Análisis de la edición “GegenStandpunkt” 4-07

La opinión pública en la democracia

“Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época; o, dicho en otros términos, la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante.” (C. Marx: La ideología alemana) Así es; y antaño Marx y otros lo demostraron una y otra vez analizando las ideas dominantes. Tales esfuerzos resultan superfluos en la época de la democracia. En esta forma de dominación domina, como ya lo indica el nombre, el pueblo, y por consiguiente el poder espiritual dominante en ella son las ideas del pueblo. Sin embargo, esto no es nada natural. Reflexionar sobre el mundo en el que uno se fue a parar únicamente desde la perspectiva propia de los potentados dominantes de este mundo, no es ni fácil ni comprensible de suyo. Por ello la democracia tiene, a fin de que este tipo de reflexión resulte más fácil al pueblo, una institución propia. Una opinión pública democrática examina si la soberanía que gobierna en nombre del pueblo realmente corresponde a sus propias máximas, si actúa conforme a la ley que establece, y si consigue el éxito con el que sirve al bien común. Al mismo tiempo instruye al pueblo en el arte de considerar suyos los asuntos de los gobernadores, sus representantes, y lo logra con tanta perfección que la igualación funciona desde los dos lados, así que entre los gobernadores y los gobernados no cabe ni el aire.

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A los periodistas profesionales, los activistas que atienden de la manera correspondiente a la sociedad civil y de la información, les puede dar igual que el colectivo del pueblo, cuya opinión política se dedican a formar, consista de clases. Para ellos solo son de importancia las consecuencias que resultan de ello para su misión formativa, y en este aspecto sí conocen ciertas diferencias entre los integrantes del pueblo que en su vida privada son miembros de una sociedad de clases. Los asuntos, las preocupaciones y los apuros de la masa proletaria se distinguen de aquellos de la mejor situada minoría burguesa, y por lo tanto requieren ser considerados y atendidos de una manera especial: la prensa amarilla se dedica al cultivo de la conciencia política propia del ciudadano de a pie. Esta conciencia se resume, en el caso de esta gran masa popular, en el simple e irrefutable principio de que ‘los de arriba’ siempre hacen lo que quieran, mientras que ‘nosotros de abajo’ tenemos que pagar las consecuencias. Tal afirmación se acerca bastante a la verdad, pero no pretende ser más que una queja sobre la falta de justicia por parte de ‘los de arriba’ frente a la miseria social, y este lamento devoto tiene todas las simpatías de una prensa responsable. ¡Nada más estimable que súbditos que se quejan de sus señores porque quieren que les gobiernen mejor! Entonces se les alimenta con lo que necesitan, presentándoles el mundo de la política exactamente desde la perspectiva de su moral. Se les da la razón en las malas experiencias que hacen, y desde luego también en su convicción de que éstas solo pueden radicar en que uno u otro de ‘los de arriba’ no cumplió con su deber, a veces también en que le falta habilidad: total, irresponsables ‘faltas profesionales’ al reformar la economía, al crear empleo o al emprender otra tarea importante para fomentar el bien común. En todo caso son buenos los objetivos de aquellos que gobiernan representando al pueblo; lo que deja que desear solo es la forma como los ponen en práctica, así que para la política que se lleva a cabo queda clara una cosa: ¡tiene que hacerse mejor! Desde luego por parte de los que ya la hacen; y un pueblo bieninformado hasta sobre las escandalosas faltas de sus dirigentes en el cargo tampoco espera que se pueda librar de sus apuros de otra manera. 

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Desde luego, el deseo de información en la buena sociedad no se satisface tan fácilmente. Bien es verdad que sus socios también forman parte del pueblo, o sea de los que son gobernados. Sin embargo, como ciudadanos con mayor nivel de instrucción no tienen una opinión definitivamente mala al examinar si son gobernados bien. La elite quiere considerar este asunto con más diferenciación, y una ‘prensa seria’ se dedica a satisfacer sus más elevadas exigencias intelectuales: informa a sus lectores sobre las cotidianas decisiones políticas en el interior de la nación, pero también sobre los numerosos intereses y actividades nacionales en el exterior, y lo hace de una manera como si fueran ellos los que tuvieran que llevar a cabo todo ello. Cada asunto que la soberanía pone en el orden del día se les presenta como una necesidad objetiva, que se comprende de suyo o que en todo caso está fuera de cuestión, y que hay que superar con máxima habilidad y éxito. Una vez adoptada sin distancia alguna la perspectiva de la soberanía, es preciso distanciarse, tal y como se ha estudiado en las composiciones de las clases de Lengua. La elite espiritual es invitada a servirse de cualquier aspecto o interés posible que pueda ser relevante en el contexto correspondiente o de alguna otra manera, como piedra de toque de una valoración sobre cuán aceptable o muy prometedor, dudoso o mal los responsables se ocupan de las tareas pendientes e incuestionablemente necesarias para el bien de todos. Por supuesto, sin ‘conocimientos de trasfondo’ los profesores y demás actores aficionados no podrían desempeñar su papel del notorio sabelotodo y del sabríahacertodomejor en cuestiones de soberanía, por lo cual son abastecidos abundantemente con la materia necesaria para compenetrarse con el negocio político. La buena o mala ‘química’ que tienen ciertas figuras en el poder, las perspectivas con las que cuentan entre los votantes, jugadas maestras para agudizar el ‘perfil’ o para multiplicar ‘enchufes’, intrigas para eliminar a contrincantes: todos estos y muchísimos más criterios inapropiados para juzgar la política se alegan para instruir al lector intelectual en las dificultades del negocio político y a la vez en cuánto más fácilmente éstas a veces se podrían superar. En esto y nada más consiste la ‘imparcialidad’ de la que se vanagloria la prensa libre, sea ‘seria’ o ‘amarilla’: realmente no es un órgano de propaganda del gobierno, porque sus periodistas de hecho solo propagan un gobierno cuya política para la nación les guste. Y se sobrentiende que en todos los periódicos hay un ‘pluralismo de opiniones’. En el concurso de ideas de cómo la nación se tendría que gobernar, reina entre los periódicos y dentro de sus redacciones una coexistencia pacífica ya por el simple hecho de que todos pretenden lo mismo: es preciso que se gobierne mejor, y quien presente una propuesta imaginativa para este tema, merece todo el respecto por su responsabilidad.

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Así que, los soberanos declaran que su política es una necesidad objetiva sin alternativas, porque no toleran alternativas a lo que ellos se plantean – y sin obligación alguna la libre prensa democrática toma esto como la directriz para su información sobre la política: sobre los actos del poder soberano simplemente no se opina de una manera diferente a como lo mandan los soberanos. Esta es la premisa interclasista y el punto de arranque para los periodistas, y luego la pauta para la politización del pueblo a la que se dedican de una manera muy específica para las diferentes clases. Para la mayoría vulgar, en el caso necesario los periodistas tienen comprensión y son todo oídos cuando en vista de las necesidades políticas, que ciertamente son duras, surge el suspiro por más justicia – entonces se escribe para el pueblo moralmente exaltado lo que éste quiere escuchar para que vuelva a calmarse. Y a la elite se le entretiene con lo que corresponde a su perspectiva ficticia de una responsabilidad cívica superior: con profundas ponderaciones de posibilidades imaginables de cómo todo lo que hacen los soberanos para la nación se podría emprender quizás con aún mayor perfección. Esto hace que las ideas de la dominación democrática sean el espíritu dominante de la época en la democracia. Éste suministra con su pluralismo a todas las clases de ciudadanos lo que les corresponda, y garantiza a la vez con su unísona apología de los objetivos de la soberanía que con todo ello las ideas sigan siendo libres.