Teoría marxista. Crítica al capitalismo. |
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En otro tiempo los miembros de aquella clase que tiene que vivir de un salario luchaban por él. Se negaban –en acciones espontáneas y aisladas, pero en algún que otro lugar también organizados en sindicatos– a trabajar en las condiciones en las que los dueños de las fábricas los empleaban a sueldo valiéndose de su fuerza productiva, porque con estas condiciones no podían sobrevivir. Se agrupaban, una que otra vez, contra el poder de la propiedad para obligarles por la fuerza a los capitalistas, a quienes conocían como explotadores y que también solían llamar así, a que respetaran sus intereses más elementales: si los dueños de las fábricas querían seguir haciendo uso de su fuerza productiva, este uso también tenía que tener límites. Del salario del que tenían que vivir también querían poder vivir. Desde esta posición emprendían –de manera más o menos resuelta, con más o menos éxito– una incesante lucha guerrillera por salario y términos del tiempo laboral; contra capitalistas que reclamaban con la mayor naturalidad a cambio del salario que pagaban el derecho de hacer uso de la fuerza productiva para cuanto tiempo y cuan excesivamente como les pareciera útil; capitalistas que a la inversa conocían y hacían valer múltiples razones para aplicar retenciones salariales o para negarse a pagar el salario; capitalistas para quienes obviamente no eran más que el material humano cuya explotación productiva les servía para enriquecerse, consiguiendo esta meta tanto más cuanto menos respetaban hasta las más inmediatas necesidades vitales de sus obreros. Capitalistas, pues, que trataban el sustento de la clase como lo que era para ellos: una reducción del beneficio, lo único que les interesaba.
Sin embargo en esta lucha por seguir existiendo los dueños de las fábricas desde el principio no eran los únicos enemigos de los obreros. El poder estatal se enfrentaba a ellos, haciéndoles sentir de esta manera el carácter político de la relación de producción en el que estaban previstos para desempeñar el papel de un personal de servicio obediente y chantajeable a voluntad, barato y dispuesto, de una clase capitalista que se servía de ellos para que creciera su riqueza. Por los que se levantaron contra el salario que se les pagaba, el Estado inmediatamente se vio retado a sí mismo, declarando abiertamente de esta manera su razón estatal: la fuerza pública ve como su tarea primordial y su objetivo principal proteger el orden económico y social dentro del cual todo se centra en que una clase de propietarios se enriquezca con el mayor éxito posible del trabajo que efectúa una clase de proletarios sin propiedad. Contra los obreros que dependían del salario y que luchaban por él, el Estado se enfrentaba inmediatamente en su calidad de fuerza policial, como soberanía que actúa al servicio de los explotadores, que prohíbe los sindicatos y que condena a los obreros a ser la clase de personas sin derechos, completamente a merced de estos explotadores y sin protección alguna.
El Estado tomó el asunto mucho más fundamental que quienes lo habían planteado y que luchaban por su supervivencia en el sistema del trabajo asalariado. Con su procedimiento demostró de forma práctica que la cuestión salarial toca la esencia del sistema. Sin embargo, los que aprendieron esta lección solo formaban una minoría dentro del movimiento obrero: los comunistas, quienes criticaban la lucha por más salario y mejores condiciones laborales como el desesperadamente contradictorio y por lo tanto equivocado intento de querer obligar al sistema de la explotación capitalista a que sea compatible con los intereses vitales de los explotados, y quienes por su parte rechazaban el sistema existente. Intentaban convencer a sus hermanos de clase de que sin abolir el sistema de la propiedad, que condena los obreros a ser las víctimas permanentes, nunca saldrían adelante. Como es sabido, no consiguieron ni generalizar ni poner en práctica esta convicción. El Estado los persiguió y acabó con ellos. ¿Y qué fue de la cuestión salarial?
Algunas décadas más tarde y durante algunas décadas –nos situamos en la Alemania Federal del milagro económico con su Estado social, para poner un ejemplo– la cosa realmente se ve bien distinta. Parece como si la cuestión salarial fuera encauzada en caminos en que los trabajadores ya no tienen que temer ni luchar por su existencia. Ya hace tiempo que dejaron de ser personas sin derechos y entregadas a merced de sus dueños de las fábricas sin protección alguna. Más bien gozan ahora de numerosos defensores de sus intereses que siempre pueden consultar cuando vean razones de descontento o se sientan tratados injustamente.
En la empresa tienen un comité de empresa que les apoya en todos los asuntos en los que vean menoscabados justos derechos suyos o se sientan confrontados con exigencias laborales improcedentes. Este les endereza sus entuertos a medida que está en su poder conforme a la ley de régimen de empresa según la pauta de una legislación laboral y social que obliga a los empresarios en su trato comercial con el material humano a cierto respeto que garantiza su aprovechabilidad duradera. Por supuesto que en todos estos casos también pueden acudir a la magistratura de trabajo. Ya no hace falta que ellos mismos luchen por su respectiva petición. A esto se dedican instancias superiores, dotadas de competencias estatales – a quienes naturalmente también ceden la decisión de lo que será de su petición y hasta qué punto es legítima. Así el poder estatal está incluido por principio en cualquier cuestión fundamental discutida sobre salario y rendimiento laboral, y define cuánto respeto merecen según la voluntad general las necesidades del sustento de obreros; en general y en cada caso particular. Se ha metido en el antagonismo de clases, que antaño corría peligro de degenerar en una carga explosiva para la sociedad de clases, para encauzarlo en vías pacíficas. Lo codificó legalmente arrebatando también así a los proletarios en buena parte la defensa de su interés.
Los sindicatos ya no están prohibidos, sino que se reconocen prácticamente como corporaciones de derecho público con mandato social del Estado. Los trabajadores les pagan una cuota de socio, y la contraprestación de su asociación es admirable: ya no tienen que preocuparse del salario que merecen, ni de su aumento continuo conforme al crecimiento económico. En negociaciones colectivas el sindicato toma en su lugar todas las decisiones necesarias, y el Estado hasta garantiza con su autoridad que el resultado de la negociación tenga vigor legal. Este inmenso progreso de que ahora se busca el consenso de la sociedad entera en la lucha por el salario se debe a decisivos procesos de aprendizaje en ambos lados, tanto por parte del Estado de clases moderno como por parte de los sindicatos: el Estado se da cuenta de que son útiles las asociaciones obreras que regulan correctamente las cuestiones de poder y chantaje que nacen con necesidad de la lucha salarial, concediéndoles por tanto el rango de organizaciones de utilidad pública y dotándolas de los correspondientes derechos y limitaciones hasta el derecho de huelga y sus reglamentaciones, para que desempeñen la función prevista. Los sindicatos por su parte aprenden de sus experiencias con el Estado burgués la misma lección desde la perspectiva complementaria: si quieren ser reconocidos como órganos representativos del interés obrero y ser autorizados oficialmente a la lucha salarial, tienen que desprenderse de todos los caprichos de la lucha de clase y adaptarse a los reglamentos legales de cómo les está permitido servir al interés de la gente a la que representan. En la medida que consiguen esto, tienen derecho a hacer lo que el Estado quiere que hagan, acordando con los empresarios lo que tendrá vigor en la nación en cuanto al nivel social de salarios.
La representación obrera moderna trabaja por el objetivo superior de una distribución justa de la riqueza que crean los obreros. Para justificar sus ideas al respecto, alega criterios tan interesantes como la ‘ganancia’ que el trabajo proporcionó a sus explotadores, y la ‘productividad aumentada’ con la que se explota – para delimitar con tales referencias al pasado y futuro éxito del capital los “márgenes” que según ella sí existen para la redistribución de riqueza hacia la clase representada por ella. Como un tercer bando entre las clases se esfuerza así por moderar el antagonismo entre las dos, presentando el salario como materia de negociación sobre la cual ambos lados, capital y trabajo, tienen que llegar a un compromiso, lo cual a su parecer no puede ser difícil si hay buena voluntad. Por lo menos sus esfuerzos constructivos –aunque de vez en cuando consideren necesario “presionar” con huelgas– no impiden ninguna solución de común acuerdo para la cuestión salarial en el país, así que reina la justicia salarial entre las clases: una de ellas siempre obtiene como medios para su sustento lo que la otra considere compatible con su interés en una explotación rentable. El salario es la suma de dinero con la que los trabajadores tienen que arreglárselas para vivir – pero lo que necesitan para ello no es ningún criterio cuando la representación obrera moderna se dedica a su lucha salarial, acordando la magnitud decisiva para la vida de las masas.
Quien padece necesidad debida a desempleo, enfermedad o vejez, ya no acaba en el arroyo en la Alemania moderna: puede acudir a la oficina de empleo y al departamento de asistencia social donde la institucionalizada Seguridad Social se ocupa de sus intereses. También en este ámbito el Estado burgués con su larga tradición se muestra capaz de aprender, sacando una conclusión del hecho de que la molesta ‘cuestión salarial’ no deja de plantarle problemas de orden público. No quiere que haya en la Alemania de la posguerra tanta incompatibilidad con el sustento de las masas trabajadoras como para que grandes cantidades de míseros inútiles vuelvan a venir a menos en los patios y el orden interior vuelva a estropearse como en los tiempos antes de que los nazis llegaran al poder. Por lo tanto el Estado toma en sus manos el aseguramiento de la existencia de su clase pobre y procura la paz social; en este último asunto puede aprender algo importante de la actuación –aún muy presente– del régimen antecesor: tanta violencia directa como éste creía necesaria no hace falta para pacificar con éxito a una sociedad capitalista de clases. Mientras que los fascistas con su asistencia social desarticularon todas las organizaciones de la representación de intereses de los trabajadores, sustituyéndolas por funcionarios estatales y forjando un ”frente del trabajo“ nacional en la que incluso hubo sitio para asegurar la existencia de compatriotas que carecían de utilidad capitalista –bajo el lema de ‘trabajo y pan’ eran destacados al Servicio Social del III Reich–, la nación democrática guarda la miseria de sus trabajadores, reconocida como inalterable, en el gigantesco aparato burocrático de su Estado social. Organiza un sistema autogestionado de seguridad social que se financia con cuotas obligatoriamente retenidas del salario total que gana la clase entera, y que mantiene con estas finanzas a los notoriamente pobres en los inevitables altibajos de su vida proletaria. Ampliado así, bien es verdad que el salario de la clase obrera tampoco garantiza una vida satisfactoria a sus miembros, pero a ellos en conjunto sí que les garantiza la subsistencia, así que la clase puede sobrevivir en su pobreza e incluso proporcionar futuras generaciones de pobres útiles.
Los indigentes del proletariado ya no tienen, por tanto, motivo alguno para sentirse de alguna manera ‘desamparados’ o excluidos de su comunidad nacional. Los miembros de la clase disponen todos de derechos pasivos, son mantenidos en definidas situaciones de miseria y necesidad por las cajas de la seguridad social, teniendo incluso –en cuanto a las dimensiones de las asistencias– la suerte de presenciar una situación histórica: su Estado se está formando como el país vanguardista contra el Este comunista y se esfuerza por tanto con decisión en comprobar que para los trabajadores la colaboración en el sistema libre demócrata del mando sobre sus servicios productivos rinde muchísimo más que una vida en el ‘socialismo real’. Por esto organiza las dos cosas: una ilegalización del Partido Comunista por un lado, y por el otro una ‘economía de mercado’ expresamente ‘social’, en la que incluso hay esfuerzos por que los pobres vayan tirando con prestaciones complementarias al salario.
Frente a su clase trabajadora, el gobierno ya no se presenta como estado autoritario. Ha sido elegido democráticamente, también por la parte trabajadora de su pueblo, que desde luego tiene un derecho de voto. El Estado aprendió lo útil que es el principio de asegurarse de la continua lealtad política y del reconocimiento del orden capitalista convocando periódicamente a todo su pueblo a elegir por quién quiere ser gobernado. Este procedimiento de autorización presenta sus ventajas particularmente en el caso de aquella clase cuyos servicios productivos estima altamente, pero en cuyo caso el servir equivale a sacrificios: también entre la gente que con miras a sus experiencias prácticas acumula descontentos con la reglamentación política de sus necesidades, sigue vigente el principio de bronce de que sobre las condiciones sociales –y por lo tanto también las individuales– dispone una autoridad competente según la razón estatal; y el mismo principio indica un camino sumamente constructivo al inevitable y permanente descontento proletario con estas condiciones de vida: la elección de un gobierno mejor, ¡a esto sí que tienen derecho también los trabajadores!
Este derecho lo disfrutan a tope. Donde el poder se ejerce sólo en nombre del pueblo, los poderosos no solo quieren declarar su alto deber moral de comprometerse única y exclusivamente en los intereses que se manifiestan en la sociedad. Aceptan el resultado de la propaganda acogedora a favor de su persona y de su arte de gobernar, hasta arriesgan ser destituidos del poder por un voto negativo, y para que esto no suceda, las asociaciones electorales competidoras se dirigen a sus electores de modo correspondiente: también los trabajadores, el ‘pueblo llano’, deben tener la impresión de ser bien atendidos en sus intereses particulares por la política de partidos, que son partidos de todo el pueblo. Deben interpretar sus notorios descontentos con sus condiciones de vida como negligencias que han cometido los políticos – y procurar con su voto que el Estado se gestione mejor. De esta manera la ‘cuestión social’ se ha politizado con éxito, por haberse traducido completamente en un mandato de ‘gobernar mejor’ la comunidad nacional con su inamovible agenda política, y por lo tanto está a buen recaudo en las manos de quienes luchan por el mandato de llevar a cabo esta misión.
Quien piensa que su gobierno es antisocial, aunque el partido gobernante se llame ‘popular’ y supuestamente represente a todo el pueblo, puede votar por la oposición y depositar allí su descontento: encontrará un partido socialdemócrata listo para tomar las riendas del gobierno con particular respeto al ‘aspecto social’. Bien es verdad que, debido a que tiene su origen en el movimiento obrero o en otra parte cualquiera del ‘campo de izquierdas’, este partido tiene que luchar desde el principio de su carrera parlamentaria con la sospecha de no estar muy a favor del capitalismo – algunos de sus líderes principales no logran deshacerse en toda su vida de la recriminación de ser ‘la quinta columna de Moscú’ en la capital alemana. Pero como muy tarde desde las primeras pruebas de que no solo es ‘una oposición fuerte’, sino también ‘capaz de gobernar’ en todos los sentidos, la sospecha pierde su fundamento y la clase obrera tiene con los socialdemócratas la oferta permanente de una alternativa electoral que puede las dos cosas a la vez: administrar el bien común capitalista según todas las necesidades sistémicas – y aparte de esto seguir guardando sin escrúpulos las apariencias de que el único objetivo del partido es el ‘bienestar del pueblo llano’. Esta asociación política está cultivando el sello de identidad de ser la única patria verdadera de todos los que son pobres o que se sienten desamparados, se presenta como el abogado para ayudarles a los asalariados a conseguir ‘sus derechos’ – y una vez asumido el poder da prueba en la práctica de que la mejor manera de satisfacer estos derechos es el éxito de la nación que ella sabe alcanzar mejor que sus competidores. De esta manera la clase trabajadora se echa la costumbre de identificar su propio progreso con el avance del conjunto forzoso nacional en el que prestan sus servicios, puede por lo tanto a la inversa abonar los éxitos de este en su propia cuenta, y verse bien atendida al compás de los éxitos de la nación.
Y hay otro defensor poderoso que el trabajador moderno tiene a su lado: también con respecto a sus intereses la Prensa libre cumple su función democrática de control, convirtiendo cualquier injusticia en un escándalo público. Sea que descubran a un directivo responsable de organizar la explotación cotidiana haciendo algo prohibido, sea que reprochen a un servidor político de la justicia social de no cumplir con sus deberes: la prensa está por todos lados acusando a alguien entre ‘los de arriba’ de falta de respeto hacia los apuros del hombre del pueblo. Para estos tienen el oído fino. También saben siempre qué postura hay que tomar hacia ellos, impartiendo a su público la debida orientación mental cómo ir tirando en el día a día de la sociedad de clases. Incluso mentalmente se les quita de la mano su interés a los trabajadores – con artículos y comentarios para forjar las opiniones sobre las condiciones de vida en el Estado de clases, proporcionando toda una serie de lecciones para comprender su inalterabilidad, y por lo tanto también en la falta de consecuencias prácticas del propio refunfuñar sobre ellas. Han probado su eficacia las lecciones sobre la aplicación de la técnica de la comparación. Es verdad: un paraíso puede que no sea la vida del trabajor normal; pero si la comparamos con circunstancias en las que antaño tenía que arreglárselas, tendrá que admitir que ha tenido suerte con su patria democrática y social: socialmente asegurado, participando en el crecimiento económico y formando parte de una sociedad de bienestar, casi le va demasiado bien.
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De este modo el trabajador moderno queda perfectamente asimilado en la comunidad capitalista. Por ningún lado hay razón para él de levantarse por su interés en contra de nadie, porque literalmente está rodeado de defensores que actúan en su nombre administrando sus intereses: hasta sus explotadores están para servirle, proporcionando empleo. No caben dudas: el Estado logró desactivar la carga explosiva que estableció con su clase trabajadora; la clase se dejó deshabituar de la lucha.
Hoy empero –estamos en la época de una ‘globalización’– la cosa se presenta de nuevo bien distinta. La cuestión salarial es tan actual que no pasa ni un solo día que no se busquen respuestas adecuadas para ella. Su forma actual no es la lucha de la clase trabajadora por asegurarse un sustento, sino el afán de reformas por parte de los capitalistas que se afanan por perfeccionar las condiciones de la explotación. Por el servicio que prestan a sus empleados –los emplean– exigen más trabajo por menos dinero y la libre disposición de la fuerza laboral según la necesidad de su empresa e independientemente de las necesidades de la vida de los asalariados. A los sindicatos reclaman que firmen las reglamentaciones de los horarios laborales y los recortes salariales que ellos les dicten – con la amenaza de excluir completamente a sus interlocutores sociales de las negociaciones y la elaboración de un consenso. Los acuerdos empresariales que ya extorsionaron de sus plantillas muestran el avance que ya consiguieron al respecto.
El guardián político del bien común capitalista apoya la lucha de sus empresarios. A los ‘logros sociales’ con los que la Alemania occidental solía probar la perfecta compatibilidad de la explotación capitalista con el sustento de las masas, se los fustiga hoy como un error fundamental: precisamente el rápido aumento de receptores de asistencia social da la prueba de que los ”rendimientos“ de hasta ahora son insostenibles. A la condena le sucede la práctica, y poco a poco se van liquidando como una ‘carga incosteable’ los fundamentos de la existencia proletaria a la que los trabajadores durante medio siglo podían acostumbrarse. Pero no vuelven a estar privados de derechos, como era su situación de antaño. El Estado social los mantiene bajo custodia – empleando todos los instrumentos del derecho social que hace tiempo servían y se usaban para pacificar a la clase, como palancas para recortar su sustento. La paz que mantiene la clase, se supone y se reclama.
Todo esto se complementa por una labor de la opinión pública que también lucha: contra la opinión errónea de que un salario que uno obtiene con su trabajo ha de ser suficiente para vivir – y por la comprensión de que a partir de ahora tiene que ser al revés: el hecho de poder tener un ‘empleo’ remunerado equivale para los trabajadores a un acto de caridad; el hecho de ser usados y explotados con éxito es el primer provecho que pueden esperar para sí mismos. Más pretensiones no pueden tener, ni mucho menos tienen derecho a oponer resistencia contra cualquier vejación. Cuando el Estado y el capital les explican detalladamente cómo y dónde piensan recortar el medio de su sustento, solo se les ofrece la misma alternativa con la que antaño sus iguales eran forzados a la miseria: encontrar a alguien que les explote, al precio que sea.
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La incompatibilidad entre el éxito del crecimiento capitalista y el sustento de sus productores, razón por la cual antaño los trabajadores se manifestaban, es hoy el programa oficialmente declarado y practicado. ¿Y qué es lo que hace la clase maltratada? ¿Vuelve por razones obvias a la práctica nada superflua de la lucha salarial? No. Sigue con la costumbre de dejar que sus intereses sean representados por otros, quienes saben lo que se puede esperar – y sigue como espectador de lo que será de ella.