Karl Held – Emilio Muñoz

Perestroika

Moral, en vez de socialismo

IV.  

V. El sistema soviético y la democracia: una comparación de sistemas.

El pueblo soviético, pese a la perestroika y glasnost, sigue careciendo del alimento cívico-cultural que natural­mente consume todo gran pueblo acostumbrado a la de­mocracia. Las grandes cuestiones que forman la cultura política popular occidental en la URSS quedan sin respon­der, o peor aún, ni siquiera se plantean.

Por ejemplo, ¿qué hace Gorbachov en su tiempo libre?; cuando Shevardnadze está en la ONU, ¿con quién sale su mujer?; ¿sabe cocinar el mariscal Ajromeiev?, ¿ que le apetece?; ¿cómo festeja Raissa el cumpleaños de sus nie­tos?, etc.

Al pueblo soviético no le queda más remedio que resignarse tristemente al ignoramus que le impone el desin­terés de los medios de información soviéticos en tales cuestiones. Aunque también puede escuchar la voz de la CIA, Radio Liberty, y añorar alegremente la curiosidad de los pueblos democráticos, plenamente satisfecha por unos medios de comunicación manejados por sujetos expertos en la indagación lacayuna de las intimidades de los pode­rosos de este mundo.

La lectura de la biografía oficial de cualquier miembro del buró político también decepciona: nada dice de su estado civil ni del número de sus descendientes, limitándo­se a las referencias someras de una típica carrera de funcionario.

Pero aún cuestiones más graves, altamente políticas, quedan ante la opinión pública soviética sin responder. Por ejemplo: ¿qué coalición llevó al poder a Gorbachov?; ¿conserva su influencia Gromiko?; ¿qué urdía Eltsin con­tra Gorbachov?; ¿cuántos secretarios del C.C. apoyan al nuevo ministro de defensa?

Ningún órgano periodístico soviético rastrea minucio­samente las tendencias y las coyunturas políticas de la competencia por el poder, ni publica las opiniones encon­tradas en la reunión del gabinete, ni describe la terrible soledad de quienes mandan. Menos aún destapa escánda­los o comprueba el incumplimiento de unas promesas electorales. Omisiones todas que desde el extranjero deben reparar los muchachos de “Time”, “Newsweek”, “Der Spiegel” o “Cambio 16”. Tampoco la TV soviética es capaz de entretener a su público haciendo una trama novelesca de la rivalidad entre los candidatos del buró político. Atrac­ciones de alto valor educativo y emocional como la trage­dia política de Gary Hart son disfrutes vedados totalmente a los televidentes soviéticos.

Por último, cuestiones esenciales, interesantísimas, donde la libertad raya a gran altura, como: ¿ lcanzará la disidencia con Sajarov a la cabeza, un asiento en el soviet supremo?; ¿cuántos escaños conseguirá el Partido Nacio­nalista Ucraniano?; ¿ cuántos la Convergencia Islámica Unida?; ¿ganará Gromiko en su ciudad natal?; ¿hasta qué punto es probable la no reelección directa de Gorbachov?, ni se le plantean al hombre soviético. No existe en la URSS ningún interés estatal en ventilar el problema de cómo las diversas preclaras figuras de la élite gobernante le caen de simpáticas al pueblo gobernado, y menos de hacerlo en la forma del test clásico comicial, cuyo resulta­do a veces agiliza la rotación del personal que dirige las altas instituciones del poder. Ningún político soviético tiene la oportunidad, ni la preocupación, de levantar el entusiasmo electoral del pueblo con la proclama de batir a la competencia política, los gilipollas del otro partido, y de mantenerlo hasta la estimación de los ordenadores escru­tados el 90% de los votos emitidos. Ningún elector puede darse por satisfecho por contribuir con su millonésima y secreta partícula a mantener la espectación. En consecuen­cia, en el bloque soviético la “verdadera” decisión de las urnas, contra el partido único claro está, queda reservada, lamentablemente sólo en teoría, al juicio certero de las democracias occidentales.

Pero también la URSS y sus satélites poseen la insti­tución democrática del comicio, también gozan de una cultura cívica y de la existencia de personalidades políticas. Que con tales dotes, comparadas con la opinión pública libre y el sistema pluripartidista occidental, los estados comunistas salgan tan mal parados como lo repite día y noche la acostumbrada condena occidental de los “regíme­nes injustos”, y de sus “parodias electorales” fabricadas por una burocracia dominante incapaz, adicta confesa al culto a la personalidad, todo eso vale la pena comprobarlo.

1. El culto a la personalidad, una cuestión de buen gusto y pluralista, y el respeto impersonal al poder

Cuando el ciudadano soviético se le convoca a elegir su soviet supremo se le exime del cínico embeleco que con el sufragio el poder estatal se deposita en sus manos. En la franja democrática del planeta vigilada por la OTAN, el derecho humano personalísimo de decidir cuál de los tres o cuatro competidores por el poder debe ocupar un cargo que como tal es incuestionable, prospera no porque el elector tenga algo que decidir cuando elige, y menos por­que al hacerlo estén en juego sus intereses. La profunda devoción hacia ese derecho democrático fundamental pro­viene de la mentira de que el elector, “de alguna manera”, manejaría los propósitos que definen a las instituciones electivas del estado, en tanto que con la papeleta electoral se le concede juzgar sobre la dignidad para el cargo, de los diversos aspirantes a ejercerlo. Falsedad que también se desmiente muy luego con el recuento de votos, porque si resulta que ganó quien “no debía” el derecho a elecciones libres sigue intacto porque también quien “debería”, podría haber ganado.

Una campaña electoral en la URSS, comparada con una en Occidente, luce como un homenaje nacional a la sinceridad, ya que consiste casi puramente en una polémi­ca contra la ilusión del votante que del cubrir los cargos oficiales con tal o cual político, de uno u otro partido, y de su contribución, con el voto, a las miles de casualidades y arbitrariedades que determinan el resultado de la compe­tencia electoral, dependa vaya uno a saber qué. Entonces, en la URSS, el acto de delegar el poder, lógica y normal­mente público, el nombramiento de un candidato para una cámara o consejo, debe ser el punto final de un proceso de discusión entre el pueblo y el partido, siempre vuelto a poner en práctica, en el que ambas partes elabo­ren acuerdos sobre las “tareas sociales”, las necesidades y proyectos económicos y sus marcos políticos.

El partido, como queriendo probar que no tiene inte­rés alguno en la confianza ciega del pueblo, ni menos en su indiferencia, convoca a los electores a los mitines, regis­tra orgulloso el número de participantes, de cuantos hacen uso de la palabra, de sus críticas y de sus propuestas. Algo que en el reino de la libertad sólo figura bajo la rúbrica de “cartas de los lectores”, o de política de café sin ningún género de consecuencias, o como la cultura del pataleo, ese muestrario de idioteces de la conciencia cívica, apega­da a votar otro la próxima vez, en los dominios del KGB y del partido único leninista se practica de manera entu­siasta, y se le hace casi un deber al elector el quejarse. Es que precisamente nadie debe hacerse la ilusión, sobre el acto electoral en sí, de que porque el candidato de su preferencia haya resultado diputado, o porque siquiera tenga la posibilidad de serlo, sus propios deseos estarían en buenas manos. Naturalmente que tampoco así tiene lugar una competencia entre diferentes programas de go­bierno. Pero, ¿ qué?

¿ caso la soberana indiferencia de unas elecciones democráticas hacia todos los motivos del elector para votar o no hacerlo, no desacredita cualquier razonamien­to, cualquier reserva, cualquier comparación bien medita­da con la cual votantes informados o desinformados, astu­tos o ingenuos, comprometidos o pasotas, puedan haber acompañado sus decisiones?

¿ no es esta ley general de la libertad electoral demo­crática la guía de todo partido político moderno que com­pite por el poder en el mundo libre?

Tanto lo es que ninguna formación política responsa­ble aburre a su clientela electoral con reflexiones detalladas de alternativas legislativas, o la “atormenta” con la exigencia de argumentar lo que piensa de ellas. Porque los partidos ganan “imagen” y confianza mediante una varia­da e imbécil fraseología interpretatoria de un mismo acon­tecer político: “por la consolidación de la democracia”, “Libertad, en vez de socialismo”, “Una mayoría por el cambio”; y ese manjar, ¡qué maldición!, el poder soviético se lo tiene vedado a sus súbditos.

Si un orador, en un mitin electoral en la URSS, afirmase que “viene a asumir sus responsabilidades como cristiano”, o “su compromiso con los más desfavorecidos”, o a “reclamar la herencia liberal”, se lamentaría, con justi­cia, por su salud mental. El tema electoral en la Unión Soviética es el plan: el conocido programa estatal para mejorar el bienestar del hombre soviético, y se habla de “cumplir y sobrepasar sus objetivos”, se critica lo incum­plido, la incuria y la desidia en la producción y el abaste­cimiento; pequeñeces, para un ciudadano libre con derecho a ser humano acostumbrado a reglar todo lo que hace a su “nivel de vida”, con plena libertad, con el jefe de personal de “su” empresa, con “su” banco a fin de mes, y con la lista de precios del “Corte Inglés” cada vez que compra.

En el debate de tales cuestiones parciales y puramente materiales claro que ningún político puede ganar catadura de prócer, y menos puede probar su capacidad de suges­tión, cualidad característica de todo gran pescador de votos. Esta cualidad se basa en la superstición popular que tiene a la conducción como un arte, y al gobernar como la expresión de una habilidad personalísima; esto es, que características individuales hacen la capacidad, sobre la que a su vez reposa el derecho, para mandar sobre otros hombres. Esa creencia no podría confirmarse si las obras del poder político debieran probarse nada menos que en la provisión segura y abundante de todo lo que se necesita para vivir holgadamente, y por lo tanto se funda simple­mente en la voluntad del súbdito democrático a dejarse engañar, a través de la familiaridad que tiene con el poder quien lo posee, tanto acerca del poder, como acerca de los mandatarios y aspirantes a serlo. Un ciudadano maduro no juzga entonces al poder que acata sino que lo admira, también de manera crítica, adjudicándole a quien manda el criterio absurdo que la fuerza política del cargo que ejerce tendría, en realidad, que justificarse a partir de su personalidad.

En la democracia la satisfacción defectuosa de un tal reclamo se puede, sin sobresaltos, lamentar, primero, por­que testimonia un profundo respeto hacia las instituciones, y segundo, porque es seguro que le vendrá bien a otro pretendiente a dirigirlas, cuya soberbia quizá encaja mejor con el gusto particular del quejoso.

Y alquien que ha madurado hasta cultivar semejante culto a la personalidad como una fe principista, ¿para qué va a precisar ideas claras sobre el contenido de los nego­cios y las instituciones políticas? ¿ para qué va a exami­nar los actos de los estadistas que como ciudadano le afectan? Lo que su fe necesita, para no decaer, es la mentira de la “personalidad señera”, que el mismo candi­dato fabrica con su aire de suficiencia: “tenéis ante voso­tros al futuro Presidente de los Estados Unidos... ”, ilus­trada y aliñada con familia intacta, viajes, sociales, y sobre todo, hora por hora con la eminente jeta en la TV.

El hombre soviético, impedido como está de asistir y participar en ese circo, tal vez no sospecha lo que se pierde, porque además ni se imagina la inmundicia que destila una entrevista con un político democrático y una campaña electoral en cualquier gran democracia occiden­tal. El está habituado a funcionarios mediocres y grises, en los que los coloridos periodistas occidentales siempre ob­servan que les falta esa grandeza personal y ese encanto nacido de la desenvoltura, esto es, de la arrogancia del poder hecha acostumbrada actitud. Es que ¿de dónde la van a sacar? Si los hitos de la carrera de un funcionario soviético son éxitos en el cumplimiento de los objetivos del plan, en la eliminación de dificultades en el abasteci­miento y en la lucha contra los abusos de la propiedad estatal, y no logros en conseguir una mayoría democráti­ca. Una vez que ocupa un alto cargo su vida privada permanece, para la opinión pública, tan poco interesante como antes. Ni hijos modelo, ni mujer a su altura, ni siquiera un democrático baño de masas entre el entusiasmo de sus adeptos, nada aparece para sustentar la mentira que el poder del estado ha encontrado en su más alto dignatario al más simpático de los administradores, de quien se puede confiar que lo ejerza bien, porque lo cono­ce mejor. Las obras que se les atribuyen oficialmente a los jefes del Politburó resultan tan impersonales como sus capacidades: “fidelidad a los principios del leninismo”, “luchador infatigable por la paz y el comunismo”, “patrio­ta ardiente”, cumplió tales cometidos, ganóse tales con­decoraciones...

Pero jamás: “y por sobre todas las cosas padre ejem­plar, abuelo excelente y hombre de bien”; como tampoco alguna anécdota personal, ni siquiera algo “humano” para calmar la calentura febril del sumiso súbdito democrático por sentirse cercano a los poderosos. El discurso de home­naje sobre la tumba de Chernienko y la presentación del nuevo secretario general llevan el mismo rótulo; ¿ qué? Para el cargo en el que se suceden, lo mismo da. Hasta en el reparto de honores a sus dignatarios el partido procede como si quisiera protegerlos del juicio póstumo de que aún en lo más recóndito de su ser eran la personificación acabada de una necesidad social.

Muy poco excitante resulta entonces también el derrumbe de una carrera política en el bloque soviético. Como jalones de la caída se registran errores en el “desarro­llo avasallador del socialismo hacia realizaciones cada vez más grandiosas”, que van desde la mala organización de una cosecha de trigo hasta fallas de planeamiento en la construcción de un combinado industrial, y que se atribu­yen al partido y a los órganos de control popular. Si la cosa es bastante grande, por ejemplo una cosecha perdida de la que no se puede culpar al tiempo, eso le cuesta el puesto a un secretario del C.C. Y si se comprueba la actividad delictiva de un ministro, no pierde sólo el cargo, sino también la vida. Claro que una tal sanción priva también de autosatisfacción a un elector democrático, que suele penar el enriquecimiento ilícito de su político prefe­rido no volviéndolo a votar. El hombre soviético carece de ese derecho humano, pero ¿le hace falta? ¿Hace realmente la vida digna la competencia de los partidos por el poder? Una competencia que sólo admite como errores el jactar mal la moral, la vecindad al ciudadano, y la capacidad de conducción, los elementos para que luego el votante “deci­da”. Que no se convoque al buen gusto para elegir al hipó­crita más convincente de los candidatos, el más diestro en manejar el recurso esencial de toda intriga por el poder: la virtud de inspirar confianza, ¿es la peor de las opresiones?

2. “La responsabilidad política”, como el despacho de condicionantes objetivos, y como servicio al pueblo

“La responsabilidad de la función pública”, también en el bloque soviético, es una carga de agobio menor que la dignidad de un ciudadano común, que además de votar debe acudir diariamente a sus quehaceres. De modo que el trabajo de gobernar, aquí y allá, no ha peligrado ni peli­grará por la escasez de personal para realizarlo. Sin embar­go en el mundo socialista la responsabilidad política tiene un contenido diferente a la que posee en el bloque occiden­tal, y no debido a la moral de quienes la asumen, que difiere tanto como lo exige, en uno y otro bloque, el ejercicio de la profesión.

Por ejemplo, responsables de la construcción de un cierto número de viviendas en un lapso de tiempo determi­nado, se declaran en ambos sistemas los ministro del ramo, pero ahí se acaba la similitud.

En la Unión Soviética un propósito semejante, traza­do en el plan general del estado, debe cumplirse en las metas parciales de los planes sobre materiales de construc­ción, transportes, etc., lo que hace necesario coordinar la actividad de todas las empresas participantes, y estimular a sus trabajadores para cumplir con los plazos y los volú­menes de entrega. Estas tareas requieren algo más que buenas aptitudes organizativas, porque en su cumplimien­to hay que hacer frente a una contradicción inconfesada. Ella consiste en que el plan estatal compromete a las empresas en juego, por un lado, a cubrir adecuadamente las necesidades de viviendas que él ha fijado, y por lo otro, a la obtención de ganancias. De manera que el plan no opera simplemente con las obras a realizar, sino también con los precios que les fija, y a las necesidades reales a satisfacer le añade un “poder de compra”, generado, y limitado, mediante la remesa de fondos financieros estata­les. De manera que en la producción ya no cuenta sólo el producto, sino también el saldo, cuanto más grande mejor, entre los ingresos de las empresas y sus gastos financieros de explotación, saldo que a su vez retorna, como masa financiera, a disposición de los organismos del plan. El interés de cubrir con unos esfuerzos unas necesidades se transforma en una serie de contradicciones: entre las nece­sidades y los recursos financieros; entre el comitente que paga y las empresas que pasan la factura; entre el deber a optimizar la calidad de los productos de las empresas, y el deber a ahorrar en las más diversas “fuentes” financieras; entre el interés de las empresas en fuentes financieras lo mejor dotadas posible, para estimular el rendimiento de la dirección y la plantilla, y el interés del estado en utilizar lo más posible esas fuentes para cubrir las necesidades finan­cieras de sus organismos de planificación.

Que el dinero es una invención genial del género hu­mano para armonizar a la maravilla las necesidades socia­les con la producción de bienes, lo predica todo profesor burgués de economía, y aquél que eso crea tiene la opor­tunidad, en la política económica soviética, de corregirse. Porque ella no es precisamente una planificación comunis­ta de la economía, sino la puesta en práctica de esa mentira: que mediante “la palanca económica dinero”, nada menos que la planificación y la distribución funcionan mejor.

Un ministro occidental de la vivienda no tiene que vérselas con antagonismos parecidos, porque como políti­co serio que es no se toma en serio la necesidad real de viviendas. El va al grano, y parte de la situación del mercado de la vivienda. Nuestro ministro además asume con gran aplomo que lo normal es que toda necesidad debe medirse en su capacidad de pago, y en el caso de las necesidades de vivienda también en el cálculo y el interés comercial de las empresas constructoras. El profesa un fiel respeto por la verdadera función y la finalidad del dinero: la de servir al incremento de la propiedad privada emplea­da en los negocios subordinando a ello las necesidades de la gente. Por lo demás, esas leyes “objetivas” del mercado de la vivienda, (los afamados condicionantes) según los altos agentes del poder estatal, escapan a su jurisdicción ministerial, lo que sella su impotencia frente al aprovecha­miento lucrativo “abusivo” de la miseria habitacional. Una mentira digna y beneficiosa para un ministro democrático. Mentira porque quién, si no el estado, impone las relacio­nes jurídicas de la propiedad privada del suelo y consuma así el despojo del que nada posee; y quién si no el estado, crea el medio económico para sacar provecho de esas relaciones, certifica su validez, vigila sus funciones y casti­ga toda transgresión hacia él.

La fuerza del estado deja obrar a las relaciones socia­les que ella ha impuesto y sostiene. Propiedad del suelo y alquiler, capital monetario e industria de la construcción, demanda habitacional y escasez de dinero, actúan, y enton­ces el estado se refiere al resultado: la falta de viviendas que la gente pueda pagar, como un problema exclusivo de esa gente, cosas que la vida misma (en libertad) trae consigo...

Pero los ministros “ayudan”; en tanto el mismo apro­vechamiento del pueblo trabajador esté amenazado. Repar­ticiones oficiales organizan la distribución de viviendas mediante subsidios al negocio habitacional con dineros fiscales, es decir, de todos, para que algunos propietarios puedan cobrar el alquiler que quien alquila no puede pagar, o realizan por cuenta oficial proyectos poco renta­bles para el capital privado.

Como un político democrático no es, ni se declara, responsable por las necesidades habitacionales insatisfe­chas en el mercado de la vivienda, tanto más afirma su responsabilidad por la mejoría de esa situación, entonces se vuelve hasta respetuoso de las “críticas” a su gestión, que precisamente lamentan que haya hecho “poco”, o gastado “mucho”, en las mejoras. El perdón, por lo gene­ral no se le niega. Porque para perdonar tales faltas menos interesa la persistente miseria habitacional que la credibili­dad personal de la mentira que, al frente de su ministerio, no ha hecho ni poco ni mucho, sino lo que ha podido. Y mientras los damnificados por los “condicionantes reales” del mercado de la vivienda, crean en ellos y los soporten sin chistar, ¿qué problemas puede tener un político demo­crático occidental con su responsabilidad, alegremente asu­mida, por la construcción de viviendas? Su colega soviéti­co no puede decir lo mismo, ya que su actividad directiva y planificadora le impone trajines peores que el licitar la competencia entre empresas constructoras y atender pedi­dos de subsidios. Un ministro soviético de la vivienda no puede jugar al escondite, con los resultados de su política, tras “los condicionantes objetivos del mercado de la vivien­da” que escapan a su jurisdicción, y cuando mucho puede culpar a otras reparticiones públicas, que a su vez le devuelven la pelota. Y que su responsabilidad por el abas­tecimiento habitacional de la población no es sólo una frase se observa en el precio que por asumirla paga. Ahí está precisamente su mala suerte, como ministro, compa­rada con la de su colega occidental, que cobra muy bien la agradable faena de gobernar en y para una economía de mercado.

Algo similar pasa con las “responsabilidades” por el crecimiento económico, el pleno empleo, los ingresos de los campesinos, la educación, etc.

Cuando tanto políticos occidentales como soviéticos afirman que todos los requisitos, reales o ficticios, del “nivel de vida” de sus ciudadanos es producto de su sabia y lograda actividad gubernativa, se refieren a proezas muy distintas.

Los demócratas al comando confían en la presión sorda de las condiciones económicas. La prudente legisla­ción que elaboran y la fuerza estatal que la hace cumplir, cimentan los deberes hacia la propiedad de quienes la poseen y de quienes carecen de ella, reproduce así una oportuna separación de ricos y pobres, que garantiza a su vez la cooperación debida entre trabajo y capital. Los políticos asumen entonces que sus súbditos sumisos se comportarán como oportunistas consumados de lo que ellos desde el poder les imponen como necesario, y a los condicionantes objetivos del dinero, inflación y tasa de interés, los pueden citar varias veces por día sin temor a parecer embusteros. Bien seguros que no tienen que rendir cuentas ante nadie por el mundo definitivamente instalado del que cuidan sin cesar, reclaman su competencia exclusi­va de estadistas para manejar todos los problemas, reales o por ellos mismos inventados para “inspirar confianza”, menos uno, que escapa a su ámbito: la eliminación de las dificultades masivas para sobrevivir que le imponen a la mayoría de los ciudadanos. Por el contrario, esto último es la pretensión de los políticos soviéticos.

Mientras los demócratas para justificar cualquier cosa se remiten a los “condicionantes objetivos”, que presentan alternativamente como una colección de fatalidades o de comodidades, que su propio pueblo habría elegido en el escaparate histórico-mundial de modelos de sociedad, los partidos gobernantes en el bloque soviético han eliminado todos “los condicionantes objetivos del mercado”, tanto la competencia entre los capitales como la clase de propieta­rios privados, y han establecido una dirección estatal de las actividades económicas para que la humanidad traba­jadora pueda disfrutar sin trabas los frutos de su trabajo. Ese “para que” lo han elevado, de ideal hipócrita justiciero en la sociedad de clases, a ley política fundamental, y si “el disfrute” deja mucho que desear, no se debe, como la razón burguesa gusta de atribuir, sin explicar sus causas, la explotación y la pobreza en la más próspera de las democracias, a la “contradición entre los ideales y la reali­dad”, y menos aún se debe a la decisión de planear la economía. Justamente el incumplimiento de esa decisión es la razón por la cual el partido hace tan infeliz a su sociedad. Porque aunque el partido haya ocupado los puestos de comando de la economía, y a pesar de lo que dicen todas las ideologías de “más allá de los bloques”, ni el dinero ni el crédito, ni los precios ni las ganancias, ni los salarios ni los premios, son medios adecuados o “palancas” para armonizar en favor de la humanidad sus necesidades, sus medios de trabajo y sus esfuerzos.

La responsabilidad de los políticos soviéticos por la producción y la satisfacción de todas las necesidades socia­les no es una hipocresía democrática, con la cual, en Occidente, se niega la verdadera responsabilidad del poder estatal por el acontecer de la economía del mercado. Lo acojonante del socialismo real reside en los errores que los políticos soviéticos comenten al asumirla, y que luego peor enmiendan.

En cada discurso de un político soviético está presente la autocrítica, que realizada de cara al pueblo y a los lectores tiene una naturaleza diferente a la que suele prac­ticar un conductor democrático de masas. Esta última, como es sabido, está motivada por una derrota electoral, y culmina en lágrimas vertidas córam pópulo por haber sobrestimado la inteligencia de los votantes; aún si va más allá debe quedar claro, y por las dudas se lo subraya, que la humillación en público aspira a ser recompensada en las próximas elecciones con muchos votos.

Referidas a una mala organización de la cosecha de cereales, o a la deficiente distribución de materias primas a las empresas, al desaprovechamiento de los adelantos tecnológicos y de las innovaciones propuestas por trabaja­dores ejemplares, o a la tolerancia hacia el despilfarro y la corrupción (en este último caso quien es descubierto no tiene una segunda oportunidad para congraciarse con un mea culpa), las autocríticas de políticos soviéticos no en­cierran hipocresía alguna. Todas ellas dan fe del sincero error de que la estatización de la competencia ha estable­cido ya una economía razonablemente planificada, en la que sólo errores de administración, llamados “violaciones de las leyes económicas del socialismo” pueden causar dificultades. De manera que la autocrítica socialista acele­ra la rotación tanto de los funcionarios como de los pro­gramas de reforma.

Lo que el querido pueblo trabajador saca de ello lo veremos a continuación.

3. “Moral política”, como consuelo y como consigna

Que en la economía planificada se trabaja ordenada y efectivamente para cubir las necesidades de todos, y que el esfuerzo del trabajo se expresa inevitablemente en la abun­dancia de bienes útiles al alcance de todos, es una cuenta promisora que, en un socialismo que no echa de menos ni la competencia ni la economía monetaria como “instru­mentos de control”, no sale jamás. ¿ cómo va a salir?, sí, una vez más, se trata de las ganancias de las empresas y de los recursos financieros para el estado, en vez de buenos suministros; de poder de compra y salarios, en vez de unas necesidades y los esfuerzos necesarios para satisfacerlas. Sin embargo, aunque la norma básica de que los esfuerzos valen la pena no se cumple en la planificación, rige como artículo de fe. El materialismo deviene así un título moral, que el hombre debe hacer suyo para ser útil. Un remedio que resulta ser peor que la enfermedad, y que con sus penetrantes llamamientos a la fuerza creativa de las masas trabajadoras, degrada hasta la mismísima verdad que todo lo que el pueblo soviético posee ha sido creado por él, a rito calculador en manos del poder socialista, para levantar la moral de unas gentes que mejor querrían disfrutar de una buena vez de todo lo que han creado. Sin embargo, los esforzados políticos soviéticos, tampoco en el terreno de la moral pueden alcanzar el nivel democrático-occidental me­dio de hipocresía, debido a que no disponen del caldo de cultivo de la moral occidental: el hecho incuestionable que, practíquesela o no, lo mismo da. En efecto, en las patrias de los derechos humanos, a la propiedad, al libre ejercicio de la profesión, y a la libertad para competir y consumir, el mercado libre de trabajo de por sí genera y regula la producción de los sacrificados servicios indispen­sables a la riqueza y a su crecimiento, sin necesidad de una ética del renunciamiento y el sacrificio. La moral que “surge” a continuación, viene codificada en la forma pre­dilecta de fanatismos justicieros, aplicables a todo sospe­choso de pasarlo bien sin merecerlo. Su artículo número uno: todo el que sirve con probidad es un imbécil, no la deteriora como criterio de valoración, porque ella es un consuelo, es una apariencia pura y hermosa, que en la realidad no cuenta, pero, en realidad debería contar. En manos del poder esa moral es el cinismo oportuno para idealizar la fuerza de la autoridad como anhelo propio de los sometidos a ella. Se la profesa con toda la mala fe del mundo, a sabiendas que frente a las prácticas que lo contradigan el poder democrático acostumbra indefectible­mente a hacer uso de la fuerza.

El poder soviético, al anular las leyes coactivas de la competencia capitalista también echó por tierra con la psicología moralista afín del ciudadano. Ningún derecho de propiedad, ninguna amenaza a quedar en la calle, ningún miedo a acabar en la indigencia, imponen al “hom­bre nuevo” en la URSS la disciplina laboral y el hábito del renunciamiento, que la imaginación popular occidental convierte en la más auténtica de las virtudes personales, que legitima innumerables pretensiones ideales. La moral debe en la URSS reemplazar esas carencias, para que los trabajadores practiquen el altruismo y brinden rendimien­tos que una mala planificación no hace beneficiosos para ellos mismos. Y un poder estatal que se dice partidario del “materialismo proletario” anda metido en la empresa de realizar cuanto ideal burgués anda por ahí, e insiste en educar moralmente a sus ciudadanos para que, sin la “presión sorda de la miseria”, se comporten como hombres soviéticos utilizables. Así se libra en todos los campos y en medio de ovaciones a la moral una incesante “competencia (!) socialista” que, contradictoria ya de por sí, premia nada menos que el probado desinterés.

Para el especialista del ramo alma humana, domesti­cado en la democracia, la moralidad cargosa de los parti­dos que gobiernan los países socialistas es la peor de las tiranías, que impide hasta pensar lo que a uno se le ocurra. Aserto justísimo, según la lógica de los criterios democráticos, que miden en la masa de las frases, la dimensión de la coacción que éstas deben embellecer; pero inaplicable a la URSS. Donde sí el partido cansa tanto a su pueblo con llamamientos a la moral es porque para lo que quiere de él, su decisión errónea a colaborar, necesita de su libre voluntad. De manera que los grandes valores del socialismo carecen de misterios para el pueblo, que sabe reírse de ellos.

Mayor respeto merecen los altos valores democráticos de Occidente. Como necedades oportunistas, no como bromas, circulan abundantemente en todas las clases socia­les, metamorfosis productiva porque no importa que se los tome en serio, ya que al fin y al cabo su función es honrar a los condicionantes obligados de nuestra hermosa vida social, y no fundamentar al poder que los pone en vigor.

Resultado: el pueblo soviético no vive bajo una dicta­dura, y lo que menos necesita es una democracia.