudieran aguantar la explotación capitalista. De esta manera las masas asalariadas obtienen su parte del imperialismo monetario de su nación.
A nivel internacional, en cuanto al ganar dinero a través de las fronteras, los Estados distan aún más en dejar sola a la clase de empresarios nacionales y mundiales en un destino que mande la competencia. Luchan sin fin por condiciones de negocios que prometan un provecho unilateral; no sólo en relación a socios particulares, sino en general, por reglas, una interpretación de las reglas y una evolución del sistema de las reglas para el negocio internacional que esperan que sean beneficiosas para la posición del capital nacional en la competencia y para el uso de su crédito y de su moneda. Y como cualquier disputa internacional de categoría, esta lucha por fijar detalles viene acompañada por una lucha de los poderosos por influencia y posiciones de poder que les permitan determinar el margen del reglamiento de la economía mundial en su totalidad y ser la autoridad competente para imponerlo. También en este ámbito los reparos de las grandes potencias económicas contra el dumping irregular, sobre todo por parte de ciertos “países emergentes” que tienen demasiadas ambiciones para avanzar, tienen su lugar fijo, tanto como a la inversa las quejas de aquéllos sobre subvenciones en el Primer Mundo, que según ellos distorsionan la competencia: se intercambia el reproche de que el otro bando no actúe de acuerdo con las normas del sistema capitalista, de que infraccione las reglas básicas de las relaciones pacíficas entre los participantes del mercado mundial, y de que con ello contravenga, en resumidas cuentas, contra el consenso fundamental entre los soberanos sobre su coexistencia en la economía mundial. Dependiendo de qué poder alza este reproche, y con qué empuje, no sólo pertenece al ámbito de la retórica moral, sino al de las amenazas diplomáticas: un gobierno anuncia que en el comportamiento de uno o varios socios podría ver violados las condiciones y el contenido esencial del mutuo reconocimiento como participantes fiables y comprometidos a la economía libre de mercado en el comercio pacífico mundial. Un tal conflicto ya no es tan fácil de resolver en el nivel y con los medios del chantaje económico, porque se cuestiona la voluntad de ciertos participantes a atenerse a las reglas y a respetar los acuerdos fundamentales del orden político mundial que constituyen la base necesaria para que funcionen leyes económicas y un sistema de chantaje pacífico. La razón por la que este paso a lo básico está de hecho muy pronto al orden del día es que los Estados competidores en sus disputas sobre las condiciones de exportación, problemas de deudas etc. tienden a juzgar no sólo las ventajas y desventajas relativas, sino a ver agredida su soberanía sobre su base económica como tal, o sea la soberanía sobre las condiciones de su propia existencia – lo que en cierto sentido de hecho siempre es el caso: los unos ya han perdido en principio su soberanía político-económica como creadores de dinero y proveedores de crédito para su capitalismo nacional a las grandes potencias financieras mundiales y se ven impedidos en su esfuerzo profundamente justificado a conquistarse mediante la acumulación de una reserva de divisas honradamente ganadas un trozo de autonomía económica. Los otros ya lo consideran una generosa concesión por su parte que el resto del mundo se esfuerce con todos los medios disponibles a ganar su dinero, derivan de ello su derecho a controlar el uso que hacen los demás de este dinero, y ven que los esfuerzos autónomos ajenos en cuanto a la política económica amenazan su soberanía como poder financiero mundial. Y a medida que los respectivos Estados ponen en práctica su punto de vista que otros están usurpando los derechos cuyo respeto cuentan entre la condición fundamental de un comportamiento pacífico entre los Estados, se ven retados en su calidad de poderes soberanos con su voluntad a la paz por una voluntad adversa.
Los Estados capitalistas, pequeños y grandes, ayer y hoy, se dedican, aparte de su competencia económica, a asegurar las beneficiosas relaciones internacionales en las que compiten por sacar provecho de otras naciones. En plena época de paz mantienen ejércitos profesionales, se procuran armas modernas y cada vez más potentes, forjan alianzas militares para prepararse para el caso de guerra – contra sus iguales, por supuesto. Los demás Estados, sus socios en el intercambio económico, les parecen una amenaza para ellos y sus intereses, y esta perspectiva la tienen todos. En teoría lo rechazan, pero en la práctica toman por sentado que ellos mismos son la fuente de la amenaza contra la cual cada uno sólo pretende defenderse. Antes y más allá de cualquier conflicto concreto los Estados están seguros de ser amenazados. Sus propios esfuerzos en crear una capacidad militar amenazadora son, según su interpretación, defensa y reacción a las actividades de los otros.4 Así que cada uno combate en el otro precisamente lo que él mismo se esfuerza en representar: los Estados capitalistas compiten como meros poderes estatales el uno contra el otro.
a)
En su política de seguridad, los Estados comerciantes desmienten la palabrería de que el intercambio económico favorece el provecho de todos, de que el comercio internacional es una cooperación entre todos, y de que en la política internacional existe una beneficiosa obligación al compromiso. Confiesan más bien lo poco que confían en las relaciones basadas en los contratos que firman con sus socios; lo poco que creen en que el el beneficio, al que aspira su contratante (igual que ellos mismos) cuando negocia un contrato, sea una base segura de sus relaciones; lo bien que conocen por tanto el antagonismo excluyente entre ellos y los Estados con los que colaboran económicamente: entran en contacto para usar las fuentes de riqueza de la soberanía extranjera a fin de fortalecerse, aprovechándose del soberano ajeno, como poder político sobre sus respectivas sociedades, y para aumentar potencia – a costa de otros, por supuesto. Para ello reclaman al otro soberano: exigen que éste se ponga a disposición y se comprometa a fomentar el provecho ajeno con el mando que tiene sobre su sociedad – aunque no favorezca, e incluso contraríe su propio beneficio económico. Como exigen lo incumplible, el acceso a las fuentes de riqueza extranjeras les parece a los Estados una dependencia problemática, hasta peligrosa: las bases de su existencia nacional dependen del egoísmo de potencias ajenas, que naturalmente se aprovecharán de que la nación no puede prescindir de ellas. En eufemismos defensivos –que la nación no debe ser “chantajeable” y tiene que mantener su “libertad de acción”– proclaman cuál es la condición mínima bajo la cual esta dependencia, en el fondo inaguantable, puede ser tolerable: dado el caso que su intromisión continua en la voluntad de la soberanía ajena esté garantizada, que la puedan controlar y responsabilizar como garante del propio beneficio. Sólo en este caso no temen ser perjudicados por su dependencia de potencias ajenas. En el término corto y descarado de “nuestro petróleo”, “nuestras rutas de suministro” se resume el completo salto triple del imperialismo: primero “nosotros” compramos y consumimos el petróleo que se extrae del suelo árabe, por ejemplo, es decir que en un principio les pertenece a los soberanos de allí y no a “nosotros”. Segundo, “nosotros” dependemos, ya que “nos” beneficia y promocionamos con él “nuestro” crecimiento económico, del suministro puntual, fiable, suficiente y barato del petróleo, por lo cual, tercero, la región y sus soberanos y además las rutas de suministro tienen que estar bajo “nuestro” control para que los jeques no “nos” chantajeen ni de forma política ni económica. Un lamento contrario se escucha en el centro de Europa respecto al gran suministrador de petróleo que es Rusia: se dice que este país logra volver a ascender al rango de una potencia mundial porque “nosotros” dependemos de su petróleo y gas, y por este obstáculo no podemos tomar medidas sin consideración contra sus ansias de poder.
Los Estados modernos aprovechan ampliamente mercados y países ajenos, y el capital hoy día está internacionalizado: hechos que no han conducido a que los Estados hoy están contentos, sino que han dotado la exclusión que caracteriza desde siempre sus relaciones, de nuevas formas y de nuevo ímpetu. El mando político sobre un país y sus habitantes, algo más antiguo que el capitalismo, ya es de por sí exclusivo: excluye cualquier mando ajeno de lo que a una soberanía le pertenece. Esta exclusión no es un hecho dado de una vez por todas, sino un acto de fuerza continuo: la soberanía en su territorio constituye un límite para la soberanía ajena, excluida de este territorio, y vice versa, límite que una soberanía sólo acepta caso que no le quede más remedio. Durante siglos el llamado “juego de los reyes” consistía en comprobar si les quedaba otro remedio. Las exigencias de los soberanos históricos y actuales ya van más allá de los límites del alcance de su poder. En los tiempos de escaso contacto e intercambio entre las sociedades, las miradas codiciosas de soberanos ajenos se dirigían a los elementos constitutivos del poder político: les interesaba el mando sobre tierras y gente, y además el botín o los tributos que se podían sacar. Los Estados modernos descubrieron después de muchas guerras que también resulta posible explotar otros países y sus bases económicas para la riqueza nacional sin conquistarlos e incorporarlos en el propio territorio nacional. Este descubrimiento no ha hecho más pacíficas las relaciones entre ellas; al contrario: el hecho de que ya no sólo se contactan de vez en cuando, sino que ahora mantienen relaciones comerciales en gran escala, ha multiplicado el material de su antagonismo. Los Estados modernos no se conforman con el saqueo de países conquistados, o sea con un tributo que arruina la nación vencida y que por tanto se acaba muy pronto, o resulta muy escaso si toma en consideración los excedentes de un modo de producción estacionario. Los sustituyeron por la explotación constante, mutuamente concedida, de fuentes de riqueza y crecimiento ajenas, que constituyen por lo tanto las propias condiciones vitales de la nación. Se hacen la competencia por quién se beneficia más del mercado mundial, se apropian como naciones de la riqueza capitalista mundial, y excluyen para ello las otras naciones de las potencias del capital para generar esta riqueza. Como el intercambio económico se centra en apropiar y expropiar, y como para ello hace falta que se asegure que el socio requerido esté dispuesto a colaborar, la conquista de antaño fue sustituida por el ansia no menos violenta de controlar la voluntad del socio soberano de forma permanente. Esta esencia del imperialismo moderno5 forma una parte integrante de la razón de Estado de las sociedades capitalistas, sin consideración a que en seguida se dividen en objetos y dueños de este sistema de control. Porque como es natural, la capacidad y el éxito de explotar económicamente a otros Estados depende esencialmente de la proporción de fuerza entre ellos.
b)
La competencia por el mando sobre sus iguales la efectúan los Estados, en última instancia, mediante la guerra: movilizan a su pueblo y emplean su riqueza nacional para eliminar al oponente que se califica de definitivamente intolerable (es decir, de enemigo), aniquilando sus medios de poder y destruyendo las fuentes de su poder. El asunto es esencial: se trata de perdurar como el Poder Supremo – es decir que mucho más está en juego que enriquecerse y fortalecerse como poder (lo cual es el objetivo en la competencia de los Estados modernos en la época de la paz): ahora lo que está en juego es el Estado mismo como el dueño de toda competencia y cualquier enriquecimiento. Para mantenerse e imponerse, los Estados ponen patas arriba la relación entre medio y finalidad y emplean todo su poder y toda su riqueza como medios de exterminio – “sin miramientos”, es decir sin respetar al enemigo, y sin cuidar tampoco los medios y las fuentes requeridas de su propio poder.
Así están las cosas en su relación con el extranjero: en la guerra destruyen en las tierras del enemigo –y también, dada la casualidad, en otras, afectadas por la expedición militar hacia el enemigo– aquello que en otros momentos no dejan de aspirar a abrir y explotar como fuente suya de riqueza y fortalecimiento, y lo que mediante su expedición militar aspiran a convertir en una fuente segura suya. A fin de imponerse como el mando indisputable destruyen lo que les importa cuando emplean su mando sobre otros Estados – y muy raras veces se dejan frenar en sus estrategias de devastación por bienintencionados reparos como que al devastar ya tendrían que pensar en la reconstrucción. Esta desconsideración no se limita a las víctimas inmediatas de la campaña militar. Con una guerra, los Estados interrumpen a toda fuerza el curso del negocio mundial, siempre y dondequiera que beneficie a su enemigo; aunque a ellos les beneficie también –es sabido que esto causa una variedad de cargos de conciencia–. Y aún más: arriesgan interrumpir sus propias relaciones exteriores, perturban y ponen en peligro el comercio global y ponen en juego su propio beneficio de los negocios internacionales – y el de terceros “no involucrados”, que en los tiempos modernos nunca carecen de estar involucrados de alguna forma. Al mismo tiempo el Estado beligerante insiste más que nunca y de forma intransigente en que continúe su comercio exterior, por razones más importantes que lo son las razones comerciales: ya no es el negocio nacional lo que tiene absoluta prioridad, sino el abastecimiento con bienes esenciales para ganar la guerra. Sin consideraciones se pone a pueba la propia solvencia internacional, para no permitir que se interrumpa el abastecimiento con los productos de primera necesidad, el cual no deja de ser un asunto de cálculos comerciales de los partidos interesados. El comercio con terceras naciones, que tienen sus propios cálculos comerciales y los complementan por sus propios y precavidos cálculos de seguridad, está siempre a punto de terminar de efectuarse con compras, sustituyéndolas por confiscaciones. Todos los frutos del comercio internacional para los Estados –al fin y al cabo la razón por la que lo establecieron– se militarizan, se someten a las exigencias de los partidos beligerantes que distan de ser idénticas a los intereses capitalistas – o sea se perturban, según las dimensiones de la guerra hasta se arruinan, y al mismo tiempo se ponen a máxima prueba.
La misma situación se presenta con respecto a la vida interior de las naciones beligerantes: ésta se pone en peligro, según las dimensiones de la aventura hasta se pone en juego; en todo caso hace falta aguantar lo que se está destruyendo y lo que ya se ha destruido. Al mismo tiempo se carga a la sociedad de servicios durísimos para que se logre el objetivo principal: que sobreviva el poder estatal; la cuestión no es si la sociedad puede o no, porque tiene que rendir los medios de poder que necesita el Alto Mando nacional.
Esto significa por una parte: la vida económica nacional se reorganiza como economía de guerra. Se cancela la concesión al capital de disponer libremente sobre el trabajo y la riqueza: ya no se financia, se produce y se negocia, como en tiempos de paz, lo que rinda beneficios, sino lo que el frente necesita en cuanto a armas y otro material y lo que hace falta en la sociedad beligerante con respecto a protección, reparaciones, superar casos de emergencia, abastecimiento básico... El abastecimiento ya no se define por lo que resulta de la competencia de los oferentes de mercancías en el mercado, sino que se convierte, según las prioridades definidas por el Estado, en la directriz del mando sobre el trabajo. Ni siquiera este mando sigue siendo, como normalmente, el asunto de cálculos empresariales: dondequiera que aquéllos no rindan los servicios que reclama la maquinaria de la guerra, el Estado mismo toma el mando. En todos estos asuntos, sin embargo, también se respeta un principio: por mucho que la soberanía de la sociedad capitalista cancele en caso de guerra la libertad de la maximización de beneficios, y en casos particulares los limite – no cancela el principio que en la economía se maximicen beneficios. Todo lo que necesite la nación se paga; al precio que diga la factura que empresarios que entienden de negocios le presentan al Estado; véase que la multiplicación de las necesidades del sector público crea en todas las industrias una demanda que quita bastante presión a la competencia y abre camino a un torrente de libertades para subir los precios. De esta manera se desagravian los empresarios por el riesgo al que les expone la guerra: de perder sustancia debido a la destrucción exitosa que consigue el enemigo. Puede que el poder adquisitivo del pueblo se arruine; para el Estado, hasta en carnicería más grande, su dinero se acredita (a medida del desarrollo de las condiciones capitalistas del país, de la eficacia de la acumulación de riqueza pasada y actual, y del éxito del transcurso de la guerra) como instrumento de mando sobre la economía nacional; y los propietarios y gerentes siguen mandando con el dinero sobre la mano de obra nacional. Para organizar los medios para financiar sus proyectos, el Estado recurre al crédito: toma prestado un crédito que él mismo crea, según las reglas de la creación de dinero oficial – pues no puede permitir que su estrategia de guerra dependa del los impuestos actuales. Tampoco tiene problemas con registrar concienzudamente los gastos para sus actividades devastadoras en el presupuesto nacional, junto a los gastos para salud y cultura, que siguen siendo necesarios, y pagar intereses, lo que aumenta aún más la suma de las deudas de la guerra.
Sin embargo, sí que tiene características muy particulares este tipo de crédito. Pues es el Estado beligerante el que lo crea y garantiza, el poder que piensa en sí sin más consideraciones – ni en cuanto a los fundamentos materiales de la vida económica nacional, que está poniendo en juego y cargando con la guerra, ni tampoco con respecto a la “ley económica” de que el dinero, creado y puesto en circulación como medio y representante de crédito por el Estado, se tiene que acreditar como fuente de acumulación capitalista, para representar riqueza verdadera y no perder como unidad de medida de la riqueza lo que aumenta en volumen. Formalmente sigue en vigor la garantía del Estado que sus deudas representan propiedad verdadera y que la aumentan realmente con interés – y quien gane mucho, se hace más rico, hasta en plena guerra y mediante un dinero que sólo financia la destrucción; éste es el contenido real de la competencia de los capitalistas en tiempos de guerra: salir beneficiado de la obra destructora. Pero no sirve de nada: con los créditos de guerra el Estado hace uso del dinero de una manera no capitalista. Y esto significa por una parte: en cuanto a los medios financieros con los que un Estado compra lo necesario para la guerra, se disocian por principio el poder que ejecuta el Estado mediante el dinero por un lado, y la garantía estatal de propiedad y enriquecimiento, representada en el mismo dinero, por el otro. El que aumente el volumen del dinero lo hace cada vez más inútil como medio de la acumulación capitalista. Por otra parte, sin embargo, esto no tiene importancia durante la guerra. En este período, el poder estatal no permite dudas, ni de su mando ni de su dinero. Rechaza de forma categórica que su supervivencia como poder dependa de cualquier manera que sea de que si resulta beneficioso. Por muy desconsiderado que sea cuando obliga su sociedad a que sirva a la ganancia, a la riqueza capitalista y su aumento, como destino y medio de supervivencia, rechaza de forma categórica rebajarse a sí mismo a ser un apéndice del superávit que logre crear su capitalismo nacional. En la guerra, cuando el Poder Supremo se dedica enteramente a sí mismo, a su propia existencia, también se ocupa de sí mismo en el ámbito económico e insiste en que el dinero que crea sirva en todo caso para que la propiedad capitalista le proporcione los medios de fuerza que necesite para ganar la guerra. Hasta adopta el punto de vista de que él no vive del dinero que gana y aumenta su economía, sino que “la economía” mire a ver cómo se las arregla con el dinero con que el Estado se financia a sí mismo y que ofrece a que lo ganen los capitalistas. Sólo cuando acaba la guerra y la soberanía se dedica a restablecer como principio de la economía que se produzca de forma rentable y que el valor del dinero se mantenga estable; cuando se haya asegurado el mando estatal sobre las fuentes de su poder según el guión de sus Fuerzas Armadas, y se vuelva a poner al orden del día su uso según el manual del capitalismo; cuando el Estado burgués mismo vuelva a poner en vigor el criterio de que el dinero, creado para la necesidad estatal, sea juzgado según lo que sirve para el uso capitalista: entonces vendrá el mundo del negocio con sus dudas. Entonces evaluará de forma crítica en qué grado ha “sufrido” el dinero por su uso como alimento de la guerra, a qué medida la garantía estatal de la propiedad, representada en el dinero que se gastó en la guerra, ha expropiado a la sociedad. Entonces se efectúa de forma práctica la devaluación del medio de crédito debido a los créditos de guerra; el Estado no sólo registra los daños materiales que ha sufrido, sino también una crisis del valor de dinero; y dado que fueron realmente graves la guerra y las deudas retira de la circulación sus deudas de guerra haciendo una ‘reforma monetaria’, que de hecho no reforma nada, sino que anula la medida del valor y medio de la riqueza social vigentes hasta entonces. Al Estado ni una victoria le pone a salvo de tales consecuencias, aunque ésta ofrece naturalmente a los grandes propietarios de valores estatales unas perspectivas interesantes para invertir a gran medida y con éxito en los negocios mundiales nuevamente ofertados. En este caso existen las mejores condiciones para que una acumulación global a base de tales valores certifique a las deudas al final la cualidad de capital verdadero. Sea como sea, una economía de guerra capitalista es la subordinación práctica de la riqueza social, del poder particular de la propiedad, bajo cualquiera que sea el destino de la soberanía que impone el capital como medio de vida nacional.
El pueblo, cuando se somete a la guerra y la economía de guerra, obtiene una multitud de nuevos puestos de trabajo, por una parte sirviendo directamente al Estado, por otra parte sirviendo al negocio de sus empresarios, cargado por el Estado; y esto significa: sus sacrificios habituales cambian un poco, y se añaden –según el transcurso de la guerra– otros más.
En beneficio y según las necesidades de su estrategia militar, el Estado dirige su economía nacional, instala también servicios de trabajo estatales y destina la mano de obra más hábil al servicio de guerra. La consecuencia para la masa asalariada y los demás miembros inferiores de la sociedad es que por un lado hay que trabajar más. Bajo las condiciones absurdas de la economía política del capital, esta exigencia de hecho tiene algo de bendición para la parte desempleada de las masas explotadas; en su indestructible servilismo, la memoria popular a largo plazo hasta tiene positivamente en consideración a sus dueños de la guerra por eso, y algún que otro historiador de repente entiende muy bien por qué se sentían tan bien los alemanes en tiempos de Hitler. También queda concedido que el trabajo adicional no beneficia a los trabajadores –claro: benefician las capacidades destructoras del poder estatal–: en tiempos de guerra el Estado necesita su dinero para cosas más importantes que el salario de sus obreros y asuntos sociales. Vale lo mismo para los empresarios, que a la vez hacen que la vida sea más cara. Y como la guerra de veras no es el tiempo adecuado para que los sindicatos luchen por una compensación por las cambiadas relaciones entre salario y rendimiento (prefieren organizar las campañas nacionales de esfuerzos extra y ganarse así la recompensa ideal de ser reconocidos pública y oficialmente), el nivel del salario y de vida disminuye. Según la dimensión de la guerra también se sufre una escasez de alimentos, lo que pone de manifiesto lo que los honestos trabajadores nunca quieren admitir para sí mismos: que no trabajan para vivir bien ellos, sino para servir a fines superiores – en este caso al fin supremo, superior hasta al crecimiento económico: al poder del Poder Supremo mismo. Las bombas del enemigo, a las que según el transcurso de la guerra el pueblo tiene que acostumbrarse sin desistir en su afán de trabajar y en sus rendimientos, aclaran definitivamente cualquier duda acerca de las relaciones entre fin y medio, pero por regla general tampoco sirven para desunir las masas de sus líderes. Los daños de la guerra sufridos sólo confirman la imagen del malicioso enemigo, la que ofrece el poder estatal a sus súbditos como buena razón para la guerra. Y las limitaciones, horas extra, suplementos de impuestos y otros tipos de miseria de la guerra que decreta la soberanía forman, para un pueblo de bien, la prueba práctica no de que representa con toda su existencia la variable dependiente de su soberanía, sino de que tiene que ser así y de que todo el mundo está obligado a cerrar filas. En tiempos de guerra, dicho sea de paso, estos dos deberes cívicos, indignarse por el enemigo y solidarizarse como pueblo, no son una mera opinión que puede compartir o no el ciudadano libre, sino que es el credo político obligatorio. El que muestre distancia, hasta piense de otra forma en voz alta, se hace culpable de desmoralizar las fuerzas de defensa nacionales e insulta en todo caso a los jóvenes miembros del pueblo que se sacrifican “en el campo de batalla” no para el brutal fundamentalismo del poder estatal, sino para “todos nosotros”.
Los funcionarios armados del Estado, estimados sin reservas como “nuestros chicos” por la opinión pública del pueblo del que se reclutan, tienen por su parte la obligación doble de hacer y producir sacrificios. Tienen que jugarse la vida y matar a personas ajenas, de ellas el mayor número y de la manera más eficaz posible: actos terminantemente prohibidos en la vida civil, y que chocan la conmoción –por no hablar del juicio– de cualquier persona más o menos normal aunque el mando para cometerlos haya sido impartido por personas de alto rango. No es que a los soldados se les permitan asesinatos –contrario a la opinión de moralistas pacifistas que les llaman “asesinos”– como los que algún que otro miembro de la sociedad antagónica burguesa comete por “motivos bajos” cuando otra persona obstaculiza su felicidad. Para las matanzas en la guerra los soldados no tienen motivos personales; su deber es oponerse a gente con la que no tiene relación alguna aparte de que llevan el uniforme de su patria igual que ellos mismos, sólo la de otro Estado. La brutalidad de extinguir la vida de personas desconocidas no existe sin una imagen del malicioso enemigo que mata a compañeros y que por eso merece la muerte – la guerra misma produce toda la mala experiencia con el enemigo que se desee, y que el soldado puede tomar por una razón convincente de la justa enemistad. Por este motivo ideológicamente generado el soldado tiene la obligación de dejarse azuzar a cumplir sus órdenes, pero no a vengarse individualmente y a cometer crueldades no ordenadas. Tiene que lograr la muestra de habilidad de ser precisamente el hombre violento, fanatizado y enrudecido que requiere su profesión, y de no serlo a la vez. Su deber es arriesgar su vida y ejercer con el miedo a la muerte que tal mandato incluye la cosa más impersonal del mundo, y si no logra hacerlo de forma pertinente, si su imprescindible odio al enemigo le induce a excesos, es un delincuente. Como muy tarde cuando los desafueros ya no se pueden ocultar, los soldados no reciben una medalla de valentía para sus actos violentos, sino un proceso ante el tribunal de guerra. Pero siempre que mate según las órdenes dadas, el soldado no sólo muestra una moral cívica, un poco diferente a la que se requiere en la vida civil, sino la máxima. El que muchos de sus iguales murieran en la misión que le mandaron cumplir, se aprecia como el máximo sacrificio del individuo para la comunidad, que merece las gracias de la patria y es póstumamente digno de honor.
Cuando el Estado burgués se dedica a superar el caso de emergencia en la política exterior y echa al campo de batalla y desgasta como medio para su superviviencia toda su vida interior, sus riquezas materiales, sus ciudades, las bases para existir de su población y una multitud de vidas, cambia la jerarquía de los valores supremos que siempre está en vigor, pero que se olvida demasiado fácilmente en la vida civil. La libertad, la propiedad, la vida y la esfera privada son concesiones del poder que impone y garantiza el orden interior. El poder estatal compromete a sus súbditos a desempeñar los papeles definidos por la libertad y la propiedad, porque cumplen así su servicio civil al crecimiento económico y al Estado. Cuando un poder que impone el orden ve amenazada su soberanía, o sea si se ve amenazado a sí mismo, declara que ahora él mismo y su perduración son lo esencial de toda la vida social, y degrada por otro lado todo, desde las formas políticas interiores hasta la mera supervivencia de los ciudadanos, a medios para su supervivencia. También acerca de la moral la guerra cambia algo: el punto de referencia cuando se habla de la solidaridad, del pensar-en-los-demás, de la responsabilidad y del bien común que tiene prioridad ante el propio interés, no está en la humanidad u otras abstracciones, sino en la causa común que realmente existe y la instancia que la organiza con su poder. Contribuir al éxito de su naturaleza violenta es el primer y mayor rendimiento a la comunidad; sacrificarse por ella, la más alta devoción y máxima virtud; morir por ella, la más extrema prueba que acredita que el ser humano está designado a algo superior que al bienvivir. La guerra es “aquel estado en el que se hace realidad la vanidad de las cosas temporales, que en otras ocasiones suele ser una locución edificante”, dice Hegel lleno de entusiasmo de la altura moral de un pueblo dispuesto a la guerra.6
c)
La guerra es la excepción a las reglas de la competencia internacional. El esfuerzo violento para asegurar las fuentes del poder nacional es como un caso de emergencia en relación al caso normal de explotarlas de la manera más unilateral posible, caso en el cual se acumulan, sin embargo, con regularidad las razones para el caso de emergencia. Estando así las cosas, el Estado moderno aún en plena paz cuenta con la guerra y toma precauciones: mantiene fuerzas formadas y las equipa de manera oportuna. En el caso de emergencia bélica todo se centra en lo más importante: en el Poder Supremo mismo, y su continuidad, que sólo puede garantizar él mismo, por eso los Estados potentes preparan la guerra con tanto esfuerzo como si quisieran hacer realidad el dicho estúpido de que la guerra es el “padre de todo” (Heráclito): es su lista de prioridades, en la que ellos mismos y los medios de su supervivencia como poder están situados arriba del todo, la que hace que el ejército sea el comitente y motor de la investigación de vanguardia en un montón de ámbitos diferentes (desde la investigación del cerebro y la física de cuerpos sólidos hasta la microbiología) y crea enormes “complejos militares-industriales”.
Cuando los Estados establecen y amplían sus arsenales, toman la medida en sus propias pretensiones de control que reclaman contra sus cercanos y lejanos alrededores, y en el tamaño de las otras potencias militares con las que por lo tanto se enfrentarán directamente o de forma indirecta. Cuando planean sus ofensivas tienen en cuenta categorías tan interesantes de la estrategia militar como “potencia continental” o “naval”, “costa opuesta” e “insularidad”, “cabeza de puente” y “proyección de poder”, y nace el interés en bases bien posicionadas. Como hace falta contar con asaltos de otros, se examina la geografía según aspectos como la “profundidad del terreno” y se pondera si los cursos de los ríos y cordilleras son apropiados para formar “fronteras naturales”. A fin de cuentas los responsables inspeccionan su propio país y el resto del mundo como un conjunto de posibles escenarios de guerra, y eligen de ellos los que se proyectan realizar en el caso de emergencia; y para estos escenarios se arman. A la vez y por principio abrigan la sospecha contra los esfuerzos complementarios de sus posibles enemigos –y aún más de los reales naturalmente– de que ellos quizás tengan algo en contra de ser vencidos; con ellos entran en una “carrera armamentista”.7
Para dotarse del armamento que consideran necesario, los Estados se permiten esfuerzos financieros que anticipan la lógica de su economía de guerra, o sea que atestiguan que el asunto del Poder Supremo de la comunidad burguesa es ahora su propia capacidad de imponerse contra otros, su tarea más noble. En cuanto se dediquen a su seguridad, los Estados por principio no se conforman con el superávit que les proporcione su capitalismo nacional y del que apartan los medios de su presupuesto nacional. Según ellos, su soberanía sobre su economía nacional, realizada en el dinero que proporcionan al mundo de los negocios, tiene que rendir lo preciso para satisfacer sus necesidades de violencia. El fundamentalismo de la cuestión de poder gana al rigorismo político-económico de la política monetaria; ya cuando se arman en plena paz.8 En tiempos de la pacífica preparación de guerra, el Estado burgués se permite la competencia de ambos “aspectos”. No sólo registra sus gastos militares sin pestañear como un puesto como cualquier otro en el presupuesto nacional –esto lo hace hasta en plena guerra–; organiza que se peleen los ministros entre sí, y los jefes militares con el ministro de la Hacienda, por puestos presupuestarios, reducciones y créditos, y relaciona todo esto al final con los imperativos de una “política presupuestaria sólida”, o sea con la rentabilidad de los productores de beneficio nacionales. Sin embargo, ya cambia su posición cuando cree que una “carrera armamentista” es apropiada. Y cuando “va llegando la guerra” o “los tiempos se vuelven inseguros”, ya nadie recuerda, mirando el puesto presupuestario para el armamento, que son “nuestros hijos y nietos” los que tendrán que “pagar algún día” las deudas de hoy...
d)
No es que los Estados empleen su capacidad y disposición a la guerra sólo en el caso de emergencia, sino que lo hacen permanentemente en tiempos de paz. Es que sus medios de fuerza son el fundamento que les permite presentarse en su política exterior no sólo en su calidad de una de las partes en litigio, que persigue sus intereses en y contra otras naciones, sino a la vez actuar siempre como vigilantes y árbitros sobre sus relaciones comerciales y sus enlaces materiales con el extranjero: como guardianes soberanos y poderes que garantizan los intereses que persiguen. En el interior de la comunidad burguesa el monopolio estatal de poder se establece como el referente de los intereses antagónicos de la gente y limitando y autorizándolos los convierte en derechos demandables. Igualmente, el poder que un Estado logra movilizar contra sus iguales hace de sus intereses derechos, cuyo vigor ha de ser aceptado por todos los demás Poderes Supremos. Un “derecho” en este caso no es otra cosa que el hecho de que un Estado establece la convicción de que sus intereses no se pueden pasar por alto: la exigencia, basada en la violencia y acreditada por la capacidad y disposición a la guerra, de que sus competidores reconozcan estos intereses. A base de este fundamento, y sólo así, los Estados entran mutuamente en contacto: con la fehaciente amenaza de disparar en el caso de urgencia, organizan la paz.9
El que cualquier soberanía insista de manera muy sensible en que se respeten los derechos que se atribuye a sí mismo, y por eso (un paso más adelante) en que se respete su competencia de atribuir la calidad de derechos a sus intereses, caracteriza amplia y radicalmente las relaciones entre los Estados. Todo lo que acuerden y hagan, no sólo tiene el respectivo contenido material, sino otro mayor y más explosivo: es un indicador de si, a qué respecto y bajo qué condiciones los competidores están dispuestos a respetarse mutuamente como Poderes Supremos. La expresión manifiesta de este “aspecto” superior y en el fondo decisivo está en que el ejército desempeña un papel sobresaliente en las formas diplomáticas en las que mutuamente se rinden honores (y que sobrepasan con facilidad los límites al teatro absurdo). Pues la bandera, música militar y armas presentadas demuestran que en las relaciones exteriores de un Estado su poder bélico es omnipresente, y que la política exterior no es otra cosa que influir sobre una voluntad estatal extranjera a base de la amenaza con precisamente este poder bélico. Es que hasta en el plano de la apariencia y la fanfarronada entre los Estados se intercambian todo el rato “señales”: clarificaciones inequívocamente codificadas o también enteramente abiertas y drásticas respecto al asunto decisivo que constituye siempre el tema entre ellos: de qué forma y a qué medida reconoce el otro Estado la propia exigencia de ser el autor y el poder de garantía de sus propios derechos, y de ser reconocido como tal. Desde la disputa más mínima sobre aduanas y visados hasta las cuestiones de una posición común en la política mundial, cualquier tema de la política de hecho siempre contribuye –por tanto también se percibe y se califica por parte del otro Estado como una contribución– a la mutua prueba permanente de la fiabilidad de que el otro reconozca los propios derechos y respete el propio poder de declarar derechos y qué condiciones –aún tolerables o inaguantables– pone para que dé su plácet.
Como efecto de esta prueba permanente, todas las relaciones acordadas y negadas, todos los negocios efectuados y negados, todos los mutuos servicios rendidos y negados, se resumen y se agudizan en un “estado de las relaciones diplomáticas”: la confianza o desconfianza fundamentales que tienen los Estados el uno en el otro en su calidad de aparatos de poder para mantener e imponer sus propios derechos. En las calificaciones diplomáticas de este “estado de las relaciones” desde “excelentes” hasta “tensas” y “destrozadas” se informan mutuamente sobre lo contentos o descontentos que están con el respeto que demuestra el otro hacia los propios derechos. En el caso de descontento se le concede al otro la oportunidad de corregir “actos desapacibles” y “malentendidos” y de volver a respetar las exigencias del poder ofendido. Por supuesto, el socio al que se dirige de tal forma también reflexiona sobre sus propios medios de poder y los del otro, y por tanto sobre qué es lo que merece. La diplomacia es el asunto político de presentarle al otro las respectivas exigencias y buscar caminos para que se someta a ellas. Esto resulta por un lado a menudo en costumbres a veces muy sólidas en las relaciones internacionales; posiciones comunes sobre los derechos que no se ponen fácilmente en duda aunque haya pequeñas discordias. Por otro lado las peleas por imponer los intereses nacionales que un Estado, en vista de sus potencias, presenta al otro como su justo derecho resultan a veces en la constancia de que el otro no está dispuesto a colaborar y de que se tienen que interpretar sus actividades como ataques dirigidas contra los propios derechos, y por tanto hostiles. Para que nadie se equivoque, el Estado moderno explica de antemano dónde están sus intereses “vitales”, o sea absolutamente innegociables. Un vecino cercano o lejano que los piense disminuir o no respetar debe saber que este intento será razón para una guerra. Un Estado potente también tiene la amabilidad de informar a otros Estados de lo que estaría dispuesto a aceptar y respetar como intereses vitales de ellos.
Evaluando su estatus como poderes garantizantes de los derechos que exigen y que quieren que se respeten, e informando sobre los resultados al respecto, los Estados usan (como ya se ha dicho) la potencia militar, o sea que así se emplea ésta en tiempos de paz. Por eso la política militar misma es un campo delicado y de especial importancia para cultivar las relaciones entre las naciones. Pues en él se influye –desde el punto de vista de los afectados: para bueno o para malo– en las premisas del reconocimiento y no reconocimiento, en los fundamentos del respeto, siempre condicional, que se manifiesta en el “estado de las relaciones diplomáticas”. Puede que se profundice una “relación de confianza” existente; o tienden a cancelarse las actuales relaciones de reconocimiento y subordinación; o puede que un Estado aspire a tomarse más libertad pasando por alto los derechos de otros, considerándolos una arrogación unilateral, es decir creando o reforzando una hostilidad. En todo caso el armamento del competidor indica la voluntad a continuar o cancelar las relaciones existentes, a estabilizar o corregir las relaciones de dominación y subordinación establecidas. Evaluar el tipo de voluntad que indica, y el grado de firmeza, es asunto de los Estados afectados, y lo hacen integrando la política de seguridad de los demás en su visión de la situación estratégica general. Para esta tarea, cualquier ministerio de Exteriores mantiene un equipo de expertos que “analiza los datos” diplomáticos y los compara con los “conocimientos” de los servicios de espionaje, que cualquier Estado se permite; según su potencia y el alcance de sus enlaces incluso tiene varios; al fin y al cabo, un Estado tiene que saber lo que los demás ocultan y con lo que fanfarronean, lo que tienen de verdad y lo que tienen planeado a diferencia de lo que enseñan o fingen tener a propósito de amenazar o apaciguar; hace falta saber la voluntad política cuyos resultados le afectan a uno; y si se logra indagar algunas cosas que por buena razón aún no están disponibles en el mercado de armamentos o en internet, también está bien, aunque se consiga la mercancía del Estado amigo sin preguntar permiso. Las constancias se interpretan, y luego se envían de nuevo los propios agentes para verificar los resultados de la interpretación interesada y poner a prueba el respeto que uno goza en otras tierras.
De esta manera los Estados enjuician las armas de los demás, o sea, lo que delata su armamento sobre su voluntad a posicionarse como aliado, enemigo o Estado neutral frente a las propias exigencias, y su voluntad a imponer con más eficacia sus propias reclamaciones de respeto. En su diplomacia armamentista averiguan a qué medida los otros están dispuestos a colaborar o a qué grado hace falta obligarles a la docilidad. Clasifican al mundo de los Estados de forma crítica en amigos, enemigos, casos problemáticos y lo que además exista como categorías para el estado de las relaciones diplomáticas entre las naciones.
Y ningún Estado lo hace para conformarse con la teoría.
e)
En las armas y fuentes de dinero que posee el resto de los Estados, en las buenas relaciones diplomáticas entre ellos y las enemistades que cultivan, cualquier líder político percibe la limitación para la riqueza y seguridad que necesita su nación. Ningún Estado está saturado: con los éxitos crecen las exigencias; fracasos llaman a revisiones; y el estancamiento es un paso atrás. Se necesitan revisiones: orientar el mundo a que le garantice más provecho propio y respeto –a costa de otros–. Todos los activistas políticos a nivel mundial se esfuerzan por eso – en la paz y por la paz, o sea para que no corran nunca el peligro de tener que interrumpir violentamente la competencia pacífica por un mundo mejor a fin de corregir el rumbo de las cosas que no se puede conseguir de otra forma; pero también para estar mejor preparados para este caso de emergencia. Por esto se esfuerzan en debilitar y aislar Estados que carecen de deferencia; en fortalecer y alentar en su política otros Estados que constituyen activos defensores y patrocinadores de los propios intereses legítimos; en influenciar positivamente sobre Estados indiferentes; etc.
En y para este asunto, los Estados usan todas sus relaciones exteriores como palancas. Frente a sus socios en la circulación de mercancías, dinero y capital insisten en el “dual use” del intercambio, que sólo tiene lugar bajo dos condiciones: primero tiene que contribuir a que el país se enriquezca; y segundo tiene que servir de palanca para obligar al socio a servicios estratégicos –y no hay intercambio si no sirve para esto–. La utilidad de las relaciones económicas como instrumento para crear amistades y para perjudicar a enemigos está en que una vez acordadas se convierten en medios de vida nacionales del otro Estado, de los que no puede prescindir sin sufrir detrimento. Entonces éste paga un precio doble por todos los rendimientos económicos – por una parte el económico, para las mercancías el precio de compra, para los créditos intereses y reembolso etc, por otra parte un precio político que se paga con la lealtad en la política exterior y en las alianzas con el socio potente que así puede efectuar su poder de mercado y de dinero.10 A Estados que pacten con el enemigo o que rehuyan de la incorporación estratégica, un poder imperialista y económicamente potente les rehusa el intercambio normal. A ellos les obstaculiza el acceso a la tecnología y a la energía, no permite que ganen dinero en su mercado, y los castiga y debilita cuando pueda. La competencia capitalista entera en tiempos de paz está bajo la reserva de un permiso: sólo se permiten Estados que puedan ser incorporados en el propio lado y que adopten su línea divisoria entre amigos y enemigos.
Lo que afecta a los medios y las fuentes de la riqueza capitalista, también afecta en aún mayor grado los medios de la soberanía misma, las armas. Un Estado está dispuesto a fortalecer el poder de otro si llega a la conclusión de que los intereses de seguridad de este Estado ajeno se pueden usar para los propios cálculos estratégicos. Entonces le facilita el acceso a sistemas de armas que el otro no sabe producir. De esta forma, el poder del otro Estado mismo se hace dependiente y a través del abastecimiento de armas se incorpora en los cálculos estratégicos del abastecedor, al cual, dicho sea de paso, la exportación de armas le facilita otra fuente del negocio capitalista, nada insignificante. En este caso, el negocio es el provecho colateral de la clasificación estratégica del mundo. En alianzas militares, la incorporación de otros Estados en los propios proyectos imperialistas ha avanzado un paso más. En ellas los Estados miembros, en la mayoría de los casos un Estado importante y varios más pequeños, sirven cada uno a los intereses de seguridad de los demás, para que éstos a cambio sirvan a los suyos. El poder hegemónico se adueña de los demás, hace que el desarrollo del poder exterior de ellos dependa de la servilidad al propio poder, es decir que instala la supremacía de los propios intereses estratégicos a la política de seguridad de los Estados miembros menos potentes. En la alianza, el poder hegemónico se crea vasallos amigos, y a través de ella aumenta su poder de intimidación contra terceros.
Así el mundo estatal se categoriza de forma estratégica – en zonas de influencia de potencias rivalizantes que aspiran a acaparar para sí mismo el mayor número posible de otras naciones con sus propios intereses económicos y necesidades de seguridad, de la manera más exclusiva posible; no necesariamente a fin de formar un frente contra otro Estado, pero en todo caso a fin de desintegrar a los recientes socios de la influencia ajena; por lo tanto también con la perspectiva de una cooperación militar contra competidores que no permitan tal desintegración y que por tanto tienen que ser clasificados como enemigos. Un medio y resultado de esta lucha por zonas de influencia es la división del mundo en bloques de alianzas: en alianzas que aspiran a dotar de más derechos a sus países miembros, de destinar derechos limitados y obligaciones a ciertos Estados, de negar y quitar derechos reivindicados a otros; que por tanto acumulan un poder de intimidación común para dictar a otros Estados las pautas de su razón estatal; y que por lo tanto adoptan la perspectiva de subordinar a todo el mundo estatal bajo su régimen. Los correspondientes esfuerzos resultan en una jerarquía de potencias militares definidas en primera línea por la cantidad y cualidad de las armas –y que corresponde esencialmente a la jerarquía de las potencias financieras mundiales, por la simple razón de que en el capitalismo el mejor arsenal de material de destrucción también es una cuestión del precio–, pero que además refleja el uso exitoso de estas armas para el chantaje a fin de ganar asistentes dispuestos, también sitios de importancia estratégica para estacionar la propia potencia militar, y a fin de aislar a los enemigos. Este proyecto no termina nunca. Cualquier división del mundo en zonas de influencia y sistemas de alianzas es refutada y es precaria en sí porque el juntar los intereses nacionales, aunque parezca irrevocable durante un tiempo, sólo significa harmonizarlos parcialmente y bajo condiciones, y todo está bajo la reserva de los soberanos participantes que no dejan de calcular su propio beneficio y detrimento y su propia seguridad con la alianza; Nunca se puede descartar que un aliado se aproveche por su propia cuenta del fortalecimiento que le proporciona el pacto, y de una manera que otros consideren un abuso. Y cualquier jerarquía de las potencias constituye no solamente el resultado, sino también el punto de partida y además una acumulación de razones para todos los participantes de luchar por su corrección, de organizarla de una forma que garantice un provecho aún más unilateral o de volcarla; aunque estas revisiones no sólo produzcan sacrificios en las filas ajenas, sino también en las propias.
f)
En sus negocios en tiempos de paz, los Estados se esfuerzan en aumentar su poder – en comparación con y contra sus iguales. Compiten por adquirir, aprovechar y asegurar las fuentes de poder – a costa de sus socios. Se proporcionan y descubren oportunidades para mejorar su posición que no pueden pasar por alto, pero que obstaculizan otros Estados; sufren detrimentos que califican de peligro existencial y para los cuales culpan y responsabilizan otros Estados. Con su política mundial de cada día acumulan razones para la guerra y no se equivocan –más allá de toda ideología– en lo que hacen: se arman, ponen a prueba la potencia económica de su nación para estar siempre preparados para acciones contra otros poderes. Controlan continuamente qué medidas toman otros soberanos para impedir su propio camino de éxito, y cuánto peligro para el propio derecho a la existencia como potencia ascendiente emana de ellos. Y si no son lo suficientemente potentes como para definir frentes, forjar alianzas y confrontar a sus iguales con “hechos”, es decir, con actos violentos de importancia estratégica, se esfuerzan aún más en colaborar con las alianzas de seguridad adecuadas, o sea: que prometen el éxito más grande para ellos, encasillarse sensatamente a los frentes estratégicos existentes, y procurarse el respaldo militar de los verdaderamente potentes.
El paso de las acumuladas razones de guerra a la guerra es cosa de un cálculo que sopesa por un lado cuánta importancia merece darse al interés estorbado, al daño sufrido, al resultante peligro para la posición de la nación en la competencia estratégica y al grado de amenaza que representa la soberanía ajena. Por el otro lado se examinan atentamente los medios de fuerza propios y ajenos, las constelaciones en las alianzas, los intereses de terceros y la “situación” en general, es decir la proporción de los poderes en un sentido amplio, para ponderar si y con cuánto y qué tipo de empleo de fuerza militar se debe abrirse camino al futuro éxito de la nación, a mantener su soberanía contra los enemigos de su avance en asuntos de la política mundial, y si se puede confiar en una victoria. Entonces, según el resultado de esta ponderación, o se concede menos atención al daño sufrido –respectivamente a la contrariada oportunidad de éxito– y se admite de forma práctica que uno (todavía) no se atreve a “enfrentar” el peligro y “dar una lección” al enemigo. O el Estado declara un interés contrariado con toda seriedad como un interés “vital”, una amenaza como “completamente intolerable”, la necesidad de una campaña militar (que él mismo define y proclama) como “irrefutable” y sus tropas como lo suficientemente fuerte; y la cosa empieza.
Lo que entonces empieza es, en todo caso, la subordinación completa del contacto civil entre los Estados y dentro de las naciones involucradas bajo el único fin de desarrollar el máximo terror posible contra el enemigo, y de resistir por su parte al terror del otro: las dos son cosas que la ‘sociedad civil’ tiene que lograr: seguir funcionando de forma eficaz y anular todos los cálculos de la competencia normal. La forma y las consecuencias de la guerra, las finalidades estratégicas del Estado en guerra, su modo de operar y cuándo termina: todo esto depende decisivamente del formato estratégico de los partidos beligerantes: de su posición en la jerarquía y en el sistema de las potencias estatales, de su poder de definir las finalidades y el escenario de la guerra y de asignar el empleo de sus tropas.
Lo que logra cualquier Estado, por muy pequeño e impotente que sea (pero también los más potentes no prescinden de ello), es hacer una guerra ocupándose de que otros la hagan: bandos de una guerra civil en el país que disgusta en su totalidad o cuya política no viene nada bien o con el cual aún queda una “vieja cuenta” por saldar. El empleo de las propias fuerzas puede limitarse en este caso a suministrar consejeros, material de propaganda y armas. Pero el provecho puede ser enorme:
— Si los separatistas adecuados descomponen el país, la carnicería puede resultar en tierras y personas anexionadas – la retrospección a lo que era una vez un Estado o un pueblo, una conciencia de formar parte de un colectivo popular a través de fronteras “artificiales”, y la historia y el arte en sí, no son meramente ideologías legitimadoras, sino un estimulo importante para elaborar proyectos progresistas que una nación o una fracción popular insatisfecha se plantean como su perfecto derecho y por el cual están dispuestos a ponerse brutal si hace falta; el resultado, si tiene éxito, se llama “liberación” (de una soberanía ajena) o “reunificación” (bajo una soberanía enteramente propia).
— Apoderarse de recursos naturales que sirven para ganar un buen dinero mundial también puede funcionar si la lucha por una nueva entidad estatal o por imponer zonas “autónomas” no resulte en más que en el mando sobre warlords.
? Aún sin correr las fronteras o trazarlas de nuevo un beligerante foráneo se puede proyectar que una guerra civil, sin consideración a qué lado la lleva a cabo con qué intención, debilite a un vecino demasiado grande y amenazante, y efectuarla en este sentido.
— Y países más lejanos con exigencias más diferenciadas para la orientación del mundo estatal y para buenos gobiernos ya han derrocado de esta manera a soberanías falsas o en otros casos aniquilado movimientos rebeldes no deseados financiando y apoyando a las correspondientes fuerzas de “contra-insurgencia”.
Queda, claro está, en todo caso un riesgo en este tipo de guerra indirecta: el peligro de una confrontación directa con la potencia militar regular sea del país volcado en conflictos internos, sea de otros interesados externos que nunca tardan en estar presentes, si no es que ya son activos instigadores de algún lado opositor. En este caso, es inminente la guerra “verdadera”.
Para una guerra regular contra otro Estado, en principio ninguna nación se ve demasiado pequeña e impotente. El que la mayoría no consigue más que conflictos fronterizos si remite a su propia fuerza, no es consuelo alguno para los afectados; con vistas a las armas que tienen los Estados modernos hasta sin que dispongan de ninguna fábrica de armamento en su propio territorio, tales refriegas resultan bien sangrientas. Llevar a cabo una verdadera campaña militar a fin de destruir una soberanía ajena o forzarla a capitular, o a fin de debilitar decisivamente un poder estatal enemigo o conquistar un aumento significante de territorio, queda reservado para mayores potencias militares, que suelen perseguir con ello otra ambición de mayor alcance. Pues ellos –como cualquier comandante en jefe moderno– están conscientes de que su campaña nunca es sólo una contienda con su enemigo, sino que afecta los intereses de todo tipo de terceras naciones. Con su guerra siempre aspiran también a revisar la relación de poderes con sus vecinos cercanos o más lejanos, a los que no atacan directamente, a derribar el cálculo de seguridad de muchas naciones terceras y a reorientarlo en beneficio propio, lo que viene dirigido a tener y tendrá sus consecuencias para los cálculos económicos de ventajas y desventajas. Un Estado que decide lanzarse activamente en campaña contra un enemigo quiere, cuando lo aplasta, ser percibido y reconocido por otros poderes como una amenaza de categoría, para conseguir con ello que sus exigencias tengan más obligatoriedad y que sus sentencias se respeten: se quiere imponer por lo menos como una incuestionable potencia regional. Así se mete, sin embargo, no sólo con su entorno cercano o más lejano. Hace que aparezcan en escena potencias guerreras de otra categoría que continuamente están dispuestas a actuar:
Una minoría extremamente pequeña de Estados extremamente potentes hace guerras a fin de intimidar, o sea para forzar el reajuste de un enemigo distinguido que moleste sus intereses globales y (así) no respeta y con ello cuestiona su validez global que pretende, o eliminarlo. Estas potencias mundiales siempre persiguen con sus guerras también el objetivo de intimidar todos los demás soberanos del mundo y doblegarlos a su voluntad. Con la forma de sus campañas militares no dejan lugar a dudas con respecto a este objetivo. Dirigen las batallas que otros libran – siempre que éstos se lo permitan; y si no, se trata de uno de los casos en los que ellos mismos entran en guerra para establecer relaciones de poder, defender o revisar equilibrios estratégicos, dependiendo de su programa para controlar y tutelar la comunidad de los Estados. Para ello no sólo emplean su supremacía militar, sino que la demuestran; esto forma parte de su programa. Para establecerse en este sentido como el árbitro mundial, ningún conflicto les parece demasiado marginal a estas potencias: si cabe como elemento en su política de vigilar y corregir continuamente el medir fuerzas internacional, aprovechan la ocasión de carnicerías entre exóticos jefes guerreros para “asumir la responsabilidad” e intervenir tanto como les parezca oportuno para el objetivo superior de demostrar la eficacia de su intimidación, y como se lo deben a sí mismos una vez que se hayan entrometido. Siempre están rastreando por “regímenes” que se tienen que plantear la alternativa que o aceptan “integrarse” de forma renovada o serán cambiados por fuerza. Este objetivo de la guerra suena pacífico, pero requiere nada menos que la capitulación incondicional del caso en cuestión, que si hace falta se llevará a cabo destruyendo completamente sus medios de poder. Contra un poder estatal que provoca con su intransigencia que se le trate de esta manera, se tienen que efectuar inexorables actos de exterminio por la simple razón de dotar de credibilidad al requerido régimen de intimidación con este precedente, porque si no no tiene efecto. En este asunto, las potencias mundiales de esta categoría son los últimos en fiarse del efecto de intimidación que tanto les importa: su vigilancia incluye que se descubran focos de peligro aún no reales, y eventualmente que éstos se eliminen de antemano mediante precisos preemptive strikes. Es este el “idioma de la violencia” que esperan que entiendan los Poderes Supremos.
El peligro de que una resistencia renitente por parte de dueños bélicos de la segunda división vuelva a cuestionar la competencia de los árbitros sólo es uno de los problemas que se presentan a las potencias de la primera categoría, y a fin de cuentas incluso es el que menos peso tiene. Realmente brisantes son los conflictos con inferiores bandos de guerra que pasan de la raya siempre que exista más de una “superpotencia” que se ve suficientemente potente y por lo tanto justificada y obligada a mantener bajo control los demás Estados con sus ambiciones en la competencia y sus conflictos bélicos. Para una potencia de esta índole ya la existencia de un competidor del mismo rango es no sólo uno, sino el mayor problema de seguridad, pues cuestiona su poder de dictar posiciones al resto del mundo en su propio régimen: una razón para la guerra de suprema calidad. Entonces o se consigue una super– y subordinación –quizá organizada y ataviada como consenso– entre las potencias mundiales rivalizantes. O su cálculo con la guerra tiene que plantearse seriamente la pregunta cómo se puede lograr la eliminación forzada de un competidor por el rango de la última instancia de arbitraje sobre guerra y paz en el mundo con el que no se puede acabar de otra forma – o sea: cómo ganar una guerra mundial.
Desde la mitad del siglo xx, las Naciones del mundo se declaran “Unidas”. Mantienen una ‘organización mundial’; en ‘asambleas plenarias’ regulares los representantes de todos los Estados discuten y deciden asuntos de poder interestatales y cuestiones del orden mundial; instituciones propias deliberan continuamente sobre problemas políticos de todo tipo y de todas partes del planeta, se esfuerzan por tomar decisiones y también toman algunas, toman medidas, autorizan intervenciones y hasta las organizan con sus propias fuerzas. No obstante, el ideal oficial de una firme concordia de todos los Poderes Supremos del mundo en cuanto a reglas jurídicamente vinculantes para las relaciones entre sí y para una solución pacífica de los problemas mundiales más urgentes en el consenso de la comunidad internacional de los pueblos sigue siendo un ideal: el ideal que corresponde a una realidad de groseros antagonismos de intereses y conflictos no resueltos. Pero en todo caso, una cosa se ha hecho realidad: todos los Estados –unos más, otros menos, algunos de forma muy activa, otros más bien en la posición de afectados– hacen política mundial. En principio todos colaboran de forma organizada, se entrometen de forma diplomática, y si hace falta también violenta, en la política de soberanos ajenos, según reglas universalmente aceptadas, aunque no siempre respetadas, y pueden remitirse a que se concedieron esto mutuamente como su legítimo derecho.
Tienen toda razón para tratarse de esta forma. La manera de cómo aspiran al éxito material ya no son como en tiempos de antaño, cuando no había más que relaciones exteriores puntuales, siempre anulables; y la posición de una (posible) autarquía tampoco es lo que caracteriza una nación moderna. Al principio casi todas, y hasta hoy todas las naciones se han comprometido a que el poder privado del capital internacional sea el medio económico de su existencia; se definen y actúan como sedes nacionales de capital, forman parte de un sistema en el que todos se aprovechan de todos y dependen de la continuidad de la competencia con y contra sus iguales. Ya ésta es razón suficiente como para que no les quede más remedio, para asegurar su existencia, que actuar como participantes y a la vez como organizadores y controladores de su gran actividad competidora llamada ‘mercado mundial’: se pelean por la riqueza del mundo, practican esta contienda conforme a reglas, se cuidan de que éstas se respeten y se preocupan de la fiabilidad de sus co-activistas a los que ponen continuamente a prueba. En este asunto no cabe duda en que sólo pueden estar seguras de la benevolencia de sus competidores si disponen de medios para conseguirla por fuerza. Con ello constituyen una mayor amenaza aún los unos para los otros – y han decidido que la mejor manera para compatibilizar esta “situación” incómoda con los intereses competidores que el uno tiene en el otro es aceptar (por principio y mientras sea posible) reglas fijas también para sus contiendas en los problemas de fuerza y seguridad que se causan mutuamente, y vigilar también el respeto ante estas reglas desde una institución superior. De esta manera se han comprometido –como ya se ha dicho: unos más bien de forma activa, otros más bien desde una posición de impotencia– a institucionalizar un código formal de la comunidad internacional, y a someter el uso de la fuerza militar del uno contra el otro a una reserva colectivamente vigilada y –dado el caso– a un verdadero procedimiento de aprobación.
El papel dirigente en este procedimiento lo tiene, al decisivo nivel del ‘Consejo de Seguridad’ de las Naciones Unidas, una élite muy pequeña de grandes potencias, mientras que del gran resto de las naciones sólo se consideran algunos representantes. Y esto también tiene su razón. Pues todo el arreglo jurídico formal se basa sólo por un lado en la decisión voluntaria de los partícipes de colaborar en la vigilancia de los sucesos en el mundo, que siempre tienden a ser violentos, y de someter para ello el uso de su propia fuerza a la vigilancia colectiva; se funda por lo tanto sólo por un lado en que los miembros de la ‘comunidad mundial’ se respeten mutuamente como si fueran personas jurídicas libres e iguales y miembros de un club con derecho a la intervención. Si su acuerdo no se basara en más que esto, ni los Estados modernos con toda su razón política pacifista habrían conseguido más que las formalidades clásicas del derecho internacional, un código de cómo litigar que no impone ningún límite efectivo a sus disputas. Momentos de un régimen realmente eficaz sobre la colaboración y la confrontación de los soberanos, de una decisión vinculante sobre la admisibilidad de guerras, elementos de un poder sancionador contra poderes estatales que según reglas fijas declara culpable a los infractores de las condiciones de la paz: estas cosas sí se han hecho realidad con las instituciones que llevan algunas décadas supervisando las relaciones políticas entre los Estados. Y esto no se debe a que la comunidad internacional haya desarrollado una voluntad común a la paz. La razón para ello son el poder de control e intromisión de tan largo alcance, el interés soberano y la voluntad a la intervención de algunas pocas naciones que se juntaron a un tipo de vigilancia común sobre los sucesos en el mundo, para conquistar para ellos mismos la posición del vigilante decisivo. Estos Estados de hecho han conseguido una jerarquía de los poderes soberanos, en cuya cima ellos compiten por establecerse realmente y realmente a nivel global como la decisiva ‘nación dirigente’ – siendo el resultado actual que los Estados Unidos de América han asumido la posición de la suprema nación imperialista.
Este éxito mundial estadounidense se basa en la victoria en dos guerras mundiales –la segunda de ellas una guerra “fría”–; y necesita para su durabilidad de la continua intimidación de los Estados del mundo: de un régimen de intimidación que pone el mundo en aquel “estado” entre amenaza con la guerra y guerra activa que se conoce como ‘la paz mundial’.
a)
Después de la victoria de su alianza mundial sobre la Alemania nazi y el Japón imperial, EEUU se esfuerza a fondo para transformar la cohesión de las ‘naciones unidas’ bajo su liderazgo, debida a la urgencia de la guerra, en un orden pacífico global igual de firme en el que tengan el papel de la potencia directiva. Desde su perspectiva, las condiciones previas son más que favorables: los enemigos aspirantes al poder mundial están destruidos y han capitulado sin condición; las potencias imperialistas aliadas de Europa están arruinadas y su meta autoproclamada de restablecer sus imperios coloniales excede de sus fuerzas económicas y militares. En cambio, el poder estadounidense, vencedor de la guerra, dispone de un capitalismo que funciona como base abundante para un poder que apenas tiene competidores; con el empleo exitoso de su nueva arma milagrosa ha demostrado su supremacía militar, dando así prueba de su autoridad en cuanto a la supervisión y el control de los Poderes Supremos del mundo entero. Segura de poder conseguir a fuerza una disciplina universal de sus aliados, si hace falta, y convencida de hacer una oferta irrechazable al mundo que está por ser reordenado a fondo, América organiza acuerdos sobre un librecambio global y una libre circulación de capital a través de las fronteras. Con el FMI y el Banco Mundial crea organismos supranacionales para un capitalismo global en el que participen Estados soberanos por cuenta propia y riesgo propio y sobre todo a expensas propias en cuanto a los faux frais de las actividades estatales necesarias. Washington les regala las condiciones de los negocios, pone en circulación sus dólares como moneda mundial, se incauta de los países alrededor del globo como esferas de inversión de capital estadounidense y negocia con sus gobiernos a base de que consideren todo esto como un tipo de adelanto y lo honren con una buena conducta y fidelidad política. Los imperios coloniales anteriores, regiones de disposición exclusiva para las potencias europeas con las que éstas aspiran a restaurar su estatus como potencias autónomas de primera categoría, ya no caben en este nuevo orden mundial; en él habrá una competencia universal entre soberanos libres y responsables de sí mismos y de su éxito en cuanto a riqueza capitalista, poder militar y peso político. EEUU ni tiene que obligar por su propia fuerza a que sus aliados lo comprendan: el desmontaje de la tierra firme en Estados-naciones gobernados por poderes soberanos que sacan de ellos los medios de su soberanía, lo procuran guerras entre los señores coloniales y movimientos de liberación que causan considerables víctimas en un lado y que el otro lado al final da por perdido.
Este “desarrollo”: construir un mercado mundial que funcione y una arreglada competencia internacional, inclusive la emancipación política de colonias y protectorados y su conversión en “países en desarrollo” autónomos, lo enturbia gravemente el hecho de que, visto en su totalidad, el proyecto estadounidense fracasa. El aliado soviético, el otro vencedor de la guerra mundial, se exime de las disposiciones políticas tanto como del dominio económico del dinero mundial de Washington. El PC en el poder tiene sus propias ideas anticapitalistas de la reconstrucción económica de su país y de la parte de Europa conquistada por el Ejército Rojo; rechaza la oferta de conquistarse con la ayuda crediticia de EEUU su sitio en el sistema de la explotación capitalista mundial y de la competencia entre las naciones, bloquea el comienzo de nuevas relaciones económicas capitalistas a través de las fronteras exteriores de su Bloque Socialista. Se opone a la oferta de continuar la exitosa alianza bélica en forma de un régimen de control dominado sobre todo por EEUU sobre el mundo de la posguerra. Por supuesto el gobierno soviético se da cuenta del peligro que representa el monopolio nuclear estadounidense, y de las oportunidades que supone poseer una propia bomba nuclear. Se proporciona este arma, también consigue el avance a la bomba hidrógena y obliga así la superpotencia estadounidense a respetar la libertad que se permite la Unión Soviética de establecer su propio sistema multinacional de dominio.
Desde el punto de vista de EEUU, con ello el mundo está dividido en dos, por un ‘telón de acero’. Esta constatación caracteriza la exigencia de la nación dirigente del bloque capitalista de orientar el mundo entero hacia ella, económica como estratégicamente, y comprueba su decisión de no tolerar la existencia de un bloque de Estados fuera de su vigilancia y su poder intervencionista. Toma la autoconsolidación de la soberanía soviética como una declaración de guerra contra la libertad de los Estados del mundo a someterse al orden mundial americano, y contra el derecho de EEUU de dotar al mundo de un orden; el lema de la ineludible revolución proletaria mundial, cuidado por los partidos unitarios, se aduce para comprobar que la “autoproclamada” “potencia de paz” se desenmascara a sí misma. De hecho EEUU se ve obligado a reorganizar su régimen de fuerza recién creado sobre las naciones como una contraofensiva a la “potencia continental” soviética – asunto que por supuesto no permite reducirse a un programa de defensa contra una ofensiva del enemigo, o de desanimar tal ofensiva por fuerza. La primera potencia del mundo libre no se hace a la idea de que la URSS posee un arsenal de bombas nucleares que registra y celebra como una gran conquista, o sea como garantía de que nadie le pueda atacar y de que tenga la libertad de realizar su propio programa. La existencia de otra potencia nuclear es, desde la perspectiva estadounidense, un fracaso; el “empate nuclear”, algo que pone en peligro su libertad. La intimidación de la que necesita la potencia americana para verse a sí misma y a su mundo en seguridad, sólo le parece creíble si el enemigo no tiene nada equivalente que contraponer y si se puede tomar cualquier riesgo bélico porque queda asegurado en última instancia el desenlace exitoso, “dando jaque mate” al enemigo. Esta seguridad es lo que destruye la capacidad soviética a la “intimidación contraria” – EEUU se compromete a (r)establecerla.
b)
La nación más rica del mundo se arma y no tiene escrúpulos en incluir su ultimativa ‘arma de destrucción masiva’ en su planificación de guerra. Y para nada sólo como ultima ratio, o sea para frustrar una victoria del enemigo y salvarse de una posible capitulación –desde el punto de vista estatal siempre una catástrofe mucho mayor que estragos de masas–, sino como parte integrante de una estrategia de guerra destinada a desarmar al enemigo. El hecho molesto de que éste por su parte es capaz de defenderse con contraofensivas aplastantes –siendo la garantía para ello la técnica de cohetes en la que durante cierto tiempo los rusos se elaboran ventajas– constituye el punto de partida para desarrollar una completa estrategia de la guerra nuclear con un “primer ataque” destinado a las armas nucleares del enemigo y una “capacidad para el segundo ataque” no alcanzable con las armas posiblemente aún empleables de éste. Los medios técnicos para este fin se inventan, los arsenales se amplían con misiles con propulsor sólido siempre listos para desplegar, de alcance intercontinental, de cabeza múltiple para superar los esfuerzos de defensa del enemigo, con cruceros submarinos con el mismo tipo de misiles para ataques nucleares de todas partes y a cualquier distancia, con plataformas de lanzamiento submarinas y movibles, con sistemas de control para misiles asistidos por satélite y otros logros más de la razón militar: grandes testimonios de la voluntad incondicional a la destrucción por parte de una potencia mundial fracasada con su proyecto de ordenar el mundo. Después de décadas de “carrera de armamentos” con armas ofensivas –el bando soviético aprende y sigue como pueda– el gobierno de EEUU por fin se dedica al gran problema pendiente de que carecen de medios defensivos contra un ataque de misiles adverso: para escapar del escenario de ataques y contraataques que inevitablemente causa significantes pérdidas en las propias filas, escenario poco satisfactorio desde el punto de vista militar, y para que las hermosas armas ofensivas estén realmente vivas, exige de su industria armamentística que desarrolle y produzca un efectivo sistema defensivo. Gasta en este proyecto impresionantes cantidades de dólares. El resto del mundo capitalista responde de la calidad de dinero universal de las deudas estadounidenses: ve ahora más que nunca en el dólar –medio de crédito de la potencia mundial dispuesta a todo– la materia absolutamente más fundada de su riqueza abstracta. Con el gran proyecto estratégico no es que se olvide establecer y ampliar aquel armamento que se registra bajo el término minimizante de “convencional”; pues es precisamente la guerra grande la que necesita de un continuo de opciones a victorias aseguradas, hasta en el campo de batalla más básico.
La planificación estratégica y la preparación técnica de la guerra nuclear es acompañada por un nuevo tipo de diplomacia con el enemigo. En un primer paso EEUU da a entender a la dirección soviética que está completamente equivocada la idea de ésta de emplear la bomba nuclear en caso de guerra, de poder terminar así la matanza y de disponer por ello mediante la bomba nuclear de una garantía de seguridad: la URSS tiene que reconocer y conceder que el uso de este arma es totalmente irresponsable porque no hace más que provocar contraataques aún mayores. Los avances de su propio armamento, que rebaten de forma práctica la primera parte de esta lección, y certifican la segunda de manera aún más drástica, los estrategas estadounidenses los convierten en un asunto del que se puede negociar. Trabajan de forma intensa en el proyecto de una supremacía nuclear que se pueda emplear de una manera militarmente sensata, y en conseguir a largo plazo una defensa eficaz; pero como aún distan mucho de lograr su meta, están muy interesados en tener bajo su control los correspondientes esfuerzos de sus adversarios poseídos por la idea de una “coexistencia pacífica” y de una pactada garantía de su existencia. Por consiguiente, acuerdan con ellos la “doctrina” de la “destrucción mutua asegurada”: se aseguran de la continua voluntad de su enemigo, a través de todas las contradicciones estratégicas y avances de su planificación y preparación de la guerra nuclear, de considerar precisamente esta guerra como no realizable; a la vez instan para que se limite en sus esfuerzos armamentísticos, a fin de poder mejorar sus propias opciones. De ello forma parte –elemento en el contexto de un régimen de intimidación efectiva sobre la ‘comunidad de las naciones’ en su totalidad, que EEUU nunca pierde de vista en su enemistad con la URSS– el contrato contra la proliferación de la tecnología nuclear para la destrucción masiva (“Tratado de No Proliferación Nuclear”), que también incluye los demás Estados –siendo el propósito incluir todos, sólo pocos se niegan, por razones diferentes y con consecuencias diferentes–: la idea es limitar la disposición de armas nucleares a los Estados que ya las tienen –o sea, aparte de las dos “superpotencias” mismas, los aliados estadounidenses Gran Bretaña y Francia y la república popular de China, que está por reñir con la Unión Soviética, entre otras razones precisamente por peleas sobre la importancia del arma nuclear, porque China se hace esperanzas a conseguir una garantía de existencia por poseer y poder usar este arma como medio de intimidación, tal y como originalmente hizo la Unión Soviética...–
c)
En su gran confrontación con la potencia soviética, EEUU incluye al resto de las potencias tradicionales, dañadas por la guerra: tanto los vencidos enemigos en la parte oriental y occidental del “Bloque del Este” como sus aliados democráticos y capitalistas, y además el resto de los Estados a medida que éste permite ser incluido. Crea sistemas de alianzas; siendo el más importante el Tratado del Atlántico Norte, cuyo funcionamiento sigue, y no sólo en campañas bélicas, los imperativos de la situación de emergencia que representa una guerra: las fuerzas armadas de los aliados, o por lo menos partes decisivas de ellas, están bajo un mando supremo común que ejecuta la potencia líder estadounidense. Toda planificación y todo armamento militar sucede según acuerdo y cooperación con Washington y viene dirigido contra la potencia mundial ‘comunista’ como enemigo principal; la moral de la tropa tanto como la del frente interno sigue la misma directriz. Por la gran causa común que sobrecargaría por mucho a cualquiera de estas naciones por sí sola, los aliados de EEUU desisten –Francia y también Gran Bretaña sólo en parte y con reservas– de cálculos independientes y capacidades autónomas en las cuestiones básicas de su seguridad nacional, el santuario en principio intocable de la soberanía estatal, y en este sentido hasta de su soberanía. Como bloque tan unido, la OTAN rinde sus servicios en la guerra de la superpotencia capitalista contra los disidentes socialistas, ya sin entrar en campañas militares abiertas: en un lugar decisivo consigue el containment del poder enemigo, o sea contenerlo y aislarlo; provoca debilitar y minar las fuerzas enemigas multiplicando las opciones a la guerra, razón por la cual Moscú se deja coaccionar a multiplicar sus esfuerzos en el armamiento, más allá de los límites del rendimiento de su ‘economía socialista planificada’; los miembros de la OTAN colaboran en el roll back global de reales o supuestas posiciones soviéticas. Libran la guerra mundial “fría” con sus períodos más calientes, sus épocas de “hielo” y sus “fases de distensión”.
Para los aliados de EEUU la subordinación de su seguridad nacional y sus esfuerzos militares bajo el objetivo general de destruir en conjunto la Unión Soviética y aguantar para ello hasta una guerra mundial nuclear si hace falta, trae consigo los más peculiares problemas de competencia y sostenimiento. En su relación con la potencia dirigente, a base de cuyas condiciones hacen causa común debido a su propio interés anticomunista, predomina la duda de si realmente pueden fiarse del “amparo nuclear” en caso de emergencia bélica, o sea de que EEUU usará su arsenal nuclear para sus aliados, aunque arriesguen a cambio un ataque que posiblemente les destruya a ellos. Sobre todo la República Federal de Alemania (oeste) como Estado de primera fila insiste por lo tanto en que haya tropas estadounidenses en la “Cortina de Hierro” como garantía para la escalación en el acto, que a cambio tendría lugar sobre todo en su territorio y en el territorio de la RDA que reclama como suyo. Esta situación penosa exige los mayores esfuerzos armamentísticos con el objetivo doble de poder trasladar la guerra en poco tiempo hacia el territorio del enemigo soviético –título oficial: forward strategy– y llegar a ser un aliado tan importante y valioso como para ganar influencia decisiva sobre las planificaciones estratégicas y la táctica de la guerra de la alianza en caso de emergencia. Por otro lado, tales esfuerzos son peligrosos, porque provocan que el enemigo centre sus medios de fuerza en el frente más agresivo; son costosos; y al fin y al cabo nunca son suficientes como para estar seguro de la seguridad nacional. Por lo tanto además de aspirar a tener un lugar prominente en la alianza surge el interés en compartir las cargas y en que los socios se armen más; los aliados se obligan mutuamente y sospechan de sus socios de ser “aprovechados”. A la vez, la exigencia de compartir el trabajo es un argumento contundente para que los miembros ricos apoyen a los otros materialmente y para que todos se respeten mientras compiten. Entre los aliados de EEUU la supremacía masiva de la potencia dirigente provoca la necesidad de disminuir en un esfuerzo común poco usual para soberanos nacionales la desventaja económica frente a su competidor estadounidense: fundan la CEE y avanzan formando la UE. Francia se compromete además a procurar con su Force de Frappe si no una emancipación de la potencia dirigente, por lo menos la capacidad a un tipo de escalación de una guerra eventual que garantice que EEUU emplee su “amparo nuclear”. El poder estadounidense da prueba de su fiabilidad y proporciona a la Alemania occidental misiles nucleares de alcance medio: la opción a un golpe adicional de desarme de pocos minutos contra el poder soviético. De esta manera compiten los miembros de la OTAN por el rango y el estatus dentro de la alianza, mediante servicios prestados tanto como mediante contribuciones denegadas a la finalidad bélica común. Compiten unos contra otros y en constelaciones diferentes contra la potencia dirigente por continuar, remodelar y precisar la misión de la alianza en general, el papel de los diferentes miembros en particular, y además por vías alternativas de establecer contactos destructivos con el enemigo principal y sus “satélites” e influirlos. Compiten por libertades nacionales en el margen de la disciplina dentro de la alianza y por la capacidad de hacer valer sus propios asuntos y necesidades de control junto a la suprema finalidad de la alianza. La competencia y la contienda se basan en que los aliados están subordinados a la directriz general de guerra definida por EEUU; son la forma de una colaboración afirmada por todos porque carece de alternativa. La alianza es la premisa de su razón estatal. Bajo la dirección estadounidense constituyen un colectivo imperialista: Occidente, que se dota con intención polémica del título de honor de ser “libre”.
d)
La conformidad de las importantes naciones capitalistas –y un buen número de naciones menos importantes– bajo la supremacía estadounidense tiene amplias consecuencias. Entre estos países de veras entran en vigor las reglas para la competencia capitalista de las naciones –desarrollando sus efectos mencionados en el capítulo I de este artículo– que América quiere prescribir como base económica al mundo entero desde su victoria en la Segunda Guerra Mundial y que ya ha institucionalizado junto con sus aliados más importantes. Entre sí, las naciones decisivas suprimen reservas contra la internacionalización de la competencia que surgen del fundamentalismo en asuntos de la seguridad nacional. Con ello se asimilan unos a otros en sus constituciones económica y social –patriotas europeos encuentran oportunidades para deplorar la “americanización” de su magnífica cultura nacional–; al final no aceptan para sí mismo y para el resto otro rasgo político-económico que la de ser “sedes nacionales de capital” competidores. El resto del mundo, menos la parte ocupada por el enemigo, se dota poco a poco de poderes estatales soberanos; a ellos se les venden todos los medios de fuerza y otros que necesita una soberanía moderna para formar un Estado, instructores militares y otros consejeros les ayudan a emplear su poder correctamente; sus países, con recursos naturales y habitantes inclusive, son explotados de manera capitalista por las potencias capaces a hacerlo y sus empresas multinacionales. Se acredita el pluralismo de las tradiciones imperialistas dentro del mundo occidental en el esfuerzo de insertar estos Estados en el “Bloque” occidental, y más aún en el esfuerzo de “integrar” en la economía mundial y en las zonas de influencia debidas los ‘países no alineados’ que intentan rehuir la subordinación inequívoca y total al frente estadounidense de la guerra mundial: compitiendo o también colaborando de manera concertada, diferentes potencias occidentales tiran de los diversos candidatos; donde una es rechazada, otra es aceptada con sus demandas y sus ofertas, no sólo por la necesidad de armas de los soberanos tercermundistas que sólo se puede satisfacer desde las ‘naciones industrializadas’ que sientan cátedra para equipo moderno para matar. Bien es verdad que demasiadas veces encuentran salida los proveedores rusos y causan una alienación con el Occidente libre. Pero a cambio, incluso el ‘Bloque del Este’ permite ser “abierto” poco a poco al sentido empresarial de Occidente y a la influencia democrática mediante una mezcla de aislamiento y reconocimiento, marginación y concesión, boicot y aprovechamiento. Así que la alianza bélica de las potencias capitalistas consigue un orden imperialista de paz que sí alcanza bastante lejos y que tiene una solidez considerable.
Donde éste encuentra límites –porque nacionalistas emergentes y decepcionados por Occidente o movimientos populares de liberación socialistas se toman un ejemplo en la Unión Soviética y su vía alternativa de desarrollo económico y “modernización social”, prefieren colaborar con Moscú en vez de con Washington, París o Bonn y son insertados por parte del gobierno soviético en un puesto activo en sus cálculos políticos– Occidente no vacila nada en aplicar su lema “Better dead than red!” [“¡Antes muerto que rojo!”] a pueblos foráneos. Libra guerras verdaderas; en el caso extremo de Indochina, donde la descolonización se descarriló a favor del comunismo, la superpotencia mundial interviene personalmente, con intimidación suficiente, hasta que los países disidentes quedan arrasados y el peligro de un “efecto dominó” a favor del campo socialista parece alejado por su división, la desunión irreversible entre los partidos comunistas soviético y chino, así que de veras nada importante en cuanto a la política mundial está en juego. Preferiblemente se hace que las guerras las libren otros; sea en forma de un golpe de Estado por parte de “gorilas” útiles contra experimentos socialistas, sea estableciendo, armando y apoyando a un bando en una guerra civil bajo el mando de figuras cuyos sucesores congeniales hoy en día se llaman war lords, contra intentos demasiado izquierdistas de un nation building favorable al pueblo. Contra los esfuerzos militantes de la emancipación panarábiga América apuesta por la lucha del Estado judío por el derecho a su existencia en la antigua colonia británica. Donde Moscú se deja meter en tales “guerras de representantes” para romper el containment de Occidente y conquistarse posiciones contra la pretensión al control global y contra el frente de la guerra mundial “fría” estadounidenses, y obliga Occidente a aceptar la “coexistencia” con su alternativa y una “competencia de los sistemas” pacífica –Afganistán es el último ejemplo–, allí sus protegidos son combatidos para demostrar de forma práctica la incapacidad de la “superpotencia” socialista –pocas excepciones confirman la regla– de garantizar la supervivencia a aliados fuera del pacto de Varsovia.
e)
A pesar de todo, la “división del mundo” sigue existiendo. Esto lo refleja bien la ‘organización mundial’ que no rinde los servicios previstos como guardián de un orden mundial pacífico que beneficie a EEUU porque “el ruso” en el Consejo de Seguridad de la ONU siempre vuelve a contestar “njet” en los asuntos decisivos y también se pierden algunas votaciones en las asambleas plenarias. Por lo menos las ‘Naciones Unidas’ son la forma en la que sigue existiendo el proyecto original estadounidense de una alianza mundial encabezada por un mando directivo que subordina las demás soberanías a su orden. Dentro de este proyecto, EEUU se esfuerza, y no sin éxito, por tachar la Unión Soviética de escisionista y por marginarla en la comunidad internacional. Aparte de esto se aprovecha de la aspiración constante de su enemigo a ser reconocido y a que se le concede la “coexistencia” para intentar aislarlo y descomponerlo pacíficamente: EEUU le enreda en un proceso de negociación, el proceso de Helsinki, que promete revocar en pequeños pasos la declaración de enemistad occidental a base de que el bando soviético tome “reformas” que resultarán en una revisión fundamental de su sistema alternativo, o sea que aspira a que el PC gobernante reconozca que la enemistad de Occidente es culpa suya y se debe a su programa estatal divergente. Esta frescura tiene efecto porque bajo la presión del armamento occidental –que expresamente tiene como objetivo acabar con su enemigo mediante la carrera armamentística– la Unión Soviética considera insuficiente su sistema económico, confiesa la necesidad de reformas según el modelo superior occidental y quiere que se reconozca esta disposición a trasformarse como su contribución decisiva para superar el peligroso “enfrentamiento entre Oriente y Occidente”, o sea la hostilidad implacable por parte de las potencias capitalistas – muy de acuerdo con la ofensiva diplomática de Occidente que acompaña su ofensiva armamentística. Reconociendo su inferioridad material y temiendo la destrucción de su Estado en una guerra mundial, la dirección soviética al final de hecho pone en práctica la convicción de que por su interés en sobrevivir no hay alternativa a invalidar la hostilidad del Mundo Libre mediante “reformas” políticas: renunciando a su antiimperialismo y abjurando de su política, esfuerzo que resulta directamente en liquidar su manera de organizar la sociedad, en disolver su bloque de aliados y en despedir sus “satélites” al exitoso orden mundial de Occidente, y por fin en la autoliquidación de la Unión Soviética como nación.
Así EEUU gana su guerra mundial “fría” sin tener que librarla de manera “caliente”, en forma de guerra nuclear destructiva. Pero la “única superpotencia restante” no piensa ni un solo momento en que con esta victoria quede asegurada la paz mundial eterna.
Se ha superado el “empate nuclear”, la gran guerra mundial se ha quitado de la agenda de la política pacifista, la comunidad internacional ha celebrado su “reunificación” político-económica – y para EEUU nada está realmente en orden. Hace falta un ‘Nuevo Orden Mundial’. Y éste no viene por sí solo; esto lo tienen bien claro los responsables en Washington. Tiene que ser establecido. La “última superpotencia restante” insiste en cargarse con esta tarea. La resolverá sola. Esto tiene su necesidad porque un orden de este tipo no consiste en otra cosa que la respuesta definitiva a la cuestión de quién es el que tiene el mando en el mundo, es decir la competencia, la fuerza necesaria y sobre todo el derecho respetado por todos los demás de vigilar el uso de la fuerza entre las naciones y decidir sobre guerra y paz. Se trata de contestar de manera contundente a una cuestión de fuerza que reclama un monopolio de fuerza global.
EEUU lleva justo una década luchando por aclarar el asunto de que es la única potencia capaz de desempeñar el papel de la instancia suprema para ordenar el mundo, cuando sufre un ataque: el atentado impactante del 11 de septiembre de 2001, cometido por un enemigo que ni siquiera gobierna un Estado verdadero, pero que logra atacar en el corazón del homeland estadounidense dos centros del imperialismo americano no sólo simbólicos. A este “segundo Pearl Harbour” no le sigue una guerra verdadera contra una potencia bien armada de ambiciones imperialistas por algo parecido a la soberanía sobre la Asia oriental y el Océano Pacífico. La alusión al comienzo de la guerra contra Japón no se hace para constatar una verdad histórica, sino el impacto y el tamaño del desafío con el que se ve confrontado EEUU según su interpretación. De todos modos, el país ve destruido nada menos que la confianza en su invulnerabilidad. Y esto no es sólo un asunto de la ideología patriótica. Lo que EEUU ve atacado es su pretensión de ser la superpotencia que está encima de todos los conflictos en el mundo, fuera de competencia, y de desempeñar el papel de la última e inalcanzable instancia superior. De repente, la “superpotencia” no es más que una parte en litigio, dañada además por una ONG, una devota organización terrorista no gubernamental. Este reto extremo necesita de una respuesta que vuelva a enderezar los criterios del orden, de manera fundamental e irrevocable.
En este sentido, sin embargo, el atentado también es una oportunidad. La oportunidad de agudizar hasta el extremo y propulsar lo que de todas formas está en la agenda de la política mundial –y de lo cual nunca se sabrá cómo EEUU lo habría organizado sin al-Qaeda y el 11-S...–: los Estados Unidos de América tienen que demostrar su potencia mundial. Es para ello que desde su más reciente fecha histórica libra su nueva, y bastante rara, guerra mundial: contra ‘el terrorismo’.
a)
Desde la victoria en la ‘Guerra Fría’, desde la capitulación de la Unión Soviética, EEUU libra una guerra tras otra. Cada una tiene sus razones. El ejército iraquí conquista Kuwait; el presidente de Irak quiere convertir así su país en un exportador aún más grande, más rico y más importante de petróleo, elevarlo al rango de una potencia regional con capacidad demostrada a librar guerras exitosas de manera autónoma y por lo tanto con un derecho irrefutable a la guerra; esto estorba todas las relaciones de fuerza relevantes en materia de seguridad en esta región de tanta importancia político-económica y en particular pone en peligro al proveedor de petróleo más importante del mercado internacional; por lo tanto no se puede aceptar la violenta “reunificación” de Irak con su 19ª provincia y Kuwait tiene que ser ‘liberado’. En los Balcanes, ambiciosos dirigentes de grupos étnicos descomponen por la fuerza el Estado yugoslavo en sus repúblicas integrantes; las guerras para ordenar nuevamente la tierra y sus habitantes no siguen las directrices de la ‘comunidad internacional’; al final el presidente del resto serbio de Yugoslavia combate separatistas albaneses aunque la OTAN ya ha proclamado que será su poderoso tutor; por lo tanto hace falta intervenir, y después de varias intervenciones pequeñas, Belgrado es bombardeado a la derrota. Luego el gran acto terrorista: en la misma patria de la libertad, en suelo puramente americano, unos decepcionados y ofendidos fanáticos de un renacimiento arábigo desde el espíritu del islam –o bien, quién sabrá y quién querrá saberlo tan exactamente, la vanguardia de un reino divino en suelo árabe– cometen un atentado contra escogidos centros del poder político-económico y militar de EEUU; el gobierno estadounidense sigue sus huellas hasta Afganistán, hace allí pedazos de la soberanía existente y conquista el país entero por razones de seguridad. Después Irak vuelve a molestar: el presidente ya poco soberano defiende su puesto, lleva ya diez años aguantando las medidas de bloqueo y boicot de la ‘comunidad internacional’, niega así su territorio con recursos naturales bien atractivos al comercio conveniente y estorba en general el orden y la seguridad, lo cual se resume en el reproche de que se dota de armas de destrucción masiva a fin de causar inseguridad entre sus vecinos y en el resto del mundo; todo esto ya no se puede tolerar; pues Irak es conquistado por tropas estadounidenses y británicas, el dictador es detenido y se establece un régimen de ocupación.
Por sí solos son casos muy diferentes. Pero lo decisivo lo tienen en común, y la superpotencia activa en campañas bélicas pone mucha énfasis en que sea percibido así: ella se ve afectada por las empresas militares de otros Estados y sus condiciones interiores caso que desde su suelo originen peligros o hasta actos violentos; se reserva a sí misma la decisión sobre cómo valorar el uso de la fuerza, si lo considera o no una declaración de guerra y en qué sentido; si hace falta ella misma declara y libra la guerra; con un potencial destructivo que garantiza la absoluta superioridad, y de una manera que ponga esto de manifiesto –“shock and awe” es el lema expreso para el asalto al Irak de Sadam Husein–. EEUU quiere que ningún Estado pueda tomar las guerras a las que se decide como mero asunto bilateral entre Washington y su enemigo correspondiente; todos los Poderes Supremos y también los estadistas inoficiales tienen que referirse a las actividades bélicas estadounidenses y “aprender las lecciones” que el ejército estadounidense les imparte en la “lengua de la violencia” inequívoca y comprensible para todos. Son las siguientes:
— Los enemigos de EEUU serán aniquilados. “Soluciones negociadas” no entrarán en consideración: al que el gobierno en Washington calificará de enemigo, se habrá descalificado como socio de negociaciones. Como máximo quedará como alternativa a la aniquilación la capitulación incondicional; la decisión de si se acepta será tomada por el presidente de EEUU.
— Identificar a los enemigos contra los que habrá que librar la guerra será asunto exclusivo de EEUU. El criterio será cómo valora la posibilidad de que una fuerza con intenciones adversas, sea un poder estatal o una banda de criminales políticos, pueda proporcionarse armas peligrosas o de que pueda nacer en algún lugar del mundo un potencial de fuerza peligrosa para la causa estadounidense. Por lo tanto el gobierno estadounidense estará vigilando continuamente el mundo entero y no esperará a que de hecho se perfile un nuevo peligro –lo cual significaría esperar hasta que estuviera demasiado tarde–, sino que atacará con plena libertad y según sus propias necesidades y cálculos de forma preventiva, mejor demasiadas veces que fallar una sola vez.
— Cuando EEUU se haya decidido a una guerra, no habrá nada que lo pueda parar; ni consideraciones humanitarias ni bienintencionadas exhortaciones como que antes de comenzar la guerra ya se tendría que saber cómo terminarla con decencia, ni mucho menos dudas de que el uso de la violencia podría quizás no ser el mejor remedio para más seguridad –¡¿qué mejor remedio hay, pues?!–. Y que nadie intente poner obstáculos a la potencia militar americana con medios diplomáticos, manifestaciones de solidaridad a la dirección incorrecta o hasta con garantías de protección o supervivencia para el lado equivocado. El que no está a favor de EEUU no tendrá razón y tampoco tendrá derecho, o sea que será puesto en ridículo como partidario impotente de un fracasador; esto lo garantizarán las armas superiores de EEUU, su voluntad incondicional a la victoria y a la destrucción y su falta de miramientos en cuanto al empleo de la fuerza militar.
Así que no es que EEUU simplemente esté en guerra. Confronta el resto del mundo con su maquinaria de guerra superior a todos los demás y con su pretensión, fundada en su aparato militar y acreditada por sus actividades, de tener la única y incuestionable competencia para librar guerras. Cualquier nación tiene que tomar nota de su capacidad a la guerra y su disposición de librarla en cualquier momento, cualquier Estado tiene que respetarlas y cualquier comunidad nacional tiene que integrarlas como premisa de todos sus propios proyectos y campañas exteriores en su razón estatal; sólo depende del estatus del país correspondiente en relación a América y su valoración por parte del gobierno estadounidense si tal premisa representa más bien una amenaza o una promesa. Las guerras de EEUU sirven para establecer un régimen de intimidación universal. Frente a este objetivo de la guerra, las respectivas razones para la guerra son meras ocasiones. Y EEUU también pone bien claro que éstas nunca se agotarán, sino que la necesidad siempre encontrará ocasión. Con referencia al asalto terrorista del 11-S proclama expresamente que sus últimas dos campañas militares, también aquella contra el dominio de Sadam Husein que de veras no tiene nada en común con al-Qaeda, son las primeras batallas de una nueva guerra mundial de duración incierta contra el terrorismo en general. Sus próximos episodios ya se han anunciado: EEUU tiene en el punto de mira para su gran campaña limpiadora global los casos de Corea del Norte, por su esfuerzo de procurarse el arma nuclear y misiles, Siria, como maquinadora de intrigas y proveedor de grupos terroristas en Oriente Próximo, Irán, acusado del mismo delito y de su programa de energía nuclear que EEUU sospecha de tener intenciones militares. Y ya antes la superpotencia mundial autoriza a su aliado en Oriente Próximo de librar por iniciativa propia y por cuenta propia la próxima batalla en su guerra mundial: en lo que considera su frente interna, contra los palestinos, y en la campaña militar contra el Líbano, Israel combate milicias que, aunque están también en la lista americana de los grupos terroristas que hay que eliminar –hasta están entre los primeros, al lado de “combatientes irregulares” y autores de atentados suicidas, que causan cada vez más problemas a las tropas ocupantes en Afganistán e Irak cuanto más tiempo y cuanto más brutalmente se libra la ‘guerra contra el terrorismo’–; el gobierno israelí ni palía siquiera su actividad como una actividad militar de carácter policial, sino que la declara expresamente como una guerra según el ejemplo estadounidense, lo pone en escena como tal y quiere también agudizar la confrontación con Siria e Irán de tal manera que EEUU pueda declarar la “situación” en cualquier momento según sus necesidades de “intolerable” e instruir las consecuencias ya anunciadas hace tiempo. EEUU hace que luche su representante. Y no le deja en la estancada a su aplicado vasallo: Israel tiene todo el respaldo económico, armamentístico y sobre todo diplomático como subcontratista autónomo en la nueva guerra mundial estadounidense.
b)
Con sus guerras, la potencia mundial impone los hechos; para que los demás Estados sepan cómo se debe interpretar el significado de éstos en asuntos de la política mundial, EEUU usa –entre otras vías– la ONU. Allí explica oficialmente a ‘los pueblos del mundo’ la moral de sus campañas militares, dirigidas únicamente a la victoria de la civilización sobre el Mal terrorista. Con este mensaje ya fija los fundamentos de su política: tachando a los autores de los atentados antiamericanos del 11-S de terroristas por antonomasia, y subsumiendo a todos los declarados enemigos bajo la misma etiqueta, respectivamente bajo el efecto atemorizante de las armas que éstos –real o supuestamente– intentan conseguir (“Weapons of Mass Destruction”), EEUU niega rotundamente que sus enemigos tengan motivo político alguno, el cual en otras ocasiones sí puede ser asunto para debatir entre las naciones. Así reclama una parcialdad universal y sin condiciones pro EEUU e impone resoluciones que fortalezcan esta posición y que incluyen normas de ejecución que intervienen en la vida interior de las naciones; no sólo en su tráfico bancario, pues la patria del dólar sostiene que una de las maneras de combatir el mal antiamericano es estrangularlo económicamente.
El papel clave en este proyecto de EEUU lo tiene el más alto comité ejecutivo de las Naciones Unidas. Allí, en el Consejo de Seguridad, se enfrenta con sus mayores rivales: con las otras grandes potencias que disponen de armas nucleares y un derecho formal a vetar la elaboración e imposición de las reglas y las condiciones de la paz mundial. Para el proyecto de reclamar el monopolio a la guerra a nivel mundial, de hacer efectivo su régimen de intimidación, EEUU necesita de su consentimiento. No tanto por la autoridad jurídica de la que dota sus decisiones de esta manera: lo que realmente necesita y quiere América es la confesión formal de los demás Estados con papel decisivo en asuntos de poder mundial, de que a éstos no les queda más remedio que conceder a la superpotencia mundial la reclamada libertad de identificar y eliminar a enemigos. Precisamente este es el contenido político del chantaje que EEUU hace –de manera ejemplar y con toda firmeza al preparar diplomáticamente su segunda guerra contra Iraq– al augusto comité y con ello a la ‘organización mundial’ entera: consentimiento o irrelevancia son sus alternativas – un duro test a la disposición de las demás potencias que quieren ser “relevantes”, de admitir que no pueden hacer nada contra los hechos que América impone y contra las directrices de la buena conducta estatal que con ellos hace vigentes, por no hablar de ser capaces de establecer sin EEUU, ni mucho menos contra EEUU, algo parecido a un orden mundial “relevante”. El chantaje surte efecto: a cambio de que América se dirige a la ONU y al Consejo de Seguridad, de que le importan las decisiones tomadas allí y de confesar de esta manera que sus directrices para la paz mundial necesitan de que los grandes rivales estén dispuestos a aceptarlas, éstos se someten; reconocen la competencia estadounidense para fijar las directrices y mantienen así para sí mismos el estatus de co-autores formales de las directrices a las que dan el visto bueno.
Por supuesto, un acto singular de chantaje no basta para aclarar el asunto. El reconocimiento diplomático del régimen de intimidación estadounidense es un asunto tan infinito como el esfuerzo de imponerlo por la fuerza. El próximo episodio es “el caso” de Irán: EEUU reclama el consentimiento de las demás potencias para su declaración de guerra contra el régimen de los clérigos remitiendo al “Tratado de No Proliferación” (TNP) y pone así de manifiesto para qué le sirven un convenio así y el acuerdo formal y jurídico de las otras partes contratantes en el margen de su ‘Nuevo Orden Mundial’, y cuánto valen las dos cosas. Pues el TNP distingue el prohibido uso militar del permitido y hasta incentivable uso comercial de la energía nuclear, habida cuenta de lo cuestionable que es esta distinción instala un régimen de control por la Agencia Internacional de Energía Atómica para asegurar que se limiten a usos civiles las capacidades industriales que desarrollen los Estados sin armas nucleares con respecto a la tecnología nuclear, y reglamenta cómo se detectarán, registrarán y sancionarán posibles infracciones; en caso de Irán, EEUU ya lo recrimina de una infracción del tratado por su esfuerzo de dominar los primeros pasos del ciclo de combustibles nucleares, el enriquecimiento de uranio, y no lo justifica con más argumentos que con su firme y hostil juicio de que el poder iraní tiene una postura hostil frente a EEUU e Israel y con la irrefutable sospecha derivada de él de que las aspiraciones de Irán van destinadas directamente a la bomba atómica. Esto le parece suficiente como para que las potencias garantizantes del tratado amenacen con sanciones duras caso que Irán no acabe de manera comprobable con todas sus actividades que posiblemente también podrían servir para el armamento nuclear; hasta quiere que de antemano legitimen un ataque preventivo de autodefensa contra Irán –según el modelo del ataque contra las inexistentes armas de destrucción masiva de Sadam Husein–. De forma explícita EEUU hace de su enemistad política contra un gobierno la directriz para la interpretación y aplicación de un convenio internacional. Interpreta el TNP como si codificase de manera vigente la libertad estadounidense de detectar y eliminar preventivamente focos de peligro en el mundo. Quiere que esta interpretación, o sea –una vez más– su régimen de intimidación, sea reconocido por sus colegas en el Consejo de Seguridad y en este caso además por Alemania, nación interesada en hacerse la potencia líder de Europa. Señalando que no está dispuesto a “abandonar la opción militar”, EEUU recuerda a sus socios con claridad inequívoca cuál es el fundamento de su exigencia y cuál es la alternativa para el caso de que éstos se nieguen a consentir: EEUU se siente capaz de ejecutar en este caso de forma militar su régimen de control sobre los Estados del mundo, poniendo en ridículo a cualquiera que no consienta o apoye este procedimiento; no hay razón para dudar de su voluntad de emplear este poder de manera intimidatoria y convincente.
Por un lado, estas dudas no existen. El veredicto de que no se puede permitir que Irán se haga con una industria nuclear que domine el completo ciclo de combustibles tiene por principio el consentimiento de las potencias con derecho al veto con la RFA inclusive, los europeos dispuestos a la negociación tanto como la Rusia amiga de Irán y también la República Popular de China, volviendo a hacer así los primeros pasos en el camino diplomático que hace años llevó a la guerra contra Iraq. Por otro lado, a los estadounidenses se les certifica por todas partes que están fracasando con su bélica política para conseguir la paz mundial: todavía ninguna de sus campañas bélicas se ha podido terminar con un verdadero éxito –se dice–; en los lugares donde el gobierno estadounidense se comprometió a hacer del mundo a better place, el terrorismo y la inestabilidad política se están extendiendo. Con su rigorismo tampoco consiguen hacer amigos –se dice–; y esto que ni América se las apaña sin aliados. Tales comentarios revelan en muchos casos la extremamente bienintencionada crítica de que la superpotencia mundial debería ser capaz de lograr, en un instante, todo lo que se plantea o que promete al mundo en una versión idealizada de sus intenciones. En otros casos, la idea del comentarista nace del deseo de que los fracasos pongan freno a las iniciativas estadounidenses: una postura muy popular en países que se perciben como víctimas del imperialismo americano, pero sobre todo donde se desea que el propio poder estatal lleve la voz cantante en la política mundial, ya sea como aliado importante o como rival equivalente o las dos cosas a la vez. Pero en todos estos casos, dichas opiniones escépticas atestiguan no tanto un fracaso, sino más bien cuánto impresiona EEUU con sus iniciativas. Claro que esta política causa víctimas; una intimidación eficaz no puede funcionar de otra manera. Claro que es un desafío para los imperialistas competidores; es la intención que lo sea. Y si las campañas bélicas no llevan a la victoria como se ha planeado, para una potencia mundial sólo hay una solución: más violencia, para que la liquidación de los enemigos no dure tanto tiempo, para que queden más afectados todos aquellos que se creen destinados a ordenar el mundo, y para contentar a todos los simpatizantes decepcionados.
Pues la condición imprescindible de una exitosa paz mundial son guerras victoriosas; y para superar el “choque” del 11-S intimidar al resto del mundo es un buen método, al cual no hay alternativa. La inseguridad fundamental de todos los demás poderes soberanos ya es una sólida base, pero aún queda mucho por hacer para que los diversos poderes y Estados quepan en un orden mundial que proporcione y asegure a EEUU el rango de una eficiente instancia de vigilancia.
c)
Un primer caso problemático es y sigue siendo el heredero principal de los medios de fuerza del antiguo enemigo principal. Es verdad que se ha conseguido el primero y decisivo progreso: los comunistas soviéticos renuncian a su programa antiimperialista y disuelven las potencias acumuladas del antiguo Estado soviético; queda liquidado el bloque enemigo y descompuesta la unión en Estados-naciones soberanos y no hay marcha atrás. El primer presidente de la Rusia democratizada, Yeltsin, se acredita más de lo que cualquiera pudiera esperar como cómplice de Occidente en el esfuerzo de achatarrar el arsenal armamentístico, ya en rápido declive, de la antigua “superpotencia”, de destruir los fundamentos económicos del poder estatal, y de arruinar su monopolio de fuerza casi hasta la autoliquidación. La primera guerra estadounidense, en Iraq, para establecer su ‘Nuevo Orden Mundial’, todavía a finales de la época soviética, ya no encuentra resistencia alguna en Moscú; la segunda guerra, en los Balcanes, va dirigida directamente a rechazar todas las ambiciones rusas a tener voz en las decisiones sobre nuevas fronteras en el sureste de Europa, y a echar la influencia rusa sobre Europa en general, y termina como estaba previsto en una mezcla de respeto formal y ridiculización práctica de todos los intentos rusos a entremeterse. Pero con ello la causa no ha terminado.
Como seriamente no era de esperar de otra manera, al final EEUU sí se encuentra en Moscú con un poder estatal que acaba con su descomposición y da vuelta al proceso. Se reconstruye una economía nacional con la que el país se gana una nueva existencia en el mercado internacional capitalista como exportador de energía. El nuevo gobierno de Putin se acuerda, y recuerda al resto del mundo, sobre todo Occidente, que hasta con los trozos restantes del antiguo arsenal armamentístico y de las antiguas capacidades armamentísticas soviéticas aún dispone de la segunda potencia nuclear del mundo y de una notable tecnología militar. El presidente se autoriza expresamente a emplear en caso de emergencia las propias armas nucleares también antes de que lo haga el enemigo –tal y como EEUU y también Francia ya lo decidieron oficialmente hace tiempo y lo propagaron como parte integrante de su doctrina militar destinada a la intimidación–. Para la potencia mundial no hay necesidad de interpretar esta doctrina como una amenaza directa en el sentido de un nuevo “empate nuclear”. Pero sí toma en serio la voluntad a la autonomía militar y a la libertad de decidir asuntos de la política mundial que de esta forma se documenta, para envolver a Rusia en un bien exclusivo negocio político:
Por un lado, EEUU le honra a su rival con un acuerdo particular: los dos países se declaran mutuamente Estados de armas atómicas de primera categoría, acuerdan negociar sobre los existentes arsenales de misiles, se aseguran mutuamente la renuncia irreversible a amenazarse con las armas de destrucción masiva que los dos lados aún tienen en cantidades inmensas –aunque sólo en parte empleables, en cuanto al arsenal ruso–. Como señal de este acuerdo al más alto nivel y como garantía diplomática para el cese definitivo de su antigua hostilidad, EEUU acepta a Rusia como el número 8 en el club exclusivo de las potencias mundiales capitalistas. Esta élite del imperialismo occidental, los G-7, ya no se conforma desde hace tiempo con convenios informales sobre el progreso de la economía mundial y sobre la competencia entre ellos: con sus reuniones anuales los G-7 demuestran y cultivan formalmente su continua voluntad de tratarse de manera pacífica más allá de todas las discordias, y de presentarse al resto de los Estados y al mundo comercial como un colectivo imperialista. En este consenso particular Rusia está ahora incluida.
Por otro lado hay un precio que el número 8 tiene que pagar a cambio. No sólo renunciar a poner trabas a la política estadounidense de intimidación en la ONU. El número 1 –en este asunto en posición de la potencia dirigente de Occidente– se toma cualquier libertad de desbaratar y socavar la influencia de Rusia sobre los “territorios vecinos”, las antiguas repúblicas soviéticas. Combate el empleo del negocio energético, el más importante medio civil del poder estatal ruso, como arma política. Bajo el título de “fomentar la sociedad civil” EEUU estimula y apoya toda clase de oposición interna contra una progresiva consolidación del poder estatal. Hasta mantiene contactos con separatistas en el Cáucaso a quienes Moscú quiere proscritos como terroristas según la definición del enemigo vigente en la ‘Guerra Mundial contra el Terrorismo’. Todo esto lo tiene que aceptar Rusia. Y también el reconocimiento formal como potencia mundial estratégica, que EEUU aún le concede a Rusia, es minado y prácticamente revocado por la rescisión del Tratado ABM –el convenio acordado tiempo atrás con la URSS de renunciar a sistemas de defensa contra misiles nucleares balísticos–. Una integración sin concesiones sustanciales y una progresiva limitación y coartación del poder ruso: esto es lo que tiene programado la potencia mundial para su caso problemático de Moscú.
d)
India y China necesitan de un tratamiento especial. Ya por la mera cantidad de su población y su explotación capitalista cada vez más exitosa se trata, en el juicio estadounidense, de las “emergentes” potencias mundiales. En la actualidad ya ejercen una gran influencia sobre el crecimiento y la distribución de la riqueza generada en el mundo y sobre el poder político basado en ella. Y las dos naciones se toman la libertad de beneficiarse de manera masiva del mercado mundial y su centro americano, para disponer de forma autónoma de los adquiridos medios de poder, para eximirse de normas e imperativos estadounidenses, incluso infringirlos: China, potencia nuclear ya reconocida y con derecho al veto en el Consejo de Seguridad, lleva adelante su “reunificación” con Taiwan contra la voluntad de EEUU y no sólo aspira con ella a un aumento considerable de fortuna nacional, de fuentes de crecimiento económico y influencia en el comercio exterior, sino que niega las fronteras instaladas en su alrededor que garantiza EEUU, y por lo tanto niega la posición de este país como la potencia garantizadora de un orden en el Pacífico occidental; el armamento chino va dirigido al destino de poder recuperar la “provincia disidente”, si hace falta por la fuerza, es decir que quiere conseguir la capacidad de librar guerras a discreción, contraviniendo así de nuevo a las condiciones de la paz que EEUU prescribe para esta región. La India está en conflicto con Pakistán, a pesar de que América necesita y se aprovecha de este país en su guerra contra los escondrijos centro-asiáticos del terrorismo, incluso haciendo referencia a esta guerra, porque según su autointerpretación la India combate en su frontera noroeste a los mismos terroristas como la potencia mundial; además el país está desarrollando su propia bomba atómica sin permiso estadounidense y resiste a las sanciones estadounidenses. Las dos grandes naciones divorcian lo que América quiere definir de idéntico con su ‘Nuevo Orden Mundial’: la exitosa participación en el negocio capitalista del mundo y el reconocimiento del control estadounidense sobre sus miembros soberanos y su uso de la fuerza. Y no sólo esto: usan los dólares que van acumulando para establecer sus propias posiciones de poder contra el régimen de supervisión y el papel dirigente de EEUU. Esto se tiene que cambiar. Y EEUU se esfuerza por cambiarlo.
Con la India, EEUU acuerda un negocio interesante a nivel de la política mundial. Levanta sus sanciones por el armamento nuclear no permitido, absuelve el país de las condiciones restrictivas del Tradado de “No Proliferación”; lo reconoce y define su nuevo estatus en la política mundial como potencia nuclear. Esto implica una decisión de gran alcance tanto sobre este estatus como sobre sí mismo como la potencia que concede este estatus –y que lo niega al caso paralelo de Pakistán–. Pues obviamente hay una diferencia importantísima (no tanto en el terreno militar, más bien en el de la técnica de armamentos, pero sobre todo) en el campo de la política mundial entre un país que “sólo” posee bombas atómicas y uno de los ahora seis potencias nucleares oficialmente reconocidas. La diferencia está en el peso que tienen las ambiciones políticas de una nación así, sus intereses contra otros, y sus programas en cuanto a la política de ordenamiento: merece respeto; por supuesto mucho más que si no dispusiera de una extravagante capacidad a la destrucción masiva, pero también mucho más que si las potencias nucleares establecidas –y siguiendo sus instrucciones, todo el resto de los Estados– declararan ilegales y con ello políticamente irrelevantes las capacidades a la destrucción nuclear pasándoles por alto. Tal respeto ante la potencia estatal hindú lo decreta pues EEUU. Lo hace sin necesidad, como anticipo en un trueque político. Y por lo tanto hay una cosa que está clara: no lo hace porque viera en peligro su seguridad o porque temiera un “empate nuclear” con la India. Decide que la India debiera ser tomada más en serio en la futura política mundial. Y esto es lo que constituye el nuevo estatus de la India: el derecho al respeto que la superpotencia mundial concede al país. Con ello –la otra cara de la misma moneda– EEUU se coloca encima del estatus que concede a la India; actúa como una potencia fuera de competencia. Enfatiza esto con el hecho de que no consulta a ninguna de las demás potencias nucleares oficiales, ni mucho menos les deja formar parte en la decisión. A sus cuatro rivales –y además al grupo de Estados que disponen de avanzadas técnicas nucleares y las exportan, que están obligados a contrarrestar la proliferación de capacidades a desarrollar armas nucleares: el grupo de abastecedores nucleares o Nuclear Suppliers Group– los confronta con hechos más o menos consumados y reclama, para colmo, que esperen las decisiones definitivas del Congreso estadounidense, para luego aceptarlas como pauta vigente. Frente a las demás potencias nucleares oficiales, EEUU se coloca en posición dirigente, como si el estatus de ellas ya tampoco fuera más que una concesión estadounidense, por lo menos subordinado a las disposiciones que EEUU toma libremente – y de hecho ningún miembro del club exclusivo de los cinco formula oposición efectiva. América actúa con éxito y confirma su posición en la cima de aquella jerarquía imperialista en la que la reconocida capacidad de un Estado a la destrucción masiva decide sobre el derecho a respeto que merecen.
Para este acto de reconocimiento, EEUU le cobra un precio a su socio hindú. Reclama cierto grado –su medida está en debate entre las dos partes– de control sobre la tecnología nuclear de la India y sobre la cantidad de material apropiado para su aplicación en armas que se produce en el sector declarado como civil. Al parecer, lo que le importa no es tanto que el régimen de control sea completo –se excluyen plantas nucleares decididamente declaradas como militares– sino más bien el principio: se reconocen las armas para hacerse una visión y conquistarse por lo menos algo de control sobre las potencias del país en materias del armamento nuclear; una concesión a la arbitrariedad de la India que en principio infringió los reglamentos, para no dejarla desatendida, sino reintegrarla en la política de ordenamiento y funcionalizarla para los intereses estadounidenses. Pues para las ambiciones geopolíticas que la India quiere corroborar militarmente con su propio armamento nuclear, EEUU tiene un empleo constructivo en su sentido: ofrecen al país el papel de una potencia regional sobre el Océano Indio, lo que por supuesto no sólo incluye el control de las rutas marítimas, sino un poder de control, acreditado por reconocidas capacidades de intimidación, sobre los países vecinos de este océano. América aprueba las correspondientes ambiciones de la nación, incluso le ofrece apoyo militar. A cambio, no exige más –pero tampoco menos– que que la India actúe en la política mundial con el respeto que le concede la potencia mundial, en su sentido, y que desempeñe y ejecute el papel de una potencia regional en el sentido que fijen los intereses geopolíticos de EEUU; o sea sobre todo en continuo acuerdo con América. La India merece su reconocimiento por parte de la potencia mundial –este es el contenido geopolítico del negocio diplomático que Washington ofrece al país hindú– por el hecho de que a su vez reconozca EEUU como su decisivo vecino y como la potencia dirigente indo-pacífica.
La limitación de China –de su poder y su influencia– forma parte y un objetivo de este desigual negocio de mutuo reconocimiento; y ésta a su vez forma parte de la política que América considera necesaria para integrar la República Popular, enriquecida y fortalecida demasiado rápido según la perspectiva estadounidense. El asunto es que EEUU obliga China que se arregle con EEUU como la potencia que también en la Asia Oriental decide sobre las fronteras y las condiciones de paz, y que se conforme con este rango secundario en materias estratégicas. Para ello no basta, según la autointerpretación estadounidense, con proclamar una nueva ‘guerra mundial contra el terrorismo’ que reestructure estratégicamente el mundo. Pero América tampoco tiene nada que ofertar a los chinos: para este objetivo, se tienen que imponer límites al poder chino. Entonces Washington incentiva las nuevas ambiciones geopolíticas y militares de su aliado japonés y ahora también las de la “democracia más grande del mundo”; refuerza su garantía monitoria para Taiwán. Y con la lucha con y por la Corea del Norte, para cuya liquidación la diplomacia estadounidense quiere recordarle sus obligaciones a China, sigue en juego una “zona conflictiva” en la cual la superpotencia mundial trae al recuerdo sus capacidades para desenvolver el terror militar, intimidatorias hasta para la gran República Popular.
e)
En gran parte del mundo, EEUU se ve confrontado con un antiamericanismo bastante virulento: siguen en el poder algunos veteranos de la era soviética o incluso sucesores que piensan de manera similar, que siguen distanciándose o volvieron a distanciarse de Washington e intentan –ni siquiera sin éxito– sobrevivir económica y políticamente apoyándose en Rusia o China. Hay nacionalistas decepcionados a quienes les molesta la pauperización de su pueblo y que descubren la razón para ello en los imperativos político-económicos y las directivas hegemónicas de Washington; en América Latina tales figuras hasta logran asumir el poder en algunos casos y se esfuerzan por establecer un mercado común sin la potencia dirigente y contra sus intereses declarados. En otros casos, sobre todo en el mundo musulmán, devotos educadores populares diagnostican una decadencia moral de su sociedad como el básico mal social y razón para la impotencia nacional y atribuyen la depravación moral a la funesta influencia de Occidente; las desastrosas consecuencias que puede tener una mentalidad así las demuestran de forma muy clara aquellos grandes ataques que no sólo vulneraron EEUU, sino que revelaron su vulnerabilidad, desenmascarando la potencia mundial como una potencia meramente relativa. Por fin, hay cada vez más países cuyos soberanos ya no consiguen una administración debida de su miseria local, o sea que fallan con su servicio como agentes locales y gobernadores del orden económico global; y aunque esto en sí no es una señal de antiamericanismo, sí que forma un vacío en el sistema de la fuerza garantizadora del orden; como refugio para el terrorismo organizado y una oportunidad para sobrevivir llamaron la atención de los responsables con los atentados del 11-S. En todos estos casos hace falta mejorar el mundo por completo.
El fundamento para ello lo crea EEUU con sus guerras; el régimen de intimidación establecido por EEUU va dirigido sobre todo contra todo tipo de actividades antiamericanas. Para la (re)integración funcional de todos estos Estados problemáticos hace falta hacer más; a saber, algo constructivo. Para ello, América desarrolló una receta general: regime change á la democracia: la variante civil del derrocamiento bélico de gobiernos no deseados. Se aplica en todo tipo de variaciones; como “revolución de tulipanes”, “naranja” o “de cedro” por ejemplo (en Kirgistán, Ucrania y el Líbano respectivamente) para corregir resultados incorrectos de elecciones en países cuyos gobernadores de veras ponen en juego su poder y cuya razón estatal depende del resultado de las elecciones. El escenario más importante de esta intervención en la constitución interna de Estados problemáticos lo forma el ‘Oriente Medio’, el “arco de crisis islámico”, donde EEUU ya en dos casos derrocó a gobernadores hostiles mediante el uso demostrativo de la fuerza. Allí fondearon el asunto del extendido antiamericanismo para curar profundamente a los pueblos de este mal; y encontraron lo que buscaban. Obviamente la gente allí es gobernada malamente, a saber, sin éxito, debido a que no se les obliga suficientemente a valorar el único way of life políticamente correcto del tipo democrático-capitalista-proamericano, que al resto del mundo obviamente tanto le convence. En muchos casos, las intenciones de los gobernados ya van en dirección correcta. La mayoría de los potentados, presidentes y reyes de la región atan el destino de sus países y el de su propia soberanía a los intereses comerciales y las necesidades de seguridad estadounidenses y se esfuerzan por mantener a sus pueblos bajo control en este sentido. Si lo último se consigue difícilmente o no se consigue para nada, entonces es obvio para los democratizadores del mundo que esto se debe a que allí fallan los métodos de la formación política de la voluntad, o sea la formación de la voluntad política del pueblo por los gobernadores; lo que no es un milagro tampoco, porque son los métodos falsos en vez de los democráticos – prueba: en una democracia establecida nunca hubiera sucedido que de la ciénaga de mentalidades y costumbres antioccidentales nacieran terroristas. Para establecer el consentimiento entre gobernadores y pueblo sobre la línea correcta, es decir, el consentimiento unánime con el posicionamiento de la nación dentro del orden ameriano de la paz mundial, se necesita entonces la democratización –el hecho de que así recomiendan su sistema de la libertad política como el supremo medio de dominación, por ser más eficaz que cualquier otro, no desconcierta para nada a sus propagandistas–. No sólo las naciones con soberanía incorrecta, sino también aquellas con un gobierno que cumple con sus deberes geopolíticos, pero que no logra controlar la opinión antiamericana de su pueblo, necesita de la libertad de expresión –excluida la propaganda antioccidental, siendo la piedra del toque el posicionamiento frente al puesto militante de EEUU en la región, Israel–, del pluralismo de partidos –fundaciones de partidos occidentales, expertos independientes y mecenas ayudarán en el esfuerzo– y elecciones justas –sin garantizar que se reconozcan resultados incorrectos–. Se trata de regime change en un sentido cualitativo radical: los países tienen que cambiar las técnicas de la dominación para que los dominados funcionen de la manera deseada.
Este cambio, encargado ni por los gobiernos ni por el pueblo en los países destinatarios de la iniciativa estadounidense para mejorar el mundo, necesita por supuesto, para comenzar, de un empuje masivo desde fuera, de una sacudida fundamental de la sociedad y de un desconcierto del poder estatal. Las dos cosas las pretende EEUU con sus guerras y continuas amenazas de guerra: shock and awe à la Rumsfeld como el preludio para la labor democratizadora. Se añaden las campañas militares de Israel como lección de que practicar el proamericanismo es a largo plazo la única posibilidad de los pueblos locales para escaparse de una corrección forzosa de sus malas costumbres. Así van juntas las dos cosas: la guerra para más democracia, y la democratización como continuación de la ‘guerra mundial contra el terrorismo’ con medios civiles.
f)
Lo más duro para el ‘Nuevo Orden Mundial’ estadounidense son los aliados. La victoria sobre la Unión Soviética aún la organiza Occidente en común: en el consenso de los aliados se les dota a los miembros del Pacto de Varsovia de gobiernos proocidentales, con cuidadoso apoyo en el cambio violento de régimen caso que haga falta. Hasta el reajuste más grande de las relaciones de poder entre los aliados, la ampliación de la República Federal de Alemania por el territorio de la RDA, se consigue en consenso. De manera unánime se reconocen también en seguida las antiguas repúblicas soviéticas como Estados-naciones independientes y se rechazan las exigencias rusas de cierta hegemonía sobre los fragmentos de la hundida Unión, convertidos ahora en “extranjero próximo”. Pero las posiciones de la potencia dirigente y sus aliados ya difieren en cuanto a la “reunificación” de Europa. La necesidad de un nuevo régimen de intimidación sobre los Estados del mundo también la comparten –en principio–; pero sus respectivos intereses en un orden mundial renovado no son completamente congruentes. Y con cada guerra que consideran necesaria los estadounidenses obligan a sus socios, y éstos obligan por su parte con sus actividades y sus reacciones a la hegemonía transatlántica, a reajustar el equilibrio entre la “discrepancia de pareceres” y el compadreo.
En detalle:
Con sus esfuerzos comunes por insertar los ‘Estados reformados’ del este de Europa en Occidente, EEUU y las potencias líderes de la Europa occidental empiezan a discutir sobre las prioridades, o sea, por si la OTAN o la UE tiene la primacía en acaparar los antiguos “satélites” soviéticos. En esta contienda ya no se trata de la antigua relación, el conflictivo reparto de trabajo entre la unión económica europea y la “arquitectura” de seguridad transatlántica, o de una nueva oposición entre capitalismo paneuropeo y fuerza militar panoccidental. En la disputa sobre la competencia en cuanto a la ‘integración’ de la Europa central y oriental, o sea, sobre la tutela política sobre los candidatos a la adhesión, las potencias de la UE actúan como potencia regional autónoma, como un factor estratégico en competencia con la alianza bélica en la que EEUU lleva la voz cantante. Ni se les ocurre abandonar la OTAN; como reaseguro contra las armas nucleares rusas les sigue importando mucho la presencia estadounidense en su calidad de fuerza militar superior en su continente. Pero ya no juegan el papel doble de ayudantes militares y asegurados de EEUU por un lado y mutuamente emparejados competidores de EEUU por otro, sino que se permiten un absurdo de otro calibre: a la alianza militar que siguen manteniendo con EEUU y según las condiciones de éste agregan una política autónoma de ordenamiento y seguridad hacia el este europeo y reclaman para sí la primacía como potencia unida autónoma frente a EEUU y frente a sí mismos en su calidad de parte de la potencia mundial del Atlántico Norte.
Esta contienda se agudiza y se lleva adelante a grandes pasos en la práctica cuando Occidente se entromete en las guerras de independencia de las nacionalidades incitadas unas contra otras y contra el Estado central ex-comunista en la antigua Yugoslavia. Bajo el lema de “¡Europa para los europeos!” y con una política de reconocimiento bajo condiciones, las potencias líderes de la UE, competidores entre sí, se atribuyen la calidad de la instancia autorizadora de la guerra y los resultados de guerra, nuevas fronteras y nuevas soberanías en su continente. Sin embargo, hacen la experiencia que, para establecerse como la potencia suprema, no basta con hacer que luchen los partidos de guerra –que ellos animen y apoyen o paren los pies respectivamente–. La carnicería no seguía sus instrucciones y prohibiciones. Para no quedar en ridículo como impotente, la posición de un poder decisivo de árbitro necesita de una intervención violenta. Para ésta, los grandes europeos se sienten remitidos a la tradicional alianza bélica con América; y empieza una lucha por su sentido, su objetivo, su utilidad, y sobre todo por el comando. Alemania, Francia y Gran Bretaña, luchando entre sí por la competencia en materias de desarrollo de una política de ordenamiento común para los Balcanes, intentan cada una a su manera aprovecharse mediante la OTAN de la fuerza militar superior de EEUU para sí misma, o sea, para una potencia europea de ordenamiento definida por ella. EEUU no se hace de rogar mucho. Toman la iniciativa a fin de ampliar mediante un reajuste bélico de las relaciones de poder en esta región la propia supremacía sobre guerra y paz, estableciéndose nuevamente como la potencia dirigente de Europa, con competencia incuestionable también para los nuevos y todos los futuros asuntos de fuerza dentro de Europa. En este sentido dirigen su alianza a la guerra contra la Yugoslavia restante del presidente Milósevic. Los europeos administran las consecuencias y registran un éxito muy cuestionable de su empresa contradictoria de emanciparse de la potencia americana sin renunciar al beneficio de la alianza bajo su mando.
Esto conduce a un resultado provisional: la OTAN obtiene una nueva definición. Oficialmente se declara responsable de campañas militares en el mundo entero, también fuera del area cuya “defensa” fue hasta entonces su misión militar; declarando el casus foederis a consecuencia del 11-S reafirma no sólo la decisión del gobierno estadounidense de definir esta fechoría como motivo para una declaración de guerra mundial, sino también su propia razón de ser como órgano del ‘Nuevo Orden Mundial’ estadounidense. La antigua riña dentro de la alianza por la competencia en cuestiones de liderazgo y los derechos de participación se centra ahora en la cuestión de cómo ejercer esta nueva competencia, y sobre todo: de quién tiene la última palabra en la definición de las circunstancias de una intervención, de la planificación de la campaña militar y de la táctica de guerra. EEUU defiende con el derecho del más poderoso su exigencia de ejercer la competencia exclusiva y su facultad de mandar sobre las fuerzas militares de sus socios menores. Los europeos no tienen mucho que contraponer a esta exigencia con lo cual pudiesen justificar su competencia para el mando supremo. Tanto más urgente les parece su programa de aliarse más estrechamente y elevar su riqueza capitalista al nivel de la potencia líder, y sus capacidades bélicas al nivel de sus potencias capitalistas – con lo cual la posición sobresaliente de América como potencia de paz mundial de hecho estaría relativizada, o sea, destruida.
Un éxito de esta dimensión está por ahora fuera del horizonte. No obstante, los políticos mundiales de la Europa occidental tienen cierta experiencia en manejar políticamente con su relativa debilidad; y se fundan en esta antigua tradición de la OTAN: a base de la política estadounidense de intimidación hacen a los Estados del mundo sus propias ofertas de provecho y tutela divergentes, expresamente civiles, por lo menos en la apariencia oficial complacientes. Aprovechándose del terror que desenvuelve la potencia líder –es decir, fiándose por un lado de su efecto intimidador y distanciándose por otro lado de la intransigencia y brutalidad estadounidenses– ofertan a los Estados del mundo, desde Rusia y China hasta los regímenes que Washington tiene previsto “cambiar”, posibilidades para ganar un buen dinero, y ni siquiera dólares, y la oportunidad de seguir reconocidos en la política mundial aunque no obedezcan necesariamente todas las directivas de Washington. En términos generales esta política (parasitaria frente a EEUU y falsa frente a sus destinatarios) se acreditó perfectamente en la época de la Guerra Fría, pues surtía buen efecto en la división del trabajo de Occidente en sus esfuerzos por descomponer al enemigo. Sin este supremo objetivo común, la misma política tiene otro efecto: con sus ofertas también a Estados que Washinton cuenta entre los casos problemáticos antiamericanos, o que incluso aísla como enemigos, los europeos alteran el efecto intimidador de la ‘guerra mundial contra el terrorismo’ que tanto importa a EEUU. En vez de colaborar en la intimidación, también aislando o arruinando ciertos países, los europeos separan y posibilitan a otros la separación entre la participación en la economía mundial y política mundial y la subordinación a la superpotencia mundial – precisamente cuando ésta se esfuerza por imponer la identidad entre participación y obediencia.
Para EEUU esta política europea supone un reto; un reto mayor, puesto que su medio para imponer la disciplina de la época de la Guerra Fría ya no sirve: hacer hincapié a la vital “protección” nuclear de la “superpotencia” del que sólo pueden fiarse los colaboradores fiables. Por otro lado está segura de que por lo menos gran parte de sus aliados, especialmente los nuevos socios de la OTAN de la Europa oriental, prefieren ver su garantía de seguridad en manos de EEUU que en la alianza con la UE aún no emancipada en asuntos militares. Está también segura de su special relationship con Gran Bretaña. Además también tiene experiencia en vincular socios individuales con América mediante relaciones extraordinariamente buenas, otras con relaciones expresamente malas. EEUU aprovecha todos estos medios para escindir la UE precisamente en el momento que ésta quiere hacerse competidor en materias de política de seguridad, y para asegurar que no logre organizar su contradicción fundamental de conseguir avances en el poder colectivo mediante renuncias en la soberanía nacional. Y mientras que esto sea así, el imperialismo alternativo de los europeos llega pronto a sus límites: si Washington hace sus amenazas de guerra realidad –y el hecho de que no tiemble ante la guerra lo demuestra en varias ocasiones– el intento de hacer política mundial sin considerar América o incluso contra las directrices americanas fracasa.
En este sentido las guerras que la potencia mundial hace ‘contra el terrorismo’ desenvuelven sus efectos entre las potencias occidentales. EEUU no deja opciones tampoco a los aliados, sobre todo a éstos, de interponer recursos eficaces contra una declaración de guerra, ni siquiera de cogestionar los objetivos de la guerra o la manera de conseguirlos. Donde importantes socios europeos rehuyen la disciplina de la alianza –como Alemania y Francia en el caso de la guerra para el derrocamiento definitivo del régimen de Sadám Huséin en Iraq– EEUU no vacila en formar preferiblemente del resto de los miembros de la UE una ‘coalición de los dispuestos’; y se vuelven fundamentales: declaran este procedimiento como un precedente y un nuevo paradigma. Alianzas fijas para cualquier caso posible que den a los socios la posibilidad de meterse en los asuntos de la potencia líder y sus disposiciones bélicas son cosas de ayer. La OTAN aún dista mucho de estar disuelta, pero su importancia para el ‘Nuevo Orden Mundial’ estadounidense de la intimidación monopolizada queda decisivamente revisada. También para la gran alianza bélica de los imperialistas queda la alternativa: o dispuesta, o superflua. La potencia mundial buscará vasallos siguiendo expresamente la directiva de que el caso crea su alianza; con lo cual ya está claro que aliados así no tendrán competencia alguna en las decisiones sobre cómo tratar el caso dado: quien forma parte, participa en lo que “el caso” requiere. Si se gratifica esta colaboración o no, y cómo, ya se verá; de todas maneras quedará al libre albedrío de la potencia líder. A cambio, quien se niega tendrá que contar en todo caso con que la potencia mundial le trate mal, con que se pasen por alto sus intereses en aquella región que está siendo transformada en un “better place”, y con una marginación en cuanto al futuro uso de ésta.
Con mucho compromiso constructivo en los esfuerzos para superar el caos y la discordia que resultan de las campañas antiterroristas de EEUU, también un aliado reacio puede rehabilitarse y defender o recuperar posiciones propias en el margen del impulsado régimen de intimidación. Pues no es que en su ‘Guerra contra el Terrorismo’ EEUU quiera o pueda prescindir de la ayuda de sus rivales. No es que por eso renuncien a su política; no conceden ninguna competencia verdadera en las decisiones ni a sus más valiosos aliados y más importantes competidores. Aceptan plenamente y apoyan que Israel degrade con su despiadada campaña bélica todas las demás potencias interesadas y sobre todo la UE con su empeño de intervenir de manera decisiva en el establecimiento y el control de las relaciones de poder en Oriente Próximo, y que demuestre de forma práctica que toda esta voluntad intervencionista no tiene más vigencia que la que permite Israel y su potencia protectora, o sea lo que permite EEUU. Y con su proyecto de democratizar la región entera América pone bien claro que no tiene consideración con aliados y otras potencias ‘terceras’ que por su parte tienen un interés imperialista en aquellos mismos Estados, viéndose quizá bien satisfechas o quizá molestas o limitadas de una manera muy diferente que EEUU o hasta realmente perjudicadas sólo por las ‘revoluciones democráticas’ que EEUU se esfuerza por impulsar en estas regiones. Pero precisamente porque pone tantas cosas en desorden y porque destruye tanto con intención productiva, EEUU necesita y reclama el apoyo de las demás naciones, y no de las más dispuestas sino de las económica y militarmente más potentes, como muy tarde cuando se trate de superar los daños; y también le hace falta y exige que restrinjan los daños de forma preventiva cuando empiece la próxima ofensiva contra el próximo candidato a un regime change involuntario. Pues la potencia mundial no permite que las desastrosas consecuencias ya sucedidas ni las previsibles la desvíen de su inexorable línea general de poner el mundo en orden: estas consecuencias las quiere convertir en la vigente tarea común.
Así luchan EEUU y sus rivales aliados: América lucha por la inserción funcional de sus competidores imperialistas en su ‘Nuevo Orden Mundial’; éstos luchan por más autonomía dentro y un poco también fuera del revisado sistema de guerra y paz mundial, con el objetivo a largo plazo de conseguir la equivalencia con el socio superior y de quitarle su liderazgo. La potencia mundial reta con su reclamación de su antigua ‘comunidad de valores’ la voluntad emancipatora de sus aliados; éstos aprovechan las exigencias de su rival predominante para entremeterse autónomamente en sus proyectos, y le provocan con sus pertinaces afanes de más imperialismo por cuenta propia. Con esta contienda, los dos bandos destruyen su alianza tradicional que lleva ya tiempo habiendo perdido su fundamento –la voluntaria subordinación por necesidad de los vasallos de la OTAN bajo la “superpotencia” transatlántica a fin de una guerra mundial que sólo se podía ganar en común–. Por esta misma razón, las manifestaciones de una todavía existente unanimidad irrompible en las cuestiones fundamentales de la política mundial son cada vez más necesarias, las celebraciones de los grandes protagonistas del orden mundial para demostrar su inalterado objetivo de obrar el común como los G-7, tienen formas cada vez más demostrativas. El compadreo interesado y el mutuo acechar con graves desavenencias son proporcionales. Así funciona la solidaridad entre imperialistas.
g)
Los políticos estadounidenses saben muy bien en qué se basa realmente su hegemonía como la potencia protagonista del orden mundial que impone los hechos. No les perturban por lo tanto los reproches y las advertencias de que “sólo usando la fuerza” no se pueden “solucionar” los grandes problemas y conflictos de la actualidad: desde el final de la Unión Soviética se dedican a abrir los verdaderos problemas y conflictos mundiales del futuro y a imponer la intimidación mediante y a través de la fuerza como condición universal para la paz. Además sufrieron en 11-S y sacaron de él la conclusión enorme de que en medio de la paz de hecho se encuentran en la guerra, hasta en una guerra mundial; y si esta declaración de guerra ya la ponen en práctica vigente dentro de su territorio patrio convirtiendo la vida cotidiana civil en un frente de seguridad interna, ¡cuánto más tienen que hacerle sentir esta situación al resto del mundo! ¡Y cómo se puede poner al mundo en estado de guerra si no mediante la fuerza!
Para manifestarse nuevamente como potencia mundial, correspondiendo a la propia definición de la “situación”, EEUU necesita ante todo una cosa: medios de fuerza. En materias de la cantidad y sobre todo el nivel de desarrollo de sus arsenales armamentísticos necesitan de una ventaja inigualable ante todos los competidores y posibles víctimas. De acuerdo con las posibilidades que ofrece el avance de la técnica armamentística, se idean cada vez nuevos escenarios y niveles de escalación para campañas militares y se encarga el equipo adecuado para las más ambiciosas tareas estratégicas y tácticas. Para ello, los gobiernos estadounidenses aprovechan la gigantesca riqueza capitalista de su nación, de forma excesiva y sin miramientos a sus fuentes internas y sobre todo externas: financian su armamento con deudas, que el resto del mundo –no por último precisamente los grandes rivales en la Asia Oriental– reconoce y usa como la materia sólida de su riqueza abstracta. A la inversa, con la certeza patriótica de que con suficiente dinero todo es posible, EEUU se proyecta grandes hazañas. Un sistema anti-misiles por ejemplo, que convierte los sueños del inolvidable derrotador de la Unión Soviética Ronald Reagan en realidad; y que acapara un considerable número de países lejanos alrededor del mundo para estacionar componentes del sistema. Para ampliar el uso de la propia arma ofensiva se encarga asegurar que absolutamente cualquier lugar de la superficie global inclusive posibles búnkers debajo con todos los terroristas supuestamente escondidos allí puedan ser destruidos dentro de una hora a partir de la detección del objetivo pulsando un botón; si es posible, también sin explosivos nucleares. Y aparte de eso tiene que ser posible vencer en varias guerras a la vez, con la OTAN o también sin ella; por esto está laborando la potencia mundial.
Sus jefes sabrán por qué.
1 Sobre la relación capitalista entre trabajo y riqueza se ha publicado otro artículo. Véase gegenstandpunkt.com
2 Está claro que cualquiera que sea la cualidad de dinero que tiene tal materia, por muy noble que sea, tampoco es más que una convención social puesta en vigor por la fuerza estatal; su diferencia al papel-dinero moderno sólo consiste en que el uso convencional de oro y plata como equivalente general aún revela más nexo a su origen, el intercambio de bienes; o sea que caracteriza una época en la que la soberanía del Estado sobre el dinero y el crédito aún no fue completa.
3 No se trata aquí del caso excepcional en tiempos de crisis cuando los capitalistas dejan de encontrar oportunidades lucrativas de inversión para su riqueza en el propio país y más bien calculan con la desvalorización de la forma de su fortuna en dinero nacional, por lo cual trasfieren la mayor cantidad de ella que puedan al extranjero para invertirlo en moneda extranjera. Aunque técnicamente tal fenómeno también se registre como “exportación de capital”, no es por casualidad que se llame “evasión de capitales” y ya supone un juicio negativo sobre la divisa, cuya necesidad es el tema de los siguientes párrafos.
4 La ciencia de la política internacional se le cree a pie juntillas a su comitente estatal la interpretación justificadora de la política de seguridad y defensa como mera reacción y respuesta a amenazas exteriores, y saca de ello dos conclusiones: algunos representantes de la disciplina legitiman la imagen del enemigo que propaga el gobierno, le declaran perturbador y agresor y redescubren una vez más la teoría de la guerra justa. Otros eruditos se basan en la misma idea, la generalizan considerándola válida para todos los Estados, para explicar la política exterior; y con esta idea su explicación entra en un círculo sin salida: si cada Estado con su armamento solamente reacciona y no actúa, entonces la agresión de otros Estados a la que reacciona es mera sospecha suya, no una agresión real, y luego las amenazas supuestas por equivocación se convierten en amenazas reales. Al final se destruyen mutuamente en la guerra porque nunca pueden estar completamente seguros de las buenas intenciones del otro. “States can never be certain about the intentions of other states” – así explica John Mearsheimer, uno de los corifeos de la disciplina, por qué los Estados se enfrentan de forma bélica. (The False Promise of International Institutions, en: International Security, Winter 1994/95, Vol.19, No. 3,10) Por desgracia, se tiene que decir, el despliegue del poder en la política exterior de los Estados modernos tiene razones más fundamentales que un descuidado malentendido.
5 Es una de las bromas pesadas de la nomenclatura moralizante de las Ciencias Políticas que precisamente a la relación antagónica de los Estados modernos se niega a aplicarse la conocida categoría de “imperialismo”. Reservan este nombre a las formas de dominación de antaño: un Imperio Romano, un British Empire sí se conoce. Y aquella era de transición a la época moderna en la que los poderes europeos emprendieron una carrera por la división del mundo en imperios coloniales, también en esta ciencia la llaman “la época del Imperialismo”. Sin embargo, mientras que un poder soberano no elimine la soberanía opuesta y se incorpore su conquista, sino que de hecho domina Estados soberanos, la Teoría Política no quiere ni registrar siquiera un acto de dominación. Por lo menos no en aquellos casos con los que simpatiza; la palabra fea de “Imperialismo” sirve de injuria para injusticias de un enemigo: se decía que la anticapitalista Unión Soviética tenía una política exterior imperialista; que su sistema de alianzas era un “Imperio Rojo”; las pruebas de fuerza en la política interior y exterior de Putin y Medvedev, con las que aspiran a que no se desintegre la Federación Rusa y a mantener influencia sobre el “extranjero cercano”, o sea sobre las antiguas repúblicas soviéticas que rodean Rusia, se denuncian como una “reincidencia de una política imperialista”. Hoy en día EEUU tampoco están a salvo de la sospecha de que practiquen una política imperialista. El antiamericanismo intelectual se plantea la pregunta si acaso no “vuelve el imperialismo” y si la potencia estadounidense acaso no forma un Empire, desde que bajo el presidente Bush declaran al mundo entero un posible campo de batalla, y asaltan y ocupan países cuyos gobiernos no les caen bien. Por envidia a que los Estados Unidos sean el poder que domina el globo, los imperialistas de segunda fila acusan los métodos de cómo imponen su dominación – seguros y en plena consciencia de que no se denuncia otra cosa que una infracción contra las reglas acordadas de cómo se comportan entre sí los poderes soberanos.
6 El gran filósofo acaba con cualquier opinión apaciguadora sobre la utilidad del ejército y la guerra y explica la barbarie en la que se basa la civilización moderna con palabras claras, pero sin la más mínima crítica. Precisamente ésta es la relación de subordinación moral que él alaba como la suprema forma de existencia de la humanidad: es el “deber sustancial” de los ciudadanos “mantener esta individualidad sustancial, la independencia y soberanía de su Estado, poniendo en peligro y sacrificando su propiedad y vida, de todas maneras su opinar y todo lo inherente en lo que constituye la vida. Es una ponderación muy equivocada, si al exigir tal sacrificio el Estado se considera meramente como sociedad burguesa, y su finalidad meramente como el asegurar la vida y la propiedad de los individuos; ya que asegurar esto no se logra mediante el sacrificio de todo lo que se pretende asegurar, al contrario.” (Hegel, Filosofía del derecho §324)
7 En el contexto de la explicación circular de los antagonismos violentos entre los Estados modernos, la carrera armamentista logró cierta fama: en vez de sacar de ella la conclusión de que por lo menos una parte del conflicto quiere superar a la otra en fuerzas y chantaje militar, la carrera armamentista se tomó por un sujeto autónomo, un automatismo llamado “espiral armamentista” que impulsa los Estados a la catástrofe. Así van por mal camino y se ven implicados en una guerra que al final no fue intención de nadie.
8 Es totalmente inadecuado el reproche de que para asuntos de armamento se despilfarre dinero que mejor se gaste en otras tareas del bien común. Aparte de que este dinero no existiría si no fuera “creado” por un soberano interesado en garantizar su propia supervivencia como poder, no se trata tampoco de un “derroche absurdo” del noble PIB. Un esfuerzo así demuestra más bien cuál es la base de la producción exitosa de este PIB y cuál es su definitiva finalidad: fortalecer el poder político. A la inversa, en una sociedad capitalista un competitivo poder nacional es el fundamento y la permanente necesidad del orden interior; en las relaciones exteriores, para la explotación capitalista de otros Estados, es imprescindible y hasta constituye una fuerza productiva. De esta manera incluso el esfuerzo para la devastación es un caso de la categoría de los necesarios faux frais (gastos ‘falsos’, ‘no productivos’ pero necesarios para proporcionar las condiciones de la economía capitalista).
9 De ese modo, hasta la cínica sabiduría romana citada al principio, o por lo menos su interpretación moderna, contiene una idealización: los políticos de Defensa les cuentan a ciudadanos y pacifistas que quien ame la paz tiene que preparar la guerra, y lo dicen pretendiendo que la guerra por consiguiente se prepara para evitarla; que sólo se arman para amenazar con las armas y no para también usarlas. Algunos hasta afirman que la política ha fracasado si de hecho hay guerra. Por un lado, es una contradicción en sí: si las capacidades a la guerra capacitan al Estado para hacer su política sin que haga falta disparar, entonces sólo porque no cabe duda sobre su voluntad a la guerra, o sea que los demás no calculan con que sólo quiere amenazar y no disparar. Por el otro lado, este apaciguamiento contiene una revelación desenmascarante sobre la noble paz. Si sólo florece bajo la amenaza de la guerra, no es la linda oposición al terrible matar y morir, sino nada menos que la guerra virtual.
10 Lo que en los 40 años de Guerra Fría figuraba bajo el título de „ayuda al desarrollo“ para Estados africanos, asiáticos y latinoamericanos es un caso de tal política. La ayuda consistía en créditos con los cuales se intentaba desarrollar las naciones necesitadas de capital y las colonias licenciadas a la independencia, a que sirvieran como áreas de inversión y suministradores de materias primas. Por supuesto, los créditos tenían que ser reembolsados con interés; pero sólo eran concedidos a condición de que estos Estados pudieran ser incluidos en el frente de la guerra mundial entre los países occidentales y los países socialistas, que renunciaran a negocios y en todo caso a colaboraciones militares con la Unión Soviética y que participaran en la lucha contra Estados vecinos que simpatizaban con el bloque socialista.