Teoría marxista. Crítica al capitalismo. |
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Por todos lados hay problemas con los extranjeros – ahora incluso más de lo normal. En Alemania, Austria, EEUU, en Francia donde deportan a los gitanos rumanos, en Gran Bretaña donde el British National Party organiza huelgas contra la contratación de ciudadanos de países del este de la UE; , en multitud de otros estados de la UE donde los partidos xenófobos ganan las elecciones. Cada vez más, y cada vez con más intensidad, los partidos políticos y los gobiernos se sienten molestos por la presencia, el número o la constitución de partes de la población que son identificadas como no-nativas y son separadas del pueblo verdadero. Esta diferenciación y exclusión se basa en la distinción entre dos grupos de personas, establecida por nadie más que el poder estatal: entre aquellos que le pertenecen a él, estando completamente sometidos a su soberanía exclusiva, y por lo tanto obligados a cumplir sus exigencias –en su calidad de naturales del país gozan del interesante derecho de tener permiso de vivir en el territorio de esta soberanía–. Y todos aquellos que pertenecen a otros estados y que no pintan nada en el país, a no ser que el estado tenga razones especiales para permitirles su presencia a pesar de ello –porque los foráneos le son y mientras que le sean de provecho–. El hecho de que molesten, y cuándo, tampoco depende por lo tanto de ellos.
Los estados que mundializaron su economía capitalista tratan las fuentes de riqueza del mundo entero, que se encuentran bajo el mando de sus competidores extranjeros, como medios de enriquecimiento nacional. No solo los mercados de mercancías y capitales, sino también el material humano extranjero que despierte su interés como reserva de mano de obra. Si lo requiere el crecimiento en la sede nacional de capital que la soberanía nacional gobierna; es decir, si el empresariado nacional anuncia su interés en determinadas clases de hábiles y baratos trabajadores o si incluso hay una escasez general de mano de obra que aumenta los salarios y limita el crecimiento, el gobierno abre las fronteras para ciudadanos de países ajenos, para ampliar con ellos la reserva de mano de obra disponible. Cuando tenga suficientes, dice ‘Basta ya’ y cierra las fronteras. En el caso de que haya demasiados –sea por despidos a causa de un exitoso progreso tecnológico para la producción de beneficios, sea como consecuencia de una crisis–, ya cumplieron su deber y son mandados de vuelta a sus países de origen. (Poner impedimentos y pagar incentivos para volver son métodos corrientes.) En el caso de que haya interés en que se queden, se les permite con generosidad que vengan también sus familias o determinadas partes de ellas, siempre que se atengan a las condiciones meticulosas, pero legalmente absolutamente correctas con las que son discriminados como extranjeros frente a (y por parte de) los nativos. Si dejan de ser útiles, son tratados como molestos costes y se les hace sentir que son una carga social. Cuanto más los inmigrantes se asientan, y cuanto menos el capital los necesita, más difícil de manejar se hacen como masa disponible, cualidad por la que fueron traídos.
Para la Europa occidental y América del Norte, los centros del capitalismo mundial , no hay razones para lamentar una falta de suministro de solicitantes pobres y empobrecidos, y por lo tanto baratos y dispuestos; ya no es necesario hacer ofertas para que vengan campesinos de países lejanos. El acceso comercial al mundo entero ha hecho imposible la vida de muchísima gente en sus países de origen. La ruina de las condiciones de vida tradicionales, causada por la prepotencia de las compañías occidentales en el mundo, ya garantiza de por sí que hasta los salarios más miserables sean y sigan siendo una oferta atractiva para africanos, latinos, europeos del este y del sur, etc. De todas maneras, estos refugiados de la miseria son demasiados, y no son más que una molestia. Por lo tanto se los les mantiene fuera del territorio nacional, hoy día con todos los instrumentos de una protección militar de la frontera. Que haya miles de personas al año muriendo en el intento de superar muros, alambres de espino y mares, solo prueba que hay que perfeccionar la intimidación del control de fronteras – por tanto tampoco hacen falta campos inhumanos de acogida en Grecia, Canarias, etc., por lo menos no dentro de Europa. Según cómo calculan las soberanías, los muchos que a pesar de todo consiguen cruzar la frontera, son tolerados por un tiempo –“sin papeles”, o sea como existencias ilegales, son particularmente atractivos para los honorables capitalistas nacionales–; si tienen suerte, son legalizados temporalmente o incluso sin límite temporal; si no, son buscados, detenidos, encarcelados como criminales y deportados.
Mientras que las principales potencias capitalistas mantienen con toda fuerza lejos a los más pobres entre los pobres con sus intentos de sobrevivir, su interés en otro grupo de emigrantes es insaciable: entre sí compiten por atraer a su territorio el mayor número posible del mercado mundial de científicos y especialistas (incluyendo la gente cualificada) para disponer de ellos en su economía como capital humano. A gente que promete avances tecnológicos o al menos contribuciones a la productividad de la economía nacional, se le hacen ofertas atractivas para que pueda inmigrar con poco papeleo, para que “nosotros” no nos convirtamos en “perdedor de los flujos migratorios”. Ser una república mundializada supone también robar la elite a otros soberanos y desviar hacia el propio crecimiento los resultados de los esfuerzos de éstos por tener gente cualificada.
A otro grupo más de extranjeros se le permite entrar en el país por razones políticas, por lo cual obtienen un estatus legal correspondiente. Se da la bienvenida a “disidentes” que son perseguidos en un país declarado enemigo. A éstos se les concede asilo para subrayar el carácter ilegítimo del régimen allá. Otros proceden de regiones en guerra o guerra civil en las que la propia nación se siente comprometida o tiene un interés “vital”. A algunos ejemplares de la base humana del bando favorecido se les permite refugiarse de muerte y matanzas. Con tales actividades humanitarias el estado asume el papel de potencia protectora de las fuerzas políticas que apoya. A los refugiados de la guerra (civil) les concede quedarse siempre que esto favorezca sus cálculos imperialistas. Con las reglamentaciones necesarias inclusive, desde luego, como una prohibición de trabajar por ejemplo, para impedir que se asienten. Esto hace particularmente difícil de soportar la carga que supone la existencia de los refugiados para el presupuesto nacional. En cuanto el gobierno decida que la guerra está terminada –o simplemente pierda el interés en ella–, también esta categoría de extranjeros, la de los refugiados políticos, no es más que un problema. Su solución está clara. En su calidad de instrumentos humanos de la política exterior de la nación que dejan de ser útiles, son mandados de vuelta a sus países destrozados por la guerra, no importa cuál sea la miseria y la persecución que los espera allí. Pues es su patria, a la cual por supuesto quieren volver, ¿¡o no!?
De esta manera las potencias políticas categorizan a los extranjeros del mundo: o se apropian de ellos o los segregan – según el papel de útil o perjudicial que les atribuyen. Los tratan como masa humana a su disposición, como el recurso mundial de su poder económico y político. Y lo consideran como un privilegio que otorgan cuando conceden a ciudadanos foráneos el derecho a vivir dentro de sus fronteras soberanas y la gracia de poder trabajar e incluso adquirir la nacionalidad. El que pueda quedarse se debe mostrar digno del estatus legal que se le concede –con permanentes reservas–. Tiene que corresponder a todas las exigencias del “país de acogida”; si lo hace y cuánto tiempo, no lo decide él. En todo caso una cosa queda clara: los inmigrantes tienen que arreglárselas en cualquieras que sean las circunstancias de vida que se les prescriban; cómo lo hacen, es cosa suya –como siempre en la sociedad libre–. Tienen que arreglárselas, porque fallar no solo amenaza sus ingresos y su estatus social, sino el derecho a vivir donde viven. Si superan todas las exigencias de la manera como lo han hecho siempre los inmigrantes, tampoco está bien: mudan a barrios donde ya viven otras personas de su nacionalidad, se ayudan entre sí, organizan una economía extraoficial en sus propias filas y practican en la diáspora las costumbres de su país natal. Con esto causan otra molestia más: forman una “sociedad paralela”.
Este reproche es ridículo. Una nación capitalista consiste en multitud de sociedades paralelas entre las cuales existen pocas cosas que tengan y cultiven en común. ¿Cuándo tienen trato los realmente ricos con la gente normal? ¿Dónde se encuentra el deseo de diversión de académicos con los pasatiempos del proletariado? ¿O la población rural con el mundo de los gays? Con todas estas subculturas más o menos separadas, no obstante, la soberanía toma un hecho por supuesto, sin siquiera tematizarlo: el hecho de que son parte de la propia nación. Precisamente este rasgo no lo garantiza la comunidad de los extranjeros, aunque gran parte de ella sea hoy día capaz de mostrar un pasaporte nacional. El que sean diferentes causa una desconfianza que ya se activa mucho antes de que se tema la falta de lealtad política de los extranjeros hacia las leyes del país, hacia sus alianzas con otros países, sus enemistades y guerras. La exigencia va más allá. Los inmigrantes están bajo la sospecha de no pensar con fiabilidad en “EEUU”, “Alemania” o “España” cuando dicen “nosotros”. Quizás aún tengan otro concepto de la patria y no dirijan automáticamente y ante todo sus esperanzas y preocupaciones al poder estatal cuyas leyes obedecen; quizás no transformen su descontento en el reproche de que se gobierne mal y en el anhelo de ser gobernados mejor. El poder estatal desconfía de que los inmigrantes tengan la politización fundamental por la nación que toma por supuesta para los nativos como una cualidad natural que éstas han mamado con la leche. Por un lado, la república mundializada socava el primitivo sentimiento tradicional de solidaridad del colectivo nacional cuando se compone un pueblo con elementos del mundo entero, por otro lado exige de sus habitantes, oriundos y foráneos, precisamente esta parcialidad por el pueblo y el estado previa a la reflexión y la voluntad. Es éste el contenido del imperativo categórico de la “integración” que proclaman los políticos. La gente bajo su soberanía tiene que definir su individualidad completamente a través de la pertenencia al estado al que han ido a parar. El hecho de que lo hagan, por principio no se lo pueden demostrar los inmigrantes a la desconfiada soberanía con documentos conscientes e intencionados de su disposición a adaptarse. Con el idioma extranjero que hablan entre ellos, y con cualquier resto de costumbres, vestidura y estilos de vida de sus países de origen, atestiguan una identidad divergente y ajena. En cuanto a los rasgos que indican y revelan la insoportable marginalidad, la política se deja guiar por los juicios que circulan en el pueblo.
Y esto, porque la xenofobia de éste es de fiar. Es consecuencia de la identidad nacional que profesa la sociedad de clases forzada a ser un colectivo por el estado. Sus habitantes ponen esta relación patas arriba, percibiéndose como un colectivo humano con el poder estatal a su servicio, cuya única razón es aumentar su bienestar. Los extranjeros, desde el principio, quedan excluidos de este colectivo; pues no son nativos que merezcan la protección por parte del estado. Más bien el colectivo autóctono tiene que practicar y defender su bienestar contra el egoísmo y las empresas nacionalistas de otros estados y pueblos. El pueblo –y en particular el pueblo trabajador, siempre amenazado de perder su sustento– entiende su pertenencia a su estado como un privilegio y una garantía de seguridad, no contra los cálculos comerciales de los patronos, pero al menos contra competidores extranjeros que no merecen el mismo privilegio. Aunque los extranjeros efectúen los trabajos más inferiores y peor pagados, está claro que se aprovechan de “nosotros”, porque buscan su provecho en “nuestro” país. En general supone una carga para la relación confidencial del pueblo con sus políticos el que éstos permitan a los extranjeros quedarse en el país y robarles a los nativos los puestos de trabajo, plazas en la guardería, viviendas y un par de cosas más. Las personas en el cargo se hacen sospechosas de ser infieles con su pueblo.
La política aprovecha y dirige este sentimiento, admitiéndolo. Lo considera una convicción honorable y un derecho legítimo del pueblo que ella no rechaza, pero tampoco permite que perturbe su política demográfica mundializada. “¡Los de aquí primero!” lo dicen solo los partidos de ultraderecha, pero en la práctica toda política se justifica ante este criterio. Lo que el estado considere necesario en cuanto al trato de inmigrantes, la discriminación que practique, las pruebas de su lealtad que exija y la vigilancia excepcional que instale: todo esto se lo presenta a los autóctonos como un servicio para ellos, y puede estar seguro de que éstos consentirán cualquier infamia. Si siente la necesidad, puede dirigir a voluntad la agresión del pueblo contra determinados grupos nacionales o étnicos, y luego encomendarse a sí mismo superar las tensiones y suprimir sus causas. Si lo considera oportuno, la confirmación del resentimiento nacionalista –“nosotros” necesitamos a los extranjeros, y también “nos” son útiles– tiene un tono moderatorio; de esta manera se pretende frenar el odio indiferenciado y la agresión por cuenta propia contra los extranjeros.
Es otro caso la xenofobia oficial que ha surgido en la última década en los estados occidentales y que va dirigida contra una categoría de inmigrantes definida como ajena, no por la pertenencia a otra nación, sino por su religión. En Francia va contra los magrebíes, en Gran Bretaña contra los pakistaníes, en Alemania contra los descendientes de los trabajadores turcos. Antes todos fueron vistos como miembros de su respectiva nación y ya fueron tratados con bastante infamia; hoy, estas nacionalidades se funden en la figura del musulmán. Su religión es el rasgo diferenciador que molesta, por dificultar o impedir la integración. El islam no es un asunto personal, según los países protagonistas de la libertad de religión, por lo menos no tan fácilmente como otras religiones. Dudan de que esta fe se limite a ser una modesta religión privada que no se pensaría quitar a nadie, y sospechan que es más, a saber, que es una voluntad política práctica, incompatible con las condiciones de vida occidentales.
La caracterización de esta religión tiene los rasgos de una imagen de enemigo. Sus supuestas características se limitan a una lista de todas sus infracciones contra la modernidad y la libertad. Primero, el islam omitió la dolorosa Ilustración que tanto bien ha hecho al cristianismo; es fiel a la letra de su libro sagrado, es intolerante y mata. Segundo –la trinidad de velo, matrimonio forzado y homicidios por honor da frutos– el profeta Mahoma decretó en el siglo VII la represión de la mujer, que en nuestros países ya lleva un par de décadas estando oficialmente restringida. Los librepensadores se entusiasman por dedicarse con profundidad a la religión errada, contribuyendo con estudios del Corán y con ciencias islámicas al examen crítico y con ello a la objetivación de la imagen de enemigo. En resumidas cuentas, esta quimera de la fantasía religiosa ajena se subsume en la categoría de ‘crímenes y opresión’; un juicio que por su parte hace que la opresión de la fe equivocada parezca necesaria y justificada. El islam merece, si no la persecución, sí la desconfianza que Occidente muestra contra él.
También en este caso la imagen de enemigo justifica una enemistad política, que tiene otras razones que el rechazo moral a la moralidad ajena. Se trata, empero, de una enemistad extraordinaria, cuando en el siglo XXI una religión determina la imagen del enemigo: EEUU y la mayoría de los estados de la UE están en guerra contra “el terrorismo islamista”, declararon por eso después del 11-S de 2001 el estado de alerta de la OTAN. Están luchando en Afganistán, pero no contra Afganistán. Están luchando allí, en Pakistán, en Somalia, en Yemen o dondequiera que saben o sospechan que haya nidales de Al Qaeda y sus correligionarios. El enemigo no es un estado, sino un movimiento radical y las fuerzas políticas que le dan amparo. Los objetos actuales de la enemistad de las naciones occidentales, su incompatibilidad con el dominante orden mundial del capital, no tienen definición estatal, sino que se definen como terroristas extraestatales, que toman sus motivos radicales del islam. La enemistad de las potencias mundiales incluye por lo tanto la religión musulmana siempre y cuando ésta se identifique como fundamento y arma de los adversarios. En las montañas del Hindu Kush, los talibán basan su lucha antiamericana y antioccidental en el islam; y Occidente basa su compromiso con su gobernador Karzai en la lucha contra el islamismo, contra el burka y por las escuelas para niñas. La crítica a esa religión que no impide fiablemente la radicalización antioccidental justifica cualquier brutalidad por parte del mundo civilizado.
Por otro lado, su lucha no va contra el islam; Occidente anda con cuidado de no declararse enemigo de todo el mundo islámico desde Marruecos a través de Bosnia hasta Indonesia. El enemigo “sólo” es el islam político, la rebelión contra la penetración occidental y su dominación de Oriente. Es significativo que los altos cargos políticos se vean continuamente obligados a aclarar el asunto: EEUU –asegura el presidente Obama– no está en guerra contra los musulmanes; el islam hoy día también forma parte de Alemania –añade el presidente alemán–. En sus desmentidos dejan entrever lo profundo que está arraigada la imagen de enemigo que ellos y su prensa libre han establecido durante esta década de guerra antiterrorista. No escatiman esfuerzos diplomáticos en detallar una imagen de enemigo, lo cual en el fondo contradice la naturaleza de ésta. Al fin y al cabo, un monstruo inhumano no tiene aspectos buenos y malos.
Los esfuerzos de los estadistas por la diferenciación entre una religión islámica en principio tolerable y un crimen fundamentalista se los hacen sentir a los inmigrantes musulmanes en América y Europa. Los musulmanes con fondo migratorio se convierten así en las víctimas de una imagen de enemigo que es tan imprescindible como que se esfuerza por su aplicación selectiva. Y esto no solo cuando se sospecha que las mezquitas sean el campo de reclutamiento y la zona de refugio de Al Qaeda –algo que ya sucedió y continúa sucediendo de vez en cuando–. La incompatibilidad con la moralidad identificada como antioccidental va más lejos: aunque se mantenga apolítica, esta gente no encaja muy bien con los países occidentales, a no ser que “nos” pruebe fiablemente que está dispuesta a poner a su Alá detrás de nuestro estado secular, que domina todos los dioses. Sobre el tema de si y cómo se puede comprobar la exigida lealtad de una manera que “nos” satisfaga, se desencadenan debates en todos los países. En los países europeos se conocen como “el debate sobre la integración”.