Teoría marxista. Crítica al capitalismo. |
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Sobre el consumo circulan noticias curiosas pero reveladoras. Como por ejemplo, muchas veces éste se tiene que “estimular”. El consumo se exige, efectivamente, para promover el crecimiento. Eso ya dice mucho. Por lo visto, el capitalismo no procura el abastecimiento como finalidad, ni es la producción el medio para cubrir necesidades con los bienes deseados. Todo lo contrario: la demanda de consumo es el medio para llevar adelante el propósito de crecimiento corporativo en las empresas. Por ende, una cantidad jamás entrará en consideración para impulsar el crecimiento: la del ingreso de la población trabajadora que determina la capacidad para consumir y el volumen de ventas en el mercado de consumo. En lugar de eso, se cultiva la confianza del consumidor y el ánimo de comprar, suministrando al consumidor optimismo y no rumores de crisis para que éste gaste sus ingresos o tome un crédito para adquisiciones adicionales. Así el consumo contribuye al crecimiento sin perjudicar las balanzas comerciales. La razón para tales curiosidades yace en el modo de calcular de las empresas capitalistas. En el mercado, los ingresos de la gente son requeridos para realizar el volumen de ventas y en ese aspecto no pueden ser lo suficientemente altos. Por otro lado, los mismísmos ingresos son costos laborales en el balance empresarial, un gasto necesario para la ganancia que al mismo tiempo la reduce, por lo cual éstos se calculan lo más bajo posible. La condición para encontrar un trabajo es que los empleados entreguen más rendimiento en dinero que ellos mismos cuestan. El consumo, por tanto, no es sólo una cantidad limitada, siempre de una dimensión demasiado pequeña para la facturación de mercancías; también es un factor limitador de la ganancia cuyo incremento para conseguir más ventas, por ende, está fuera de la cuestión. No obstante, hay crecimiento: no sólo por la contribución del anticipo de los capitalistas a la demanda, aparte del factor del salario y su propio consumo elevado. Por medio del crédito, éstos también se liberan de las barreras del mercado para financiar su crecimiento. Ese cálculo empresarial que sujeta los ingresos, determina toda finalidad de la producción capitalista en general. El cálculo de la ganancia decide qué, cómo y cuánto se produce, igual que la calidad y precio del producto. El costo por unidad de producto tiene que resultar en un excedente. Dentro de esa acumulación de riqueza monetaria, la subsistencia de los empleados constituye sólo un momento que permanece circunscrito a la mera regeneración de su capacidad laboral. Sin aludir a la lectura de Marx, esa economía se atiene a la norma de que el trabajo no hace rico, sino –en el mejor de los casos– compensa los costes de vida. El consumo es, a todas luces, una variable dependiente de la producción capitalista. Ésta no sólo define la extensión, tipo y precio de bienes, sino también el ingreso de los consumidores, éste no siendo más lo que los capacita a consumir.
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En organizar su consumo, el ser humano dispone, por supuesto, de cualquier libertad posible. Puede elegir entre mercancías del mismo o diferentes tipos y compararlos según calidad y diseño. Además, se es la única autoridad para decidir sobre el acto de compra. Naturalmente, se entiende, bajo los requisitos dictados, por un lado, por sus propias necesidades y la escala de productos en el mercado; por otro, por los precios de las mercancías y su billetera. Alguna que otra alternativa en la escala de productos resulta ser una de renuncia: o las vacaciones, o el coche nuevo. Para adquisiciones mayores, el consumidor tiene la libertad de ahorrar: consumir menos hoy y más en el futuro. Si no le gusta eso, también puede hacer uso de su libertad en dirección contraria y comprar a crédito: consumir más hoy y menos en el futuro, porque todo se ha de pagar. Y al fin y al cabo de todas cuentas y cálculos, hay una coincidencia feliz para el creador de ese sistema de contabilidad que mantiene al consumidor tanto su libertad como su problema: el ingreso gastado refluye a los que lo calculan tan meticulosamente y que vuelven a adelantarlo para su ganancia. El ciclo puede empezar de nuevo, tanto el del capital como del consumidor que de nuevo ha de ganarse un ingreso que, en el mejor de los casos, le capacita para volver a trabajar, o sea regenerarse.
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Además, respecto a la esfera privada del consumir y disfrutar, el consumidor, por supuesto, piensa lo suyo. Mientras compara y elige en el mundo de las mercancías, en el fondo decide sólo una cosa: a sí mismo. En toda libertad poética, empero, lo interpreta como si fuera él quien decide. Nada menos que la variable dependiente de toda producción capitalista: se cree amo del proceder que rige toda economía. Probablemente, ese convencimiento sencillo pero erróneo del “consumidor” común y corriente marcaría el fin del asunto, si no fueran público y expertos científicos quienes aportan lo suyo a la idealización fantasiosa y su enorme desarrollo con sus contribuciones más o menos elaboradas. Su propósito ideológico es tan perseverante que ni le afecta la información de experiencias contrarias asequible a todos. Desde hace décadas, periodistas y sociólogos se dedican en público a una creciente pobreza infantil en el país y cuentan la creciente cantidad de receptores de asistencia social. Celebran los comedores para pobres como camino innovador para combatir la fecha de caducidad de alimentos. En cada urbe ya hay suficientes hambrientes que agradecen ese acto generoso de liquidar productos vencidos. Y sin embargo, la misma gente sostiene tenazmente la leyenda de la “sociedad de bienestar” en la que todos vivimos y que incluso hace del consumidor medio un “rey cliente”.
No obstante, el consumo también se critica. No por sus condiciones miserables, sino por su demasía. De pronto, gente que no sabe cómo salir adelante con sus ingresos se encuentra en una “sociedad opulenta”. Y en función de la sensibilidad moral, se atribuyen ciertos efectos a la abundancia con la intención de activar la responsabilidad del consumidor moderno: dioxina en los alimentos, trabajadores agrícolas intoxicados por pesticidas, trabajo infantil en el tercer mundo, o contaminación climática causada por el transporte global: todo aquello son defectos sobre los que el consumidor debe reflexionar. Desafortunadamente, no sobre el fin y naturaleza de una producción que genera tales cosas, sino sobre cambiar su opinión sobre sí mismo y su “poder de consumidor”. Por participar “en el sistema” como comprador, se espera de él que considere su consumo como causa de esos males y que los corrija nuevamente como comprador. En la práctica no surtirá efecto, y en teoría es tan equivocado como la variedad mencionada de elogio y crítica de “la sociedad de consumo”. Esto merece una explicación.
Los que cantan esa alabanza reconocen a esa economía tener el objetivo de producir bienes útiles para una vida sólida y placentera, una riqueza material que merece el nombre de prosperidad y que en el fondo se proporciona a todos los miembros de la sociedad. Eso es lo que implica la imagen de una “sociedad de bienestar”. Los promotores de esa imagen identifican el dinero y su acumulación, eje de la competencia capitalista; pero mal: como indicador de la riqueza material que posibilita el acceso a ella, siendo medio de la producción y distribución de los resultados de producción. Por supuesto, sólo para los que tienen dinero. Los que no tienen, tienen que encontrar un empresario a quien enriquecer con su fuerza de trabajo. Si esto funcionará, depende del cálculo de beneficio de las empresas. Millones de miembros de la sociedad de bienestar están sin trabajo e ingresos. Y cuando funciona, la finalidad corporativa de la ganancia define qué saldrá del trabajo de los no adinerados. Será un salario corto del que tal vez se pueda vivir, pero del cual nadie realmente quiere vivir. Hasta hoy no ha desaparecido en los hogares del proletariado el suspiro de que los niños algún día lo tengan mejor. Pues el dinero no es un medio práctico para acceder a las cosas bonitas de la vida, sino fin de la economía capitalista. Su aumento por medio del trabajo de los que no poseen propiedad es el objetivo y criterio de su utilización, sujetándolos por medio del salario a mantener su existencia como trabajadores asalariados, es decir excluidos de la riqueza creciente que tienen que producir. Ello se muestra también en los utensilios domésticos de cualquier hogar de trabajador moderno, a los cuales se suele recurrir para comprobar la prosperidad del consumidor medio.
No cabe duda: hoy día el empleado moderno dispone de una serie de productos que no estaba al alcance a principios de la “sociedad industrializada“, y mucho menos para trabajadores. Sin embargo, se ha de poner en duda que esa circunstancia justifique el homenaje de “sociedad de bienestar” que se hace al capitalismo ya desde hace más de medio siglo. Sirvan como pruebas el automóvil, el congelador o el televisor de plasma que se han visto en los hogares. Como si una población activa sin vehículo pudiera cumplir, tanto en cuestión de tiempo como geográficamente, su flexibilidad para trabajar en “empresas que respiran”. El poco margen de tiempo que queda para dedicarse a la cuestión de la alimentación después de una intensa jornada de trabajo, requiere, para ahorrar tiempo, medidas de provisión, lo cual es imposibile sin neveras y otros aparatos domésticos. El hecho de que la energía que exige un trabajo agota a quien la gasta sin que le fuera retribuida con generosidad, viene como anillo al dedo para las ofertas de la industria electrónica recreativa. El televisor rellena perfectamente el poco resto del tiempo de recreo que queda después de llevar a cabo las necesidades de reponerse para la próxima jornada. Primero, en comparación con proezas culturales fuera de casa, el cine en casa ahorra tiempo. Segundo, el consumo pasivo de imágenes en movimiento no exige demasiado del resto de capacidad y atención que deja el desgaste laboral. Y tercero, la cosa queda bastante más barata que Cannes o el Liceu de Barcelona, y por tanto conmensurable con el sueldo modesto de un trabajador. Las cantidades tiempo, energía y dinero que componen las coacciones de la existencia asalariada se han convertido en el objeto de una industria hábil para el comercio.
Se equivoca quien elogia la sociedad de bienestar, precisamente porque pone el sello de calidad de vida a puras necesidades para cumplir las funciones de la existencia del empleado. Ciertamente, incluso los bienes que antaño se consideraban artículos de lujo, como el salmón, han entrado en la cesta del trabajador común. ¿Y qué nos dice eso? De hecho sólo que el avance de la productividad del trabajo ha sido tan enorme que un kilogramo de salmón se produce en cada vez menos minutos de salario, por lo cual la industria pesquera puede marcar precios rentables en ese segmento de productos, beneficiándose incluso de ingresos proletarios. Hay una sola cosa que el crecimiento de la productividad en esa sociedad no proporciona: la disminución de horas laborales para la producción de cada vez más y nuevos productos, con un mismo o mejor nivel de abastecimiento, no conducen a un incremento de horas libres para el trabajador. Todavía, el trabajador moderno tiene que rendir aproximadamente 40 horas semanales por un salario que para muchos ni alcanza para lo necesario, desafiando sus capacidades organizativas. Las ventajas de la productividad crecida se encuentran unilateralmente en el bando patronal, no trabajador. Crecimiento capitalista y prosperidad para todos, por tanto, no se han de confundir.
De todas maneras, los aduladores del mejor mundo de todos no quieren saber nada de ello. Con la figura ficticia del rey en cada cliente, llevan a otro nivel la leyenda de la “sociedad de bienestar”. La gente no sólo debe verse bien atendida con la diversidad de productos del capital, sino que esa metáfora dominante incluso presenta el cliente como amo de la producción que define su contenido y dirección: el qué, cómo y cuánto se produce. Sirviéndose de teorías económicas, el acto de compra se interpreta como un acto de votación en el que los clientes mediante sus billetes señalan y encauzan productos y servicios que desean consumir en el futuro.
Pero pasan por alto la realidad. Primero, la metáfora de la figura del rey insertado en cada cliente queda demasiado corto, ya que antes el rey tiene que haber ocupado el rol del siervo que se ofrece para incrementar el dinero de otros; no tiene dinero, por tanto tiene que ganárselo. Sólo entonces puede realizar actos de compra con sus billetes. Y posteriormente, los expertos los interpretan como actos de votación, procedimiento en el que las necesidades toman la palabra para indicar a la producción sus propósitos. Sin embargo, la condición de participación viene en contra del propósito del procedimiento afirmado. No cuentan las necesidades, sino la necesidad solvente. Donde falta el dinero, necesidades elementales como la vivienda se quedan en la estacada, y necesidades de exclusiva extravagancia como la joyería genital o un Maserati hecho a mano se cubren siempre que se pague por ello. En términos de la palabra 'necesidad', ésta al fin y al cabo no marca el fin, sino el medio, a saber para la venta lucrativa de los productos mercantiles. Por eso es sustancial la condición limitadora: solvencia o capacidad de pago.
Una vez dotado de poder adquisitivo, el consumidor es efectivamente una figura que puede sentirse rey por su importancia para el mundo comercial. Con costosa publicidad, las empresas pretenden cortejar al cliente, no al provecho de éste, sino para aprovecharse de él, es decir, de su poder adquisitivo. Sin embargo, el hecho de que grandes empresas que se quejan de sus enormes costos de producción dedican enormes cantidades a la industria publicitaria, nos revela lo siguiente: Primero, para convertir la próspera cantidad de mercancías ofrecidas en dinero, la capacidad de compra de los clientes es una cantidad terriblemente limitada que no rinde para todos los vendedores la venta y ganancia requerida. Por eso se desata una batalla por ese dinero limitado sirviéndose de la astucia de la publicidad para quedarse con él, circunstancia que no hace la leyenda de la sociedad de bienestar precisamente más sostenible: comparando la riqueza mercantil creciente de artículos de consumo, el poder adquisitivo en manos de los que han producido todo aquello en las fábricas es sencillamente demasiado modesto. Y el afán de definir modas o tendencias, no sólo por medio de la publicidad sino inventando siempre nuevos productos y diseños modernos, demuestra otra cosa más: Las necesidades no forman una cantidad independiente que predetermine la producción según tipo y cantidad de productos deseados, como implica la metáfora del rey cliente. Es a la inversa: en gran parte, las necesidades son definidas en cuanto a su contenido por la universalidad de una masa de mercancías con la cual compiten compañías por el dinero de compradores en potencia. La química alimenticia moderna logra innovar la alimentación con reforzantes de sabor, sustitutivos o productos light, el sector informático novedades físico-técnicas con el celular o iPod que antes ni se habían pensado. Ahora están aquí, necesidades recién despertadas y definidas, lamentablemente no para cubrirlas, sino para hacerlas pagar.
Al respecto, la gente, por supuesto, se encuentra en apuros de dinero. Lo cual no significa que esto sea un apuro para el mundo comercial. Más bien otra vez para el rey cliente, no porque sea ignorado, sino porque se le atiende. Es decir, con un producto tan dudoso como su poder adquisitivo, hecho a medida especialmente para éste. Eso conduce, en el arte de la producción automovilística por ejemplo, a la interesante pregunta de qué, que aún podamos llamar coche, se puede producir para 3000 €. Por qué además de una amplia gama de vehículos con todo confort y una sólida técnología de seguridad también ha de haber una versión barata de 3000 €, no es ningún secreto. En Seat o VW, la rentabilidad del precio no se deduce del gasto para la producción de cosas de utilidad. Al contrario, las empresas y sus ingenieros derivan del nivel de poder adquisitivo en mira las calidades absolutamente necesarias y, sobre todo, las prescindibles que el valor de uso ha de tener, para que ese segmento mayor del mercado, la clientela con menor ingreso, también pueda ser explotado en la venta de vehículos baratos. Sólo la ideología en la que el cliente es rey, pone el mundo patas arriba: para cada uno hay algo! En la producción al por mayor se atienden, gracias al mercado, incluso a los deseos de la gente con los más pocos recursos. Como si esos deseos parecieran elegidos libremente, y no moldeados por su utilización y remuneración capitalista.
Al final, los que inventaron ese carácter ficticio del “rey cliente” muestran sin querer qué payasada han echado al mundo. Las asociaciones de consumidores y de atención al cliente aconsejan en sus publicaciones acerca de cómo protegerse de productos basura que llenan las estanterías del supermercado. Páginas de internet se dedican a la comparación de precios, necesaria para que el rey no se deje dar gato por liebre. Una legislación de embalaje y rotulación prescribe indicaciones para el usuario, por lo menos en la letra pequeña, sobre posibles agresiones químicas o técnogenéticas que el organismo afronta al consumir el producto. En una palabra, el consumidor moderno se ve expuesto a una banda de comerciantes en competencia que con sus diversos productos no sólo acosan a su billetera, sino también su seguridad y salud. Las empresas, en pleno conocimiento de tal concientización del consumidor, la integran en su estrategia de ventas: “¡Yo no soy tonto!” es el eslogan de una empresa de electrónica recreativa para destacarse entre sus competidores con la interesante referencia de que en ésta empresa al cliente no le toman por tonto, pues conocen muy bien el sector en el que quieren triunfar.
El elogio del consumo no ha sido la última palabra. El consumidor moderno también critica el consmo. Desafortunadamente, no por su carácter de miseria, sino por su presunta demasía: “consumismo”. Resulta interesante dónde se observa. No en las villas de Carlos Slim, los Cisneros, Amancio Ortega, Emilio Botín y otra gente rica, sino en las casas de simples mortales a los que se ofrecen, en nombre de la competividad económica, recortes salariales una década tras otra. Sin embargo, el consumidor concientizado sabe enfrentarse a la reducción de su bienestar, ganando una nueva comprensión que llama la atención: “Uno no necesita de muchas cosas” – es decir, de cosas de las que igual ya no dispone. ¿Tiene que ser un carro nuevo, o no puede ser uno compartido? ¿Por qué no pasar las vacaciones en la propia terraza? Hasta los hábitos alimenticios de una población activa entera se ven afectados por tales consideraciones, y el consumo de carne entre semana vuelve a ser prescindible en tanto que innecesario. Existen en abundancia todos los bienes materiales para tener una vida buena, pero no a disposición de la mayoría de la gente, porque se encuentran frente a una riqueza de mercancía, de la cual son excluidos por falta de capacidad financiera. Y en tal mundo que podría proporcionar satisfacción, a la población trabajadora se le aplican las duras normas de vivir de lo existencialmente indispensable, es decir, de lo que necesitan. La buena aceptación que recibe esa perspectiva en general demuestra una vez más que nunca se preveía ni se exigía más que la mera necesidad en cuestiones de suministro. Cuando se recorta la presunta opulencia, de todas formas no es prosperidad lo que se pretende retener.
La cosa no se ha quedado con declarar prescindible la supuesta abundancia en la cesta salarial del consumidor. Adicional y fundamentalmente, hacen a su tamaño responsable de muchos males en el mundo de la economía del mercado. Cuando sale a la luz que las pelotas de grandes empresas de artículos de deporte son productos de trabajo infantil en el sureste asiático, que los pesticidas en productos ecológicos no sólo estropean las verduras, sino también los jornaleros en los campos marroquíes y el agua potable de la región, o que las emisiones de CO2 de un creciente transporte mundial por tierra y agua calientan el planeta azul, entonces los creadores de opinión, sean de corriente tradicional o alternativa, descubren irresponsabilidad y explotación. Por supuesto, y sabiendo lo que quieren, apuntan a Estados que por otras razones ya cayeron en descrédito. Mientras la explotación humana en países disciplinados de Asia o Sudamérica se salva con leves críticas, si es que se mencionan, la misma situación en países como China, Venezuela o Sudán siempre sirve para armar un escándalo. Empero, la lista de culpables no ha acabado: preguntan ¿quién permite a los torturadores y contaminadores su codicia irresponsable? Naturalmente, el consumidor que compra sus productos gratificándoles su afán de lucro, o por ser más preciso, el consumidor pobre que no puede permitirse comprar productos de buena calidad y, sin embargo, quiere ser atendido. No tiene por qué sorprenderle el hecho que de su necesidad –imposible de ser cubierta de manera decente– se aprovechan productores irresponsables para negocios irresponsables.
Más y más, más barato, más rápido, más lejos. Con comparativos se atribuye a un exceso de producción y abastecimiento lo que en realidad es consecuencia de su principio. Trabajo infantil y trabajo a jornal resultan baratos, pesticidas incrementan la cosecha y el transporte mundial de las mercancías fabricadas abre mercados y poder adquisitivo. Pero ahora, de pronto, se le llama explotación. Ésta en efecto ya ha tomado lugar en las operaciones diarias, sin que hubiera habido objeción alguna y, por tanto, se le llamara así. Aquí, sin embargo, apropian la palabra tabú porque según el gusto del público los casos citados sobrepasan los límites legal y morales, dentro de los cuales explotación tiene otro nombre. Eso, y sólo eso, cuenta como escándalo.
El asombro general con el que los consumidores toman nota de esos escándalos, desmiente contundentemente la idea acostumbrada de que el rey cliente es la autoridad sobre lo que hacen las empresas capitalistas. No tenía ni idea de las cosas que ahora le causan indignación, ni mucho menos las ha pedido. Como participante del mercado, es todo una variable dependiente, no sólo en referencia a los ingresos que calcula la empresa y deja a su disposición, sino también en términos de calidad y proceso de producción de las mercancías ofrecidas. Para el consumidor responsable, todo lo que se gana la etiqueta “exceso“, naturalmente, tiene que ser combatido. Empieza por la propia salud que ha de preservar de los escándalos de la industria alimenticia, pero no se abstiene de dar el gran paso de asumir la responsabilidad por todo el resto del mundo. Al final, ha de rescatar el clima y la justicia en el tercer mundo con una conducta de consumo responsable. Para ello, tiene que pensar en su “poder de consumidor”. Lo que según el parecer común vaya mal en las empresas, se arregla. Curiosamente, no con cambiar la producción, sino el consumo. Una lista de compra con valor ético elude a los estafadores y no es mezquino con el dinero, si fluye a las cajas de los buenos.
El punto de vista que se acaba imponiendo entre el público elevado es, evidentemente, comprar sólo productos orgánicos, porque hasta hoy día resuenan los escándalos de las vacas locas, carne podrida y la salmonelosis en huevos de las grandes cadenas de supermercado y tiendas de descuento. Eso también se considera triunfo del poder que vive el consumidor. El hecho de que “comer sano” se haya convertido en una destacada etiqueta de la producción alimenticia, ya dice todo. Aparentemente, en el capitalismo no se toma por natural que los alimentos deben enriquecer y no perjudicar a la salud. Sin embargo, y a cambio de un coste extra, la salud se puede comprar, presuntamente en los mercados “Bio”. El llamado a la responsabilidad de la Salud y la conciencia moral del consumidor obviamente carece de alcance, ya que la mayoría no dispone de la capacidad de compra necesaria. Es la misma clase de empresas que por un lado dotan de un salario tan mezquino y, por el otro, surten los mercados con alimentos poco saludables. No obstante, la ética de la vida sana y consumo responsable, respuesta a los nefastos efectos de la producción capitalista, se ha puesto de moda también entre las masas. Por ende, la industria puede utilizarlo, a cambio, para iniciar otro negocio. Las grandes cadenas de supermercado no dejan escapar esa oportunidad de abrir un mercado, y complementan su repertorio con estanterías de productos orgánicos a gran escala. Hasta en el segmento Bio se puede sacar una buena ganancia del poder adquisitivo de la clientela objetivo, si sólo se bajan los costos correspondientemente. Asimismo, los productores Bio compran el pienso para pollos en Ucrania, que con su precio sensacionalmente barato es bueno para las balanzas, y con su dioxina no tan bueno para los huevos Bio. Así pasa que los grandes vendedores de vegetales bio dejan producir sus productos de jornaleros baratísimos en Marruecos, quitando el agua potable asequible a la población residente con el enorme consumo de agua de sus plantaciones.
Quien defiende el clima, por decir otro ejemplo, y considera su balanza de CO2 privada como eje del consumo responsable –y si vive en el Norte–, dejará de comer espárragos del Mediterráneo porque su larga ruta de transporte necesita demasiado dióxido de carbono. Mejor comprárselos al granjero local que descarga la conciencia del consumidor de cualquier contaminación de CO2, por lo menos respecto al transporte. No obstante, el modelo comercial de éste moviliza a las masas de trabajadores migrantes del Este de Europa, viniendo éstos por las autopistas con sus vehículos contaminantes para recolectar por una limosna. Fuera de que el escándalo sean más bien los masivos desechos de la combustión motriz o el maltrato de recursos humanos, para el consumidor no resulta para nada fácil desbaratar las prácticas de un sistema productivo que no quiere atacar.
Cuando detrás de las grandes marcas de tostaderos de café se descubre la pobreza de los cafetaleros en América Latina que venden sus granos de café por un par de pesos, hay quienes defienden su sentido de la justicia. Con “Comercio Justo“, el poder consumidor contraataca con toda la fuerza – pagando uno o dos euros más por el kilo para enseñar al mercado qué es realmente un precio justo. Lo que tales consumidores pasan por alto es que la función del precio en el alabado “libre juego de las fuerzas del mercado” no es compatible con equidad. El vendedor espera obtener un precio alto, no justo. Tampoco el comprador, para quien son más de interés los precios bajos que los precios justos. En ese medir fuerzas se impone el que tenga la sartén por el mango. De esa manera se hacen ganancias y también pérdidas. Pues los precios no son para llegar a un equilibrio que concilie los intereses antagónicos de los actores en el mercado para el éxito de todos. No es remedio alguno dar buen ejemplo, porque el ejemplo no cuadra con el asunto al cual se refiere. Es casi una ironía presentar la buena voluntad de renunciar, gastando un par de euros más para comprar café, como un caso ejemplar de un poder consumidor en práctica. Porque a las grandes compañías a quienes recriminan prácticas injustas, no se les toca ni un pelo. Éstas no se sustituyen, sino que se complementan con un nuevo sector económico que viene y va con la buena disposición de algunos clientes.
Aquellos ejemplos indican un principio que estriba en el error inherente a la idea del poder consumidor: Sin el acto de compra efectuado por el consumidor, el empresario no puede realizar una ganancia. Por tanto, el consumidor tiene en un puño a las empresas con el acto de compra, porque, cambiando los vendedores, eso le permite encaminar una buena conducta por medio del chantaje, desplegando efectos disciplinarios para el resto del sector. La condición para el éxito empresarial, la compra de la mercancía, se toma por la causa de la estrategia empresarial y fundamento para mediatizarla, una confusión que pasa factura. En realidad, sólo se niega la compra a una empresa caída en descrédito concediéndosela a otra. Puede que surta efecto, sin embargo no el efecto que el poder del consumidor pretende tener. De esa manera, la ganancia de una empresa puede sufrir, mientras la de otras crece por la misma razón. Con cambiar la decisión de compra, el consumidor permanece totalmente dentro del sistema que produce tales excesos que tanto se lamentan. El mismo cálculo que causa esas consecuencias nefastas no puede simultáneamente remediarlas.
El que los amigos del poder consumidor no quieran tomar nota de esa contradicción se debe a que no ven su enemigo en el negocio, sino en el negocio irresponsable. Para ellos, el mundo comercial se divide en empresas buenas y malas, en los que actúan moralmente y los que carecen de esa actitud. No tienen nada en contra del lucro, pero sí en contra del afán de lucro. Y con esa visión de las cosas, el cálculo capitalista en las empresas vive una rehabilitación que no ha merecido. No se responsabiliza el cálculo, sino una actitud irresponsable o extrema hacia ella. Sin embargo, un empresario no necesariamente ha de tener malas intenciones para ser capaz de echar la mitad de los empleados a la calle o despachar ilegales con un sueldo barato. Pertenecen al imperativo categórico de la razón económica imperante. Rebajando costos, lo cual es el objetivo de esas medidas, es como una empresa se impone en el mercado entre sus competidores para defender su beneficio, y a veces incluso la existencia propia.
Las alternancias que el consumidor implementa al ejercer su poder no son pues sino entre dos filosofías de empresa diferentes. En realidad, cambia su propia decepción por una nueva esperanza de que el vendedor nuevo se porte mejor que el anterior. Para boicotear un malhechor fracasado sólo le queda pues la mala experiencia. Y lo único en que la nueva empresa favorita aventaja al malhechor es en que la mala experiencia aún está por venir. Esa moral del consumidor moderno contra los excesos del comercio obviamente ha tenido acogida y ha desembocado rápidamente en prácticas comerciales en favor del mundo comercial. Las grandes marcas de moda cortejan a esa clientela especial con abstenerse rotundamente de explotar trabajo infantil y usar sustancias tóxicas en sus tejidos. Las cadenas de comida rápida seducen con su promesa de no procesar ingredientes genéticamente manipulados en sus hamburguesas. Lo que hacen con sus trabajadores de cocina, al cierre de edición aún se ignoraba.
Los resultados que presenta el poder consumidor son modestos. En el haber figura sobre todo una cosa: el efecto que tiene ese pensamiento en la conciencia de sus portadores. Han demostrado responsabilidad y no tienen nada que reprocharse. El hecho de que los objetivos pretendidos en el mercado no han tenido lugar es garantizado por los principios de producción que permanecen fuera de cuestión. El modo de calcular que cuenta todo gasto como coste que ha de ser justificado por el beneficio también permanece en vigor en el sector bio y otros proyectos corporativos de inspiración ética. De esa manera, el maltrato del ser humano y la naturaleza no desaparece tampoco en los sectores que los consumidores de gusto refinado consideran segmentos prémium de la producción. Se han acostumbrado a que los escándalos de gran alcance en nuestros días van a cuenta de lo que “nunca se hubiera esperado”.
No obstante, apenas se aprende de la experiencia. Para ello, pues, sería necesario rectificar la noción que se ha creado del consumo en la economía de mercado. Según ella, al cliente en principio no sólo se le atiende muy bien, sino incluso es la instancia ideal que autoriza a través de su monedero y comportamiento de compra. Los excesos y crímenes descubiertos basándose en esa teoría errónea pero bienintencionada, siguiendo su lógica, se podrían arreglar a través del poder del consumidor responsable. Cuando esto no surte efecto en vista de la regularidad con la que aparecen noticias aterradoras, la culpa sólo puede tenerla el cliente que sigue con su mal comportamiento y se vuelve tacaño al mirar su billetera, dando pie al negocio sucio de las “ovejas negras” entre tantos vendedores buenos.
Para comprobar esa afirmación en la práctica, basta referirse a cualquier diario. ¿Por qué se contamina el clima? Porque el consumidor es cómodo, no dejará el coche en el garaje y no bajará la calefacción. ¿Por qué sufren hambre en el Sur? Porque los habitantes del Norte son insaciables y se bañan en prosperidad, aun cuando la cajera del Wall Mart no lo haya notado. ¿Por qué sigue habiendo casos de contaminación alimentaria? Porque el consumidor es tacaño y prefiere gastar su dinero en un auto de lujo que en comida integral y orgánica. Quien espere comprar un kilo de carne por un euro ha pedido que le sirvan carne podrida.
Así funciona la mala opinión que se tiene del consumidor, resultado inevitable de la buena opinión del capitalismo como servicio al “rey cliente”. Asimismo, éste disfruta de un doble papel. Como consumidor, deberá dar las gracias al capitalismo por un servicio que no está incluido en su programa: abastecimiento. Y las consecuencias perjudiciales que el crecimiento capitalista tiene para el medio ambiente y la salud –por el mero hecho de que su finalidad es la ganancia y no el abastecimiento–, se las pueden asignar a la falta de responsabilidad y mesura del consumidor.