Teoría marxista. Crítica al capitalismo. |
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Si entiendo bien lo que he leído hasta ahora de vosotros, sois adversarios de una crítica social constructiva, porque ella supondría mejorar un sistema que merece ser abolido. En vuestras publicaciones evidenciáis que los daños sociales son condicionados por el sistema capitalista y que consecuentemente el Estado, el keynesianismo, el Banco Mundial, la ONU etc. no les ponen remedio. Como parece que os limitáis a criticar el capitalismo, seguro que en vuestras discusiones os veréis frecuentemente enfrentados con comentarios como “¿acaso sólo sabéis criticar?” o “¿y cuál es vuestra alternativa?”. Ante este tipo de oposiciones me pregunto: ¿por qué no aclaráis la cosa de la economía planificada e intentáis refutar los reparos en contra por parte de la mayoría de los economistas, como que la economía planificada es una ineficiente economía de escasez, etc? No se puede negar que en la antigua Alemania socialista (RDA) no se logró mantener los edificios y que la producción de bienes exigía una cantidad de trabajo bien mayor que en la Alemania capitalista (RFA), y los beneficios sociales de la RDA tampoco compensaban la inferioridad en el desarrollo de los medios de producción. Hace poco leí un artículo supuestamente dedicado al movimiento anti-globalización y a los simpatizantes del antiguo Bloque del Este que quería mostrar lo mal que funcionaba la fracasada alternativa al capitalismo y que la economía planificada era un fallo total. Lo mismo sugiere otro artículo con el título “Capitalismo o barbarie”. ¿No sería útil poder probar con buenos argumentos que existe una mejor forma de producción, para aquellos que califican la economía capitalista de inhumana, pero lamentablemente sin alternativa? Es decir: ¿no carece también la crítica más cierta del capitalismo de fuerza persuasiva mientras que no pueda ofrecer ninguna alternativa positiva?
Supongo que consideráis inútil y elitista arrogarse la función de vanguardia intelectual y elaborar planes para un futuro lejano mientras que los perjudicados por este sistema no consideren la lucha de clases, pero en mi opinión un concepto bien elaborado de cómo podría funcionar la economía planificada sería capaz de impulsar tal movimiento.
Mientras que el socialismo y la ecomomía planificada sean identificados con el sistema de la RDA y la URSS y no se aclare cuáles eran los errores del “socialismo real existente” y cómo evitarlos en un nuevo intento, probablemente sólo algunos antiguos ciudadanos de los Estados socialistas de antaño, que hoy día se encuentran sometidos a la asocial economía de mercado se referirán de manera positiva a la idea de una economía planificada.
No hacemos lo que tú echas en falta, porque consideramos no sólo inútil sino contraproducente diseñar los encantos o las buenas oportunidades de una sociedad liberada para disipar las dudas de si es posible una alternativa a la explotación capitalista. Pues la gente que cree que la “fuerza persuasiva de la crítica más cierta del capitalismo” se comprueba según si podemos ofrecerles algo alternativo que les guste y les parezca realista, descarta nuestra crítica –y esto de manera fundamental y nada sincera a la vez– sea con intención o no.
Quien pregunta –después de haber escuchado alguna crítica nuestra– si es posible algo distinto a lo criticado, se refiere a la explicación de las causas de los males criticados, que solemos encontrar en el sistema social existente, como si la compartiera. Pero si fuera así, no podría dudar de forma razonable que algo distinto al mal criticado fuera posible. Al fin y al cabo, las causas mencionadas no son leyes naturales, sino que se deben a unas relaciones sociales de poder, que no tienen por qué ser como son. Quien, al contrario, duda de la posibilidad de realizar una alternativa, no está convencido de haber encontrado en las causas sociales expuestas las verdaderas razones de las circunstancias de las que admite que son poco provechosas. Está, en cambio, convencido de que tiene que haber una causa más allá de las relaciones de poder imperantes; alguna necesidad aún no detectada, que hace que las condiciones criticadas sean tan estables. Es decir que niega la solidez de nuestros argumentos. Es inevitable disputar sobre éstos.
Quien pregunta –después de haber escuchado una crítica– dónde está “la alternativa positiva”, pretende por un lado compartir la crítica y no tener idea de sus consecuencias prácticas por otro. No es sincero. Toda crítica da por entender cuál es la alternativa a la que aspira. Quien explica los males contemporáneos (que al fin y al cabo nosotros no somos los únicos en criticar), para dar un ejemplo, con el hecho de que en la competencia libre los grandes siempre arruinan a los pequeños, aboga por una competencia justa, el control de monopolios, intervenciones estatales en la economía y una sólida clase media. Quien localiza el origen de los mismos estorbos en que el ser humano “siempre quiere más de lo que tiene” (sin que haga falta más especificación) propaga la abstinencia y revela ser partidario de la idea ecologista. Y si nosotros explicamos que la pobreza y los apuros de los obreros asalariados son consecuencia necesaria del papel que desempeñan como factor de coste, papel que resulta de que la única y definitiva finalidad de la producción capitalista es emplear dinero para que aumente su cantidad, cualquiera se dará cuenta cuál es la consecuencia inherente: la gente cuya completa existencia consiste en ser instrumento del crecimiento del capital, tiene que desprenderse de esta barrera para su materialismo, o sea romper con el poder de quienes mandan sobre la producción con el objetivo de que les proporcione ganancias, y conquistarse la libertad de organizar el trabajo de una forma que por fin sirva a sus necesidades y a que tengan una buena vida. Tanta alternativa la entiende cualquiera que escuche nuestras explicaciones. Si merece compartirlas o no es una cuestión que depende únicamente de si las causas de los conocidos males están analizadas correctamente o no. Quien más allá de una controversia sobre las causas determinadas nos enfrenta con la pregunta de si tenemos alguna alternativa, simplemente no quiere las consecuencias prácticas, que entiende perfectamente, y disimula su oposición dudando con cortesía de la factibilidad de lo pretendido.
Por otra parte hay que admitir que es uso corriente juzgar una crítica (en vez de comprobar si es correcta) según si es posible realizar la propuesta alternativa implícita, como si éste fuera el criterio de la solidez de los argumentos expuestos. La crítica que en nuestra sociedad se considera como “justificada” o “razonable” se autoconcibe como una “propuesta alternativa”. Por esta razón se “argumenta” preferiblemente con una ilustración de un mundo mejor que diste lo menos posible de una copia afirmativa de las condiciones existentes, con la sola diferencia de que no contiene el perjuicio criticado. El “análisis” que por regla general viene acompañando esta propuesta, se suele reducir a la afirmación de que no es necesario que exista aquel perjuicio; que con buena voluntad, más esfuerzo por parte de los perjudicados, y menos corrupción y negligencia por parte de los responsables, sería posible resolver el asunto. Esto ni siquiera tiene por qué ser erróneo dado que los perjudicados intereses que alzan su voz sean intereses reconocidos y en principio beneficiados en las condiciones imperantes de la competencia, y que su éxito sólo esté impedido o por un rival contra el cual hay que movilizar más de los propios medios de poder –siendo el decisivo casi siempre el medio de poder social número uno: dinero suficiente–, o por el ajuste de las prioridades del poder político, la superintendencia sobre la competencia que maneja y modifica este ajuste según los criterios de la justicia imperante. Una “asociación de la clase media” p.ej., que deduce todo perjuicio en este mundo de los criterios según los cuales el gran capital financiero concede sus créditos, y que propaga como alternativa un mundo ideal en el cual el ministro de Hacienda subvenciona las empresas pequeñas, tiene buenas perspectivas de que se asuma su crítica “del sistema” si sólo logra convencer al susodicho ministro del peso de su particular interés económico y de la posibilidad de financiar los subsidios pedidos. Es bien diferente el caso de todos aquellos intereses que son perjudicados de principio por el sistema de la competencia como tal: intereses tan modestos, p. ej., como condiciones de vida decentes para una población mundial dependiente del pago de un salario y que en gran parte ni siquiera está empleada para trabajar. En este caso una crítica que se contente con restar de las condiciones existentes unas cuantas necesarias consecuencias desastrosas y que propague que todo hombre de buena voluntad resuelva en práctica esta tarea de subtracción con su buena voluntad, está equivocada; quien reclama tal cosa se engaña a sí mismo, a los que critica y a los que quiere proteger afirmando que sería posible realizar una alternativa que de esta forma simplemente no existe. Viceversa: para quienes sinceramente quieren hacer valer los intereses sistemáticamente perjudicados –lo que desde luego requiere más que componer un catálogo de quejas sino un claro concepto de la sistemática de las condiciones imperantes– no hay otro camino que convencer a los dañados que dentro de este sistema y con las oportunidades que éste les ofrece de luchar en la competencia y tratar de ganarse el favor de los jefes políticos, no tienen ninguna perspectiva realista. En todo otro caso, puede que cualquier crítica alegando ideales de un mundo mejor sea reconocida y atendida. En un mundo donde rige la competencia, de hecho sólo hace falta saber quién es el contrincante y combatirle con los medios legales, apelaciones a la voluntad del soberano inclusive, lo cual no tiene garantías de éxito, pero sí perspectivas realistas. La lógica de la crítica seria procede al revés. A ella no le sirve de nada un ideal de condiciones más bonitas. Aplica un sólo criterio: avanzar hasta la causa porque desde allí –empleando la florida metáfora de Marx– “hay que hacerles bailar a esas circunstancias petrificadas”. Allí está el criterio de su “factibilidad”.
A aquellos contemporáneos que exigen pruebas de que “la idea en sí humana del comunismo” también “es posible”, la crítica de la economía capitalista aparentemente les ha parecido algo como el cuento del mitológico país de Jauja, respecto al cual uno puede plantearse con razón la pregunta de si en efecto es posible un mundo en el que todo hambriento encuentre lechones ya asados en los árboles sin que nadie trabaje. Como los niños listos que cuestionan el cuento, esta gente cuestiona la crítica interrogando si abolir la explotación es compatible con “la realidad”. Examinada así, la preciosa idea de un mundo mejor sólo puede fracasar, ya que “la realidad” que enjuicia la idea es precisamente la realidad capitalista que criticamos, y que a los examinadores les resulta tan familiar y natural. Sólo se interesan en comprobar teóricamente si “la economía” también podría funcionar de otra manera, para convencerse de que al fin y al cabo no hay “otra posibilidad”. Tal investigación empieza atribuyendo servicios de abastecimiento al capitalismo, a los que los investigadores no pueden imaginarse ninguna alternativa viable: ¿Cómo conseguir lo necesario si no haciendo compras con dinero? Esta pregunta niega al improviso todas las experiencias negativas que la gran mayoría suele hacer con las compras: que el acceso a los bienes necesitados, aunque existen en abundancia, queda en principio vetado; que el acceso que aun así permite el dinero en las propias manos resulta notoriamente muy limitado; que para disponer de este dinero hace falta ganarlo, lo que muchas veces no funciona y, si funciona, deja bastante rendido al individuo. En todo momento la tan socorrida “economía de mercado” manifiesta ser cualquier cosa menos un invento para abastecer a la gente. El hecho de que en esta economía no haya otra manera de “abastecerse” si no ganando dinero y haciendo compras, no es indicio de calidad sino un documento de su deficiencia, una prueba de como malogra tal abastecimiento. “El mercado” no “coordina” nada siquiera y menos las necesidades sociales con la producción de bienes: lo que logra “coordinar” es el simple residuo de una competencia que elimina todo el que no consiga imponerse, de manera que al fin y al cabo todos los que se defienden en ella acaban cooperando de algún modo. Cuando los empresarios compiten por la demanda solvente de su clientela, no prestan servicios a las necesidades de ésta, sino que se aprovechan de ellas. Necesidades sin fondos, ni mirarlas. Sería indicado recordar esto al poner la pregunta si podría haber una economía sin pobreza. Y tampoco es verdad que el mercado produce necesariamente bienes de buena calidad: los empresarios ofrecen mercancías de múltiples categorías, desde el artículo de primera calidad hasta la perfecta porquería. Y económicamente todo tiene sentido mientras sirva a que hasta el dinero de la clientela más pobre contribuya a su lucro.
Ahora hay gente que no criticaría lo expuesto, pero que insiste en que un plan –¡1 plan!– tampoco, y mucho menos aun, podría coordinar las necesidades y la producción de una sociedad entera, dado que, como todo el mundo sabe, es imposible averiguar y conciliar tantos intereses divergentes. Es interesante que estas dudas de si los procesos económicos y los nexos cooperativos se podrían planificar de antemano, no se pueden despejar en absoluto invitando a sus autores a echar un vistazo a la realidad, en la que insisten tanto en otras ocasiones: las empresas capitalistas planifican detalladamente su producción, el suministro de materiales y la producción de sus mercancías. No sólo una fábrica se planifica con la precisión de un mecanismo de reloj, sino el nexo completo de la producción con distribuidores y compradores, ‘just-in-time’, claro: para el beneficio, finalidad de todo trabajo en esta sociedad. Y con todo eso se insiste en suponer que la planificación desgraciadamente no es viable, si no es para el único objetivo de la competencia por el dinero...
Que esta finalidad perseguida planificadamente por toda una clase de propietarios y sus managers obsesivos por la competencia genera el grotesco conjunto de coexistencia y entrevero de pobreza y derroche, trabajo en exceso y desempleo, hay escépticos de una economía planificada racional que no lo negarían, si bien lo hacen sólo para afianzar su realismo ficticio con una tercera posición imbatible: declaran racionales los reconocidos absurdos de la “economía de mercado”, por ser perfectamente convenientes a este ser deficiente e irracional que es el “hombre”, y toda coacción que conlleva lo de ganar dinero y arreglárselas se califica de saludable, respecto al mal carácter ingénito a los humanos: ¿acaso no enseña toda experiencia que “la economía” simplemente no puede funcionar si no con “una de cal y otra de arena”? ¿No irían los consumidores acumulando y llevándose bienes sin parar si no los tuvieran que pagar? Sin la coacción de la competencia, ¿suministrarían los productores bienes de calidad, y además aquellos que se necesitan? ¿Pues no es que se negarían a fabricar, que ya no darían golpe? ¿Quién se comprometería a ahorrar, invertir y facilitar la tecnología costosa, sin remuneración? ¿Quién querría estudiar, calificarse para profesiones exigentes y asumir responsabilidad, si no se le ofreciera entre dos y doscientas veces más del salario normal? El que pregunta de este modo se plantea una argumentación perfectamente circular. Es que presupone la existencia de todos los elementos de la economía capitalista y luego exige que se le explique cómo esto puede funcionar de otro modo. Da por supuesto que siguen existiendo la pobreza y la disociación de los consumidores de las cosas que precisan, de modo que éstos saquearían los negocios, si no hubiera guarda delante. Además supone unos productores que quieren cualquier cosa menos producir los medios para cubrir las necesidades de la sociedad, por lo cual haría falta engolosinarles con un beneficillo y obligarles a surtir lo necesario. Etcétera. El personal destinado al servicio a la propiedad capitalista en efecto no sirve para mucha otra cosa que para ser utilizado en beneficio de la propiedad capitalista – ¡quién iba a creerlo!
Para ilustrar su argumentación circular, a algunos anticríticos ni siquiera les da apuro alegarse a sí mismos como representantes de tal naturaleza humana que quiere lo insensato y necesita la coacción: confiesan su afán de lujo extraordinario –coches por medio millón de euros y alfombras hechas a mano que requieren unas 8000 horas de trabajo–, sólo para hacernos admitir la necesidad económica de suprimir las necesidades –¡frente a una humanidad tan avarienta!– Estos sabelotodos aparentemente ni se dan cuenta siquiera de que la propia “naturaleza humana”, a la cual se refieren, a no ser completamente ficticia, es producto de la finalidad comercial capitalista, que genera las necesidades más absurdas; y lo hace precisamente con su oferta de mercancías destinadas al beneficio monetario, sin las cuales hasta el contemporáneo más codicioso ni sabría qué codiciar. Por el otro lado pasan generosamente por alto el hecho de que la misma finalidad comercial no excluye a la gran mayoría de tales artículos absurdos, sino de bienes bastante modestos, que podrían fabricarse en abundancia sin ningún problema. Los apuros de la pobreza se manifiestan en otros ámbitos que en los ejemplos infantiles que sirven en los seminarios de la economía política para ilustrar el tema de “la escasez”: se manifiestan en necesidades que de hecho todavía tienen algo que ver con la naturaleza humana –tales como el deseo de tener un sustento seguro, por ejemplo, o el de disponer de un máximo del tiempo de la propia vida y de la propia condición física...–. Por esta realidad, sin embargo, no se interesan los “realistas” anticomunistas, quienes toman el poder social del capitalismo por una característica de la naturaleza humana. En cambio saben exactamente que “el hombre” es egoísta, sólo trabaja por obligación, busca su ventaja a expensas de otros. Una cooperación conveniente para el sustento de todos sólo se la pueden y quieren imaginar como el contrario abstracto y moral de su egoísmo particular capitalista, es decir, como trabajo sacrificado para la sociedad, no remunerado y por lo tanto sin provecho alguno.
Están convencidos de que como máximo unas monjas u otros chiflados son capaces de tanta abnegación, pero no “el hombre”, de cuyo carácter no se hacen ilusiones.
Por esto, el que pregunta por una alternativa al capitalismo “que funcione” no desea instruirse, sino pretende con total firmeza que es imposible que el comunismo, en su calidad de idea humana, funcione, ya que contradice “al” hombre, a su predisposición innata a la propiedad particular. Si, a pesar de ello, los comunistas logran imponerse poniendo en práctica sus ideas, tal conocedor del ser humano tiene bien claro lo que va a pasar –y por eso la pregunta por “vuestra alternativa” es completamente falaz. En este caso sabe perfectamente que no van a eliminar las coacciones de la “economía de mercado”, sino que ellos mismos las van a ejecutar. Y la misma coacción que acaba de declararse necesaria y correspondiente a la naturaleza humana es ahora horror y crimen. Lo que los enemigos de la economía planificada ensalzan en el “mercado” más que nada –que organiza la restricción universal, el chantaje y el comportamiento forzado de los que nadie puede esquivarse– es lo mismo que toman por el objetivo de los comunistas y ahí lo consideran abyecto de antemano. Nada más escuchar la palabra “planificación”, entienden “coacción” y descubren la violencia, mientras que su capitalismo, que funciona de maravilla, “sólo” presenta leyes económicas que, de repente, no hacen daño a nadie. Nada más escuchar a alguien insinuar que las condiciones de la producción y la distribución, ellas mismas, deberían ser objeto de una reflexión sensata y que la gente afectada debería someterlas a su juicio libre, intervienen con su pregunta demoledora: ¿y quién dicta entonces si ya no el “mercado”? ¿Quién tiene derecho a decidir en vuestra sociedad qué necesidades se satisfarán y cuáles se pasarán por alto – vuestro comité central, un dictador educativo, Stalin? Momentos antes han denunciado la maravillosa libertad de participar en el “mercado libre”, ese invento para restringir y vejar a la humanidad – justificándolo por ser necesario debido a la naturaleza humana–, ¡ahora demonizan a los comunistas por querer quitarle a la gente esta espléndida libertad!
¿Y luego nos aconsejas ilustrar los encantos de un supermercado de la economía planificada?
Te parece prometedora una crítica al recién hundido sistema de la “economía de palancas” en el Este, que de veras se planteó competir con el capitalismo por la forma más justa, más conveniente a la gente y sobre todo al trabajador y en esto más efectiva de cercenar sus necesidades y aprovecharse de la humanidad asalariada. Pues ya está, aquí la tienes. ¿Sinceramente crees que esto sirve?
Tal vez ayude más examinar ciertos detalles de la
condenación corriente del “socialismo real existente” que citas
tan afirmativamente. Es una muestra del examen ficticio y nada sincero
de si una idea es compatible con la realidad, examen con el cual los
abogados ideológicos del capitalismo no explican nada en
absoluto respecto al sistema enemigo, sino que se construyen un
espectro que es una negativa incondicional de su elogio al capitalismo.
La verdad es que el Este quería organizar una economía
distinta a la del Occidente capitalista, y realmente la organizaba.
Dicen que fue su economía que hizo fracasar los partidos
estatales. No es verdad. También aquel sistema era “posible” y,
a su manera, “eficiente” –demasiado incluso, para sus enemigos
occidentales–. Éstos no se quedaron aguardando un fracaso
predestinado, sino que iniciaron una guerra fría tratando de
liquidarlo a través de una carrera armamentística
históricamente singular. Al final el denominado socialismo real
existente no “fracasó frente a la realidad”, sino que fue
desechado por sus protagonistas, los partidos comunistas del Bloque del
Este; y esto no por alguna rebelión contra la economía
deficiente por parte de los ciudadanos, sino porque la dirección
política había comparado sus medios de poder y sus
recursos con los de sus enemigos del Occidente y había decidido
copiar el sistema capitalista, que simplemente saca más riqueza
de su pueblo para el Estado. Era la explotación del pueblo en
beneficio del Estado que no “funcionaba” lo suficientemente bien en la
economía planificada del Este y esto fue determinante. Al
liquidarla estos socialistas evidenciaban claramente los objetivos que
realizaban. Tal final es una confesión significativo de los
objetivos que estos socialistas realizaban de manera extremadamente
eficaz –fue ésta su razón para condecorarse con el
absurdo título de honor de no sólo ser socialistas
ideales, sino reales. Muy en serio querían montar una
alternativa superior al capitalismo que saliera mejor que el original
en todos los parámetros de eficiencia de las naciones
capitalistas. Su revolución tuvo el objetivo de acabar con el
tratamiento injusto de los obreros por parte de los dueños de
las fábricas y construir un Estado obrero que quitaría de
en medio la “ineficiencia” capitalista, eliminaría sus crisis y
ahorraría a la reconstrucción nacional el peso
inútil del consumo lujoso de los ricos igual que la
suspensión del trabajo por la lucha de clases. Los protagonistas
de este Estado tipo “socialismo real” querían alcanzar y superar
el capitalismo respecto al fruto, la velocidad del crecimiento y la
productividad laboral; y tras haberse convencido por fin de que esta
meta no la conseguirían de su manera, perdieron el
interés en su alternativa socialista. Que su sistema librara a
los obreros de las presiones de la competencia y la lucha por su
existencia, todo esto sólo interesaba en un solo sentido: en que
constituía un obstáculo a la “eficiencia” que tanto les
importaba. Por consiguiente, bajo el lema de “superar el período
de estancamiento”, no mejoraron su sistema, sino que suprimieron todo
lo que difería del capitalismo que en otros tiempos
habían criticado. Y de todo esto, los abogados
ideológicos del capitalismo sacan la única
“conclusión”, refiriéndose con entusiasmo a la
autocrítica fatal de los protagonistas dimitidos de los Estados
socialistas: lo absolutamente equivocado que era haberse alejado del
modélico original capitalista.
Si ahora quieres conocer argumentos que prueben que una economía
planificada no tiene por qué ser tan miserable como la
“deficiente economía de escasez” en el Este, porque tú
tampoco quieres “negar que en la RDA no se logró mantener los
edificios” y que “el desarrollo de los medios de producción” era
muy inferior al Occidente, entonces tú también das por
supuesto que el estilo de las viviendas en el Occidente dorado e
índices de productividad que son récords mundiales han de
ser la norma definitiva para juzgar cada tipo de economía
planificada. Por eso tenemos que recordarte la realidad
económica que en nuestra sociedad se adorna con la etiqueta
“rehabilitación de los edificios”: donde se puedan cobrar
alquileres máximos, o sea para la representación
nacional, para escogidos centros de ventas, para consultorios privados
y bufetes y para inquilinos bien forrados de dinero, los propietarios
de preciosas casas antiguas las mantienen en buen estado. La gente
obligada a costear sus alquileres con el sueldo suele recelar del
sentido estético de los dueños quienes le reducen sus
ingresos por un tercio y más a cambio del permiso de vivir en
las casas restauradas. Es por la misma razón que las grandes
ciudades capitalistas complementan sus centros comerciales lujosamente
restaurados por un cinturón de barrios más o menos
decaídos para la gente normal –y barrios pobres para aquellos
que ni siquiera pueden pagar los alquileres normales. Acerca del tema
de la productividad laboral reconoces igualmente el retraso del Este
como argumento en contra y aceptas la ventaja que lleva el Occidente
como norma natural de la productividad correcta. Vuelves a pasar por
alto tanto el motivo por el cual en nuestra sociedad se acrecienta
constante e intensamente como las consecuencias reales. La
productividad del trabajo sólo le interesa al empresario porque
quiere sacar de sus empleados cada vez mayores rendimientos de la hora
laboral que paga, para ahorrar así trabajo pagado – o sea que le
interesa como medio para aumentar la rentabilidad de su capital. Baja
el coste por unidad y procura así que una parte de sus obreros
quede superflua y sin ingresos algunos mientras que los restantes
aún precisos para la producción reciben como salario un
porcentaje cada vez menor del valor que producen. Este afán de
los capitalistas por adelantarse en la productividad laboral les hace
establecer cada vez nuevos niveles productivos que constituyen nuevas
exigencias para la competitividad y devalúan así los
medios de producción de sus rivales que se ven forzados a
sustituirlos por máquinas más modernas, mucho antes de
que las antiguas estén gastadas como instrumento de trabajo. De
esta manera los contrincantes capitalistas complementan su
tacañería respecto al trabajo pagado por un desperdicio
gigantesco de trabajo ya plasmado en productos. Las dos cosas –y
además la coacción implicada para el capital de seguir
creciendo o sucumbir– resultan de la competencia entre los capitalistas
por apropiarse de los beneficios; nada de ello es una ley natural que
una economía planificada tuviera que copiar.
La riqueza de una sociedad comunista, en todo caso, no consiste en el absurdo de una propiedad productiva que se alimenta de la pobreza productiva de la gran mayoría de la población; una riqueza que precisa crecer de esta forma para perdurar y cuyo crecimiento implica el crecimiento de la miseria improductiva; riqueza que hoy día se aprovecha de forma ruinosa del inventario humano y material del mundo entero. Y algunas estupideces capitalistas, algunas modas ya no le importarán tanto a la gente como para querer trabajar por ellas, una vez que sean ellos quienes deciden en estos asuntos...
Si ahora la gente que tú pretendes movilizar con “un concepto de cómo funciona la economía planificada” se reitera en su pregunta qué alternativa mejor le podemos ofrecer nosotros, nos parece obligatorio preguntar: ¿Acaso han escogido su existencia en el capitalismo del gran catálogo de sistemas? ¿Es verdad que la razón por la que no han optado por el socialismo está en que el folleto correspondiente no les haya llegado a tiempo? ¿O quizá se hayan enterado alguna vez de la existencia de un poder estatal, que no admite alternativa alguna a su sistema, sino que por ley obliga a sus ciudadanos a arreglárselas con las condiciones imperantes de la economía monetaria que él establece, y en las que se matan trabajando? Y si ya son capaces de imaginarse –o al menos pretenden hacerlo– que algún día se pondrá fin al poder del capital para instalar un nuevo orden, quizá por ellos mismos –¿por quién si no ellos?–: ¿realmente quieren que justo después haya otro soberano que les diga lo que tienen que hacer y lo que les corresponde?
Dicho de otra manera: quien demanda una ilustración del atractivo de la “oferta” comunista confunde la crítica del capitalismo con la publicidad electoral de una élite alternativa que promete organizar las cosas mejor que la que está en el poder. Equivocadamente se autoconcibe como el elector cortejado con el permiso de escoger del almacén de los sistemas político-económicos cual prefiere encargar – mientras que la entrega corresponde a otros. Piensa como súbdito, objeto de las decisiones de instancias que le dominan y está decidido a seguir siendo precisamente esto: un súbdito democrático que en cuanto a soberanías tiene sólo dos opciones; pero éstas sí que las tiene. A esta gente sólo nos queda decirle: tal opción libre nadie se la ofrece. O lucha por conquistar la libertad de organizarse de manera sensata las condiciones político-económicas de su vida o continuará sin tener ni voz ni voto en este asunto.