Teoría marxista. Crítica al capitalismo. |
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Tras cinco años de crisis financiera y políticas anti-crisis, aumenta la tensión entre los socios europeos. En Alemania y otros países solventes se escuchan voces que exigen una disciplina financiera mucho más rígida en los países “en bancarrota” para evitar, según ellos, el disparo de los costos en el caso de continuar con las ayudas de crédito; políticos de segunda envergadura cargan las tintas y amenazan con su expulsión de la zona euro. Los países en crisis de la UE plantean reivindicaciones contrarias, claman por ayudas eficaces en su lucha contra la ruinosa subida de intereses que se les exigen por sus bonos protestando masivamente contra el egoísmo nacionalista de los países económicamente mejor situados, el cual según ellos hace peligrar el proyecto de la Unión Europea en su totalidad. Subrayan la gravedad de la situación los gobiernos a los que se dirigen en tono de reproche, especialmente la canciller alemana, cuando éstos juran su voluntad absoluta de rescatar el euro, y así, la Unión. El “pero” que no tardan en añadir señala su decisión, igualmente absoluta, de otorgar las ayudas solo a condición de establecer amplias restricciones de la autonomía fiscal en las naciones beneficiarias; y de aprovecharse de su apurada situación para emprender una “remodelación” de la zona euro con la que someterán las finanzas de los socios a un duro régimen. Etcétera.
Entretanto, los políticos europeos vienen tratando en todo público con mucho fundamentalismo la problemática relación existente entre moneda común y soberanía nacional. El antagonismo, que disputan, cada vez más enconados, no es acerca de soluciones contrarias para con la crisis europea, sino sobre definiciones opuestas del problema por resolver. Con ello hacen escalar la competencia entre sí en y con la crisis.
Los estados del sur de la Unión, a los que se considera como candidatos a la quiebra inminente o posible, exigen el acceso, en principio, ilimitado, a fondos del Banco Central, sea para afrontar la refinanciación de la deuda acumulada a la que los mercados se niegan, sea para bajar con efecto sensible y duradero los intereses que exige el capital privado; en cualquier caso para evitar el régimen fiscal que el liderazgo europeo les impone para poder recibir así ayuda financiera a través del EFSF o del ESM, que viene respaldada con garantías estatales. Para el sur, implícitamente, el euro es una construcción fallida por no permitirle acceder a su propia moneda de curso legal ni cuando lo necesita apremiantemente para salir de su apuro; considera un error, en todo caso, que el veto del país más importante de la zona euro y algunos de sus satélites le vetan tal amparo alegando el estatuto del BCE. Efectivamente, esto no es lo que estos países esperaban de su adhesión al club del euro. Para ellos, construir una moneda común, emitida por una institución supranacional y autónoma, significaba conseguir para sí mismos y para su empresariado un dinero mundial, superior a su propia moneda nacional, y obtener el crédito internacional cuantificado en él. La crisis financiera, que los mete en apuros fiscales, les demuestra ahora la desagradable consecuencia de que este dinero de primera categoría ha dejado de ser un medio de poder económico, producible autónomamente y que por tanto ya no sirve al estado como medio vital a su libre disposición cuando, en la crisis, le hace falta. Cedieron, interesadamente, su soberanía monetaria al BCE. Ahora que su crédito está en crisis, se desvela aquello a lo que han renunciado por obtener un provecho relativo: a su derecho de ejercer la soberanía sobre sus economías como fuente de poder económico según conveniencia propia; y al derecho de instaurar un dinero que represente, en porciones manejables, este poder dispositivo creado por la soberanía política. La función de crear dinero la han delegado, y ahora sus socios europeos les aclaran que con ello han renunciado al derecho del soberano a la autofinanciación.
Es precisamente este servicio: la facilitación de fondos presupuestarios en virtud de una decisión, por mera autoridad política que los estados del sur, al borde de la insolvencia, le exigen al BCE. Quieren que el Banco Central convierta su necesidad de dinero en capacidad de pago, tal y como EEUU y Gran Bretaña lo hacen multiplicando el dólar y la libra respectivamente para cubrir el gasto público con el que hacen frente al derrumbe de su riqueza financiera manteniendo en marcha el capitalismo nacional; tal y como el BCE mismo ya facilitó liquidez a otros estados miembros, a cambio de bonos ‘basura’ o al menos difíciles de colocar en el mercado, y, naturalmente, con todo tipo de restricciones. Esta es la manera en la que el sur de la Unión, en su apuro, insiste en la identidad entre poder estatal y dinero que él sacrificó al euro: en que el dinero crediticio moderno nazca de un acto de poder soberano, represente nada más que el poder de mandar legalmente sobre bienes y trabajo y sirva al poder estatal en la gestión del capitalismo nacional; por lo cual –reclama el sur– tiene que estar a su disposición como instrumento de su soberanía y más cuando la economía privada genera y rinde demasiado poco del mismo, y cuando los mercados financieros ya no le compran bonos.
Los estados del norte, que continúan sin dificultades colocando en el mercado financiero sus deudas igualmente crecientes, vetan tal uso de la moneda común. Según ellos, el BCE no tiene derecho a financiar directamente a los estados a través de la compra de bonos, y ponen también reparos a la práctica del BCE de actuar en los mercados como comprador de deuda. A los miembros en peligro de quiebra les remiten a los fondos de rescate, creados mediante su decisión política, que disponen de una alta, pero limitada capacidad, y vinculan la concesión de créditos a la intervención de la comunidad en la política presupuestaria nacional, es decir a programas de austeridad, y –para un poder soberano lo peor– al abandono de la autonomía nacional con respecto al uso del instrumento del poder político que es el dinero. Dicen que desconfían de los socios del sur: según ellos, éstos han producido su crisis presupuestaria viviendo ya demasiado tiempo “por encima de sus posibilidades”; para resolver las causas que originaron los apuros y con estos la crisis del euro sólo queda el camino de la austeridad, y que éste se emprenda no merece confianza sin asegurarlo por un régimen externo o la amenaza de aplicarlo. La desconfianza alienta a incluir en el cómputo no solo la deuda pública, sino también, de buen grado, el total de las deudas externas de la nación –en especial los compromisos de los bancos centrales con la Central en Frankfurt, contabilizados en el llamado sistema TARGET– o también, para ir más allá, los activos riesgosos y la deuda pendiente del sector bancario nacional, llegando a sumas gigantescas, sea por cálculos exactos o por mera evaluación, para las que tendrían que responder los miembros económicamente más estables; es como si, hace tiempo, hubiera la seguridad que admitir la bancarrota, la nulidad total del crédito nacional, fuera solo una cuestión de tiempo. El más perjudicado de todo esto, según el discurso político, es el “contribuyente”, emblema del nacionalismo monetario de los países solventes. Que éste, dado el caso, no respondería por el bien de los deudores, sino por la riqueza financiera de los acreedores o sea de su patria fiadora y que para ello no se le exigirían pagos en concreto sino más bien que garantice la solvencia crediticia de su propia nación frente al mundo de los especuladores, esto es uno de los detalles sin importancia para la motivación de la desconfianza hacia los “países meridionales en bancarrota”. En caso del daño que sufriría el Banco Central comprando de forma ilimitada bonos del estado que tendría luego que dar por perdidos como deudas sin valor, señalan nuevamente al contribuyente –como si los ministerios de Hacienda tuvieran que equilibrar con ingresos el déficit en la balanza de su banco emisor– pero también avisan del peligro de la inflación, alertando instructivamente sobre la devaluación del euro que de momento solo no se ha hecho notar a pesar de las “inyecciones” que se les han metido a los mercados, pero que según aquellos expertos será de esperar en el auge coyuntural por venir: entonces la enorme cantidad de dinero hará subir inevitablemente los precios...
Resulta imposible no descubrir una cierta parcialidad patriótica en las expertas reflexiones de los analistas; pero más vale deducir de estas impropias evaluaciones su contenido político-económico. Cuando los estados solventes, que lideran la zona euro, recriminan una política financiera insostenible de sus socios más débiles adoptando el punto de vista propio del capital privado que exige intereses especialmente altos o se niega a prestarles dinero; cuando rehúsan facilitar liquidez a través del banco emisor para aliviar eficazmente el apuro presupuestario en nombre del tratado de Maastricht, están entonces validando el segundo principio político-económico fundamental para un dinero crediticio moderno de curso legal: mientras los estados que rozan la insolvencia se aperciben de la pérdida de la soberanía y se resisten invocando la identidad entre soberanía y dinero, aquellos estados dotados de capacidad financiera insisten de su parte, preocupados por su buen dinero, en la razón económica de la soberanía monetaria y en su primacía sobre todos los demás intereses, anteponiéndola como la condición para crear dinero. La disposición sobre trabajo y riqueza en forma de dinero se confiere por ley para que se use como capital; sólo el exitoso empleo del crédito como fuente de nueva riqueza monetaria confirma el valor del dinero, de la cuantía de poder decretado por el estado. Este último, por tanto, ha de respetar dicho principio si pretende que su artificio se mantenga tanto en lo económico como en la competencia entre las naciones. Por esto tiene que extraer la cuota que necesita para sus diversas políticas de los rendimientos que arroja la acumulación capitalista del dinero, es decir, del crecimiento económico que alimenta con su crédito, y, en consecuencia, someter la financiación de sus déficits a los criterios que practica el capital financiero en el mercado de bonos.
En tiempos normales los gestores políticos de una economía capitalista presuponen esta “naturaleza” político-económica del dinero crediticio moderno, la de ser pues aquel artificio del poder soberano y la de depender en su valor de su aprovechamiento capitalista, como premisa evidente de sus políticas financieras y económicas. Así, los protagonistas del euro no vieron nada malo en fijar unas proporciones ideales entre el rendimiento económico nacional y el volumen de la deuda pública (el tratado de Maastricht), y tampoco en delegar el suministro de “liquidez” en su forma definitiva de medio legal de pago al sistema supranacional del BCE. Ahora, la crisis financiera provoca la situación extrema de que hay estados necesitados de liquidez que los mercados ya no les brindan. Y ya que estados en tal situación no comparecen ante órganos de concurso sino que suelen descubrir su soberanía monetaria, pasan entonces a crear dinero según sus necesidades crediticias, independiente de la aprobación por parte de los mercados financieros. Separan lo que normalmente va de la mano topándose aquellos estados en riesgo de iliquidez precisamente por eso con el veto de sus socios. Bien es verdad que éstos no habían dejado de estar dispuestos a tratar los criterios de Maastricht para la deuda pública como un imperativo susceptible de interpretación y, dado el caso, a someter las multas por infracción a la negociación. Sin embargo, hacer ahora frente al déficit presupuestario, imposible de financiar a través de los mercados financieros, mediante la creación de dinero, eso es cosa bien distinta. No solo hay una declaración de intenciones política respecto a que los estados en la zona euro al generar dinero deben orientarse a las necesidades del sector financiero y prescindir absolutamente de convertir directamente deudas de estado en liquidez. La directriz impuesta al banco emisor, acordada contractualmente e imposible de suspender unilateralmente, de generar dinero únicamente según las necesidades comerciales del capital financiero y no según las necesidades de liquidez de los estados, ha establecido como derecho europeo –lo demuestra la práctica en los apuros de la crisis– el criterio que el dinero del Banco Central ha de ponerse al servicio de su aprovechamiento capitalista, en lo cual persisten, intransigentemente, los países líderes a los que –de momento– no les está poniendo ningún problema. Bien es verdad que, por la crisis, el crédito en euro ya no cumple con su función capitalista en la práctica. Y sin embargo, se hace valer con más razón en contra de la soberanía monetaria de los estados en crisis la primacía del principio de que la moneda común ha de servir al negocio del negocio financiero, tal y como se le fue encomendado para su cumplimiento al BCE. Con la existencia del BCE, en eso se empecinan Alemania y Co., se ha institucionalizado la sumisión de los soberanos a la misión capitalista de su dinero. Que la validez del euro como medio legal de pago sea de la competencia de los legisladores nacionales, se sobreentiende; que dispongan libremente de él, de ningún modo. Así, los estados potentes del euro imponen el ideal de un dinero que debe su carácter de representante de la riqueza social totalmente a su crecimiento capitalista – y eso justamente en la crisis.
Para los artífices del euro dicha construcción constituía el sello de calidad del artificio suyo. La garantía institucional de que todo crédito generado en esa moneda estaría justificado económicamente como capital-dinero gracias a su aprovechamiento capitalista, es decir aprobado y acreditado por los intereses del sector financiero, esto le debía proporcionar al euro la preferencia de una moneda mundial, por lo menos equivalente al dólar. En los primeros años de la crisis financiera todavía se mantenía aquella alta aspiración, al principio, incluso, con asomos de triunfo sobre la moneda estadounidense en crisis y rechazos contundentes de financiamiento directo a través del Banco Central. Entretanto, es evidente que la armonía planeada entre financiamiento del estado y mercado del crédito se ha ido al traste. Y para los líderes de la política europea está clarísimo el por qué. Claro, no quieren saber nada de los méritos de su artificio maestro, de la inmensa acumulación de todo tipo de valores, incluyendo empréstitos estatales, que desde que comenzó la gran desvalorización del capital financiero no hace más que evidenciar una superacumulación sin remedio. El punto de referencia del que se agarran para dar su diagnóstico son los resultados actuales a la vista, es decir, la evidencia de las crisis fiscales en las que el sector financiero ha sumido a las naciones europeas más débiles tras poner a prueba con su especulación la sostenibilidad del crédito europeo. Que los mercados financieros se nieguen a perpetuar el crédito a los estados, refinanciándoles sus deudas a intereses tolerables, se atribuye a estos últimos como consecuencia de los fallos en su política fiscal y, frente a los criterios de Maastricht, como un abuso del crédito común: el fracaso de la decretada armonía entre deuda pública y negocio financiero ¡es culpa de ellos!. Y en vista de que la crisis no termina cuando los gobiernos manifiestan su voluntad de hacer todo bien en el futuro, sino que se agrava, sobre todo en Europa, los dirigentes se radicalizan: llaman a su propio artificio maestro una construcción fallida porque se olvidaron de quitarles a los miembros (refiriéndose a los económicamente débiles) no solamente la soberanía monetaria, sino también la fiscal. La crisis financiera plantea la necesidad ineludible y, a su vez, la oportunidad de rectificar este fallo y privar no solamente a los países en riesgo de quiebra, sino a todos los miembros de la UE, de decidir libremente sobre su política fiscal.
Con su dictamen sobre la incompatibilidad entre moneda común y autonomía presupuestaria, los gobiernos de las naciones exitosas tocan la mentira político-económica en la que se basa su construcción. En la retrospectiva declaran un fallo de construcción la limitación insuficiente de la libertad de la que gozaban las soberanías para financiar sus presupuestos a través del endeudamiento; pero así dan nombre tan solo a una de las consecuencias de la jugada a la que de hecho se atrevieron y en la que siguen empecinados exigiendo disciplina presupuestaria. Es que la construcción total se sostiene en el imperativo absurdo hacia todas las naciones socias de que, utilizando adecuadamente el crédito representado en un dinero común, salgan en su competencia rivalizante en principio y tendencialmente igualmente exitosas. Es éste, pues, el contenido económico de su acuerdo de someter el derecho de las partes soberanas de emplear el crédito según los criterios de Maastricht a los cálculos de los mercados financieros: los estados socios han decretado, unánimemente, que la competencia entre ellos se conjugara perfectamente con el mismo interés de los inversores financieros en cada una de las sedes nacionales de capital en competencia, al igual que en los competentes poderes estatales. Y en el dinero crediticio común han materializado este decreto a manera de una circunstancia objetiva, haciéndose cuenta que para el éxito de todos los competidores no haría más falta que llevar bien la disciplina presupuestaria, y para cumplir los criterios de estabilidad, no más que la decisión de respetarlos con exactitud. La crisis ha desacreditado este absurdo contenido en la construcción del euro –precisamente éste al que siguen aferrados, a su vez, los influyentes activistas del euro exigiéndoles a sus socios inferiores “reformas”– con lo cual no están haciendo hincapié en que se realicen determinadas medidas, sino en el éxito que estas deben arrojar.
No es que los representantes de las naciones competitivamente fuertes no reconozcan que el poder competitivo de las varias sedes nacionales de capital en la UE acusara diferencias enormes y que estas hubieran aumentado colosalmente a raíz del uso económico del mercado común en una misma moneda. Cuando la canciller alemana les hace saber a sus imbéciles seguidores nacionalistas que Alemania en medio de todo está sacando el mayor provecho del euro, no adelanta nada sobre el cómo ni el por qué. Pero en dicho diagnóstico no deja de asomar de vez en cuando el hecho de los insuperables bajos costes laborales unitarios de Alemania y que estos no se deben ni a una gran disciplina ni a una buena voluntad. El éxito en la competencia no se debe únicamente a la presión sobre el salario, sino a la utilización productiva que sabe hacer el capital de la pobreza; y un capital con tal potencia dispone de un tamaño mayor, con el cual las empresas de la economía más grande de la UE han aventajado y por ende arruinado brutalmente a los competidores más débiles. Las balanzas comerciales entre las naciones de Europa con sus déficit y superávit distribuidos tan dispares entre ellas dan testimonio de los tremendos efectos, producto de esa dura lucha competitiva. Esos mases o menos entre las naciones representan para los vencidos en la competencia hoy en día tan desastrosa cuantía debido a que a la competencia dentro del gran mercado interno se superpuso a aquel otro negocio lucrativo de su acreditación en moneda común. Echando la vista atrás se dice que los países del sur de la UE se hicieron con crédito a precios tirados, pudiendo vivir consecuentemente así “por encima de sus posibilidades”; se les otorgó más crédito de lo que hubiera sido bueno para ellos, similar a lo de los pobres norteamericanos endeudados con sus hipotecas cuya inminente insolvencia dio paso a la crisis financiera de hace cinco años. Lo único acertado en todo esto es la tímida señal sobre el decisivo y determinante sujeto económico del acrecentamiento del crédito hasta el punto de su crisis: los bancos, en especial aquellos de las exitosas naciones europeas, hicieron buenos negocios tanto con los éxitos competitivos de estas naciones como con la derrotas que las otras sufrieron; concedieron créditos tanto a firmas e institutos financieros de las sedes nacionales en inferioridad como a sus haciendas estatales, sacaron a lo largo de años provecho de la financiación del servicio de sus deudas, acumulando al fin y al cabo cuantiosas obligaciones cargadas de intereses. De esta manera ellos han contribuido desde el suelo europeo a la superacumulación de títulos y obligaciones del capital financiero, resultado éste que desde hace cinco años ha venido obligando a las potencias capitalistas a sus formidables maniobras de rescate. Lo que las potencias líderes europeas están empleando a favor de sus socios en peligro es parte de esa gran operación para evitar el derrumbe del negocio global de las finanzas: rescatan la fortuna financiera de su mundo bancario al refinanciar, entre otras cosas, los créditos que los países débiles ya no pueden afrontar; y es más, están rescatando así mientras tanto el valor de sus propios créditos, con los cuales han venido comprándole a la banca sus carteras superacumuladas.
Pues bien, lo que la crisis europea destapa no es la ligereza propia de los mediterráneos en saber acaudalar deudas. La crisis es la clara consecuencia político-económica del fabuloso negocio financiero del euro, a través del cual bancos y estados del centro y norte de Europa han financiado las exportaciones exitosas de sus naciones, sacando así inmenso provecho, y de paso demostrando el absurdo del postulado según el cual el resultado de las luchas competitivas entre las naciones europeas con sus éxitos unilaterales podría significar igual crédito para todas y cada una. El resultado real es una superacumulación de activos financieros cuyo valor han de garantizarse los vencedores de la competencia a sí mismos con créditos a sus socios perdedores. Con sus ayudas financieras no hacen más que aplazar la caída de la debilitada base de su propio poder financiero – haciendo para ello uso de más deudas.
Con este aumento de deudas, las naciones acreedoras mismas se topan con sus límites. Y éstos les son impuestos por sus socios y adversarios comerciales. Los mercados financieros les dan razón alternando tanto a los alemanes y a sus socios en su insistencia intransigente por los criterios y mecanismos de estabilidad acordados, al igual que a los países del sur en su exigencia por obtener dinero del Banco Central sin restricciones; igualmente tanto a los guardianes del Euro en su estrategia por defender la moneda común frente a la especulación como a los escépticos respecto a la estabilidad de un euro en su aumento desembocado –contrariando con ello todas las alternativas en pugna. Los mercados especulan con la sólida solvencia crediticia de aquellos estados que han puesto en circulación la gran masa del eurocrédito y que con el poder de su economía y con sus declarados compromisos presupuestarios garantizan su validez y valor permanente concediéndoles los intereses más bajos. Ponen en duda la garantía dada por tales países sobre las deudas concedidas en euros a sus socios, negándoles a éstos préstamos o, si no, facilitándolos con un recargo de riesgo. Responden con una inmediata bajada de intereses a los anuncios del directorio del BCE de estabilizar el euro, en caso dado con la compra en principio ilimitada de bonos del estado con elevada prima de riesgo. A la oscilación de las cotizaciones, que ellos mismos producen, terminan respondiendo con una salida parcial de los bonos en euro, especulando así con la insostenibilidad de dicha moneda, a cuya defensa incondicional está dispuesto el BCE aumentándola aún más. Todo esto lo realizan sucesiva o simultáneamente, interpretan las restricciones con la financiación de los países en crisis, igual que la abundante emisión de crédito por el BCE dando alternativamente voces de alarma o voces de calma; de esta manera, inconsciente y eficaz a la vez, no aclaran absolutamente nada, si no esto de todos modos: la política de crisis de los estados europeos, tan recelosamente interpretada y evaluada por dichos mercados, ya no tiene que ver nada desde hace tiempo con la ambiciosa aspiración de establecer con el dinero común una moneda predominante en la competencia con el dólar, en base al interés del mundo de las finanzas que le da crédito y el visto bueno como tal. Más bien se trata de la brega por la sostenibilidad de esta moneda mundial.
De la problemática situación que los principales responsables han suscitado con su política para la superación de la crisis están todos ellos bien conscientes; claro está que no en cuanto a su contenido político-económico y a su porqué, sino más bien, desde su posición de competidores en y con la crisis, como el fracaso que se les achaca a los socios débiles. Con su cálculo de delimitar el problema, que de una parte creen capaz de reventar el proyecto, a un caso especial, más sencillo de apreciar por otra parte, restándole así explosividad y haciéndolo más fácil de manejar, van a por Grecia. Inflexiblemente le exigen que saque éxito de las diferentes “reformas” impuestas, lo que resulta imposible teniendo en cuenta sus nefastas repercusiones sobre la economía del país. Y discuten la alternativa de la salida, en caso dado de su exclusión de la Unión. Los argumentes por parte de los políticos que fijan las directrices tratan de evitar esta última “opción”, pero ésta ya está en la mesa, incluso ya “no causa horror“, y no deja de ser una amenaza real cuando se interpreta como mero chantaje para el cumplimiento puntual de las “reformas” exigidas.
Con el “retorno” de los griegos a la dracma, así es la idea, los alemanes & Co. se quitarían de encima el peso de continuar con la financiación del débil socio, incluido el riesgo de pérdidas, y al mismo tiempo los mayores disgustos por la crisis. Por supuesto que el Estado griego mismo podría generar su propio medio de pago y asumir así autónomamente los costos de su dominio, siempre y cuando a él y a su pueblo alguien les quiera vender algo bajo las condiciones del mercado interno europeo en el que sigue primando la ganancia en euros. Como instrumento capitalista de negocios dicha dracma no tendría ningún valor y serviría poco para acreditar una acumulación de capital que arrojase para el Estado y de paso para el pueblo sustento alguno. En eso todos los expertos están de acuerdo, tanto la fracción de los de pensamiento social que temen la pauperización y el desmoronamiento del Estado, y que ven por último a la UE en la obligación de evitar con mucho dinero lo peor. Así como aquellos duros teóricos monetarios que advierten una oportunidad dada en la nulidad de la nueva medida de valor calculando que en euros el país apenas costaría algo y recuperaría así la senda de la competitividad. La verdad, Grecia sería sometida a una reforma monetaria en la que todo aquello que un estado en tal situación de emergencia pretende con tal “reforma” se pondría al revés: pues no se retiraría de la circulación un dinero crediticio que se ha quedado sin valor, ni se anularía el montón de deudas denominadas en él, ni tampoco se traspasarían a otra medida activos y obligaciones correspondientes con las que propietarios capitalistas podrían iniciar la reactivación económica de la sede nacional de capital. Al contrario, al Estado se le quitaría su medio de pago –como tal intacto y en funciones de dinero mundial–, reemplazándolo por un signo dinerario que no equivaldría a un renacer libre de deudas, sino que representaría su impotencia total para cumplir sus obligaciones de pago denominadas en euros. Y si se da el caso y hasta qué punto se le anulen algunas, eso está fuera de su alcance. Lo que sí está claro es que sus acreedores y las naciones acreedoras tendrían un problema de cómo conservar el valor de sus fondos existentes en forma de créditos para Grecia. A algunos críticos de la “voracidad” de los especuladores incorregibles les da una satisfacción malévola esta perspectiva, a su vez recargada con una buena porción de nacionalismo al imaginarse que los afectados serían los banqueros de Londres y Nueva York, los consabidos “tahúres” anglosajones. A otros que terminan sumando los distintos déficits griegos en una suma elevadísima para los acreedores públicos y en consecuencia para el “contribuyente” les consuela la estupidez de que más vale “un fin con susto” que un “susto sin fin”. Esto precisamente suscita dudas: es que con la salida de Grecia podría incluso agravarse la eurocrisis. Por más que se le dé a Grecia el trato de caso particular, no se despeja el temor de que se vea al país como caso ejemplarizante ocasionando que la especulación se lance contra las deudas estatales de los otros eurosocios ya “golpeados”, volviéndolas quizá insostenibles; o inclusive dejando entrever que la moneda común no es tan irreversible, demostrando por último su carácter dudoso. Claro que no todos los responsables, ideales o reales, sacan la conclusión de que hay que evitar la salida de Grecia a toda costa. Para algunos euroescépticos se presenta la alternativa de que sean los miembros fuertes los que abandonen la unión monetaria. Efectivamente esto sería una reforma monetaria de nuevo tipo: de todo aquel crédito, que hasta la fecha representa el medio de pago de curso legal, la nueva moneda nacional representaría –en reemplazo un llamado “euro del norte” de valor elevado– solo aquella parte buena de la que prefiere hacer uso el capital financiero librándose de la garantía para las deudas malas. Desde la perspectiva de la competencia entre naciones sin lugar a dudas una idea consecuente. Solo que en este caso se hace abstracción de las circunstancias político-económicas que están enfrentando los poderosos activistas de la zona euro con sus políticas de crisis: la cosa a la que las naciones acreedoras dispensan sus garantías son los títulos de valores que ellas mismas han superacumulado. Librarse de las deudas de los socios financieramente débiles equivale a la cancelación de sus propias reivindicaciones crediticias. Con la consecuencia de que no solo la base del “viejo” euro dentro del mercado crediticio en toda Europa se daría por perdida; sino que también el poder financiero de la alentadora nueva moneda se vería diezmado con creces.
Todas las alternativas acerca de políticas de crisis europeas dejan al descubierto que las euro-naciones con su moneda común han creado una parcela de un conjunto europeo concreto de la que no pueden desprenderse sin más. Es que no solo los vencidos a fuerza de la competencia dentro del mercado común han perdido el dominio sobre su dinero; también las naciones victoriosas, precisamente con sus éxitos, se han metido en una notable dependencia. Sus riquezas aumentan especialmente en forma de posiciones frente a sus socios débiles, tienen su unidad de medida en un dinero en el que está representado el crédito de todos los miembros, es decir tanto las deudas impagables como los bonos aún dignos de crédito. Con el euro se han procurado un instrumento que habilita al empresariado y al sistema bancario nacional para echar mano a la economía de sus socios; en la crisis y con sus políticas de crisis están viviendo la experiencia de que su fantástico poder financiero –al mismo tiempo que el arruinado poder financiero de sus vecinos del sur– es parte del crédito de toda la zona euro. Por esta razón están ante el dilema que han tratado de solucionar con toda fuerza en detrimento del socio griego: si quieren retrasar la desvalorización de su riqueza financiera superacumulada no tienen más opción que acreditar a los países en crisis. Aquellos críticos que denuncian esta acción como un esfuerzo inútil de llenar un “pozo sin fondo” hacen advertir, con su mirada nacionalista, la cantidad sospechosa de riqueza financiera amenazada de desvalorización que se ha acumulado en las euro-naciones solventes y sigue acumulándose con las garantías para mantener su valor. Si, al contrario, las naciones acreedoras, aplicando su condición de competidores, suspenden toda ayuda financiera, no solo dan por perdidos a sus socios insolventes, sino que también anulan una cantidad de posiciones financieras suyas y por ende minan la base económica de su dinero. Arriesgarían el primer paso hacia la declaración en quiebra de su conjunto poder financiero europeo –a la que hasta ahora se habían resistido con vehemencia–.
Este dilema no es la explicación oficial de la severidad con que Alemania y Co. insisten en el saneamiento del presupuesto nacional de Grecia y de la competitividad del país; pero político-económicamente de eso se trata. Precisamente porque el valor del crédito de las naciones financieramente potentes y del dinero común están en juego, hace falta que se ponga en marcha masivamente la acumulación de capital en los países arruinados y que la jefatura política se encargue de manejarla económicamente con éxito, con el fin de justificar como capital los medios financieros que se han movilizado para el rescate del euro. Que se logre este éxito no solo choca con la situación desastrosa en que se encuentran esos países tras años de competencia tendencialmente perdida. Los estados acreedores tampoco están dispuestos desde su condición de competidores a desistir de las “reformas” exigidas. Ellos reclaman –y se lo prometen a sus pueblos– resarcirse con los débiles de los daños de la crisis. Y esto es todo lo contrario de una perspectiva real para los estados problemáticos de hacerse cargo –así fuera aproximadamente– del servicio de la deuda acumulada y de que ésta logre justificarse con éxito como capital-dinero en sus operaciones. La puesta en peligro del crédito común reduce al absurdo el concepto de la competencia practicado por las euro-naciones, pero eso sin hacer revocarlo en absoluto. La crisis y las políticas de crisis de los europeos están llevando a su extremo la contradicción entre competencia y crédito. Esta se hace insostenible, pero ni por eso se liquida.
Crisis capitalista significa de una vez por todas que la competencia estimulada por el crédito desencadena una eliminación repentina de capital, de la que todos los competidores se ven afectados. La política por el rescate del euro está poniendo en escena precisamente esto.
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El cálculo atrevido de los artífices del euro de forzar la unidad política de Europa a través de imperativos económicos figurados en una moneda común no ha salido bien; lo que aparece son las consecuencias pertinentes. Lo que se ha institucionalizado es una contradictoria simultaneidad de un medio de pago supranacional y cuentas por el éxito a nivel nacional, de unificación del crédito y lucha competitiva. Las dos han contribuido considerablemente a la gigantesca crisis financiera. La crisis a su vez lleva tal simultaneidad al absurdo, es decir a la práctica incompatibilidad entre la voluntad de las naciones de competir y la preservación del dinero común.
En esta etapa de la crisis no existe en absoluto un automatismo que permita superar la posición de la competencia entre las naciones europeas. Económicamente se está potenciando al extremo la contradicción entre competencia y crédito; políticamente se radicaliza esta contradicción existente entre planteamiento nacional y posición europea en dirección hacia una alternativa por la que ninguno de los partidos quiere decidirse ni tampoco quieren ver que se vaya a optar por ella. Pues la alternativa es: o de un lado la transición hacia la unificación definitiva, hacia la abdicación de la soberanía nacional y su sometimiento a Europa como nuevo sujeto en el consorcio de los estados imperialistas –lo que “no puede ser” porque con esto se “exigiría demasiado a los pueblos”; vaya no solo excusa, pues no sorprende en lo más mínimo teniendo en cuenta que ninguna de las potencias soberanas está dispuesta a la autoentrega y por lo tanto tampoco la gente de a pie a liquidar su habitual patriotismo–. O, de otro lado, la renuncia al euro-nacionalismo tan bien servido por el euro hasta la fecha a lo que tampoco está dispuesto ningún soberano, al menos de momento, ya que las dependencias adquiridas han alterado seriamente los enfoques sobre el cálculo del provecho nacional.
La búsqueda de fórmulas de compromiso, característica de la política europea, para desarticular posiciones irreconciliables en viables tareas parciales, cuya solución permita la continuación del contradictorio proyecto, resulta difícil. Pero no se abandona. Lo que salta a la vista es que hay un cierto cambio de paradigma. Durante décadas la confianza en las circunstancias normativas dentro de las que se sacaba el provecho capitalista era la base sólida de un euro-idealismo fehaciente. Mientras tanto, ideales del entendimiento entre los pueblos, tales como fronteras abiertas, paz duradera y cosas por el estilo tienen que servir de base para una voluntad por Europa –incluida la aceptación de algún que otro perjuicio para la nación. Lo que es más agravante es que tanto los nacionalistas gobernantes como aquellos que idealmente los acompañan responsabilizan a Europa o a los otros europeos de los daños que el capitalismo europeo está ocasionando con la crisis. De ahí que a los estadistas de mayor peso en Europa se les ocurra repetir a sus pueblos el argumento más contundente por Europa, es decir la razón, aunque negativa, de carácter imperialista indeclinable: si en el siglo XXI se quiere seguir o volver a jugar un papel importante, a lo que los pueblos europeos tienen un derecho inalienable, para ese caso los estados del continente, hasta los más grandes, son sencillamente demasiado pequeños.
Queda solo por saber qué acarrea eso.