Análisis de la edición “GegenStandpunkt” 3-94

La campaña electoral:
un festival del nacionalismo

El consenso democrático
y sus dos lados 

La campaña electoral es el momento estelar de la democracia. Entonces el pueblo llega a ser uno con su soberanía, desenfadado y con soltura. Y no es poca la materia en la que los aspirantes al poder y su público consiguen concordar tanto que unos terminan siendo los elegidos y otros, los votos. 

Primero  –esto se suele pasar por alto por sobreentendido –, en que se siga gobernando. O sea, en la perpetuación de una distinción y un reparto de roles bastante fundamental: en que continúe habiendo un equipo de políticos, separado del pueblo y liberado de sus necesidades, que hace y aplica las leyes –  y por el otro lado la gran masa que obedece las leyes que asignan a la sociedad en sus diferentes estratos y clases a condiciones y perspectivas de vida muy antagónicas. Los gobernantes y los gobernados se ponen de acuerdo en que unos sigan siendo los gobernados, mientras que los otros tengan el mando y el palo: un consenso interesante.

Segundo, consiguen concordar en quién ejercitará el mando. Son partidos competidores los que hacen la promesa electoral de llegar al poder, y al final solo uno de ellos es autorizado a cumplirla. Las opiniones sobre quién dio esta promesa con más credibilidad y por lo tanto merece el poder, difieren mucho y no dejan de diferir: al fin y al cabo, es preciso promover pareceres divergentes en este asunto para cargar la campaña electoral de espíritu militante; y este pluralismo no desaparece una vez cumplido el acto de votar. Sólo deja de ser válido a partir de este momento. La autorización en la que resulta el contrapunteo es unívoca: la obligación de obedecer el mando del candidato electo no se limita a los que votaron por él; el voto de los demás cuenta igualmente como una sumisión libre al ganador de las elecciones y nuevo jefe. Y esto también es un resultado remarcable: por muy discrepantes que sean las opiniones pluralistas sobre el mejor regente, lo que importa es justo lo contrario de pareceres y diversidad, y también resulta lo contrario: unidad bajo un solo líder.

Tercero, la campaña electoral produce un consenso sobre los objetivos políticos de la nación, y eso sin que éstos tuviesen que ser explicados, discutidos, aceptados o rechazados con argumentos –cualquier demócrata lo tiene bien claro que las campañas electorales no son precisamente tiempos para grandes “análisis objetivos”–. Lo cual tiene su lógica, pues el procedimiento democrático no aspira a poner en duda y criticar la nación, la soberanía de sus dirigentes, los fundamentos de su poder, las necesidades que se derivan de cuidar este poder, etc., sino a lo contrario: el pueblo declara su consentimiento, y los elegidos deciden, con qué.

En total, una forma muy peculiar de concordancia. Se establece entre dos cosas dispares, pero complementarias: entre el poder de los gobernantes y un error de los gobernados – a saber, entre el nacionalismo profesional de los dirigentes y el nacionalismo idealista de los ciudadanos.

1. 

De las dos cosas, el nacionalismo profesional de los gobernantes es la que tiene vigencia objetiva y que en la campaña electoral no se pone a discusión por la simple razón que en las elecciones no está en juego. Los dirigentes de la nación “sirven al bienestar del pueblo” al dedicarse a las condiciones de vida de éste: a las ‘constricciones objetivas’ de la economía política de las que realmente dependen el pueblo y su bienestar. Esto no quiere decir que la economía política condujera con necesidad objetiva al bienestar universal. Al contrario, la gente se ve constreñida a luchar por cualquier elemento de su “nivel de vida” contra las necesidades objetivamente ineludibles de la economía nacional; la tendencia “objetiva” y natural de ésta va más bien hacia un empobrecimiento general, por lo cual es imprescindible tomar medidas compensatorias, para los cuales siempre escasean los recursos, debido a las necesidades económicas. Resulta que precisamente “la economía” está programada a una finalidad muy diferente que una buena vida para todos. Va dirigida al crecimiento económico; no como medio para objetivos cada vez más exigentes de los muchos, sino como objetivo en oposición a las exigencias materiales de la gran mayoría, la cual se queda con el papel de rendir el trabajo necesario y de gozar del lujo de ser “empleada” como medio para los fines de “la economía”.

Todo se centra por lo tanto en crear buenas condiciones para un crecimiento económico nacional, cuandoquiera que se “sirva al bien del pueblo”. Y esto ocupa por completo al dirigente político. Es que los actores verdaderos de la economía política, los empresarios capitalistas, gestionan el acrecentamiento de su propiedad particular contra sus competidores, y para nada al servicio del “interés general”, o sea, un crecimiento nacional no es ni su propósito ni la consecuencia automática del éxito de sus negocios privados; por éste, no obstante, tiene que apostar la política, y no caer en el error de obligar inútilmente a su empresariado libre a servicios al crecimiento general en oposición al éxito económico particular. La tarea es, por lo tanto, fomentar a todos los competidores capitalistas de la propia nación de tal manera que el éxito general nacional resulte garantizado. Y esta tarea no solo es difícil, sino muy exigente ante todo porque los balances resultantes por su parte tienen que resistir una dura comparación: aquella con los éxitos correspondientes de todas las demás naciones, cuyos dirigentes actúan en principio de la misma manera. En la práctica, en última instancia esta comparación tiene la forma de una lucha por el reconocimiento internacional y la valoración favorable de la propia moneda nacional, cuya “estabilidad” resume de forma objetiva los éxitos del crecimiento nacional. De este modo, el servicio al pueblo que rinden los líderes democráticos, tiene un criterio bastante claro para su éxito o fracaso.

A este criterio es sometido el pueblo de todos los estados modernos por sus políticos gobernantes; pero estos últimos no se conforman con aceptar sin más el juicio de los contables de balances nacionales y los comerciantes de dinero internacionales acerca de lo que valían y valen sus esfuerzos competidores, permitiendo que las constricciones objetivas de los mercados financieros tengan la última palabra. La política reclama un derecho al éxito nacional. Con esta posición percibe los éxitos en la competencia como privilegios frente a naciones menos exitosas y exige que éstas los respeten. A la inversa los fracasos no cuentan ni como un simple déficit ni mucho menos como una buena razón para conceder a los más exitosos un derecho superior, sino como una violación de los propios derechos nacionales; y los políticos gobernantes lo consideran una obligación intervenir contra los promotores internos y externos de esta violación. El asunto siguen siendo las balances de la economía nacional y la calidad de la propia moneda; pero la competencia por este asunto tiene la forma de una lucha por el respeto de fines de índole superior, por la influencia sobre los decisivos grupos de interesados en el propio país y sobre la voluntad de soberanos ajenos. Hacia el interior, lo que menos requiere esto del dirigente político es competencia en materias de economía –sea esto lo que fuere–; más bien la entereza de redefinir continuamente el derecho de tal manera que al pueblo leal no le quede más remedio que el intento de hacerse útil; los que fracasen en este intento –el pueblo demasiado bien pagado y la clientela de la asistencia social forman definitivamente parte de esta clase de fracasados– tienen que ser metidos en cintura con la fuerza de la ley –sirva esto a quien sirva…–. Hacia fuera, la lucha por el “peso” de la nación se mide en el alcance de su influencia, y se practica según el códice de la diplomacia; y con esto no quedan dudas sobre los medios que se emplean: cuando se trata de que soberanos ajenos se sometan libremente al interés que se les presenta con cortesía, la maniobra es un chantaje; y en última instancia el único argumento contundente es el poder de poner a la soberanía ajena ante alternativas desagradables. A este nivel, las condiciones civiles muestran su otra cara; incluso el dinero y el negocio se convierten en medios de la fuerza. En el empleo exitoso de éstos se acreditan los verdaderos profesionales del nacionalismo real.

2. 

En el acto de votar, los ciudadanos declaran de facto su acuerdo con todo esto. Acudiendo a las urnas, muestran un desinterés bien peculiar. Aprueban  –sin adoptar realmente, en la práctica– la posición de la instancia suprema que dicta leyes y reclama e impone derechos por la fuerza. En cuanto a la práctica siguen siendo el pueblo obligado a obedecer la ley, y a través de ello a luchar por la existencia en la que no carecen problemas. En su calidad de votantes, en contradicción completa a su posición real, toman partido por el poder estatal y los problemas de éste, reconocen la prioridad de los intereses de éste, se distancian radicalmente de los suyos propios sin que dejen de tenerlos, y más allá de sus problemas reales se atribuyen una responsabilidad personal por los asuntos de la instancia que siguen siendo obligados a obedecer sin más.

Esta responsabilidad pertenece al reino de las ilusiones llamadas convicciones, siendo éstas una forma de juzgar que no va dirigida a ganar, a base de la comprensión teórica, una posición práctica hacia los objetos y las limitaciones de los propios intereses; que más bien parte de una parcialidad por la causa nacional, sin justificación teórica y por lo tanto sin condiciones en la práctica, como base de todo juicio. Este tipo de reflexiones de hecho permite a los ciudadanos gobernados concordar con sus líderes gobernantes, pues la profesión de éstos sin duda requiere una parcialidad indiscutible por su poder. Sin embargo, en realidad ni siquiera las convicciones son las mismas. Al contrario de sus dirigentes políticos, los dirigidos tienen que apartarse de sus intereses reales cuando adoptan el punto de vista pro-nacional que les hace tan predispuestos a la perspectiva del poder estatal. Superar esta contradicción requiere una condición previa y un par de pasos intermediarios, que juntos forman un tremendo error: el nacionalismo “desde abajo”.

La imprescindible condición previa es la ignorancia acerca de los asuntos nacionales que la política se compromete a resolver con éxito y que el votante aprueba en bloque. Al fin y al cabo, ni a la persona más bondadosa se le ocurre encomendar a políticos de la gerencia –modificada de tal o cual manera– de los asuntos nacionales si tiene una idea clara de su contenido, su objetivo y el papel que ella misma desempeña en aquellos en la práctica. En lugar de tanta objetividad anticonstitucional, el votante democrático necesita ilustraciones plásticas de los derechos de la nación que interpreten su dependencia negativa del éxito nacional en la competencia como una relación positiva de su personalidad privada con la comunidad.

Para ello, la cultura de la campaña electoral democrática ha desarrollado en un primer nivel el arte de la alusión absurda. Se alude a los intereses perjudicados de ciertos “estratos” del pueblo –por ejemplo, a la situación fatal de vivir en el sistema capitalista del trabajo asalariado sin tener empleo– para transformar enseguida este mal, como si esto le faltara para que alcance el nivel de un problema general, en su inmediato contrario, o sea en problemas que tiene el estado organizador de este modo de producción con el creciente número de ciudadanos desempleados. Se ha logrado el objetivo lógico de esta confusión cuando el pueblo haya entendido la lección estando de hecho completamente convencido de que las situaciones privadas de la vida no se pueden generalizar de otra manera que sometiéndolas patas arriba a un aspecto del orden estatal; y tomando precisamente el descuido de este último como el concepto general del mal, que en realidad perjudica a la gente justamente porque aprueba que su “carácter general” social sea acuñado por la fuerza estatal que procura el orden y según los criterios político-económicos de ésta. Dicho sea de paso que la base de esta fatal conclusión inversa reside en “el poder de lo fáctico”; a saber en el poder político que impone a sus ciudadanos por la fuerza la dependencia del poder del negocio y de la legislación estatal como la única forma de vida social descartando cualquier alternativa, y que en la práctica no permite otra “generalización”, otra forma de hacer valer los apuros privados así creados, que no sea mediante la política, desde la perspectiva del poder general. Esta “presión sorda de las condiciones” permite que la elocuencia de los candidatos sea el medio de éxito en su campaña electoral. Llaman la impuesta falta de alternativas “la realidad”, la acomodación por obligación “la razón”, la lucha por la existencia en el capitalismo “la libertad”; y el poder político les sirve como medio para convertir esta mentira en la idea dominante: no hay ciudadano que no considere el veredicto de “poco realista” como la refutación imbatible de ideas divergentes y que conceda a las objeciones contra las constricciones imperantes más que el carácter de “utopía”, con un restringido derecho de permanencia en el mundo arbitrario de la fantasía.

Esta técnica democrática para ganarse al sujeto deambulando con intereses perjudicados sirve de base para el segundo nivel de la intermediación de las posiciones de ciudadano y estado: se invierte la perspectiva, declarando abiertamente que el interés derogado es incompatible con las necesidades estatales y por ello, indebido. En relación con la suposición fundamental de que la perspectiva política es la verdad de todos los apuros privados, esta continuación viene como a un Santo Cristo dos pistolas; sin embargo, no se entiende como una refutación; y esto con razón, puesto que solo realza explícitamente el cambio de perspectivas que ya ha sido la clave en las arengas a las preocupaciones del ciudadano de a pie. La denigración de aquellas preocupaciones como pretensiones indebidas se les explica a los ciudadanos afectados con cortesía: sus iguales en su calidad de “los otros” se toman como modelo para representar a quienes ciertamente se quejan sin razón sobre las condiciones protegidas por la ley, y a quienes sin duda les corresponden más limitaciones legales. Contra los de su nivel social –entre los cuales todo el mundo conoce a algunos que se lo merecen– el ciudadano democráticamente indoctrinado aprende a estar a favor de lo que perjudica a los de su posición social, y por lo tanto también a él mismo; les puede tomar a mal lo que el poder estatal atenta contra él; y debe dirigirse a la política como la instancia que no impone más que la igualdad de las condiciones de la competencia y la justicia contra excepciones y privilegios –en el peor de los casos, es esto lo que escasea hacer–. De esta manera el ciudadano, que subordina sus necesidades materiales a su juicio, va cambiando de identidad.

Así, personalmente identificada con la posición del estado, se suele tratar a la persona con derecho al voto cuando “los de arriba” se dirigen a “los de abajo”: en su calidad de miembro del colectivo nacional debe percatarse del mundo, debe fingirse hasta en su triste rutina individual como un sujeto estatal, debe apreciar la pertenencia a la nación como una inalienable cualidad humana, y ésta bajo títulos como “patria” como algo bueno, noble y bello. Esta actividad intelectual de pensar de modo nacional conoce diferentes variaciones: desde la convicción indestructible de que los buenos modales requieren considerar problemas de índole general desde la perspectiva de la soberanía nacional según el lema “¿Qué harías tú si…?” o “¿Cuál es la alternativa para arreglar el asunto?” –en vez de cuestionar un poco “el asunto”–, hasta el anhelo de que todos los patriotas literalmente marchen al compás. El pensamiento nacional se apodera de cualquier materia, desde el clima hasta la historia de la literatura; pero tiene sus temas favorecidos, sobre todo en la campaña electoral; a saber, los derechos de la nación en el mundo –este término no designa el paso del interés a la fuerza que de hecho la política practica sin parar, sino la legitimación de este paso mediante una distinción clara entre el bien y el mal–. Por fin, la autoconciencia de patriotas conoce diferentes niveles que se desdeñan mutuamente: el orgullo de ser miembro del colectivo nacional puede manifestarse violentamente contra lo antinacional –con simples puños o también con elocuencia intelectual–, pero también en forma de vergüenza sobre las figuras y los acontecimientos que oscurecen la bonita imagen que correspondería al patriotismo de la nación y sus miembros. Todo lo que cabe entre estos extremos, y mucho más, se moviliza en la campaña electoral para que el individuo como votante concuerde con los patriotas en el cargo sobre el incuestionable derecho incondicional de la nación al éxito. La lógica culmina cuando la mera mención de aquella identidad del ciudadano con su estado que sin duda existe, a saber su sumisión al poder soberano, ya basta para aprobarla: la nacionalidad es la primera cualidad del individuo moderno.

Con súbditos que siguen estos pasos de identificación –¡con otros no!– los más viles propósitos nacionales de tipo económico, social, imperialista y militar no solo se pueden realizar, sino también celebrar de forma democrática, es decir organizar las relaciones claras entre soberanía y ciudadanía como un festival de la autodeterminación colectiva.

La campaña electoral es por tanto (no es de extrañar) una pura orgia del nacionalismo, orquestada por los gobernantes y con participación activa de los gobernados.

Y no solo esto. Como consecuencia de esta fiesta política el nacionalismo obtiene en un doble sentido su cara actual. Primero en el sentido literal, en forma de la jeta del ganador de las elecciones: ésta será en los próximos años la cara del poder de la nación; en su dueño, la convicción patriótica ha reconocido mayoritariamente y de forma jurídicamente vinculante su petición a ser gobernado, su soberanía legítima, confirmando así que la demagogia nacionalista de las masas con derecho al voto no se puede escenificar de otra manera que no sea como una orgia del culto a la personalidad. A la inversa, la campaña electoral concreta entre las figuras líderes de la campaña electoral, los favoritos del público y los poderosos con y sin barba, las cualidades del nacionalismo que representan. En su propia persona, los personajes principales competidores modelan el nacionalismo idealista que desean encontrar en su pueblo, y sus ideales sobre las circunstancias a las que se acomode, sobre los proyectos por los que se entusiasme, y sobre las cualidades que tenga su pueblo. Así el culto democrático a la personalidad deja ver con qué tipo de política deben concordar en el futuro los ciudadanos y su espíritu cívico, y a qué propósitos nacionales servirán.