Teoría marxista. Crítica al capitalismo. |
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Hace tiempo, la crisis de los mercados financieros pasó a ser la crisis de la deuda soberana. Las medidas políticas de rescate, masas de crédito, destinadas a evitar el colapso del sector financiero y, consecuentemente, de la economía real, son, en suma, deudas en manos de la administración pública de las que ya no se fían los inversores. Éstos compran la mayoría de los bonos públicos solo a cambio de intereses más altos; y la supresión de crédito es una amenaza real para no pocos Estados. Así se vislumbra la nueva etapa de la crisis que reproduce los comienzos de ésta a otro nivel. Bonos depreciados, corte de deuda como en el caso de Grecia, y en fin, la bancarrota del Estado. Todo esto apunta a una nueva crisis de los grandes bancos, que son los inversores más importantes de una deuda pública que pierde constantemente valor. Luego se produce una mayor recesión que culmina en el fin de la moneda común. ¡Todo está en juego! Los Estados pierden solvencia, o sea credibilidad en el mercado financiero que ellos mismos rescataron. Por lo tanto, en las bolsas y en las cumbres políticas, la pregunta es ¿quién rescata a los rescatadores?
A los pueblos estas materias los conciernen únicamente en un sentido: ellos conforman la masa de la cual disponen los poderosos en el mundo del comercio y la política; sometiéndola a las exigencias y efectos que estimen necesarios. Por lo que respecta a los efectos, la mayoría de la población activa de la UE ya experimentó, en su propia carne, una devaluación como recurso humano. A causa de la crisis, la gente gana salarios disminuidos, si no es que ha perdido el trabajo; quien no puede saldar su hipoteca, pierde su casa y mantiene las deudas; y mala suerte para quien ha depositado sus ahorros en un banco que entró en quiebra. Y a nivel mundial, los grandes inversores, siendo escasas las alternativas rentables, especulan con materias primas y alimentos, por lo cual éstos se vuelven cada vez más impagables para cada vez más personas. Pues en los últimos tres años –así informan de paso los medios de comunicación–, la cifra de hambrientos aumentó en 40 millones.
Pero en los días del sobre-endeudamiento estatal, la gente no solo experimenta el empobrecimiento como un hecho ocurrido, sino como una certeza y exigencia, en el marco de una amplia estrategia política. Para los Estados europeos, se recomienda hacer “recortes sociales a gran escala”, y aumentar los impuestos para que los mercados vuelvan a confiar en la deuda pública. Van a por todo, para rescatar el Euro. Alemania se enorgullece de haber iniciado el trabajo de derribar las construcciones sociales ya bajo el socialdemócrata Schröder; y los vecinos, sin desdén, admiran al impulsor con envidia. Pero no basta. Hay que consolidar y ampliar lo conseguido, y mediante una regla de oro, el gobierno termina por perpetuar la continuación de la cura en la Constitución.
Está claro que el pueblo, que sirve de “colchón” ahora más que nunca, tiene que ser capaz de soportarlo. Primero, en la práctica. No obstante, para que un pueblo haga lo que se le exige, se ha de presentar lo exigido como asumible. Solo así se consiguen comprensión y aceptación. Así, la política y los órganos de la opinión pública hacen todo lo que puedan para orientar al ciudadano, necesario para llevar a cabo las políticas de austeridad.
Este es el primer argumento férreo, que esgrimen. El mensaje está clarísimo: que nadie proponga, en vista de los duros recortes, tener indulgencia o clemencia con los pensionistas o los más débiles. Porque la vía alternativa, rótulo de algún líder social o político de izquierdas, no la hay. El gobierno no reivindica tener mejores argumentos para rechazar alternativas malpensadas. Simplemente, niega que existan. Así pues, toda protesta queda impotente, sin argumento. El gobierno dice sólo llevar a efecto unas leyes, unas circunstancias que no dejan margen alguno. Por lo menos, quieren que el pueblo lo entienda así.
El pueblo, en efecto, debería tomarles la palabra. El restablecimiento de la mejor economía de todas solo puede ser si se empeora rigurosa y permanentemente la situación de los que viven en ella, tal y como indican los recortes de las pensiones, en la sanidad, educación etc. No lo hacen por maldad, sino porque lo requieren las leyes económicas de nuestra economía. Que juzgue el pueblo que solo con este hecho, ya tiene una crítica aplastante del sistema. Los gobiernos, en cambio, quieren que esto se entienda como prueba de cuan necesarios son los recortes.
Sin embargo, el empobrecimiento forzado con el argumento de ser inevitable por coacción material no tiene nada de necesario en tanto a que se refiriera a una restricción del consumo por escasez de bienes. Crisis financiera sí, pero ninguna catástrofe ha destrozado la cosecha, ni se ha perdido ninguna hectárea de tierra de cultivo. Abundan fábricas y maquinaria para la producción de cosas útiles igual que mano de obra para el trabajo. Existen todas las condiciones necesarias para abastecer sobradamente a la humanidad, pero a causa de las operaciones de dinero, que determinan en la economía capitalista el uso de todos estos factores de producción, se recorta el nivel de vida de los que trabajan, para que vuelvan a salir lucrativas estas operaciones a los beneficiarios. El sector financiero, en vista del cúmulo de deuda pública, pierde la confianza en los bonos de los Estados y les exige pruebas de solidez para seguir prestándoles dinero. Los gobiernos cumplen, y hacen lo preciso. Reducen la deuda cortando gastos y aumentando ingresos, lo cual afecta, sobre todo, a las masas en su ser de pensionistas, asegurados de enfermedad o consumidores, porque esto es lo que menos perjudica al crecimiento –¡imprescindible!– de la economía real. O, incluso, lo estimula. Y este es el segundo campo de batalla: el Estado necesita extraer el máximo crecimiento del trabajo abaratándolo, y así recuperar la confianza de los inversores. Además, las empresas requieren siempre de esta confianza. Entonces, el capital financiero, la economía real, el Estado, son tres instancias que requieren de lo mismo: El empobrecimiento de las masas es necesario para equilibrar las balanzas. ¡Y aún más en momento de crisis!
Que en este sistema no haya alternativa al detrimento de los que trabajan, es verdad. Que a este sistema no haya alternativa, no. Las leyes económicas que alegan los políticos, son producto del régimen del dinero que decreta el Estado, siendo éste el poder soberano, para obtener la economía que él quiere. Así pues, es consecuente que empleen violencia para imponer las políticas de austeridad a la población que resiste; porque si estas “leyes económicas” están en vigor solo mientras el poder político vele por ellas, con todo, no pueden ser eternas.
Por lo menos, el gobierno revela que además actúa con un objetivo final: salvar al Euro. ¿El euro de quiénes? ¿Él que figura en la nómina del trabajador, o en la pensión de los jubilados? O, más bien, ¿el Euro en los balances de empresas, bancos y presupuestos de Estado? El cómo del rescate nos indica el qué: se salva este glorioso dinero europeo quitando lo más posible de salarios y pensiones; y así servirá al crecimiento de empresas, bancos y presupuesto nacional.
Esto no es nada incoherente. Pues el Euro, unidad de medida para la riqueza capitalista, denomina la riqueza común, pero no denomina, ni mucho menos, una riqueza que se tiene en común. Por lo tanto, el mismo Euro significa cosas muy distintas para actores económicos muy distintos. Para unos, es la magnitud y materia de su fortuna, cuya acumulación precisa el trabajo de otros que no la tienen, y que por ello no cesan de buscar oportunidades para enriquecer una empresa con su fuerza de trabajo. Para estos otros, es un medio de consumo mezquino. Es, por tanto, una diferencia de clase que se manifiesta, lógicamente, en las cantidades de dinero que administran. ¿Qué es un salario de unos miles de euros frente a los miles de millones de capital invertido? Y apenas ganado, el dinero se ha gastado en lo básico, y los asalariados están en las mismas de tener que prestarse a incrementar fortuna ajena –si es que se los deja–. Esto es crecimiento mediante explotación, como en cualquier otro país capitalista o en otra moneda cualquiera. Precisamente, los Estados europeos han creado una moneda común para medrar en lo mismo, pero a escala mayor. Más crecimiento y concentración de capital en un espacio económico ampliado, ¡y todo en una moneda unificada! Esto ayuda a empresas europeas que compiten en el mercado global, procura a la banca rentabilidad, y al Estado mucho dinero estable y competitivo frente al dólar.
Que los beneficiarios quieran salvar esta construcción, se comprende. Pero también quieren comprometer a las víctimas. Por tanto, argumentan en favor de sus intereses, sin manifestarlos explícitamente. Es por eso que las historias que circulan sobre el éxito del Euro discrepan de la realidad. “¡Todos hemos tenido ventajas por el Euro!” Que se den por aludidos no solo bolsistas y directivos, ¡sino también cerrajeros y fontaneros! En vista de la crisis, han dejado la necedad de señalar la ventaja para los turistas de que el Euro supone no pagar comisiones por cambiar moneda. En lugar de ello, en Alemania destacan las exportaciones, que solo fueron posibles con el Euro, y que benefician a todos. Al trabajador se le invita así a la confusión, y además, descaradamente. Los ingresos por las exportaciones, que el trabajador debe entender como gran beneficio, no indican lo que se ha sacado el trabajador, sino lo que la empresa ha sacado de él. Buena prueba de ello son las quejas de los socios europeos como Francia, que sufre bajo la competitividad del sector de salarios bajos y la exportación barata de Alemania. Las empresas francesas quiebran, lo cual aumenta el desempleo.
Y para que nadie, al contar su dinerito, dé vueltas a la relación entre salario y beneficios de exportación, rápidamente, recurren a otra moneda con la que saben soflamar la realidad. El “puesto de trabajo” –así se llama dicha moneda– ya no plantea la cuestión si sirve para ganarse la vida. El medio del trabajador, que es poder ganarse la vida trabajando, se declara, justamente, objetivo final, para el cual, incluso, hay que sacrificar buenas partes del salario. ¡Lo principal es tener trabajo! En este sentido –y solo en este–, deben sentirse beneficiados por la zona Euro los afectados, ya que sin Euro y exportaciones se perderían millones de puestos de trabajo. Lógicamente hablando no se pierden los puestos de trabajo. Estos se quitan, a saber, cuando los jefes prevén más ventas en otros sectores o encuentran mano de obra más barata en otros lugares. Sea como sea, lo que se vende como ventaja es, como mucho, evitar la desventaja. Que el proletariado dependa del éxito de los que mandan sobre él, es todo el argumento a favor. De hecho, es un chantaje para apoyar el triunfo de las empresas alemanas en la zona del Euro, aceptando cualquier condición de trabajo y prescindiendo de buenas partes del salario.
La crisis ha revuelto ese bonito orden económico. Y es evidente lo que queda por hacer: explicar al trabajador por qué hemos llegado a tal situación desviada que le provoca angustias existenciales, y por la cual tendrá que asumir sus últimas consecuencias.
La crisis financiera es global. El sobre-endeudamiento de los Estados que se ocupan del rescate ampliando el crédito, también lo es. De ahí que los inversores, que retiran su confianza en los bonos, lleven Estados enteros al borde de la bancarrota. Todo esto empezó en los Estados relativamente pequeños de la periferia europea del sur. De momento, Grecia marca el punto culminante. Pero ya se ha venido cuestionando la solvencia de España e Italia, y ahora incluso Francia está entre los que temen una bajada de su calificación, o cosas peores.
El que una crisis financiera afecte a casi todos los países, o sea que un país afectado caiga como una ficha de dominó llevándose a los demás, tanto Estados como bancos, revela que todo aquello obedece a un asunto sistemático. El contexto económico, en el que se colocan las fichas, hace que la crisis se generalice, desembocando en un desastre global. Por un tiempo, el engranaje económico, y particularmente la participación de la banca, llegó a ser calificado de “sistémico” para justificar el rescate de todas las partes del sector en apuros, financiado con crédito. Claro está que lo “sistémico” no debe quebrar, porque si se quiebra, se quiebra todo el sistema. Sin embargo, al explicar la gran crisis, este mismo principio del funcionamiento de la economía, el carácter sistemático que les servía como justificante del rescate, ya no les interesa. Es que el Estado y los medios de comunicación pretenden separar en su explicación la cuestión económica de sus causas, queriendo absolver la economía del mercado. Así hacen que se mantenga la buena fe en que el sistema, en el fondo, es bueno.
Por lo tanto, lo que sustituye la crítica es la búsqueda de los culpables, que lo son más en un sentido moral que en el jurídico. Los pecados capitales más cotizados son, sobre todo, la irresponsabilidad y la avaricia de los mercados. La crisis, entendida así, ya no pone en juego la benévola confianza de la gente en el sistema. Es que tal crítica ya no se dirige contra el régimen económico sino denuncia la postura de los actores frente a él recriminándoles por irregularidades y prevaricaciones. Explicada así, la crisis es una anomalía que se podría haber evitado si cada uno en su puesto hubiera cumplido con su deber. Y además, con esta buena noticia la política se luce presentando su remedio contra las irregularidades y errores de unos pocos. Para salir de la crisis y que estos errores no se vuelvan a repetir hay que recordarles sus obligaciones a los individuos culpables ¡mediante reglas y normas!
En primera fila del banquillo de los acusados están los operadores del capitalismo de casino.
El delito que cometieron se llama exceso, el motivo, codicia. El que piense así, ya no pondrá reparos al capital financiero, pero sí a su libertinaje. Los periodistas y profesionales que nos brindan este tipo de análisis tampoco necesitan indagar profundamente en el sector para llegar a esta conclusión. Lo hacen al revés. Antes de analizar la economía del capital financiero ya está clarísimo que la causa del mal es la desviación. Para sustentar ese prejuicio, la tarea es, precisamente, buscar y montar el material y los criterios contra los que los inculpados habrían atentado.
Es por ello que sacan a la luz las diferentes artes de la especulación sirviéndolas a un público que jamás se interesaría por ellas. Llegó a conocerse, por ejemplo, la venta en corto. Y al final, también la venta al descubierto. Es la práctica en la que el inversor vende acciones, que no necesariamente posee, a un tercero en un plazo determinado y al precio de hoy para comprar idénticos valores después de la esperada bajada de precio. La diferencia entre el precio de la venta y el de la compra se la queda el inversor. ¿Y qué aprendemos de ello? Primero, que tal práctica es sumamente inmoral, porque es la caída de precios, el mercado bajista con el que hace dinero. Ahora bien, ¿cómo se debe comportar un inversor ante una caída de los precios de acciones? ¿Comprarlas para frenar la bajada y perder todo porque los precios siguen cayendo? Esto sí que atenta contra la razón económica que aquí tanto se celebra. Entre los actores del capitalismo con capacidad financiera, ¿hay quien quiera otra cosa que obtener beneficios? Mientras haya beneficios, y muchos, ¿acaso importa conseguirlos con precios al alza o a la baja? Sea como sea, estimular el mercado en su totalidad o evitar su decadencia no es la ocupación de ningún actor económico que concurre en la competencia por el dinero, y si fuera así, serían ocupaciones incompatibles. Segundo, que los inmorales negocios de los inversores que se forran con las ventas en corto expliquen gran parte de la crisis, su agudización cuando menos, tampoco es verdad. Como si la tendencia bajista de los valores no tuviera que existir para poder hacer el negocio a base de ella.
Este discurso “explica” al ciudadano de a pie que la crisis es producto del desliz moral de unos avariciosos, refiriéndose justamente a una técnica de especulación con acciones, que hasta hace poco se conocía como muestra de la genialidad de los mercados financieros. Genial es cómo saben producir beneficios en aumento incluso en mercados bajistas. ¡Chapó! Fue durante la crisis, y no antes, cuando empezaron a considerar la misma técnica como peligrosa, y no hay que sorprenderse. El fracaso, una vez ocurrido, es el criterio para “darse cuenta” de tal peligro, y es el único del que disponen, por mucho que afirmen lo contrario.
¿Qué hacer? Se aconseja introducir, por ejemplo, una tasa sobre las transacciones financieras, como si imponer a un mal hecho un impuesto pudiera deshacerlo. O por lo menos se espera así frenar sus consecuencias. Por otro lado, se ruega no excederse con la tasa, ya que puede espantar a los inversores internacionales, ¡y esto tampoco puede ser! Todos quieren poner a los inversores en la picota, pero no expulsarlos del juego porque estos cumplen dos funciones fundamentales: la de culpables que compensan la justa ira del pueblo que así sabe diferenciar entre los responsables de la crisis y los que no; y la de actores que rectifican sometiéndose a la regulación política para fomentar el país en materia de producción y finanzas. Así el poder político procura domesticar la rabia que él mismo sembró contra los aventureros financieros, adaptándola otra vez a la política. Y ésta apunta, precisamente, a recuperar, mediante el crédito y algunas nuevas leyes, la utilidad del sector financiero para los fines estatales.
De este modo, la crítica pasa sin rodeos a su segundo objeto, la política. Si ésta considera necesaria ahora una nueva regulación de los mercados financieros, después del comienzo de la crisis, entonces reconoce implícitamente que hizo falta hacerla antes de la crisis. Los políticos han obrado con negligencia, y peor aún, permitieron expresamente la especulación arriesgada, siendo la “política del dinero fácil” la que le suministró el material de negocio.
Ahora que el volumen de la deuda pública se mide en billones y el capital financiero desconfía abiertamente de los bonos estatales, todo el mundo sabe qué ha ido mal, gracias a la peritación hecha por los medios de comunicación. “¡No se puede gastar más de lo que uno ingresa!”, señalan. Como quedó demostrado, sin embargo, el Estado sí que puede gastar mucho más de lo que ingresa, y eso permanentemente. ¿O cómo es posible que la deuda, o sea el crédito que el Estado se presta del sector financiero, fuera creciendo sin parar? Sería interesante saber el porqué, por qué funciona y para quién. Pero esto no interesa a nadie.
Mejor parece comparar la política presupuestaria con la economía de hogar, porque así queda claro que el tesorero público incumplió su obligación de diligencia. Así, al fracaso económico se añade el moral: ¡Vaya poca seriedad que tiene el Gobierno en la administración de “nuestra caja conjunta”! La política financiera es culpable económica y moralmente porque habría violado los principios económicos de cualquier ama de casa. No tenemos nada en contra de la política presupuestaria, dicen, ¡salvo la turbia!, que tiene graves consecuencias. Sin embargo, no son las amas de casa, sino los capitalistas financieros que aportan la prueba definitiva de que Hacienda se entregó a la insensatez económica. La desconfianza de los mercados en la deuda acumulada demuestra, según los gruñidos de la prensa, la poca seriedad con la que el Estado hizo sus cuentas. La industria financiera, que compró y comercializó la deuda, de repente es el guardián de los principios presupuestarios, cuando antes la tildaban de ludópata.
Resulta muy interesante ver cómo engranan las críticas orquestadas desde arriba. Propiamente dicho, no se concentran en el sector financiero, sino en la falta de su regulación por el Estado, descubierta en la retrospectiva. A la política financiera no le son imputables sus actos, sino la falta de sentido económico, respectivamente. Los órganos de la opinión pública no critican a ninguno de estos dos ámbitos en sí, sino miden uno con el criterio del otro. Quisieran –no cabe duda– reanimar lo que se ha perdido en la crisis, la prosperidad mutua de la política y la economía, aspiración que constituye la matriz de todas las críticas que hacen los de arriba. De ahí que asignen un programa que los de abajo deben exigir: un Estado que regula al sector financiero, y unos presupuestos hechos a medida de la economía. ¡Vaya propuesta!
Claro está que la reprimenda a los políticos no solo se hace para atender a los de abajo, o más concreto, a su sentido de la justicia, presentándoles otro culpable de la crisis, sino que esta crítica también es del agrado de los políticos porque, en toda su simpleza, concluye en una terapia que ya forma parte de la agenda política. Pues, ¿qué fue lo que sedujo a los políticos a quebrantar las reglas económicas y hacer una política basada en el endeudamiento? ¿Acaso cedieron a la desbocada “mentalidad de protección” de sus “votantes” y su manía de “vivir sobre sus posibilidades”?
Como si pudiera solicitar o incluso decidir la ampliación del crédito de las arcas públicas, dicen que el último responsable del desastre financiero es el asalariado medio; y el gobierno democrático, en sí mismo bueno, se vendió para obtener su voto. La actitud de plantear demandas sociales, cotejada por políticos egoístas que solo piensan en sus prebendas y en la reelección, causó la catástrofe. Finalmente concluyen que es por culpa de sus pueblos que las democracias se sobrepasaran con sus deudas, y que el mercado financiero, en último lugar, solo pasó factura. Todas estas afirmaciones son puros cuentos, que podrían minar la reputación de la democracia. En cuanto a ella se aprende: una democracia puede prestarse a muchas cosas, ¡pero no a ser un medio para vivir!
Así sermonean al pueblo, para que le quede bien grabado que el gobierno no se elige para hacerlo vivir bien. Si esto fuese así, por lo menos sabría por qué va a votar. Pero no. Sería un error capital si se incluyeran las demandas del pueblo en la agenda política. ¡La crisis lo demuestra! Con estas afirmaciones, se han construido esta figura del ciudadano materialista implacable con el único fin de arremeter contra ésta sin reparos. Sin embargo, cualquier campaña electoral acredita que las cosas nunca fueron así. Los partidos afirman que es populista quien haga “ilusiones” al pueblo; y quien lo reprende, se recomienda como político responsable y digno de gobernar. Los resultados de las elecciones parecen darles la razón.
Por una parte, el pueblo como culpable de la crisis se encuentra en el banquillo junto a los que fracasaron en la política y en el mercado financiero. Por la otra, destaca con respecto a la crisis de la deuda soberana; no solo es cómplice en cuanto a su mentalidad materialista, sino que ésta es la raíz del mal, y el sobre-endeudamiento, solo la consecuencia de esta mentalidad. Siendo éste el diagnóstico de los adivinos de política y prensa, consecuentemente, ruegan recurrir al pueblo y no a otros, como la fuente del trabajo y el dinero que precisan los que “fracasaron” para recuperar su rumbo. Éstos, en todo caso, no tienen por qué asumir las consecuencias de sus actos. En cambio, el trabajador tiene, primero, el honor de servir a los “mercados” procurándoles el crecimiento que tanto necesitan; y segundo, al Estado porque éste le hace pagar por el sobre-endeudamiento de sus arcas. Y dado que éstas se sanean con el crecimiento económico, el trabajador debería entender que trabajando más por menos se le alivia la tarea como “contribuyente”…
Todos los Estados europeos proceden con sus pueblos según ese modelo. El único detalle que diferencia la política interior y social de Alemania de la de Grecia con sus barricadas es el hecho de que el país modelo de Europa lleva ya más de un decenio recortándole al pueblo los salarios y las prestaciones sociales. Así, con su sector de salarios bajos y sus pensiones baratas ha conseguido un éxito económico que a la vez le ha proporcionado una posición privilegiada en Europa como poder económico más fuerte. Y todo eso sin resistencia importante por parte de los afectados.
Sobre esta base la propaganda alemana le felicita al pueblo y le brinda una oferta odiosa: puede clasificar entre los pueblos maltratados por los Estados. “Nosotros” somos el pueblo trabajador y ahorrador. ¡Enhorabuena! Los griegos y los otros sudacas son los pueblos malos y vagos que tienen la culpa de la actual crisis y que son una carga para “nosotros” y quieren que seamos los pagadores. Lo que es resultado de la competencia de los emplazamientos económicos nacionales que ponen sus empresas y bancos en el mercado mundial en competencia para que obtengan beneficios uno contra otro y uno de otro – eso quieren que los pueblos se lo adjudiquen como resultado de us esfuerzos, de su trabajo común en el que decide empeño o pereza, el carácter aplicado o descuidado del trabajador sobre el bienestar. Así quieren que piensen, pero eso no es la verdad.
En lo que concierne el gran “nosotros”: ¿no era hasta hace poco el propio territorio una mezcolanza de figuras diferentes hasta opuestas, de tahúres financieros que timan los ahorros a los trabajadores con apuestas arriesgadas, de políticos poco cabales que hacen pagar a los contribuyentes por sus negligencias? La vista hacia fuera, al extranjero, hace de esa mezcolanza de intereses opuestos un gran “nosotros” de personas que presuntamente tiran de la misma cuerda. Los miles de luchadores solitarios que trabajan en las empresas nacionales, no tienen ni plan ni tarea común. Trabajando en las empresas están enredados en la rivalidad de sus respectivas empresas, que tampoco pretenden hacer causa común con nadie porque todos quieren sus beneficios, también a costa de los demás. El trabajador no decide de ninguna manera sobre su rendimiento, ni si es empleado ni tampoco sobre la cantidad del trabajo exigido. El compás de las maquinas y el reloj para fichar le exigen lo que decide el cálculo empresarial, y algunas veces no lo necesita y el empresario lo despide porque su trabajo no es rentable. Lo que hace de este caos anárquico de empresas y su personal una cosa que sirve como prueba de una comunidad perceptible es la agregación nacional de todos los resultados empresariales en un crecimiento y una cantidad de exportación. Lo hace el Estado. Al final se traduce en la calidad de una moneda que se llama “nuestra”.
Así se define ese “nosotros”. Y “los otros”: ¿Qué sabe un electricista alemán o un conserje de las características de un empleado de hacienda o de un basurero de Atenas, al que culpa de la mala situación por perezoso? Nada, ni siquiera conoce a las figuras cuyo carácter nacional lo descubre tan brillantemente y lo estigmatiza. Es que tampoco hace falte que las conozca para entrar en fuertes contradicciones con ellos como dueño de Euros y trabajador activo. La competencia entre sus economías nacionales se ocupa de ellos, y los trabajadores pueden servir a la economía, si es que los necesita. Es que las empresas del sur de Europa no sacan tanto provecho de sus trabajadores en comparación con las empresas alemanas, lo que les cuesta volumen de ventas, al país puestos de trabajo y a la gente sus salarios. Ahí el europeo del sur está en oposición al colega alemán, al que no conoce en absoluto: es el trabajo barato que usan de forma productiva las empresas alemanas para su bien y que convierten en éxitos de venta contra la competencia inferior del sur de Europa lo que a su vez arrebata los puestos de trabajo y los salarios a los trabajadores del sur. Los miembros de los distintos pueblos no están de por sí en oposición, son las economías nacionales y los dirigentes los que los colocan en esta. En tanto que los pueblos se consideren como unidos, a pesar de todas las contradicciones internas, y apoyen a la propia nación, no porque les sirve sino porque es la suya, están dispuestos a cometer cualquier putada contra los competidores de su nación y el inventario vivo de ella.
El sobreendeudamiento del presupuesto nacional le da a la historia su especial gracia: apenas puede felicitarse el alemán trabajador por victorias que no son suyas sino de la economía alemana usando su trabajo barato, ya se le confronta con las consecuencias nefastas del triunfo. Es que los éxitos en los negocios minan la base de los negocios en el mercado europeo y producen perdedores que tampoco confortan a las naciones triunfantes. Las exportaciones alemanas producen en muchos otros países mermas económicas y descenso del crecimiento porque la industria nacional no está a la altura de la alemana. El sur de Europa no ha logrado el crecimiento esperado usando como muchos otros los créditos del capital financiero y por eso los inversores financieros lo castigan. Para mantener la economía endeudada de esos países y por lo menos aplazar la gran bancarrota hay que transferir miles de millones desde las capitales europeas. Así otra vez la historia acabará en el doble papel que debe empeñar el buen alemán que es simplemente el reparto ideal según su elite: no solamente trabajador aplicado para la economía alemana sino también cerdito hucha para el presupuesto nacional que tiene que movilizar nuevos créditos millonarios para salvar el Euro.
El imperialismo popular, el que no envidia el éxito al pueblo eficiente y por el contrario quiere castigar a los perezosos y fracasados, solamente presenta la mitad del verdadero imperialismo: las naciones perdedoras sienten de todas maneras la mano dura de las naciones acreedoras. Pero los competidores perdedores en el mercado europeo no solamente son una carga sino también el medio para crear la potencia europea común que otorga el peso al Euro para ganar el título de “moneda mundial”, son mercado para las exportaciones y las importaciones, son sobre todo base y contribución a la potencia europea. En esta característica, como medio de las propias aspiraciones económicas de los países grandes, se les apoya a los países del sur y se evita la bancarrota en lo posible. Por ahora.
La ira con los pueblos vagos del sur, alimentada por los responsables, la permiten mientras exija la mano dura para con los emplazamientos industriales y sus residentes, cosa que de cualquier manera estaba en la agenda de la gestión de la crisis. Por otro lado esta incriminación de los pueblos vagos implica la posibilidad de dar una negativa a todos los esfuerzos de una operación de rescate: ¿Por qué deberían apoyar y premiar los pueblos trabajadores a los vagos y así poner en peligro su propio nivel? El gobierno ha decidido tratarlo de una manera calculadora: no arrincona la ira contra los fracasados pero tampoco la admite como objeción contra las operaciones de rescate. Por eso aplica para todas las medidas de rescate el lema: Si hoy “nosotros” salvamos a los “otros”, entonces es por nuestro propio interés y no él de ellos. Los fondos de rescate y los créditos no merecen la sospecha de funcionar por el espíritu de solidaridad o de ayuda vecinal. Funcionan por interés personal. Los servidores del crecimiento alemán, a los que se dirigen de esta manera, se felicitan por formar parte de una gran nación que les dice a los otros lo que hay que hacer. ¡Vaya compensación! Son mensajes del gobierno y de sus portavoces que pegan con la “comunidad de valores europea” en la que realmente lo importante es el valor.
Los Estados del sur no solamente tienen que ganarse los créditos prometidos haciendo duros recortes contra la propia población sino que tienen que ceder importantes competencias en áreas importantes de economía y presupuesto. Papandreou se reduce en los periódicos alemanes a un representante de alumnos que tiene que “presentarse” en las cumbres europeas para que controlen sus “deberes” y recibir el visto bueno de “Merkozy”. O sea: que tengan los pueblos europeos y sus elites bien presente que el Euro y la soberanía de la mayoría de los miembros no se compaginan. El destino de Grecia y de otros se decide en Berlín, quizá en Paris, pero de ninguna manera en los países en cuestión.
Y entonces el colmo: Papandreou anuncia un referéndum y quiere que sean los propios griegos que decidan sobre el futuro de Grecia y del Euro. No lo hace, a propósito, para sabotear el encargo de Berlín y Paris, sino para comprometer a la población a cumplir con él. El problema de este intento es que la agenda ya decidida y que tiene que cumplir el gobierno griego, se expone a un riesgo insoportable. No le ayuda nada al soberano griego que haya organizado el evento, no apalabrado con los comitentes, como momento estelar de la democracia, pues como decisión del pueblo, con lo que espera la aprobación de los amigos democráticos de los centrales decisivos europeos. Al contrario, poco después de anunciarlo empiezan las reprimendas de unos demócratas europeos sobre el sentido y el objetivo de la democracia, reprimendas que llaman la atención.
Primero tienen que aprender los pueblos que el logro presuntamente más grande de sus vidas, la democracia, solamente molesta cuando se trata de cosas tan importantes como el rescate de la moneda europea. Bueno, de cualquier manera la democracia en su forma ideal, que dice que en esta forma de poder se trata de un referéndum continuo donde la gente impone un programa a sus representantes el que tienen que cumplir. La mayoría de los expertos de la política, de los medios de comunicación y de la ciencia advierten del peligro que significaría llevar a cabo ese principio ahora y en esta situación en Grecia. Unos declaran que los holgazanes griegos son unos desvergonzados que cobran años después de la muerte de sus familiares sus pensiones, no merecen un diamante tan apreciado del joyero de la democracia. Otros no critican tanto a los griegos pero también desaconsejan por razones reveladoras: un pueblo que por los daños sufridos ya está que trina no tiene la cabeza clara para tomar una decisión adecuada. ¡Un momento malísimo! Cuando más necesario sería una decisión, por la oposición dura de intereses entre lideres y liderados, menos apropiado es. Porque es cuando amenaza con salirse del control, cuando posiblemente no coincide con el resultado deseado, o sea con el resultado “adecuado”. Así que el pueblo tiene que cerrar el pico.
A no ser que la política logre formular la pregunta del referéndum tan sofisticadamente que los encuestados no pueden hacer otra cosa que aprobar el resultado deseado. Por poco tiempo se les incomoda a los lectores con el calculo de que el gobierno griego sí podría implicar a su pueblo en una contradicción para que salga el resultado exigido. Parece que los helenos en su mayoría están en contra de los recortes pero a favor de mantener el Euro – algo así es imposible porque los poderosos del Euro han decidido que algo así no es posible. O sea, el griego estaría atrapado y tendría que marcar a regañadientes la cruz en el “Sí al Euro” en el que está gratis incluido el sí a su empobrecimiento. El diálogo democrático entre el pueblo y la dirección está marcado por una insidia y un cálculo: que el pueblo diga lo que tiene que decir, ya que lo preguntan…
Y en eso se parecen las dos lecciones. Una excluye categóricamente un referéndum, o sea todo el procedimiento, porque la voz del pueblo molesta la libertad del gobierno a la hora de realizar las medidas. La otra se puede familiarizar con el procedimiento, pero solamente con la condición de que se pueda garantizar el resultado de antemano. La voluntad del pueblo, no en la forma monosílaba de hacer una cruz electoral con la que autoriza una dirección, siempre es una cosa sospechosa en la democracia y en tiempos de crisis cuando está especialmente puesta a prueba hay que controlarla y tener cuidado con ella.
Otros que no están relacionados con una secta de principios democráticos de base se refieren de manera hipócrita al referéndum. Alaban ahora en sus artículos la democracia directa que en otras ocasiones como por ejemplo en cuestiones de energía nuclear les parecía odiosa. No lo hacen por una depuración democrática sino porque el resultado del referéndum tal como lo presumen y esperan les convendría. Un “no” al Euro de los griegos sería exactamente lo que exigen ellos, ¡que se echen a los holgazanes del Euro!
Más directamente se llega al mismo resultado si se toma el rumbo del periódico sensacionalista BILD que exige un referéndum en Alemania, no sobre el recorte de los salarios y de las pensiones en Alemania sino sobre la exclusión de griegos y otros pueblos de poca confianza del Euro. El periódico se puede imaginar muy bien que las acciones del gobierno contra los fracasados del sur se acompañan con un referéndum. Eso daría una apariencia de democracia vivida a los dictados de la política y estimularía la amistad entre los pueblos.
Así se prosigue el cursillo intensivo sobre la democracia y aumenta los conocimientos de los pueblos: los referéndums dificultan la labor del poder en Europa. Y si uno se familiariza con algo así entonces solamente con la condición de que sirva al interés nacional, no al de los votantes.
Hasta ese punto ha llegado la oposición de los pueblos en Europa. Hasta tal punto que amenaza romper la Unión Europea. Pero mientras apuesten las naciones hegemónicas por esa Europa hay que controlar el desacuerdo entre Estados y pueblos. Cosa que llevan al extremo con sus programas anti-crisis. Para eso sirve la última lección para los pueblos europeos. Su punto álgido de momento ha pasado pero merece la atención porque aclara para qué en una nación democrática se desgasta la vida de la gente.
Eso dicen que es, la última y más importante razón para que los pueblos, a pesar de las oposiciones y contrariedades, deben ser fieles a la Europa unida y su dinero. Es alucinante como los Estados con una sola frase se desenmascaran como aparatos monstruosos: ¡advierten del peligro que constituyen ellos mismos! La guerra que insinúan como consecuencia de la desintegración europea solamente puede ser su obra. Ellos son los únicos actores del conflicto militar que anuncian como una posibilidad imaginable.
“Sin Europa unida no hay paz” indica además claramente la naturaleza de los intereses que las naciones quieren realizar con la Unión Europea. “O realizamos el incremento de nuestro poder económico y político con la UE y dentro de la UE o las naciones, si actúan en solitario, podrían optar por la guerra en la lucha por sus intereses.” Esta es la alternativa que implica la advertencia de una desintegración europea y sus consecuencias. Eso significa que son dos opciones para el mismo fin; entonces los intereses nacionales en la Europa unida tampoco son una aportación a una obra común sino marcados de tantos enfrentamientos que pueden derivar incluso en un conflicto bélico.
La mayoría de las naciones europeas todavía se consideran parte de la unión no porque hayan aprendido algo de las dos guerras mundiales, y menos en el sentido de que los Estados y los pueblos hayan enterrado sus antagonismos y las hostilidades para cooperar para el mutuo provecho. Los desacuerdos actuales lo prueban claramente. Las contradicciones entre las naciones europeas nunca han desaparecido. En primera instancia tenían que pasar al segundo plano detrás de un conflicto entre todo el Occidente, liderado por los EE. UU. dentro de la OTAN, con la Unión Soviética. Las naciones europeas participaban y se integraban bajo la protección atómica de los EE. UU. Renunciaban a los conflictos bilaterales y se sometían a la llamada “disciplina de la alianza”. En segunda instancia los socios europeos encontraron razones nacionales para relativizar antagonismos entre ellos, todo eso por propia iniciativa, y posponerlos tras otro antagonismo con un tercero, esta vez con la potencia líder del occidente. El objetivo común que persiguen los Estados europeos con su moneda común y su espacio económico común es competir con los EE.UU. por el rango de potencia mundial con una moneda mundial. Esta versión del proyecto europeo que data de la fundación de la UE se ha ampliado debido al cambio global de las relaciones de fuerzas: sin ser unida y sin moneda común Europa amenaza caer cuando se hace la redistribución del mundo entre los EE.UU. y las nuevas potencias en Asia y Sudamérica como China y Brasil. Ese agrupamiento de fuerzas europeas para ese proyecto, del que cada nación espera un poder político y económico creciente imposible de lograrlo por si solo, no ha hecho desaparecer los antagonismos. Al contrario, con la actual crisis de la deuda soberana se están animando.
El odio popular alemán contra los fracasados del sur, avivado por gobierno y prensa, conviene mientras se compagine con las medidas oficiales contra la crisis. Como objeción a la alianza imperialista en general se tiene que desactivar – por eso la canciller Merkel manda un saludo a la parte euroescéptica de su pueblo que es alucinante: ¡o dejais que os utilicen y aceptáis el empobrecimiento a favor del rescate de Europa o la desintegración de Europa y con ello una nueva guerra exigiría mucho más de vosotros! La bolsa o la vida.
Estas son las señales que se transmiten a los pueblos europeos en el punto álgido de la crisis.