Análisis de la edición “GegenStandpunkt” 3-04
Anotaciones sobre
la comparación internacional de los salarios
en tiempos de
crisis y guerra antiterrorista
1.
Como hay que eliminar el terrorismo en el mundo, las democracias
decisivas hacen guerra, preparan nuevas intervenciones pacificadoras y
tienen planes para una reestructuración fundamental de los
Estados del mundo. Partiendo de un par de atentados mostruosos de
fanáticos antiamericanos sacan una conclusión que mejor
no se intente descifrar mediante el sentido común moral
según el esquema de reprobable ataque vs. justa defensa, porque
de hecho obedece a una exclusiva lógica imperialista: el
objetivo de la “guerra contra el terrorismo” es ganar el control sobre
el potencial de fuerza de los Estados del mundo, para asegurar su
provecho y su aprovechamiento.
Con respecto a tiempo, lugar y dimensiones del empleo de la fuerza
militar, con vistas al apoyo de gobiernos por un lado, rebeldes por
otro, en cuanto a la elección de los candidatos, el momento y la
forma de establecer un nuevo personal gobernante en Estados
“fracasados” y “canalla”, los dirigentes del proyecto no andan a una.
Se pelean entre sí de forma hipócrita por los
métodos, y con gran firmeza por la competencia de vigilar
cómo otras soberanías tratan a sus pueblos, y por la
directiva en las campañas para corregir las relaciones de poder
o respectivamente por el grado de su influencia sobre ellas. A nivel
diplomático, su lucha por el poder tiene la forma de una
competencia por los derechos a ordenar el mundo – por el derecho
exclusivo a establecer el orden tanto como por derechos reconocidos
derivados de sus contribuciones a la exportación pacificadora de
muerte y destrucción a regiones contaminadas por el terrorismo.
En esta contienda, las potencias mundiales democráticas
anticipan frutos de una explotación futura, aunque éstos
todavía distan de ser previsibles; los métodos para
asegurarlos más bien los hacen dudosos. A cambio, se permiten un
esfuerzo considerable en cuanto a fuerza militar y dinero.
2.
Y eso que de todas formas de momento deja mucho que desear el provecho
que las decisivas naciones capitalistas de Europa sacan de los negocios
mundiales que establecen y administran. La vieja fórmula “La
‘globalización’ crea crecimiento económico a nivel
mundial, del que las potencias económicas de primera
categoría beneficiarán en primer lugar sin más” ya
no funciona. Falta crecimiento: esto lo declaran los gobiernos
competentes cada vez que publican su presupuesto nacional: cada vez
crecen las deudas con las que no “impulsan” el crecimiento, sino que
sólo pagan un déficit improductivo. Y cada vez que
registran los “empleos perdidos”, no dejan lugar a dudas: siguen
combatiendo las consecuencias de una crisis capitalista. El
empresariado, al que todas las naciones avanzadas autorizaron a manejar
la riqueza productiva y el mando sobre el trabajo en la sociedad, lleva
ya años no compitiendo por participaciones en un negocio en
expansión, sino más bien por beneficios en el
derrumbamiento o a pesar del derrumbamiento general de sus negocios;
pues los éxitos acumulados de sus negocios lo llevaron a que su
riqueza capitalista sea ahora demasiado grande, y por lo tanto
inútil, para continuar creciendo y por eso se destruye a gran
escala. Ahora su competencia se centra en repartir el detrimento, con
el que cargan naturalmente ante todo a sus plantillas: las empresas
exitosas se mantienen en el mercado con reducidos costes salariales por
producto, o sea con salarios reducidos para un número reducido
de obreros que tienen que trabajar con más esfuerzo; el resto de
las empresas desaparece del mercado dejando aún más
parados. Los empresarios suelen tener la amabilidad de expresar las
consecuencias de su competencia en tiempos de crisis en el
número de puestos de trabajo – en el número de aquellos
que consiguieron salvar (hasta nuevo aviso) mediante el despido de los
demás. El Estado no puede por menos que sumar las
pérdidas; hace balance del daño económico total, o
sea el que sufrió el crecimiento nacional, y administra un
presupuesto nacional en el que no hay ninguna cuenta que no deje resto.
3.
Por consiguiente, la reacción de los gobernadores es
enérgica. Ellos mismos actúan como competidores
perjudicados: Su nación sufre una falta de crecimiento
económico, mientras que en otras naciones sigue siendo posible
ganar dinero y acumular capital. El hecho de que resulta difícil
a sus capitalistas, activos en el mundo entero, encontrar una
oportunidad lucrativa para invertir sus excedentes acumulados,
destruyendo así su capital, lo registran los Estados como una
escasez nacional de capital; la atribuyen a que al parecer la
nación escasea de atracción para el capital internacional
y se comprometen a hacerla más atractiva como lugar de
inversión. Critican a los empresarios, a quienes abrieron y
siguen haciendo y manteniendo disponible el mundo entero para sus
negocios –reprochándoles una “escasez de patriotismo”–, exigen
que “no se vayan”, pero sobre todo los cortejan –ofreciéndoles
“las mejores condiciones de inversión”–. Frente a otras
naciones, se les recrimina todo lo que se pueda denunciar como medio
injusto en la competencia por atraer el capital del mundo: las
condiciones sociales miserables, que el compromiso selectivo del mundo
empresarial ha creado en muchos lugares del mundo (sobre todo las
desastrosas consecuencias del cambio de sistemas en el Este de Europa,
con el que se liquidó un sinfín de logros sociales por
considerarse una carga para la única riqueza verdadera, la
riqueza capitalista), son acusadas de constituir un dúmping
salarial, social o ecológico; se alza la reivindicación
interesada de una “charta social” mundial o por lo menos europea que
prohíba a los demás Estados una política de
depauperación como medio en la competencia de las naciones, y no
es menos interesada su refutación en nombre de la libertad de
competencia. El propio pueblo es informado de que el salario, los
tiempos laborales, la asistencia de salud, las pensiones, la asistencia
social... todo se tiene que “someter a prueba” y se tiene que reformar
a fin del justo dumping social que necesita la nación.
Con esta decidida respuesta a sus cuitas por la crisis, los gobiernos
democráticos de Europa aclaran varios puntos:
En primer lugar, no hay paso atrás en “la globalización”.
A pesar de que el gran negocio mundial de momento no sirve al
crecimiento económico nacional; y por muy nacionalistas que sean
las voces que se escuchan en la polémica contra los capitalistas
“antinacionales” y contra los puestos de trabajo en sus sucursales en
otros países: los administradores competentes de los lugares
nacionales de inversión ni piensan siquiera en terminar las
relaciones económicas a través de las fronteras, ni en
imponer límites a la libertad de acción de la propiedad
capitalista. Las naciones potentes –que ya no albergan todos los sitios
de producción ni todos los servidores proletarios, pero
sí los cuarteles generales de los negocios mundiales donde se
toman las decisiones en cuanto a la centralización del capital,
acumulado en el mundo entero aprovechando todos los recursos del
planeta– son gobernadas por jefes que entienden bien que su poder
depende fundamentalmente del poder financiero que se genera a
través del libre uso que hacen los centros capitalistas del
mercado mundial bajo su tutela. Sus colegas que gobiernan las zonas
marginales de los negocios mundiales, se comprometieron, igual de
decididos, a superar la falta real de capital en sus países
abriendo sus fronteras y haciendo ofertas irresistibles a cualquier
explotador capitalista, aunque la explotación de sus recursos
nacionales, muy selectiva y pagada a precios enormes, impulse todo
menos una acumulación de riqueza abstracta que incorpore la
nación entera.
Constatada la crisis con el espíritu de la competencia como un
síntoma de deficiencia, o sea como una falta nacional de
inversiones, está claro, en segundo lugar, que la crisis
sólo permite una conclusión: hay que organizarse lo que
hace falta. La nación tiene que presentarse al capital mundial
como un lugar de inversión superior a todas las otras naciones,
para que haya crecimiento aquí en vez de en otros lugares. La
manera como se logra esto, en tercer lugar, para los responsables
está clarísima: la competencia de las naciones por la
inversión de capital se decide mediante la comparación
internacional de los salarios y las condiciones laborales. Entre la
diversidad de los cálculos que sirven de directrices a los
Estados cuando aseguran y patrocinan la acumulación de capital
en su ámbito de responsabilidad luchando con sus iguales por los
frutos nacionales del mercado mundial, esta máxima se ha
conquistado el rango de una indiscutida solución ideal.
4.
Con esta decisión, las grandes democracias se despiden de su
vieja fórmula de éxito según la cual una
supremacía en la “productividad” –de hecho se piensa con este
término en la rentabilidad del capital invertido en los medios
de producción más modernos y en mano de obra– crea
“márgenes para la distribución” y procura crecimiento y
además salarios altos. El hecho de que la superioridad de las
fuerzas productivas son medios de la competencia del capital, y que por
lo tanto su único objetivo no es hacerles la vida más
cómoda a los obreros y procurarles más riqueza, sino
sacar de ellos más rendimiento y ahorrarse así el pago
del trabajo que sobra, en la práctica nunca ha sido un secreto;
lo que consiguieron los sindicatos en sus luchas siempre se quedaba
dentro del márgen de lo necesario para un rendimiento perfecto y
la correspondiente reproducción privada. Las consecuencias de la
crisis globalizada han enseñado a los políticos
competentes en asuntos económicos y sociales que la mera
organización de sus países como las más avanzadas
sedes nacionales de capital, por muy perfecta que sea, no impide
pérdidas en el crecimiento económico, entonces no
garantiza de verdad la supremacía en la competencia
internacional. Por lo tanto vuelven a la elemental sabiduría
capitalista y confiesan de forma ofensiva que el sustento de los
asalariados constituye, por regla general, una carga para el capital, y
que sólo se puede justificar a medida que el salario pagado no
paga el trabajo efectuado. Este simple principio lo convierten
directamente en la directriz de la política estatal y se
comprometen a proporcionar trabajo abaratado al capital, cueste lo que
cueste. Para ello eliminan los dogmas social- o
cristianodemócratas sobre las bendiciones del trabajo asalariado
en general, y la armonía entre el avance capitalista y el
bienestar proletario en particular, y ponen patas arriba la
lógica de su sistema tradicional de la asistencia social.
Durante cien años, el Estado clasista burgués se ha
ocupado de limitar la explotación a la que autoriza a sus
capitalistas de una manera que permita a la clase obrera sobrevivir el
uso que hace el capital de ella, y de administrar las preocupaciones
emanantes de la miseria que ésta produce sin falta –una
asistencia para los afectados que hace viable una economía
política en la que “la economía” no abastece a la gente,
sino que la usa en su detrimento o ni siquiera esto–. Ahora el Estado
lo ve al revés: procurando que el pueblo obrero aguante su
dependencia del salario y siga disponible siempre, por todos lados y en
condiciones aprovechables para sus empleadores, el Estado abastece a la
gente, lo que con necesidad se comprobará de impagable, es decir
en última instancia de contrario al sistema, y conduce
inevitablemente a la constancia de que le abastece demasiado bien. Una
política social moderna tiene que organizar por lo tanto en
adelante más pobreza, salarios más baratos, jornadas
más largas, para que más capital invierta en la
nación hecha tan atractiva y remedie aquí en vez de en
otros lugares la falta de crecimiento nacional. Antes, la asistencia
estatal de la pobreza se atenía a la idea de la relación
causal: debido a que el crecimiento capitalista crea “circunstancias
precarias”, la soberanía tiene que ocuparse de estas condiciones
y poner límites a la depauperación. En la Europa de hoy,
rige la idea inversa y final: el Estado con sus intervenciones en el
salario y las condiciones laborales tiene que empeorar las condiciones
de vida de los asalariados para que el crecimiento vuelva a arrancar.
5.
Por muy favorables a los empresarios que sean la idea y la
práctica de impulsar el crecimiento de la riqueza capitalista
mediante más trabajo no retribuido y más pobreza
organizada cuando ésta ha acumulado demasiado y no encuentra
salida a este problema absurdo, como concepto
político-económico, como solución ideal para
sanear la nación, resultan bastante dudosas. Esto lo admiten en
parte los representantes actuales del principio burgués al que
se adhieren tanto la democracia como el fascismo: “Social es todo lo
que cree trabajo”, cuando complementan su promesa cínica de
aportar con condiciones laborales más duras mejores condiciones
para la explotación, por una declaración de impotencia en
cuanto a los puestos de trabajo a esperar: señalan sobre “la
coyuntura” que tiene que arrancar primero, antes de que cambie la
situación en el mercado laboral, y libran así su nueva
política social de todas las promesas de un beneficio social,
cuyo incumplimento se podría luego criticar. En su programa de
emplear el plustrabajo y el empobrecimiento como palancas para
más crecimiento nacional, no renuncian a nada. Para los
gobernadores, el paso a una política social y económica
dirigida a la depauperación es obligatorio y no tiene
alternativa; no se ofertan programas de crecimiento mediante la
inflación del crédito, las recetas “clásicas” de
una “política coyuntural anticíclica” se cuentan hoy
día entre los idealismos contrarios al sistema. Pues en el fondo
no sólo se trata de superar la situación coyuntural
actual, o sea de subsanar deficiencias de crecimiento mediante
“inyecciones de capital”. El progreso que ponen en escena los
modernizadores de Europa, está pensado como un cambio
fundamental: como el paso a una nueva receta para el éxito con
el que piensan ganar seguro y a largo plazo la competencia de las
naciones capitalistas. Su intención, para la cual cargan tanto a
sus pueblos, no se limita a que haya más crecimiento
económico –por no hablar de simplemente evitar y descargar
perjuicios que la crisis causa en su economía nacional–; aspiran
al objetivo imperialista de una potencia creciente de su
economía nacional: el ascenso exitoso a una potencia mundial que
no tiene que seguir las directrices del orden global, sino que las
dicta. En este sentido, los ambiciosos demócratas europeos
entrelazan el provecho deficiente, pero necesario que saca su
nación de los negocios capitalistas a nivel mundial con el
indiscutido poder de control sobre el potencial de fuerza de los
Estados del mundo en un doble sentido: con su lucha violenta por la
licencia a ordenar el mundo se decide para ellos el futuro provecho
nacional de los negocios mundiales, o sea que su peso imperialista
constituye el motor de su crecimiento nacional, y a la inversa, con la
disposición exitosa sobre la riqueza capitalista del mundo se
decide el mando sobre los medios necesarios, o sea sobre su capacidad
de intervenir en el proyecto de un mundo “democratizado”, es decir
ordenado según nuevos principios; el hecho de que un
éxito es tan inseguro como el otro es imprevisible, es un
aspecto que sólo hace el asunto más urgente para ellos.
Con vistas a esta doble rivaldad reorganizan el servicio y los
sacrificios de sus pueblos.
En su lucha competidora nacional, los reformadores gobernantes de
Europa no se conforman con los cálculos de éxito y riesgo
propiamente económicos. Enfrentan la crisis que ya lleva
demasiado tiempo sin superarse con la perspectiva de que junto a sus
balanzas nacionales de crecimiento lo que está en juego es la
competencia imperialista de su nación. Organizando su sociedad
clasista para superar la crisis siguen los imperativos de la
situación bélica que causaron con su decisión de
reestructurar el mundo, impuesta por los EE UU, pero que luego tomaron
por cuenta propia.
6.
Los miembros más importantes de la UE emprenden la
comparación ofensiva de los salarios nacionales bajo el
título de “reformas”. Lo hacen con cálculos interesados
porque suena a adaptaciones necesarias y progreso, y es justificado que
lo hagan porque de hecho reestructuran de fondo la forma de la
política social con la que administran su nación. En
Alemania, tradicionalmente contraria a reformas, la “agenda 2010” ya
puso, dentro de un año, más en marcha que años o
décadas de luchas sindicales por la semana de 35 horas y contra
la pobreza entre los ancianos en la dirección opuesta. Italia
también lleva años esforzándose en adaptar sus
logros sociales a las necesidades para superar la crisis de una forma
que corresponda a las ambiciones económicas e imperialistas del
gran poder mediterráneo en la UE. El otro miembro de
categoría en el sur de Europa, a cambio, no tiene que
reestructurarse mucho: Desde su entrada a la unión imperialista
de Europa, España compite mediante su trabajo barato por
capital, somete la construcción de una red social completamente
al proyecto de ascender del estatus de un lugar de inversión
periférico para el capital europeo a la sede de una potencia
económica capitalista con acceso al resto de Europa y del mundo;
hoy día, el país lucha por ser tomado en serio como poder
autónomo en la lucha antiterrorista global – y de seguida siente
el deseo de tomar precauciones en la política social contra la
amenaza de que quizás en el futuro se pueda encarecer el trabajo
asalariado nacional.
De esta manera, cualquiera de los miembros ambicionados de la UE trata
a su manera y con sus condiciones específicas de ganar mediante
la depauperación organizada de la clase obrera la lucha por
riqueza y poder de la nación.