Análisis de la edición “GegenStandpunkt” 4-98

La detención del general Pinochet

Enseñanza sobre la relación entre política, derecho y moral

A mediados de octubre se traslada el antiguo jefe de la Junta militar chilena, Augusto Pinochet, a una clínica en Londres para hacerse operar de una hernia discal. La estadía en el extranjero la utiliza el juez español de instrucción penal Baltasar Garzón para acusar a Pinochet de "presuntos delitos de terrorismo, tortura y genocidio” ( El País, Süddeutsche Zeitung, 27.10.98) durante el Régimen militar chileno entre 1973 y 1990. Garzón extiende una orden de captura internacional y presenta ante la justicia británica la petición de extradición para procesarlo en España.

Pinochet es senador vitalicio en Chile y goza, según el gobierno chileno, de inmunidad diplomática. La justicia británica lo ve diferente: Ya que Pinochet no está acreditado en Inglaterra como diplomático, no puede reconocerse su inmunidad. Por lo tanto la orden de captura es legal y se procede a detener indefinidamente al "ex-dictador”. El gobierno británico no ve la necesidad de intervenir política o diplomáticamente, ya que se trata de un caso de carácter meramente jurídico.

El tratamiento del caso por parte de la opinión pública democrática es ambivalente. Los que expresan temores lo hacen en nombre de lo delicado del asunto, los graves enredos diplomáticos que acarrea y que a nadie convienen. Además surge el interrogante elemental: ¿Y qué pasaría si algo así sentara precedentes? Por otra parte, cuanto menos se dejen llevar los comentarios por los diferentes intereses y desaires diplomáticos y cuanto más se alejen de la posición oficial para adentrarse en la dimensión política-moral del asunto, tanto más se va imponiendo una sensación de satisfacción y alivio. Más allá de todas las diferencias ideológicas entre liberal, derecha e izquierda, se establece el consenso de que la detención de Pinochet es la "señal correcta” y el "mensaje inequívoco” que la comunidad internacional lanza a manera de amenaza intimidatoria dirigida a actuales y futuros "dictadores” y "criminales”. Ante todo está clara una cosa: "Augusto Pinochet es el criminal más abominable que la comunidad de valores de Occidente ha podido permitirse en la Posguerra” (Süddeutsche Zeitung). Sin duda una retrospectiva bastante interesante que en toda su mendacidad no tiene asomos de escrúpulos en cuanto a su credibilidad.

El criminal más abominable

se encargó, valga enfatizarlo, ni más ni menos que de una honrosa tarea: la de un estadista que se apresuró a salvar la Nación. La idea de salvamento no resultó de unas ganas insaciables de poder de parte de un déspota político, al contrario, surgió de un análisis sobrio sobre el "estado de la nación chilena”. Y de acuerdo con los criterios del salvador la situación era sencillamente "catastrófica”. El poder del Estado estaba precisamente en manos del equipo equivocado; el pueblo había cedido en elecciones libres el poder de gobernar al socialista Allende que se apresuró a reemplazar la razón de estado imperante por un poder popular. El programa del gobierno Allende, que los golpistas bajo el mando de Pinochet tildaban de comunista, no tenía previsto eliminar el régimen capitalista del dinero a cambio de una economía planificada, pero sí acabar con la "venta” de la nación a consorcios extranjeros. Los socialistas de Allende eran, sin lugar a dudas, patriotas convencidos - con la pequeña, pero decisiva diferencia de no estar de acuerdo con que a Chile se le asignara eternamente el papel de exportador barato de recursos naturales para las naciones de éxito capitalistas, no quedándoles a las masas del pueblo ninguna otra función que la de esclavos asalariados de consorcios internacionales o material para las estadísticas de pobreza, hambre y mortalidad del tercer mundo. Su aberración consistió en la convicción política de principios de que el éxito de la nación debería aportar para las masas por lo menos una existencia más o menos segura, un sistema de salud decente y educación en lugar de analfabetismo. Pinochet, al que los simpatizantes de los Derechos Humanos achacan una "inteligencia restringida”, sabía perfectamente, sin necesidad de ningún estudio sobre teoría del estado, que la finalidad de la nación y el estado chilenos no podía consistir en la atención básica de la población. De igual manera tampoco hacía falta el conocimiento político-económico de los "Chicago boys” para saber que el sentido de una "reforma agraria” no podía significar la expropiación de latifundistas, y que la falta de respeto hacia la propiedad privada al nacionalizar consorcios extranjeros no llevaría más que al caos y en ningún caso al desarrollo de la economía chilena. Eso equivalía a comunismo, el enemigo natural de toda "economía”. De ahí que Pinochet no podía ni debía seguir viendo cómo su patria, a la que él había jurado servir como soldado, se sacrificaba a un "modelo socialista”. Y ahí ya quedaba definida su "tarea”: La salvación de la Nación exigía derrumbar a la fuerza el gobierno socialista y acabar con sus seguidores y simpatizantes.

¿Quién ha dicho "criminal”? (!): El mero número de víctimas, así como la finalidad de su exterminio sistemático, dejan entrever con claridad que no puede haber un asesino, por mútiple que sea, que logre una masacre semejante; algo así es sólo obra de un estado y su poder. Lo que en sus ojos era necesario lo llevó a cabo sin miramientos. Y no era poco. No simplemente acabar con las figuras en el poder sino terminar a su vez con la nueva razón de estado. Los nacionalistas fundamentalistas tienen muy claro que las cuestiones de principio y destino de la Nación no pueden abandonarse al voto del elector. El soberano popular había transgredido, y con mucho, sus competencias; su voto no merecía respeto, por el contrario, exigía el empleo masivo y sin escrúpulos de la fuerza. Primero contra el grupo que ostentaba el poder - fueron liquidados -, después más amplia e indiscriminadamente contra sus seguidores y la base popular. Los miles de encarcelamientos, asesinatos y torturas, las detenciones, desapariciones y masacres de opositores al régimen y todos aquellos sospechosos de ser sus colaboradores no tenían que ver con aberraciones de los "milicos” y excesos perversos del régimen castrense. Todo esto no era sino el empleo lógico de los medios del Estado contra sus enemigos en toda su extensión represiva. La finalidad e intención premeditada de la acción era restablecer la obediencia debida desde abajo, desatando el terror sin cuartel, intimidando e imponiendo el castigo por haber acatado el mando equivocado. De hecho un programa cínico y brutal. Pero ¿por qué ver en los métodos, el ideario y la finalidad asesina de este programa y de las acciones de un Estado en plenas facultades de su poder algo singular o incluso excepcional y hasta anormal?

La comunidad de valores de Occidente

había eregido aquéllo que Pinochet ejecutó en Chile -combatir el comunismo- en el asunto primordial y general de su programa político internacional. Todo el contenido de la política exterior de Occidente se resumía precisamente en la lucha contra "el imperio del mal". A raíz de los pronunciamientos distanciados que hoy se producen sobre la actuación de Pinochet, vale recordar en qué consistía la Guerra fría: Una política de contención que asentaba su credibilidad en la amenaza permanente del terror de una guerra atómica mundial que calculaba con un triple "overkill" en defensa de la libertad y los derechos humanos, considerándolo una manera efectiva de "disuasión" y a la que no le bastaba planear la gran guerra sin desatar antes algunas a nivel de "baja intensidad". La Unión Soviética no se hundió, pues, por sí sola. Los EE.UU. y sus aliados plagaron, durante 40 años, el globo con guerras contra el bando enemigo encarnado por reales o virtuales vasallos comunistas. Siempre que lo consideraban oportuno derrocaban gobiernos que no les convenían o castigaban con terror internacional a aquellos pueblos que aclamaban a falsos líderes. A ese programa, precisamente, pertenecía Chile.Y la opinión pública internacional, que actualmente aborrece las atrocidades cometidas por Pinochet, se ocupó en aquel entonces de cultivar la moral de guerra apropiada, velando con toda atención por el arquetipo enemigo - en nombre de los valores de Occidente, por supuesto.

Los EE.UU. y Occidente sabían desde el primer día que el programa del Gobierno de Allende era una acción anti-sistema contra los negocios capitalistas, el dinero como finalidad y la propiedad privada. Un país del tercer mundo como Chile, situado en el 'patio trasero' de los EE.UU., sólo tenía una alternativa: ser sujeto servil para los intereses de explotación económica y los objetivos estratégicos del mundo occidental y su potencia líder. La otra alternativa para una nación así, unirse al internacionalismo de los pueblos de la UdRSS, estaba descartada, al igual que la llamada "tercera vía”, pues, de haber sido así, habría dado pie a un gran malentendido acerca de la vía de desarrollo de países en desarrollo. Por eso la intención y, con más razón, el intento concreto de construir una industria nacional, de romper el monopolio de terratenientes y bancos en manos de pocas familias, de alimentar a la gente y brindarle asistencia social y educación, no suponía la imposición de nuevas condiciones a los negocios y las relaciones internacionales, sino que equivalía a un atentado alevoso contra la libertad de la propiedad privada. Como si se tratara de validar un dogma marxista, los organizadores del mercado mundial les pusieron el sello de un irreconciliable "njet" a todos los puntos constructivos del programa de la Unidad Popular. Incluso su negativa al uso de la fuerza revolucionaria no obtuvo reconocimiento, pues en el fondo habían pervertido el voto popular para usurpar el poder por la vía pacífica; su negativa al modelo soviético de economía planificada no era una oferta para el libre albedrío de las fuerzas del mercado en forma de multis americanas y para la burguesía nacional. La tercera vía chilena de la UP era absolutamente incompatible con la finalidad del sistema capitalista y se basaba errradamente en un diagnóstico sobre el sistema, según el cual la participación en el mercado mundial para una nación como Chile era posible sin la necesidad de miseria para las masas del pueblo. Su modesto programa de bienestar social para el empobrecido y desnutrido pueblo significaba, sin dudas, una perversión del fin al que apunta la naturaleza del dinero y el crédito, y un desaire a los esfuerzos y ayudas económicas del FMI. Este conjunto de indicios era prueba suficiente para saber que el país se encontraba en manos del equipo equivocado. Por lo tanto debía ser combatido y castigado. Y ya fuera por el mero hecho de que algo así no podía formar escuela en las naciones muertas de hambre del continente. Por eso los inventores de la 'teoría del dominó' no se permitieron dudar en refutarla prácticamente para que su hermoso 'patio trasero' no cayera en malas manos.

Los EE.UU., que en el mismo año estaban eliminando otra de sus fichas de dominó a unos miles de kilómetros de distancia de su 'patio trasero' -en Vietnam, su otra costa estratégica-, hicieron valer sus méritos también para el avance de las ciencias. Las tesis de los "monetaristas”, según las cuales un experimento socialista sólo acarreaba la ruina de la 'economía', necesitaba una verificación práctica. Bajo el lema de "su economía debe gritar de dolor”, la potencia líder mundial se encargó de demostrar la validez del axioma político-económico de los Chicago Boys logrando la desestabilización de la economía y política chilenas. Para sus medidas de bloqueo y las actividades de subversión coordinadas por la CIA, los americanos sabían que contaban con el apoyo de las clases dominantes en Chile, que no estaban dispuestas a aceptar que Allende se sirviera del dinero en sus cuentas para financiar su programa popular. Entonces hicieron uso de los medios de poder de que aún disponían, a pesar del gobierno socialista, para crear en unión con los EE.UU. el caos y desorden necesarios al que puso fin Pinochet en calidad de fuerza del orden público y redentor de la patria. El general sabía a ciencia cierta quién había sido responsable del desorden: no los 10.000 de arriba que lo habían instigado en interés propio, sino el gobierno que no había sabido impedirlo.

Occidente no se hacía ilusiones sobre los métodos que el general emplearía para "restablecer el orden y pacificar al país”; él mismo los practicaba a escala mundial proporcionando a sus vasallos en todas partes del globo no sólo el instrumentario sino también su vasta experiencia en el arte de la guerra y las técnicas del terror. En ese sentido existió una cooperación sin igual e intensa entre la CIA y el ejército de Pinochet. Sus orgías de violencia no fueron silenciadas en ninguna parte, ni en Chile donde debían desatar toda su fuerza intimidatoria, ni en la opinión pública de Occidente. Lo que existía entre demócratas era un consenso claro acerca del fin político y la única e irremediable, pero sin dudas exitosa manera de lograrlo. Cuando en aquel entonces surgieron protestas contra el fin y métodos del imperialismo, los críticos de izquierda e idealistas de la democracia se vieron refutados por los verdaderos expertos en el ejercicio del poder democrático: "Es algo muy distinto que intervengan los militares a que los franciscanos sirvan caldo a los pobres” (Franz-Josef Strauß, fallecido líder bávaro de la unión social cristiana y exministro de defensa alemán).

Hoy corresponde al buen estilo de las investigaciones periodísticas demostrar que incluso los partidarios del mismo Strauß se distancian del ex-estadista chileno al que no le echan otra cosa en cara que ser un "criminal” por haber sido responsable de unos muertos inútiles y haberse pasado en los métodos utilizados en el afán de cumplir con una digna tarea. Vaya cinismo, habría que ver quién lo supera en brutalidad.

La acusación

Las víctimas sobrevivientes de la Junta Militar, sus amigos y familiares consideran la detención de Pinochet como una ocasión tardía de calmar su deseo de justicia y/o venganza. Al llamar a su entonces enemigo político un "criminal" se están permitiendo un juicio poco crítico acerca del golpe de estado y el régimen de la Junta chilena. Con él no salen en defensa de su vieja causa política, desbaratada entonces violentamente, ni atacan el propósito que ejecutaron sus adversarios políticos con el pleno respaldo del Mundo Civilizado. Con el término moralizador de "criminal" están vaciando de contenido político lo que marcó aquella época, acabando fatalmente en compañía de muchos otros "críticos" cuyos celos ideológicos no tienen nada que ver con el porqué sacrificaron a los comunistas chilenos. Pues entre aquéllos que se proclaman defensores de los Derechos Humanos citando las innumerables víctimas del régimen, no hay ninguno que tenga o haya tenido simpatía por la causa política que fue cortada de raíz junto con sus partidarios. Hoy se presentan en plan de amigos sin haber cambiado de convicciones ni mitigado el aborrecimiento que profesan hacia toda clase de "experimentos" comunistas que sus mandatarios democráticos decidieron cercenar -en buena hora- tan exitosa como cruentamente, y tampoco dejan lugar a dudas sobre su espíritu anticrítico cuando hablan de los "crímenes" de Pinochet: en ningún momento se refieren a la actuación meritoria de Pinochet en su calidad de hombre de estado, ni a la purga del país del mal comunista, sino a los métodos que empleó en tal faena de limpieza. Y en caso así, en la retrospectiva de hoy, el fin excepcionalmente no habría justificado los medios, al contrario, éstos habrían opacado objetivo tan noble. La Comunidad de Valores de Occidente habría pecado de admitir entre sus filas a un sujeto "criminal". Con este gran embuste se están interpretando los sucesos sin recurrir a ningún atisbo de autocrítica, negando con autosuficiencia que el sistema de la economía de mercado y la democracia se mantenga gracias a abundantes dosis de violencia y mediante individuos que no vacilan en aplicarla en su forma más "perversa" para asegurar el dominio del sistema. Sería una atrocidad que la acusación moral de un individuo, producto nato del imperialismo democrático, pueda poner igualmente en el banquillo el programa universal político de nuestra comunidad de valores. ¡No faltaba más! Entonces Pinochet fue uno de los "nuestros" - en lo que se refiere al fin político de su obra, tan obvio que no haría falta mencionarlo. En su calidad de "criminal", al contrario, no tiene nada que ver con el compromiso que cumplió tan cabalmente. Por lo tanto al ministro de comercio e industria británico Peter Mandelson "le revuelve el estómago que un dictador brutal como Pinochet quiera acogerse a la inmunidad diplomática." (El País, 25-10-98) Para tales declaraciones el veredicto de "criminal" encaja siempre a la perfección. Éstas provocan a su vez exclamaciones infantiles de júbilo e ilusiones acerca de un imperialismo donde "la abominable especie de los dictadores entraría en proceso de extinción" (Vargas Llosa, El País, 25-10-98)

El "caso Pinochet"

no es fruto de las ansias de justicia por parte de las víctimas, ni tampoco de algún deseo expresado por la opinión pública o los mismos líderes de las democracias occidentales. Fue el juez español de instrucción penal de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón quien en virtud de su cargo ha acusado al ex jefe del poder chileno de presuntos"crímenes contra la humanidad" (genocidio, terrorismo y tortura). Así la Era Pinochet, episodio histórico de la guerra fría, se ha convertido en un asunto jurídico internacional.

Por un lado, no parece difícil adivinar lo que ha infundido a Garzón esa admirada "valentía" de pedirle cuentas a un individuo de rancio abolengo anticomunista y prócer altamente condecorado del mundo libre. Enjuiciar actos de naciones como si se tratase de violaciones del Derecho vigente, no es invención de Garzón*** . Gran perseguidor de ETA , los GAL y otros malhechores, partidario al mismo tiempo de una encarnizada lucha contra el terrorismo que brille por su impecable legalidad, Garzón se habrá visto inspirado por la indiscutible legalidad en la que estados imperialistas se basan para perpetran ataques contra países como Serbia, Sudán o Iraq -"estados criminales" culpables de delitos contra un ficticio código universal. Ese método ha sido concebido por los poderes modernos imperialistas para justificar de manera indiscutible e irrefutable la hostilidad que ejercen contra perturbadores del buen orden internacional del que ellos son sujetos exclusivos. Se erigen, por lo tanto, en jueces supremos condenando toda política que no sea a su gusto y calificándola de acto criminal. Finalmente interpretan la usurpación de derechos soberanos de poderes extranjeros, sobre todo tras la intervención militar, como la defensa imperiosa de la "humanidad" frente a reconocidos enemigos del orden mundial. Ese método, con seguridad, no ha dejado indiferente al juez Garzón. Es más, puede que Garzón se haya visto estimulado por la idea de los actores europeos del orden mundial de instituir el Tribunal Penal Internacional en abierta rivalidad con EE.UU. y a partir de los títulos justificativos de la violencia imperialista, creando así un organismo con capacidad penal de reconocimiento mundial. De la lógica que está detrás del método imperialista no se ha percatado Garzón, su incursión en ese "campo", en el que pretende actuar leal y diligentemente en calidad de juez y funcionario estatal de un alto organismo de la Jurisdicción española, necesariamente pondrá "patas arriba" el método del que se sirve el imperialismo.

El orden normal de las cosas en el mundo imperialista consiste en que primero se fija la consideración política y luego le sigue la moral para acompañarla oportunamente. Nada de eso en el pleito que Garzón intenta abrir contra Pinochet. Allí el interés de la política no es la base de una condena, sino se está solicitando la detención de un alto funcionario chileno, país con el que España mantiene "excelentes relaciones". Acusación que además resulta de un acto legal asentado en la jurisdicción exclusiva española, cuya competencia es nula en las relaciones inter-estatales, puesto que por principio todo poder soberano se asigna el poder supremo en la legislación de sus propios asuntos. La orden de detención internacional provoca, por lo tanto, un verdadero conflicto entre España e Inglaterra y con Chile, naturalmente - "que eso nos guste o no", dijo Matutes, el ministro español del exterior.

Esa situación afecta en primer lugar a los políticos chilenos, enfrentados a la petición de extradición por iniciativa de España y a la detención del acusado cumplida por los ingleses. Hechos que afectan ante todo la política interna. Pues Pinochet es el símbolo de una etapa muy controvertida en la exitosa evolución de Chile y precisamente por eso su detención en el extranjero no puede menos que provocar una profunda división y reactivar viejas hostilidades. El gobierno chileno se ve, de golpe, obligado a hacer frente a un peligro de conmoción nacional sin ser responsable de ello en lo más mínimo. No sólo miles de personas se manifiestan por las calles, se baten encarnizadamente, los unos bajo la consigna "libertad para Pinochet", los otros reclamando "asesino a la cárcel"; los patriotas de un lado y otro bando sólo prometen retornar al orden si el gobierno se declara partidario de su justa causa. Los revoltosos acaban incluso poniendo en estado de alerta a los militares cuyo Jefe mayor fue el detenido hasta hace poco. Por eso los políticos se deshacen en evitar mayores perjuicios, procurando hallar una fórmula que permita calmar los ánimos de cada uno de los frentes enemigos. El ministro del interior, por ejemplo, declaraba que el gobierno pedía al ex-dictador que se retirara de la política y pidiera perdón por las violaciones de los derechos humanos ocurridas durante su gobierno. Así el general prestaría un gran servicio al país.

Posiblemente esto permitiría al gobierno chileno resolver el conflicto internacional que se le ha planteado y que se debe a razones muy distintas de las que motivan sus preocupaciones por las divisiones internas. En lo que concierne a la dimensión internacional del "caso Pinochet", es sencillamente inaceptable para la nación chilena que autoridades británicas arresten a un poítico suyo a petición de la Justicia española. La desestimación de la "inmunidad garantizada por el derecho internacional" concedida al senador Pinochet por la Constitución chilena, es un ataque a la soberanía del país que se condena en nombre de la "dignidad de la Nación", en el que se resume la reivindicación del reconocimiento de la propia soberanía. Se insiste en que sea la justicia chilena la que se encargue de investigar y sancionar supuestas violaciones del derecho cometidas por el ex jefe del estado. Y eso actualmente no concuerda con el interés político del país al que le correspondería definirlo y ejecutarlo - así lo expone el mensaje diplomático-. El gobierno sigue en su voluntad de impedir un nuevo desgarramiento del país al no admitir una "revisión del pasado" en los tribunales, y eso precisamente en aras de la paz interior, es decir de la estabilidad de su poder.

Que esta decisión sea digna de respeto internacional, que sea el deber político de España, Inglaterra y otras naciones obligar a su justicia a respetarla, lo afirman los políticos chilenos disponiendo para ello de un argumento especial. Invocan - y fíjense bien- el hecho indiscutible de que entre Chile y los países eurooccidentales (¿término inusual o consagrado?) existen relaciones de paz y amistad, o sea fluídas relaciones económicas y políticas, y que no es normal que se use el arma de los derechos humanos contra un país amigo. Y no hace mucho Chile prestó eficiente ayuda a Inglaterra en la guerra de las Malvinas. Valiente aclaración que termina en la solicitud diplomática de que España e Inglaterra deberían poco a poco tomar nota del impacto fatal que está produciendo el caso sobre la estabilidad interna de Chile. Por otra parte los chilenos no toleran la violación de su dignidad nacional, razón por la cual se les ha ocurrido pagarles a los españoles su intromisión legal con la moneda de la historia, demostrándoles su "arrogancia moralista" y facilitándoles a la vez una mejor comprensión de la (otra) "vía chilena": Chile se encuentra todavía en plena etapa de difícil "transición" de la dictadura a la democracia, igual que España, en donde ha concluido no hace mucho. Y a Juan Carlos I, llegado a rey por la gracia del entonces dictador Franco, tampoco se le ha intentado un juicio, por muy buenas razones: la continuidad del poder estatal.

No se puede saber a ciencia cierta hasta qué punto los argumentos chilenos bastarán para restablecer el buen entendimiento entre ambas naciones. Las naciones europeas, enfrentadas con el caso Pinochet, han de decidirse sobre lo que quieren sacar de este asunto judicial que no han encargado, pero del que están a cargo gracias al aplomo con que han actuado sus departamentos de justicia. Trantándose de un caso producto de la "inversión del orden" de un método de acción imperialista fiable y convincente, el asunto es "extremadamente complicado", según el jefe de gobierno español José María Aznar. Como se ha explicado, el interés político, al igual que la declaración de enemistad contra estados foráneos o las acusaciones o inclusive juicios contra representantes políticos, preceden siempre a los títulos legales que los justifican. En el caso de Chile, sin embargo, no existe reserva política alguna, al contrario, la aplicación arbitraria de los aparatos judiciales imperialistas ha puesto en riesgo las relaciones con un país latinoamericano y no sólo con uno, Argentina también se ve en la línea de fuego. Chile no es como Serbia o Iraq un "estado criminal" que requiere ser vigilado, ni para EEUU ni para Europa; podría llegar a serlo máximo a consecuencia de los disturbios internos que ha provocado el acto de someter a Pinochet a la competencia judicial europea.

Lo que "complica" las cosas para los políticos europeos no es la confrontación entre ética universal de derechos humanos y mezquinos cálculos materiales de naciones egoístas, como lo quieren hacen creer los medios de comunicación, muy partidistas en el caso. La pauta de los derechos humanos, cuando es utilizada por poderes estatales, no es solamente una regla moral que sirve para consagrar los actos del propio gobierno, sino que justifica la exigencia muy concreta de las grandes potencias del orden mundial de que se respete globalmente su derecho a la sumisión y obediencia de todo gobierno. Al afirmar Aznar y Blair que "se trata de un asunto que concierne exclusivamente a una justicia libre e independiente que actua en pleno derecho" están reconociendo en principio la competencia de la justicia española, respectivamente inglesa, de enjuiciar crímenes cometidos en Chile, y no dejan lugar a dudas de que ejercer el derecho de juzgar los "asuntos internos" de naciones soberanas es asunto de los estados europeos, es decir el uso que hacen éstas de su poder, y, en caso necesario, hacer valer el juicio de sus tribunales. No toleran que sólo los EEUU dispongan de este derecho, que como "única potencia mundial que ha quedado" ejercen desde hace tiempo: las funciones de fiscal universal, magistrado y ejecutor. Y por ello se niegan abiertamente a escuchar la advertencia de los americanos de que dejen de acosar a este estado socio de su trastienda. Por esa razón los euro-políticos no "pueden" desmentir esa voluntad de principio y en efecto tremendamente política, si bien el caso actual no se presta para sentar un ejemplo. Se ven "obligados", entonces, a aclarar que las buenas relaciones con la república andina no tienen por qué sufrir daños acarreados posiblemente por las iniciativas de sus tribunales, autónomos como es sabido, contra un individuo que ya no es hombre de estado. Puesto que se ven enfrentados a los daños, se sienten en la necesidad de dar explicaciones para "rescatar" y asegurar la funcionalidad del arma de los Derechos Humanos en conveniencia a los propósitos políticos, o sea reponer la relación adecuada entre política y derecho para que no se ponga en entredicho la credibilidad de aquel arma que ellos llaman "política exterior de ética", tanto en el extranjero como en relación con el propio pueblo. A esta materia se refiere la decisión que los ejecutivos políticos competentes tienen que tomar. El campo donde están desplegando y sopesando el pro y el contra de un procedimiento penal contra Pinochet para llegar al resultado deseado es - con mucha razón - el del derecho y su interpretación. Así van creando, eso sí, una multitud de empleos: juzgados de diversa competencia , instancias, y centenares de expertos se van estrujando los sesos con el problema de definir los "conceptos" de "inmunidad" o "genocidio", o de saber si los actos de torturar o de encerrar a personas en estadios abarrotados o de hacerlas desaparecer son ilícitos o no, como si fuesen participantes de un seminario jurídico. De tales esfuerzos resultarán, no cabe duda, sabios dictámenes para fundamentar los títulos legales que justificarán cualquier decisión, sea cual sea, derivada de una calculación política nacional. No afecta a lo esencial de lo que acontece si la Cámara de los lores, a la que pertenece decidir, e integrada no sólo por viejos dignatarios nobles, sino también por profesionales políticos, tipo Maggie Thatcher, manifiesta su preferencia por la afirmación e imposición de su propio derecho a la prepotencia, o si, por el contrario, en este caso, va a comprobar lo inservible que es el arma de los derechos humanos, destacando de este modo su indudable legitimidad. No es otra cosa que un instrumento de la política imperialista.

P.D. Los jueces lores se han pronunciado, por lo pronto, en contra de la "inmunidad" de P. asegurándole a la "credibilidad" de la política democrática exterior una victoria con escaso margen (3:2). Ahora incumbirá al ministro británico del interior hallar la relación adecuada entre esta decisión y la "razón política". Con toda seguridad será el gobierno quien, al fin y al cabo de mucho tramitar judicial, tendrá la última palabra.